Diálogo, debate, discurso: una aproximación tipológica enredada
en la praxis educativa
Dialogue,
debate, discourse: a typological approach intertwined with the educational
praxis
Gonzalo Scivoletto
Universidad Nacional de
Cuyo
gscivoletto@derecho.uncu.edu.ar
Recibido: 26/05/2020
Aceptado:
11/06/2020
Resumen. En el siguiente
ensayo se analizan diferentes formas comunicativas dialógicas y su impacto en
la enseñanza, especialmente en la Formación Ética. El objetivo es, en primer
lugar, presentar una caracterización tipológica básica de intercambios
comunicativos como el diálogo, el debate, la negociación y el discurso. En
segundo lugar, se propone analizar el rendimiento de tales intercambios en el
ámbito educativo y cómo se podrían articular diferentes éticas en la
formación del alumnado de educación secundaria, correspondientes a tres niveles
y formas dialógicas: ética del cuidado (micro-ámbito de las relaciones
sociales), ética cívica (ámbito intermedio) y ética discursiva (macro-ámbito
global). Los instrumentos para llevar a cabo estos objetivos provienen de un
marco teórico hermenéutico y pragmático y de la praxis docente.
Palabras clave:
Educación, Ética, Comunicación, Ciudadanía, Secundaria, Cívica.
Abstract. In the following essay different dialogical communicative forms are
analysed and their impact on teaching ethics on high school. The objective is,
first, to present a basic typological characterization of communicative
exchanges such as dialogue, debate, negotiation, and discourse. Secondly, it is
proposed to analyse the performance of such exchanges in the educational field
and how different ethics could be articulated in the formation of secondary
school students, corresponding to three levels and dialogical forms: ethics
of care (micro-scope of social relationships), civic ethics (middle-scope)
and discourse ethics (global macro-scope). The instruments to carry out these
objectives come from a hermeneutical and pragmatic theoretical framework and
from teaching praxis.
Keywords. Education, Ethics, Communication, Citizenship, School, Civics.
“… en general sería más correcto decir que «entramos» en
una conversación, cuando no que nos «enredamos» en ella” (Gadamer, Verdad y método, p. 461)
Las siguientes reflexiones se enmarcan en dos experiencias:
por un lado, la experiencia de trabajo en la filosofía del lenguaje,
particularmente en relación con la hermenéutica filosófica, la pragmática y la
ética del discurso; por otro lado, en la propia experiencia docente en los
diferentes ámbitos del sistema educativo, pero sobre todo en la educación secundaria[1]. En relación
con la primera, las tradiciones teóricas aludidas comparten una serie de
elementos que son centrales para el campo de la educación en general, por
ejemplo: la idea básica de la lingüisticidad
de la experiencia y con ello el carácter histórico e intersubjetivo del
pensamiento y la reflexión, lo que supone, al mismo tiempo, que la comunicación
lingüística es la única vía ética para la conformación de acuerdos, resolución
de problemas teóricos o prácticos y desarrollar procesos de aprendizaje o de
fusión de horizontes. En cuanto a la experiencia docente, como profesor de
filosofía y en especial de Formación Ética y Ciudadana en la educación
secundaria[2], la cuestión
metodológica acerca de la forma que
ha de tomar el proceso de enseñanza aprendizaje vuelve crucial, para la propia
praxis, la problemática de la construcción dialógica del conocimiento y de la
toma de decisión[3]. Pues, en
efecto, difícilmente una subjetividad se configure como tolerante o respetuosa
de las diferencias sólo estudiando, por ejemplo, los Tratados Internacionales a
los que adhiere la Constitución Nacional. Sin duda, conocer estos Tratados y
demás principios constitucionales es una tarea imprescindible, pero el carácter
autoritario o democrático de la personalidad individual se configura a través
de la praxis en una trama
institucional, que claramente no se agota en las instituciones educativas
formales, pero en ellas desempeñan un rol central. En este sentido, aprender la
importancia del diálogo y la argumentación para la solución de conflictos no
quiere decir estudiar sólo la estructura del debate argumentativo, los tipos de
razonamientos, las falacias, etc., sino también practicar la argumentación. Por eso el sentido del término ética en este marco apunta sobre todo a
la formación de un ethos, de una
forma de ser en el marco de ciertas normas, valores y principios morales,
sociales y jurídicos instituidos; pero, al mismo tiempo, también a la formación de una conciencia crítica de esa eticidad
concreta. De esta manera, teoría y praxis no pueden tomarse como asuntos
separados o secuenciales (primero se estudia la teoría y luego se la aplica), puesto que la forma que adquiere la formación ética (no su enseñanza) viene
dada por ciertos posicionamientos teóricos y meta-teóricos que, a su vez, se
ven puestos a prueba en la propia praxis bajo la forma de un círculo
hermenéutico[4]. En este
ensayo quisiera entonces realizar una aproximación a las distinciones que se
pueden establecer entre diferentes formas comunicativas dialógicas y su
traducción en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Si bien estas distinciones
son teóricas y típico-ideales[5] (y además
aproximadas o introductorias), pueden contribuir a la reflexión y discusión
sobre la cuestión metodológica mencionada anteriormente, a saber: cómo podrían
ser interpretadas diferentes prácticas comunicativas para la formación ética
del alumnado. Este objetivo obedece a la necesidad de superar los dos polos en
los que parece moverse estructuralmente este espacio formativo de la subjetividad:
la concepción socializadora, según la cual, de lo que se trata es de forjar
individuos para adaptarlos al marco ético y cultural de una comunidad, y la
liberal, que concibe a la formación ética como un aprendizaje de reglas de
juego neutrales y apolíticas en el mercado de las morales individuales y
absolutamente privadas[6].
Finalmente, aunque la
experiencia didáctica presente en estas reflexiones se circunscribe al campo de
la Formación Ética, ello no obsta que puedan ser pensadas o proyectadas sobre
otros campos disciplinares e incluso a los acuerdos de convivencia y el
proyecto educativo institucional. Como es sabido, la formación ética en el
ámbito educativo no está circunscripta a una asignatura destinada a tal efecto,
pues atraviesa espacios, materias y relaciones. De tal modo que las prácticas
comunicativas analizadas aquí, y su carácter ético, tienen relevancia más allá
del campo de las disciplinas involucradas de manera directa en su enseñanza.
En nuestras sociedades contemporáneas, el diálogo constituye
un valor prácticamente incuestionable. Sería muy difícil encontrar
justificaciones públicas que afirmen que el diálogo no es importante o
necesario, o incluso moralmente preferible, como mecanismo legítimo para la
solución de conflictos o la toma de decisiones. Por supuesto que esto no
significa que la práctica real de la solución de conflictos y toma de
decisiones siempre siga el camino del diálogo, por el contrario, pareciera que
nos falta más y mejor diálogo; pero aunque la praxis no coincida muchas veces
con el principio, lo cierto es que el diálogo se ha convertido en un indicador
normativo o axiológico: pueden cuestionarse o evaluarse las decisiones tomadas
en prácticamente todos los ámbitos institucionales en función de si, por
ejemplo, han sido suficientemente conversadas o discutidas entre las partes
involucradas. En sociedades complejas, donde conviven múltiples puntos de
vistas morales, esto tiene la ventaja de que se puede contar con un criterio
procedimental independiente del contenido de las decisiones o resoluciones
adoptadas. Pero el carácter dialógico de las decisiones refiere no sólo al
ámbito político institucional formal como, por ejemplo, la determinación de
políticas públicas y hasta decisiones judiciales, sino también en micro-ámbitos
como los de las relaciones sexo-afectivas y familiares. Ahora bien, ¿cuáles son
los límites o los alcances del imperativo categórico: dialoguen? ¿Todo intercambio comunicativo es diálogo? ¿Es posible el diálogo institucional, en sentido estricto,
o es el diálogo más bien una experiencia cara
a cara, esto es, sólo entre interlocutores y en pequeña escala? Una
respuesta exhaustiva a tales preguntas, y a otras vinculadas, ameritaría un
análisis y un desarrollo que excede los límites de este trabajo. Pero, al
menos, creo que se podría bosquejar un marco de referencia para aproximarse a
esas respuestas. Para ello, quisiera utilizar de modelo un trabajo de Gadamer
titulado “La incapacidad para el diálogo” (Gadamer, 2010)[7].
A partir de lo que él mismo caracteriza como su “negativo
fotográfico”, esto es, aquello que no es diálogo, Gadamer comienza a abrir una
serie de reflexiones sobre esta experiencia humana. La experiencia del diálogo,
o de la conversación en este sentido originario, supone la articulación entre
dos experiencias: la representación o configuración de un mundo de la
individualidad, donde el mundo es mi mundo, y la experiencia del mundo común.
La conversación deja una “huella en nosotros”, nos dice Gadamer, en la medida
que “hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado en nuestra
propia experiencia del mundo” (Gadamer, 2010, p. 206). La conversación o
diálogo posee una fuerza transformadora, no en el sentido de que se nos ha enseñado
algo nuevo, sino que hemos ampliado nuestro horizonte, nuestra perspectiva. En
este sentido, se puede inferir que la conversación no comporta un juicio sobre
la posición del otro sino, de alguna manera, consiste en una especie de role taking[8], que
supone, a su vez, una afinidad particular o amistad: “Sólo en la conversación
(y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden
encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en el que cada cual es
él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí
mismos en el otro” (Gadamer, 2010, p. 207). Para que haya diálogo, entonces, es
menester una cierta cercanía o proximidad, una actitud de escucha y un
posicionamiento simétrico entre quienes dialogan. Con lo cual, por contraste,
no puede haber diálogo entre muchos ni entre quienes se encuentran subordinados
los unos a los otros, ni con quienes no se escuchan más que a sí mismos. Por
último, sólo mediante una operación bastante artificial, según estos criterios,
podría hablarse de diálogo entre instituciones, sistemas o poderes. En los
diálogos institucionales, los agentes-interlocutores se encuentran ceñidos por
la estructura funcional definida legalmente, no pueden “enredarse” en la
conversación y dejarse llevar. En otros lugares, Gadamer vincula la idea de
diálogo a la de juego, sobre todo por el carácter englobante que tiene el
juego, que sobrepasa la voluntad individual y que gracias a ese dejarnos llevar
por el juego, al final, nos sentimos “llenos” (Gadamer, 2010, pp. 150-151).
A esta caracterización un tanto idealizada del diálogo
difícilmente puedan corresponderle en la vida cotidiana formas más prosaicas o
estandarizadas de intercambios comunicativos. Es decir, si la conversación
verdadera y profunda se mueve bajo un presupuesto tan exigente, y tan
indisponible como es la afinidad o la amistad, entonces son más los factores o
elementos que dificultan el diálogo que aquellos que lo favorecen. Además de la
amistad o afinidad, lo cual supone cierto grado de intimidad, la conversación
profunda se mueve en un espacio desinstitucionalizado, es decir, los individuos
son “ellos mismos”, transcurre sin prisa y sin la responsabilidad o la carga de
la decisión y la acción. Con todo, parece ser que hay una dimensión dialógica
subyacente también en aquellas formas institucionalizadas, donde los hablantes
cumplen roles determinados. Ese suelo
dialógico, que se aparta de una visión funcionalista del diálogo y lo pone
en un plano ontológico (Buber, 2017), radica en la capacidad de escucha y en la
ampliación de perspectivas: ningún intercambio comunicativo es posible si los
hablantes no salen de sí mismos y adoptan un posicionamiento excéntrico. Según
Gadamer, una muestra de la incapacidad para el diálogo se encuentra en el
diálogo pedagógico. Si bien la relación maestro y discípulo, reconoce Gadamer,
forma parte de las experiencias más originarias de la experiencia dialógica,
hay una dificultad o “falla” (este no es un término usado por Gadamer): “el que
tiene que enseñar cree que puede y debe hablar, y cuanto más consistente y
sólido sea su discurso tanto mejor cree poder comunicar su doctrina” (Gadamer,
2010, p. 207). La cátedra universitaria y la clase académica tradicional
representan este modelo que se encuentra en crisis, decía Gadamer ya en este
texto de 1971. Pero tampoco ve Gadamer con mucho optimismo la propuesta
contraria a la clase universitaria tradicional: el debate, donde se modifica el
esquema monológico tradicional del docente-expositor y alumnado-oyente por un
modelo de igual participación discursiva. Ambos extremos suponen dos actitudes
poco dialógicas, y hasta en cierto sentido, a mi juicio, representan formas
artificiales y estereotipadas de la comunicación: por un lado, la clase
académica demanda una actividad de escucha completamente pasiva; por otro lado,
la actitud contraria, que consiste en hacer de cada tema un debate y supone un
comportamiento coercitivamente activo a tener
que, siempre y en cada ocasión, dar una opinión. Y concluye Gadamer entre
escéptico y resignado: “Hay en definitiva en la situación docente, cuando se
amplía más allá de la intimidad de una conversación en el pequeño círculo, una
dificultad insuperable para el diálogo. Ya Platón sabía de esto: el diálogo no
es posible con muchos a la vez, ni en presencia de muchos” (Gadamer, 2010, p. 208).
El número de los interlocutores parece ser aquí más determinante que la
orientación o función dialógica misma, pues Gadamer presenta tres formas
dialógicas que serían más auténticas que el diálogo pedagógico: la negociación,
el diálogo terapéutico y la conversación familiar. Para nuestro tema, nos
interesa sobre todo la primera.
Es curioso incluir la negociación como una forma aproximada
de diálogo auténtico, ¿es que Gadamer no tiene en cuenta la orientación
estratégica y, en cierto punto, la instrumentalización del diálogo para el
cumplimiento de intereses predeterminados? En principio sí, pero Gadamer pone
el acento en la cualidad de los interlocutores, quienes deben escuchar al otro
y autolimitarse (Gadamer, 2010, p. 208). El autocontrol en el uso de la palabra
y la escucha no son presentados aquí como reglas de decoro o cortesía, sino que
tales rasgos, entiende Gadamer, se encuentran presentes en lo que define a un
negociador como buen negociador, más
allá de que lo que se busque en una negociación no es llegar al consenso, sino
llegar a un punto de equilibrio o convergencia de intereses. Por otra parte, el
hecho de que los negociadores no se representen a sí mismos, sino que
desempeñan roles asignados (por ejemplo, por una empresa o por un partido
político) de algún modo los libera, paradójicamente, de la afectación personal
que entraña una conversación entre quienes no tienen de suyo, como vimos
anteriormente, afinidad. El modelo de hablante en estos casos está representado
por el político avezado y el hombre de negocios que puede persuadir al otro
venciendo sus “resistencias”. Claramente se trata de una forma de negociación
cara a cara que, a mi juicio, podría corresponder a lo que en el lenguaje
político y corporativo (aunque muchas veces con una fuerte connotación
negativa) suele conocerse como “rosca” política[9].
También en esta actividad se requiere, además del lenguaje común como medium de los interlocutores, una serie
de actitudes o virtudes asociadas, como el tacto, la paciencia, la simpatía y
la tolerancia (Gadamer, 2010, 210). A modo de ejemplo, quien negocia con otro
un acuerdo o compromiso, sabe de la diferencia que los separa y que debe cuidar
lo que se dice, empatizar con él, reconocer su punto de vista, debe saber
esperar y encontrar el momento adecuado, etc. Con lo cual, si bien es posible
distinguir fenomenológicamente el diálogo o la conversación de la negociación,
esta última supone una dimensión dialógica básica, supone dos tipos de
condiciones: objetivas y subjetivas. Las objetivas se refieren a la utilización
de un lenguaje común, medium del
entendimiento comunicativo; pero a su vez, hay determinados aspectos
situacionales que facilitan o impiden el despliegue del lenguaje, es decir, no
se trata simplemente de hablar o no el mismo idioma. En el texto que estamos
comentando, Gadamer se refiere a la experiencia de las familias ricas
norteamericanas, donde cada cual podría comer mirando su propio televisor. (Y
Gadamer no llegó a ver nuestra era de teléfonos inteligentes). Una situación de
tal tipo, derivada de la monológica ciencia moderna y la tecnología anónima que
intermedia en las relaciones humanas, limita las posibilidades de la
conversación y el diálogo. Pero también hay una dimensión subjetiva de la
capacidad para el diálogo, en la medida que uno es o no capaz de escuchar al
otro y no sólo de escucharse a sí mismo. También para negociar se requiere de
esa actitud dialógica fundamental. Ahora bien, si esta forma particular de
intercambio supone lo que aquí he denominado un suelo dialógico básico, la
pregunta que quisiera responder a continuación es si en el discurso también se puede encontrar tal dimensión, y en todo caso,
dónde radica la diferencia con la conversación y la negociación.
En primer lugar, es importante aclarar que el término
discurso (Diskurs) en la tradición
filosófica y ética discursiva no se corresponde con lo que se entiende por
discurso en la filosofía postestructuralista o en el análisis del discurso
ideológico, por ejemplo. En la ética del discurso, este término técnico refiere
a un tipo de intercambio comunicativo que apunta a la resolución argumentativa
de pretensiones de validez. Una pretensión de validez es una afirmación que un
hablante realiza sobre un estado de cosas o sobre la legitimidad de una norma o
acción. Por ejemplo, cuando un hablante le dice a otro “por favor, ¿podrías
cerrar la ventana?”, está “reclamando”, de manera concomitante, que a) existe
en el contexto de enunciación una ventana, b) que esa ventana está abierta, c)
que su interlocutor entiende el significado del acto de habla “por favor,
¿podrías cerrar la ventana?”, d) que es legítimo pedirle al destinatario que
realice esa acción, etcétera. El discurso es un tipo de diálogo que surge o se
activa cuando por ejemplo un interlocutor B no acepta lo reclamado en el acto
de habla del interlocutor A: por ejemplo, a) no ve que haya allí una ventana, o
b) la ventana está ya cerrada, o c) que, por ejemplo, al no hablar bien español
no comprenda el significado de la palabra “ventana”, o d) B considere que la
solicitud de A es inapropiada, inmoral o ilegal, etc. Esta descripción no
pretende ofrecer un cuadro exhaustivo de las pretensiones de validez sino
simplemente ilustrar su sentido y cómo se vincula al discurso. Por su parte, lo
que define al discurso es una serie de reglas inmanentes, propias de lo que
supone una argumentación (van Eemeren y Grootendorst, 2003). Entre estas reglas
se pueden mencionar dos fundamentales: la consideración sólo de razones (y no
de amenazas o insultos) y la igual participación y corresponsabilidad de los
participantes en la solución de problemas-pretensiones. Si bien no puede ser
abordado aquí en detalle, es importante destacar el carácter de esas reglas, ya
que no provienen desde “afuera” de la situación comunicativa, no obedecen a una
eticidad concreta o forma de vida cultural (aun cuando la institucionalización
del discurso en las formas de vida específicas pueda tener mayor o menor
desarrollo), sino que son inmanentes a la discusión y la posibilitan (en
términos kantianos, pueden ser consideradas trascendentales).
Con el gesto aparentemente inocente y cotidiano de decir “no”
(eso no es verdad, eso no es correcto, apropiado o legítimo,
etc.) se abre una grieta en la comunicación cotidiana. Ahora, quien pretendía
realizar una determinada acción en el mundo, por ejemplo, “que la ventana esté
cerrada”, debe responder con argumentos convincentes ante la respuesta negativa
de su interlocutor B, mientras que, al mismo tiempo, el interlocutor A esperará
una respuesta acerca del porqué en caso de negativa. Esta especie de accountability presupuesta mutuamente
hace de la discusión un tipo de intercambio orientado por la resolución definitiva (bajo reserva falibilista) de
la controversia, a diferencia de la negociación, que se encuentra orientada por
la situación de equilibrio de intereses entre las partes contendientes. Este es
el punto que caracteriza la distinción entre consenso y acuerdo / compromiso.
Pero el carácter de no definitividad (en sentido absoluto) del consenso hace
que la discusión argumentativa tenga el carácter especial de apertura: siempre
es posible que aparezca un nuevo argumento, un nuevo punto de vista, etc. La
comunidad de comunicación o discursiva es real, porque el discurso se da en un aquí y ahora, pero es además ilimitada, porque siempre pueden
aparecer nuevos argumentos o afectados, y es ideal, en la medida que presupone contrafácticamente un conjunto de reglas o normas. Pero volvamos a
la pregunta planteada acerca de hasta qué punto podemos decir que hay también
en el discurso un suelo dialógico.
De acuerdo con Damiani, es posible afirmar que “si bien todo
discurso es un diálogo, no todo diálogo es un discurso” (Damiani, 2019, p. 63).
Una de las diferencias fundamentales radica en que en el discurso se apela a “razones [o argumentos] para sostener o
rechazar posiciones” (Damiani, 2019, p. 63), mientras que este no es necesariamente
el caso en la conversación, tal como hemos visto. La conversación está movida
por la escucha y la apertura al mundo del otro, en ello radica la comprensión,
mas no en la aceptación de los puntos
de vista del otro. En cambio, el discurso está orientado especialmente por la
solución de posiciones controversiales. Sin embargo, advierte Damiani, si bien
es necesario el carácter argumentativo de un diálogo para que pueda ser
considerado como discurso, ello aún no es una condición suficiente. Hay otro
tipo de experiencias en las que también se utilizan razones o argumentos, pero
no con el fin de resolver pretensiones de validez. Damiani presenta tres
ejemplos de este tipo: el debate, la clase y la sesión psicoanalítica. ¿Por qué
estos ejemplos pueden ser considerados como formas dialógicas argumentativas,
aunque no discursivas? A mi modo de ver, porque en los tres ejemplos señalados
hay una asimetría entre quienes participan de tal experiencia comunicativa,
donde hay una parte que no se comporta en sentido estricto como interlocutor discursivo. El sentido en el que aquí
se usa el término asimetría no tiene necesariamente una connotación moral
negativa, en este contexto. El público o auditorio que participa de un debate
asiente o rechaza las razones de quienes argumentan, por lo tanto, no se
comporta como interlocutor (como un tú) sino como un observador; y entre
debatientes, aunque sí hay simetría, difícilmente se busque resolver una
pretensión de validez, sino que generalmente lo que se busca es persuadir a la
mayor parte de ese auditorio espectador. En el caso de la docencia, como vimos
en el análisis de Gadamer, no hay una real simetría entre profesor y alumno,
sino que, según Damiani, el profesor busca convencer a sus alumnos de una serie
de saberes, técnicas o procedimientos propios de su disciplina y la comunidad
científica a la que pertenece. En el caso del diálogo psicoanalítico, por
ejemplo, el analista no discutirá con su analizante sobre si es moralmente
correcto tal o cual acción, sino, en todo caso, sobre el significado que puede
tener tal acción como significante en el marco de su constitución subjetiva,
tarea que, por otra parte, realiza el propio analizante guiado por el analista.
Que el analista crea o no un determinado hecho, o que considere correcta o
incorrecta tal o cual acción, es algo que no importa. Ahora bien, que en tales
experiencias comunicativas no haya simetría, no quiere decir que ambos
interlocutores no son sujetos de derechos, iguales ante la ley, personas
morales, ni mucho menos que haya una relación de dominación[10].
Lo propio del discurso, entonces, puede ser aclarado si se
analiza la relación entre discurso y diálogo de acuerdo con a) el punto de
partida, b) el propósito y c) el procedimiento (Damiani, 2019, p. 64).
a) El discurso surge o se origina cuando no sabemos cuál es
la solución correcta a una determinada pretensión de validez. Esto es, el
inicio del discurso es la ignorancia. Según Damiani, para ello es necesario que
se cumplan dos requisitos: que todos los interlocutores comprendan que hay un
problema o algo que se ignora y que, a su vez, no crean que existen soluciones
ya dadas de antemano. ¿Es este el caso del diálogo, en el sentido de la
hermenéutica? No necesariamente. Quienes dialogan pueden hacerlo aun cuando
presumen que sus posicionamientos son irreconciliables. Se puede hablar muy
profundamente y durante mucho tiempo, tal vez eternamente, con quien adhiere a
verdades incuestionables, e incluso a lo sumo en algún caso se puede llegar a
acuerdos en tanto equilibrio de intereses, pero no se puede discutir en sentido
estricto en la medida que no se asuma que hay una pretensión de validez
controvertida, y que no es que el otro esté en el error, sino que no conocemos
la respuesta y estamos dispuestos a encontrarla y a rendirnos a la “fuerza del
mejor argumento”. En este sentido, a mi juicio, una ética discursiva es mucho
más exigente que una ética dialógica.
b) Como ya se ha dicho, el propósito del discurso es resolver
pretensiones de validez; en cambio, el propósito del diálogo es el
descentramiento del yo y su precomprensión del mundo. El discurso presupone la
comprensión y, con ello, la escucha y las actitudes que hemos mencionado más
arriba, porque las pretensiones de validez no son entelequias sino, debido a la
mediación del lenguaje,
manifestaciones de sujetos de carne y hueso, e incluso de grupos sociales: la
argumentación presupone la comprensión. Con ello, se precisa entonces por qué
todo discurso es diálogo.
c) Otro tanto puede decirse del procedimiento dialógico y el
discursivo. Para que haya diálogo, como vimos, hay ciertas condiciones
subjetivas y objetivas, que también se extienden al discurso. Pero el discurso
además posee una serie de reglas inmanentes (van Eemeren y Grootendorst, 2003).
La pregunta que se plantea aquí es qué tipo de intercambios
comunicativos deberían favorecer o promover la enseñanza en general. Y la
respuesta tal vez sea un poco decepcionante por su generalidad: creo que se deberían
promover todas las formas dialógicas.
Sin embargo, una fenomenología de tales intercambios comunicativos puede
contribuir a definir con mayor claridad y nitidez los objetivos, los medios y
los beneficios de cada una.
En cuanto al primer tipo analizado aquí: el diálogo. Dialogar
es una de las formas más humanas de la existencia, porque supone la apertura y
disposición al encuentro con el Otro, a “dejarse ser” con el otro, a través de
aquello sobre lo que se conversa. El diálogo puede conducir a una discusión,
pero en esa discusión no hay necesariamente la pretensión de convencer o
persuadir, sino la de comprender la peculiar perspectiva del otro. Esa
comprensión supone una serie de disposiciones afectivas como la escucha y la
empatía, e implica una fusión de horizontes, a tal punto que nadie sale de la
misma manera que entró en esa conversación. Se trata de una transformación
interior no guiada, no buscada, no negociada. Esto es, fuera del cálculo. Desde
mi punto de vista, es fundamentalmente en el micro-ámbito de las relaciones
humanas donde es posible y deseable la verdadera conversación: en las
relaciones afectivas, familiares y de la pequeña comunidad. Pero, a mi juicio,
no hay ni puede haber en sentido estricto diálogo en las relaciones sociales intermedias
y macro, donde el comportamiento y los procedimientos de los actores vienen
reglados, es decir, se encuentran fuertemente institucionalizados. De acuerdo
con esto, no sería correcto hablar de “diálogo entre poderes” (por ejemplo, en
una teoría política donde se refiere al diálogo del poder legislativo con el
judicial, o incluso de los jueces con la sociedad). No es apropiado definir
estas relaciones como dialógicas, en sentido estricto, por la sencilla razón de
que los actores no pueden dejarse ser, sino que deben actuar conforme a reglas
y procedimientos establecidos legalmente. Por eso, por ejemplo, muchas veces se
manifiesta la frustración de los ciudadanos con los sistemas
administrativos-burocráticos y esa sensación de “no ser escuchado”. Es que,
efectivamente, el sistema no puede escuchar la individualidad, sino que, en
todo caso, se ajusta conforme a las presiones que llegan desde abajo por una sociedad civil movilizada. Por supuesto que los
micro-ámbitos señalados también son instituciones, o sistemas de reglas, pero
por su carácter y su limitada protocolización son más propicios a auténticas
conversaciones con las características señaladas. La evolución de la familia y
las relaciones afectivas de algún modo demuestra cómo estos ámbitos pueden
comportarse como canales para el diálogo.
¿Es posible el diálogo pedagógico? ¿Es posible un auténtico
diálogo, por ejemplo, entre educador y educando? Es posible y necesario
promover relaciones dialógicas, de escucha, y virtudes asociadas como el tacto
o la empatía, tal como vimos anteriormente. Esto permite además que la relación
pedagógica sea flexible, el proceso de enseñanza-aprendizaje dinámico, se
reafirme la autonomía del alumnado, su autoestima y el docente someta su
práctica a una revisión permanente (en cuanto a contenidos, metodologías,
etc.). Pero esta relación dialógica está constituida por reglas institucionales
que atribuyen a los actores determinados comportamientos, permitidos y no
permitidos, por ejemplo. En ese marco, el docente es un actor que desempeña un
rol en función del objetivo educativo o pedagógico. Ahora bien, dada la
importancia fundamental que tiene el diálogo profundo en las relaciones
sociales, sobre todo en las relaciones afectivas, este es un ámbito que debe ser abordado por la educación, y en
especial debe formar parte de la formación ética. De lo contrario, se
produciría una escisión (y no me refiero a la separación de niveles, sino a un
auténtico hiatus) entre el mundo
privado y el mundo público. Lo cual podría llevar, a su vez, a la conformación
de estructuras subjetivas respetuosas de la ética pública, pero fallidas en el
ámbito privado. Por eso, con Puig Rovira, se puede señalar que es necesario
crear espacios para el vínculo afectuoso y la relación cara a cara (Puig Rovira,
2012), lo que caracteriza al diálogo auténtico. Esto supone un trabajo
teórico-práctico sobre los tipos de vínculos y las formas de cuidado, también en contextos
asimétricos. Esto hace de la ética del
cuidado (Held, 2006) una herramienta fundamental en el campo de la
Formación Ética y Ciudadana.
Los debates y las negociaciones también ocupan un rol central
en el funcionamiento social. Tanto unos como los otros apuntan a la realización
de objetivos estratégicos, para los cuales es necesario contar con apoyo
adecuado, sea en términos de mayorías numéricas, sea en términos de sistemas de
poder. El equilibrio de intereses garantiza un determinado orden social y
estabilidad, que muchas veces son la condición material necesaria para el
abordaje de desacuerdos más profundos. Pero para que estos ámbitos se
determinen en cuanto tales como legítimos
o justos, es necesario recurrir a un
discurso mediante el cual se resuelven, por así decir, las reglas del juego
estratégico. Si las reglas del juego estratégico estuviesen sólo determinadas
por otras reglas de juego estratégicas nos encontraríamos con una especie de
regreso al infinito. Pero el problema no es tanto la circunstancia fáctica de
que las relaciones estratégicas o de poder sean siempre y sólo relaciones de poder, sino la posibilidad contrafáctica de cuestionar ese orden
considerado como legítimo. A esa instancia de puesta en discusión de las reglas
instituidas es a lo que se denomina discurso práctico. Pero antes de pasar a
este nivel, se debe plantear la siguiente pregunta: ¿qué debe ocupar a la
educación respecto de los debates y las negociaciones? En primer lugar, creo
que este es el ámbito por excelencia del que se ha ocupado la Formación Ética,
sobre todo, digamos, desde la recuperación democrática. Pues, sin duda, la
moral privada fue también un campo educativo central previo a 1983, esto es,
durante los regímenes dictatoriales. Concepciones sustantivas de matriz
conservadora de la familia y la sexualidad formaban parte de la concepción
general de ciudadanía y “valores patrióticos”. La desmoralización de la esfera
privada, desde la ley de divorcio hasta la ley de matrimonio igualitario y de
identidad de género, trajo aparejada una especie de reducción de la ética a
ética ciudadana. Con ello se dio un gran paso en la evolución social: ahora los
individuos podrían finalmente vivir en libertad sus proyectos de vida
personales, afectivos y sexuales, sin ser reprimidos jurídica o socialmente por
ello. La centralidad en la democracia y la ciudadanía fue operacionalizada a
través del aprendizaje prioritario de las normas constitucionales y legales,
los procesos de construcción colectiva de los derechos humanos y, en general,
en las formas de participación política garantes del pluralismo. En ese marco,
“aprender a debatir” tuvo y tiene un rol fundamental. Sin embargo, en un debate
los interlocutores no buscan convencerse recíprocamente o encontrar el “mejor
argumento”, sino que buscan obtener el apoyo de un auditorio. Un ejemplo
gráfico son los debates entre candidatos políticos en un proceso electoral:
aquí cada cual debe medir (literalmente) sus palabras y gestualidad a fin de
obtener la mayor cantidad de votos de los indecisos. Los candidatos no debaten
entre sí respecto de cuál idea o proyecto es mejor guiados por la fuerza de los
argumentos, sino que buscan fijar posiciones y mostrarse como más idóneos, en
función de una clientela que presumiblemente quiere ese tipo de representante. Otro caso son los debates
parlamentarios: difícilmente un legislador reconozca en medio del debate en el
recinto que hay argumentos mejores y, por lo tanto, que ha aprendido y que
cambiará su voto en función de tales argumentos. La disciplina partidaria o la
lealtad con un electorado forman parte de su función específica, basada en
acuerdos y compromisos, por lo tanto, incluso sería éticamente reprochable (y
puede ser castigado políticamente) no respetar esos acuerdos. Ahora, esta
descripción no entraña un juicio valorativo negativo. Por el contrario, debates
serios y negociaciones justas son claves para el funcionamiento democrático de
nuestras sociedades, signadas por el pluralismo y la pugna de intereses. Para
ello es imprescindible conocer e incorporar los principios fundamentales del
sistema normativo vigente, empezando con los de mayor estabilidad, los
principios constitucionales. El doble sentido de la Constitución, de
reconocimiento de derechos y libertades básicas y del establecimiento de los
principios fundamentales de organización del Estado, permite a los sujetos
formarse como sujetos de derechos,
ciudadanos de una comunidad jurídica, aquí y ahora, y no como sujetos
abstractos. Estos sujetos están situados y mediados institucionalmente, y en
ese sentido cumplirán determinados roles en los diferentes subsistemas
sociales. Como miembro o representante de una determinada fuerza política, de
un grupo de interés o de una corporación, debe poder desempeñar adecuadamente
su función en el marco de la legalidad, y ello significa que es capaz de
alcanzar determinados objetivos a través de la formación de compromisos. Así
como en el primer eje basado en el diálogo se trataba de abrir espacios de
vinculación afectiva, en este de lo que se trata es de abrir espacios de
deliberación (Puig Rovira, 2012). La deliberación en este sentido forma parte
de una ética cívica, basada en
derechos humanos encarnados institucionalmente, es decir, bajo una forma
histórica y específica. Ahora bien, si la formación ética se quedara fija sólo
en este nivel, se correría el riesgo de hacer de esta formación una especie de
nuevo urbanismo o civilismo (Camps, y Giner, 2008), una especie de adaptación
del alumnado a los criterios hoy aceptados del buen ciudadano. Creo que la
ética del discurso puede, precisamente, aportar un elemento más a la formación
ética, en la medida que las reglas del discurso tienen un carácter
meta-institucional que permite mantener abierta la discusión acerca de la
eticidad vigente, y por lo tanto aporta a la construcción de estructuras
subjetivas en un sentido no adaptativo, sino eminentemente crítico (Scivoletto,
2020).
El intento de descripción analítica e ideal-típica siempre
puede ser cuestionado desde las aristas o matices que quedan afuera. En ese
sentido, la realidad que los conceptos o categorías nos permiten analizar se
presenta siempre de manera mucho más compleja e híbrida. Sin embargo, creo que
al menos puede servir como puntapié inicial para una discusión acerca de las
prácticas dialógicas en la educación. Como se ha intentado mostrar, a los tres tipos
de intercambios comunicativos, diálogo, debate, discurso, pueden corresponderle
tres tipos de éticas que, a pesar de sus diferencias, pueden trabajar
colaborativamente en la situación concreta de la enseñanza: me refiero a la
ética del cuidado, la ética cívica y la ética discursiva. A cada una de ellas
puede corresponderle, a su vez, un ámbito especial de las relaciones sociales.
Mientras que la ética del cuidado permite problematizar los modos de
vinculación afectiva en situaciones de proximidad, la ética cívica claramente
se ubica en un terreno Nacional-Estatal, basado en una Constitución, leyes y
normas sociales o culturales de esa nación. La ética del discurso, en cambio,
tiene una fuerza expansiva que la lleva hacia cuestiones de validez universal,
y en un plano político, hacia el cosmopolitismo. De hecho, Apel ha pensado la
relevancia de esta teoría en el sentido de una “macroética planetaria” (Apel,
1991). Ahora bien, ello no quiere decir que cada una de esas tradiciones o
teorías éticas se restringen necesariamente a cada ámbito. La ética del cuidado
es también una teoría moral que problematiza problemas de política estatal,
economía mundial, etc. Del mismo modo, la ética del discurso, a mi juicio,
también puede aplicarse a las estructuras familiares o afectivas (tal como fue
desarrollado por la primera generación de la teoría crítica, con Horkheimer,
Adorno o Fromm). Es posible y tal vez necesario realizar una lectura cruzada de
estas éticas e ir analizando cómo impactan en los diferentes niveles de las
relaciones sociales, cuáles son las tensiones y cuáles las complementariedades,
etc. Pero esta es una tarea que debe ser llevada a cabo en sucesivos trabajos.
Apel, K-O. (1991). A Planetary Macroethics for
Humankind: The Need, the Apparent Difficulty and the Eventual Possibility. E.
Deutsch (ed.): Culture and Modernity, Honolulu: University of Hawaii Press,
261-278
Buber, M. (2017). Yo y tú. Herder
Camps, V. y Giner, S. (2014). Manual de Civismo. Ariel
Damiani, A. (2019). La centralidad ética del discurso:
Un examen pragmático trascendental. Daimon. Revista Internacional de Filosofía,
78, 61-74
Freire, P. (2014). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI
Freire, P. y Shor, I. (2014). Miedo y osadía. La
cotidianidad del docente que se arriesga a practicar una pedagogía
transformadora. Siglo XXI
Gadamer, H-G. (2010). Verdad y Método II. Sígueme.
Gené, M. (2019). La rosca política. El oficio de los
armadores delante y detrás de escena (o el discreto encanto del toma y daca).
Siglo XXI.
Grondin, J. (2016). Hermeneutic Circle. The Blackwell
Companion to Hermeneutics, edited by Nial Keane and Chris Lawn.
Held, V. (2006). The Ethics of Care: Personal,
Political, Global. Oxford University Press
Ministerio de Educación. (2011). Núcleo de Aprendizajes
Prioritarios: Formación ética y ciudadana. Recuperado de: http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL004314.pdf
(Última consulta: 02/05/2020).
Molina, L. (2006). Un aporte en la formación del
currículo de Formación ética y ciudadana. Pensamiento y Experiencia: 1as
Jornadas Regionales de Filosofía con Niños y Jóvenes, CIIFE, FFyL, Universidad
Nacional de Cuyo, 187-198.
Puig Rovira, J. (2005). Construcción dialógica de la
personalidad moral. Revista Iberoamericana de Educación, 8, 103-120.
Puig Rovira, J. (2012). Espacios de la educación moral.
Padres y Maestros, 344, 14-18.
Román, L. (2009). Tres caminos de aproximación
conceptual a la Formación Ética y Ciudadana. Congreso Nacional y Surandino de
Filosofía
Scivoletto, G. (2020). Ética del discurso como ética
referida a las instituciones. Disputatio. Philosophical Research Bulletin,
Universidad de Salamanca, 9, 12 (en prensa)
Schluchter, W. (2008). Acción, orden, cultura. Estudios
para un programa de investigación en conexión con Max Weber. Prometeo Libros.
Van Eemeren, F. y Grootendorst, R. (2003). A Systematic
Theory of Argumentation. The pragma-dialectical approach, Cambridge University
Press
[1]
Agradezco a los participantes de los seminarios “Problemática de la Filosofía
del Lenguaje” de la Especialización en Filosofía con Niños y Jóvenes (UNCuyo),
quienes con sus intervenciones han dado impulso a la escritura de este trabajo.
[2]
Por su carácter especialmente formativo de la subjetividad, esta asignatura ha
sido siempre un escenario de disputas ideológicas en el que confluyen
diferentes visiones morales, políticas e incluso religiosas. Las diversas
denominaciones que ha ido adoptando a lo largo de la historia de la educación
en Argentina (en sus respectivas jurisdicciones) se inscriben en este campo de
lucha político-pedagógica, por ejemplo: Formación
Moral y Cívica, Instrucción Cívica, Educación Cívica, Construcción de la Vida
Democrática y Ciudadana, entre otros. Respecto de los contenidos, enfoques
y objetivos de Formación ética y ciudadana actual, ver Ministerio de Educación,
2011. Para una sinopsis histórica, ver: Román, 2011.
[3]
La Formación Ética y Ciudadana se caracteriza por ser una asignatura
interdisciplinaria que apunta a la formación de jóvenes y adolescentes en los
valores o principios de las sociedades democráticas, abiertas y plurales, tales
como una cultura de respeto por la diversidad y los derechos humanos y la
participación ciudadana en la conformación de las decisiones políticas, entre
otros. Pero además se enfatiza en este espacio la importancia del diálogo y el
debate, tanto desde un punto de vista teórico como práctico.
[4]
Respecto del círculo hermenéutico, ver Grondin, J. 2016. La idea central que se
pretende rescatar es que, si la comprensión de las partes supone la comprensión
de la totalidad, y la totalidad de las partes, en la práctica de la enseñanza
se da una estructura similar: las teorías funcionan como totalidades y
anticipaciones de sentido para la puesta en práctica de ideas, principios o
valores, pero al mismo tiempo en la práctica concreta se corrigen o modifican
esas totalidades.
[5]
Esta indicación metodológica es tomada, de manera un tanto libre, de Weber: El
tipo ideal “contiene el significado de un concepto limítrofe puramente ideal, a partir del cual se mide la realidad
para explicar determinados componentes significativos en su contenido empírico;
con el cual es comparada la realidad”
(Weber, citado en Schluchter, 2008, p. 33).
[6]
Esta interpretación de dos tendencias, comunitarista y liberal, de la formación
ética de estudiantes se basa en un trabajo de Leticia Molina que reconstruye, a
su vez, la posición de Puig Rovira. Si bien este último distingue otras dos
tradiciones de formación moral, la formación del juicio crítico (desarrollo de la conciencia moral) y la formación
de hábitos virtuosos, podríamos decir que la visión cognitivista y evolutiva
del juicio moral (Piaget, Kohlberg, parcialmente Habermas) se acerca a la
tendencia liberal, mientras que la formación de hábitos (Aristóteles) puede ser
incluida en la tradición “comunitarista”. Puig Rovira utiliza las
denominaciones “socializadora” para lo que aquí se denomina comunitarista y de
“clarificación de valores” a la que aquí se denomina liberal. Ver, Molina, 2006;
Rovira Puig, 2005).
[7]
Este texto es uno de los documentos de trabajo utilizados en el Seminario
“Problemáticas de la Filosofía del Lenguaje”, aludido más arriba.
[8]
Esta terminología no es utilizada por Gadamer, pero, como se mostrará más
adelante, si el diálogo es una forma comunicativa básica que presupone ya una
ética como condición necesaria pero no suficiente para la resolución de
controversias morales, creo que podría trazarse un paralelo con la idea de la
psicología moral (Kohlberg) de que el intercambio de roles es una condición
necesaria, aunque no suficiente, del
juicio moral. Puig Rovira, a mi juicio, ofrece un puente en este sentido cuando
(crítica feminista a Kohlberg mediante) destaca la experiencia del vínculo
afectivo cara a cara como punto de
partida de la experiencia moral (Puig Rovira, 2012). Creo que esto es,
precisamente, a lo que apunta la hermenéutica .
[9]
Un análisis sociológico ilustrativo de este tipo de conversación, y del talento
requerido para su puesta en práctica, puede encontrarse en Gené, 2019.
[10]
La complejidad y hasta incomodidad de esta cuestión para quien asume una visión
dialógica, democrática y emancipadora de la educación es ostensible. En Miedo y osadía, un diálogo entre Paulo
Freire e Ira Schor, se aborda específicamente esta cuestión a través de la
pregunta “¿Las clases dialógicas igualan a los profesores y los alumnos?”. La
pregunta abre una gran variedad de cuestiones, entre ellas, cómo debe ser
interpretada la autoridad docente en
el marco de la libertad. Freire, que era un pensador dialéctico, en un pasaje
responde: “Sin embargo, creo que la cuestión no es que el profesor tenga cada
vez menos autoridad. Para mí, lo importante es que el profesor democrático
nunca, realmente nunca, transforme la autoridad en autoritarismo […] La
libertad necesita autoridad para hacerse libre” (Freire y Schor, 2014, p. 147).
Y más adelante en el mismo texto: “La experiencia de estar por debajo lleva a los alumnos a pensar que, si eres un
profesor dialógico, niegas definitivamente las diferencias entre tú y ellos. De
una vez por todas, somos todos iguales. Pero eso no es posible. Debemos ser
claros con ellos: no, la relación dialógica no tiene la posibilidad de crear
una igualdad como esa, es imposible. El educador continúa siendo diferente de
los alumnos, pero -y esta es, para mí, la cuestión central de la diferencia
entre ellos-, si el profesor es democrático, si su sueño político es de liberación, no puede permitir que la
diferencia necesaria entre el profesor y los alumnos se vuelva antagónica” (Freire y Schor, 2014, pp. 149-150)
(Cursivas en el original). Respecto del carácter dialógico de la práctica
docente, ver además Freire, 2014, pp. 95-226.