El dilema pedagógico: ¿comprender o juzgar?
Una dificultad educativa cotidiana
The pedagogical dilemma:
Understanding or judging?
An everyday educational difficulty
Carlos Germán Juliao Vargas
Corporación
Universitaria Minuto de Dios, Colombia.
cgjuliao@gmail.com
Recibido: 09/07/2020
Aceptado: 27/10/2020
Resumen. Este artículo de reflexión plantea la decisión implícita en el
acto educativo y, sobre todo, evaluativo: ¿comprender o juzgar? Á partir de un
hecho educativo cotidiano se plantea la alternativa filosófica e irresoluble
entre el determinismo y la libertad, proponiendo un enfoque compatibilista que
significa que pese a que la acción humana individual hace parte de cadenas (vínculos)
causales, somos libres de quebrar o innovar en cualquiera de los eslabones de
dichas cadenas, posibilitando así la responsabilidad moral y la ética, y
permitiendo un acto realmente formativo. Los aportes de Descartes y Kant, así
como de Pestalozzi y Makarenko permitirán proponer la educación como anticipación en un contexto preciso.
Palabras clave. Evaluación, determinismo, libertad, enfoque compatibilista,
educación como anticipación.
Abstract. This
reflection article raises the implicit decision in the educational act and,
above all, evaluative: understand or judge? Based on an everyday educational
fact, the philosophical and irresolvable alternative between determinism and
freedom is proposed, suggesting a compatibilist approach that means that although
individual human action is part of causal chains (links), we are free to break
or innovate in any of the links of these chains, thus enabling moral
responsibility and ethics, and allowing a truly formative act. The
contributions of Descartes-Kant, as well as Pestalozzi and Makarenko will allow
to propose education as an anticipation in a precise context.
Keywords. Evaluation,
determinism, freedom, compatibilist approach, education as anticipation.
“Dime y lo olvido, enséñame y lo
recuerdo, involúcrame y lo aprendo” (B. Franklin)
Normalmente las decisiones que tomamos van
precedidas por un proceso de evaluación. Aunque muchas veces no nos damos
cuenta, lo cierto es que habitualmente estamos evaluando decisiones, acciones, opiniones,
creencias y objetos, entre muchas más cosas. Pero ¿qué es evaluar? Se define la
evaluación como aquella acción que permite estimar, apreciar o calcular el
valor de algo; evaluar consiste en atribuir un valor a algo o a alguien, en
función de un proyecto implícito o explícito; y en el campo de la educación, se
la concibe como la estimación de los conocimientos, aptitudes y rendimiento de
los aprendices. Que la evaluación es fundamental en todo proceso educativo no se
discute, pero sí es discutible el modelo de evaluación a aplicar, y, sobre
todo, cuando el acto de evaluar se convierte en juicio o se limita a certificar
algo. Al respecto muchos opinan que, con una evaluación comprensiva e
interpretativa, donde el evaluar surja de la observación del contexto, el
quehacer educativo será realmente fructífero: siempre que nos fijamos en algo,
el juicio valorativo y la percepción se entremezclan; por ello, podemos enfocar
la evaluación como como proceso y experiencia, o como medición, que se
enriquecen recíprocamente pese a que pueden contradecirse o ser difíciles de
combinar (Stake, 2006): “En educación se trata de acciones humanas, mejor de
interacciones, y no de fabricación de nada, mucho menos de sujetos objetivados
por muy competentes que lleguen a ser” (Juliao, 2013, p. 215).
El hecho podría ocurrir en cualquier institución
educativa: Carlos llega tarde a clase por novena vez consecutiva. Como el
profesor no lo deja entrar, va a la oficina del coordinador de grupo quien se
muestra receloso. Entonces Carlos comienza a justificarse: su padre está
desempleado y cada vez anda más borracho; además, cada noche debe acostar a su hermana
menor desde que su mamá encontró trabajo limpiando oficinas; por otra parte, él
no está motivado para llegar a tiempo pues los maestros siempre llegan tarde; y
en cuanto a la clase de esa mañana, era de química y él no comprende nada de
esta materia. Asimismo, el profesor le había dicho que ya había acumulado
tantas fallas que no podría recuperarse. En esas circunstancias, ¿por qué
castigarlo por su retardo?
La escena, lo reconozco, es sarcástica y
cínica; pero lo que me interesa aquí, es que es estructuralmente posible y, en
ese sentido, totalmente trivial. Por otra parte, es también un hecho concreto y
pide una respuesta precisa. El coordinador de grupo tendrá que reaccionar y, de
algún modo, tomar una decisión que implica una evaluación. Haga lo que haga - e
incluso si no hace nada – eso será una decisión, y tendrá un impacto, no solo
sobre el estudiante, sino además sobre la conducta de sus compañeros, las
actitudes de los profesores y, de algún modo, sobre la vida cotidiana de la
institución educativa e incluso sobre el sistema educativo y las teorías
pedagógicas. Por eso pienso que este hecho educativo, cotidiano y banal, merece
una reflexión praxeológica, pues la pedagogía es una “teoría de la acción
educativa, en el sentido de una disciplina praxeológica. Es decir que la
pedagogía es una teoría práctica, a la vez reflexiva y prospectiva, o sea,
orientada hacia el futuro” (Juliao, 2013, p. 58), siempre delimitada por dos
principios rectores: la educabilidad o plasticidad humana (todos pueden
aprender) y la libertad o autonomía humana (nadie puede obligar a otro a
aprender), que conforman esa contradicción pedagógica intrínseca que hace que el
oficio de maestro sea necesario pero imposible de ejercer, pues siempre se
vacila entre educar como domesticar o como emancipar. Entonces, ¿comprender
para perdonar o juzgar para castigar?
El problema fundamental de la cuestión que
está en el trasfondo de esta situación es, en palabras de Gibert-Galassi,
el siguiente: “Mientras que para hacer ciencia necesitamos del postulado
hipotético del determinismo ontológico, para hacer humanidad, necesitamos del
postulado hipotético de la existencia del libre albedrio” (2009, p. 260). Crear
ciencia y hacer “humanidad” son, ciertamente, labores distintas, si bien pueden
relacionarse en las ciencias sociales y en la pedagogía. Particularmente,
porque las ciencias sociales (y la pedagogía) usan la hipótesis del libre
albedrío para decir que la sociedad (y la educación) puede ser reconstruida o
rediseñada de mejor forma, como sistema determinístico artificial[1]. La cuestión de cómo reconocer la acción libre es simple: cualquier
modificación en los vínculos causales de los dispositivos de un sistema social,
que termine redefiniéndolos o reconstruyéndolos intencionalmente, supone la acción
del libre albedrío, individual o colectivo. Detrás de esto presumo un enfoque compatibilista[2], que significa que pese a que la acción humana
individual hace parte de cadenas (vínculos) causales, somos libres de quebrar o
innovar en cualquiera de los eslabones de dichas cadenas. Y ello posibilita la responsabilidad
moral y la ética, y permite un acto realmente formativo.
Entonces, y para el hecho educativo
planteado, se podría dar un tratamiento teórico y clásico en términos de
“juzgar o comprender”, moviéndonos entre dos opciones: el respeto a la ley
colectiva o la atención a la historia particular de cada uno. Pero hacerlo plantea
un problema praxeológico pues supone elegir entre dos actitudes excluyentes y, definitivamente,
ubica al educador ante una duda ontológica dado que las dos perspectivas se podrían
justificar; y asumir una de ellas implica, de hecho, sentirse culpable ante la
exigencia de la otra; elegir una es sacrificar la otra.
Supongamos que se quiere eludir esta
alternativa ¿qué podría hacer el educador? ¿Cómo valoraría la situación? Voy a
intentar desplazar la cuestión. Digamos que, desde la perspectiva del
estudiante o aprendiz, dos posturas son posibles: (a) considerarlo como sujeto determinado
y limitado por las influencias externas ejercidas sobre él, o (b) postular su
libertad irreductible a dichas influencias, y su capacidad para resistirlas y
superarlas.
Hablo aquí de
“postura” y no de “posición”,
pues creo que las convicciones teóricas son una cosa y el punto
de vista desde
el cual uno decide hablar y actuar es otra cosa. Y en educación,
esta
diferencia es fundamental: yo puedo estudiar cómo funcionan los
aprendizajes
desde el punto de vista estrictamente cognitivo (aquí hablo de
“postura”) sin
negar por decreto la afectividad o el contexto que he decidido no
considerar
por método (lo que sería, entonces, una
“posición”). Ser sagaz y modesto,
pedagógicamente
y al mismo tiempo, consiste en no creer que una postura, cuando genera
resultados (que son, en el mejor de los casos, modelos de
inteligibilidad), puede
convertirse legítimamente en posición. Dicho de otra
forma, y para el ejemplo
que nos concierne, se trata de no imponer una elección
metafísica al educador, obligándolo
a optar teóricamente entre el determinismo y el libre arbitrio;
lo sustancial
es captar las posturas que podría asumir y sus efectos frente a
su proyecto y
quehacer educativos. Y el enfoque compatibilista señalado antes
facilita esta
tarea.
Las dos posibles posturas teóricas son
aquella del filósofo clásico y la del profesional de las ciencias humanas.
Desde la filosofía, el modelo que escojo es Descartes, por aquello que dijo de
la libertad en su cuarta Meditación y, sobre todo, por sus aportes al
respecto en sus cartas. Es conocida la definición de la cuarta Meditación:
(La voluntad o el libre albedrío) consiste
tan sólo en que tenemos libertad para hacer o no hacer una cosa (es decir,
afirmarla o negarla, propiciarla o evitarla), o más bien, consiste en que no
nos sentimos determinados por ningún poder exterior al decidir afirmar o negar,
propiciar o evitar, aquello que nos propone el entendimiento. (1994, p. 45)
La libertad consiste, pues, en elegir lo que
nos propone el entendimiento como bueno y verdadero; no es la apatía ni la
arbitrariedad, sino el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento. Por
eso, “la principal perfección del hombre consiste en poseer libre albedrío, y
esto es lo que le hace digno de elogio o de censura” (1953 Principios de la filosofía I.37)[3]. También destaco que
Descartes distingue entre la “libertad indiferente” (cuando el sujeto puede
elegir entre dos opciones sin que predomine ningún deseo y sin usar del juicio:
la elección aquí será siempre aleatoria) de la “voluntad ilustrada” donde el saber,
lejos de mitigar la libertad, la refuerza y la efectúa. Para él, el ejercicio
de la libertad, en su grado máximo, está en la suspensión del juicio
(poniéndolo entre paréntesis), es decir, en aquella capacidad de rechazar la
evidencia en aras del quehacer de la razón crítica; y está asimismo en la
posibilidad de resistir al tiempo al poder de las apariencias, como a las
propias inclinaciones y a las influencias externas. Esta forma destacada de la
libertad, que siempre podemos ejercer, hace que, paradójicamente, cuando decido
actuar conforme a mi razón, obedeciendo voluntariamente a las normas sociales,
o incluso dejándome influenciar por lo externo, yo permanezco libre. Pues “siempre
nos está permitido apartarnos de la persecución de un bien claramente conocido,
o de admitir una verdad evidente, con tal de que pensemos que es bueno
atestiguar mediante esto la libertad de nuestro arbitrio” (1953 p.14, Carta de
febrero 9 de 1645 a Mesland). Ciertamente, Descartes admite que esto es muy difícil,
pero añade que, “hablando de modo absoluto, lo podemos”. Ahí estaría la
existencia de lo que Jankelevich llamará “nolonté”[4] que supone que el hombre es libre, incluso en las situaciones donde
está más determinado.
Esta postura de la filosofía clásica es
legítima en educación: en efecto, si mi tarea consiste en contribuir al
surgimiento de la libertad del otro, tengo que responsabilizarlo de sus actos,
porque, hablando absolutamente, al margen de todas las influencias que sufra,
él podría siempre hacer otra cosa. ¿Cómo alguien llegaría a la libertad si no
es interpelado como sujeto libre incluso antes de serlo? Ciertamente, yo puedo
considerar, a otro nivel, que la persona todavía no está constituida como
sujeto y entonces aún no sería capaz de resistir a las influencias externas.
Descartes, aquí, prefigura a Kant (2007) y la afirmación de que nada es más
terrible que la reducción del hombre a “lo patológico”, por eso, la razón
Tiene que considerarse a sí misma como autora
de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente,
como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí
misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo
la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a
todos los seres racionales. (2007, p. 61)
Si quiere que surja esta “razón práctica”,
el educador entonces sitúa, primero ficticiamente, un espacio entre el
resultante de las fuerzas interiores y exteriores que padece el sujeto y el
resultado de su propia voluntad: ese espacio es “la conciencia”. El maestro
hace posible una distancia gracias a la cual, al final, el resultado (la acción
del sujeto) no se reduce a la resultante del conjunto de influencias ejercidas
sobre él. Y, si quiere realmente ayudar a que emerja un sujeto, se distancia de
su propia consideración sobre el aprendiz para que éste pueda realizarla en sí
mismo. Y la palabra “consideración” hay que entenderla aquí en sus dos
sentidos: forma de considerar y estimación que uno tiene sobre alguien; imagen
que se tiene de él, testimoniada por las actitudes frente a él; y opinión
positiva frente al esfuerzo de mostrarse digno. Entonces, aquí está justificada
la postura filosófica; incluso hace parte del quehacer educativo como
pretensión fundadora.
Esto no deslegitima, sin embargo, la postura
que podría asumir un educador atento a los aportes de las ciencias humanas.
¿Cómo abstraer, en efecto, los fenómenos sicológicos y sociológicos capaces de
explicar los actos de alguien? ¿No sería idealista decretar abstractamente su
inexistencia o suponer que un niño podría, él solo, resistir y reversar, mediante
su voluntad, todas las presiones sicológicas y sociales que puede sufrir? ¿El
supuesto de la libertad no tiene acaso el riesgoso efecto de poner toda
iniciativa fuera de aquello que uno quiere realizar, reforzando así la
fatalidad? Finalmente, ¿la postura filosófica no remite a un aprendiz ideal,
una ficción, una especie de “sujeto filosófico”? ¿El filósofo cartesiano no
termina así, en alianza con Rousseau, imaginando un Emilio huérfano (no
tener padres suprime el peso de las influencias familiares), con buena salud
(no podrá excusar sus debilidades detrás sus enfermedades), procedente de un
medio distinguido y afortunado (tendrá las cosas de este mundo por usarlas con
libertad)?
Pestalozzi (2009) experimenta el problema de
este idealismo, en sus intentos educativos en Neuhof, y sobre todo en Stans,
con el peso de la miseria, la terrible realidad del hambre y de la enfermedad,
pero también del dolor que ellas engendran[5]. El estudiante soñado nunca existe en la realidad cotidiana; y la
postura filosófica siempre enfrentará la resistencia de aprendices concretos
que no pueden ser decretados como sujetos de razón esperando que eso les otorgue
milagrosamente un mejor futuro. Ciertamente, el filósofo afirmaría que se
podría hacer “de modo absoluto”; pero eso termina siendo deshonesto pues desconoce
el peso de las injusticias y proclama una igualdad de derecho insostenible:
nuestro coordinador de grupo no puede ignorar la realidad sociocultural en la que
vive su estudiante y tratarlo, desde un principio filosófico abstracto, como a su
compañero de clases a quien su madre despierta todas las mañanas llevándole el
desayuno a la cama.
Esto se percibe en Thierry (1986), quien llega
a la enseñanza con ideales laicos y convicciones anarquistas (propias de quien piensa
que la libertad está ya ahí y solo requiere expresarse) cuando descubre niños
herederos de toda una historia dada; creyendo que sólo tenía que encender una
llama para enardecer las conciencias, se enfrenta a realidades de toda clase: la
pasividad de los estudiantes, el facilismo, las burlas y muchas otras
inclinaciones naturales. Y aquí llegamos al punto crítico (casi podría decir al
“punto de fusión” donde coexisten en equilibro posturas diversas) del quehacer
educativo: cuando el educador se encuentra con la resistencia del niño o
adolescente a su voluntad para educarlo; cuando aterriza en su negativa, cuando
experimenta que “el aprendizaje no se decreta”, pero sin, por ello, renunciar a
su oficio de maestro. Y Thierry tiene la sabiduría de suspender el encanto
libertario (Meirieu, Prefacio a
Thierry 1986). Hay que entender lo que ocurre aquí, la inquietud que desactiva
el angelismo filosófico sin hacer que el educador caiga en el cinismo realista
de quien abandona la cuestión educativa a su suerte y se escuda bajo la
reproducción mimética de algunos elegidos. Y entonces adopta un punto de vista
materialista, no tanto como una metafísica determinista (posición teórica que
establece en abstracto la preeminencia de la materia sobre el espíritu) sino
como aceptación vital de la irreductibilidad del otro a la idea que uno se hace
de él y por él.
Es esto lo que permitirá vislumbrar, detrás
de la ardua cuestión de la amonestación o castigo (atribuir la responsabilidad
de un hecho reprobable a una persona), la preocupación contextualizada de la
anticipación (prever, anteponer, superar, adelantar, hacer que algo ocurra
antes del tiempo). Nuevamente, ¿comprender o juzgar?, ¿evaluar un hecho pasado
o anticipar un logro futuro como consecuencia de una evaluación comprendida
como proceso formativo y no simplemente como certificación?
Todos sabemos que la educación es un asunto
de anticipación: si uno espera que los niños sepan hablar para hablarles, ellos
nunca aprenderían a hablar. Pero la anticipación no siempre logra practicarse
de modo global. Al respecto destaco lo que Pienda (2000) afirma
El hombre es un ser internamente dividido.
Está dividido ontológicamente entre lo que es por anticipación y lo que puede
llegar a ser. Se siente dividido existencialmente. Se siente a la vez naturalmente sociable e insociable, como
dice Kant; o naturalmente bueno y culturalmente corrupto, como dice
Rousseau; o naturalmente malo y
convencionalmente sociable, como sostiene Hobbes; o naturalmente neutro, como afirma B. Russell; o naturalmente libre e
históricamente corrupto como sostiene la tradición cristiana.
El ser humano es proyecto, pregunta,
apertura, anticipación. Y por eso todos experimentamos esa tensión entre lo que
tendemos a hacer naturalmente y lo que voluntariamente queremos hacer[6]. Y la acción educativa no puede obviar esta realidad. El coordinador
de grupo de nuestro caso debe anticipar algo de la libertad del estudiante que
llega sistemáticamente tarde; no puede considerarlo como atrapado definitivamente
en una situación de la que él sólo sería el producto; pero no puede, tampoco,
abstraer lo que él conoce de dicha situación, pues perdería todo crédito a sus
ojos y no podría educarlo. Y esto es así porque, en la acción educativa, no hay
anticipación sino en una contextualización concreta.
Aquí se pudiera evocar la zona de desarrollo
próximo tal como fue descrita por Vygotsky (1978)[7].
Pero prefiero, desde la reflexión
pedagógico-praxeológica, presentar
el carácter específico de la pareja
“anticipación-contextualización” donde la
acción
del docente es el nudo articulador (Merieu 1995). Esta dupla expresa
una de las
tensiones constitutivas de la acción educativa: ser a la vez
proyecto de
socialización (a través de la transmisión del
acervo cultural de saberes,
prácticas y valores) y proyecto de formación de
individuos situados y autónomos
(con su subjetividad, su historia, sus problemas, sus intereses y
deseos). Esto
siempre que se cuente con la función mediadora del maestro como
articulador
entre lo heredado (prescrito, impuesto, planeado) y lo que los sujetos
concretos
que son los estudiantes puedan construir con su ayuda como usos
aplicados y
sentidos (Bruner, 1997).
Por eso propongo releer el conjunto de la
obra de Makarenko (1967) cuyo planteamiento, en este punto, me parece ejemplar:
los adolescentes de la colonia Gorki son gradualmente tratados como sujetos
responsables, pero “sobre acciones y en marcos determinados”. Es claro que no
son ángeles; algunos de ellos aterrorizan a los habitantes del pueblo cercano.
Makarenko tiene que, al comienzo, defenderlos e incluso amenazar a los policías
que sospechan de ellos: les da confianza, sin duda apresuradamente, hasta ser
su garante. ¿Pero cómo podría lograr que progresaran si no les ofrece algo de
perdón?
Y sin embargo Makarenko no se queda ahí y, aunque
los protege de las autoridades, con sus colonos no es cómplice. Todo lo
contrario, asume con fuerza su autoridad y se pone en la tarea de organizar un
trabajo de “desprendimientos”: “El
sistema de desprendimientos especiales hacía la vida de la colonia muy intensa
y plena de interés, por la alternancia de las funciones de trabajador y de
organizador, del ejercicio de la autoridad y de la subordinación, de la acción
colectiva e individual” (1967 p. 221). Nada diferente a la organización
metódica de las situaciones (a la medida de los concernidos), donde les pide
comprometerse de modo que reivindiquen paulatinamente sus propios actos y busquen
mejorar; se trata de interpelar un sujeto, pero en un contexto que él comprende
y puede manejar. El educador no pide imposibles a alguien abstracto que podría
misteriosamente emanciparse por sí mismo; él construye situaciones para que el
sujeto asuma responsabilidad, anticipando así una voluntad y proporcionando los
medios para ejercerla.
Interesante cómo, en la colonia, se
gestionan desde ese principio los incidentes y los delitos. La historia de
Oujikov, el ladrón, es ejemplar (1967, pp. 653-663): primero Makarenko lo protege
ante una posible venganza de sus compañeros; luego organiza un proceso ante el
consejo, avalando su desarrollo y reservándose su derecho de veto. Ahí se
expresan las posiciones antagónicas entre quienes piden una sanción ejemplar
presumiendo la absoluta libertad del ladrón (“Puesto que actuó como un perro, hay que construirle una perrera y que
aprenda a ladrar”), y aquellos que apelan a la indulgencia negando su
responsabilidad (“Él ha vivido con
nosotros durante más de un año y sin embargo roba. Eso significa que lo hemos
educado mal (...), que no se le ha prestado la atención que requería (…) Hay
que elegir quienes lo van a tomar bajo su protección y ayudarlo”). El
tribunal delibera y condena a Oujikov a un mes de encierro, sin uso de la
palabra. Makarenko decide aplicar la sentencia, pese a la desaprobación de
otros maestros, y lo justifica así: “Veamos,
este Oujikov es detestado en la colonia. La sanción tendrá por efecto, primero,
introducir, por un mes entero, una nueva forma, legal, de relaciones. Si
Oujikov soporta esta cuarentena, la estima hacia él debería incrementarse”.
Pero Oujikov no aguanta un mes. Después de un corto periodo sufre claramente de
soledad. Entonces su actitud cambia poco a poco: “Él comienza a mirar durante horas a los niños, a meditar y a soñar”.
Un día, pide permiso para hablar con Makarenko quien se niega firmemente. Decide
entonces escribir sobre la vida del campo, e incluso no responde a quienes le
dirigen la palabra: “Yo no puedo
hablarles. Se requiere la autorización del jefe”. Este caos de interacciones
que se expresan y miden sus fuerzas permanentemente da lugar a un cierto ritual
(Imbert 1994 pp. 15-31). Existe un marco, decisiones legítimas, reglas que
prohíben y autorizan: el adolescente es considerado responsable de sus actos,
castigado en consecuencia, pero ubicado en un contexto donde puede surgir
progresivamente. La situación lo lleva a reflexionar; la prohibición lo
autoriza, justamente, a una palabra auténtica; y aquí está la médula de la
construcción identitaria, la condición para que una persona se reivindique desde
sus propios actos. Una nueva asamblea general de la colonia reexamina el caso y
decide que, dada la evolución del comportamiento de Oujikov, se puede ahora
amnistiarlo.
En el fondo no hay nada extraordinario en la
pedagogía de Makarenko; nada diferente a lo que se realiza en torno del
“consejo” en la pedagogía cooperativa; nada esencialmente inaudito frente a lo
que ocurre con las “situaciones-problemas” (Meirieu, 2009 pp. 193ss) o en la
“pedagogía diferencial” o la “pedagogía praxeológica”. Un sujeto articula y
desarticula su propia historia; utiliza un espacio que le proponen para
reivindicarse; se reconoce y se supera, asume lo que es y decide en qué quiere convertirse;
elige, en función de lo que sabe hacer; y aprende a hacer lo que aún no sabe
hacer. Y porque se halla en una situación pedagógica, su libertad logra
construir un espacio donde auto reconocerse (Meirieu, 1995, 1998). Rechazando
tanto la abstracción de un sujeto filosófico tácitamente independiente de toda
realidad psicológica y social (como el psicologismo o el sociologismo que
atascan a la persona en sus determinaciones), el pedagogo propone al educando
un espacio social donde disponga de elementos para reconstruirse. Él configura
una actividad o una institución en las cuales la persona puede explorar nuevos
roles y hacerse intencionadamente responsable. Él redimensiona el contexto de
anticipación de la libertad, para que esté a la medida de lo que el estudiante
puede asumir.
En realidad, se podría decir que todo
quehacer educativo tiene primero esta función: espacio provisorio encerrado,
limitado para que la persona no se pierda, rico en recursos diversos para que
pueda encontrar los medios para expresarse, pero marco vacío, asimismo, para
que su gesto no sea definido previamente; espacio socializado, en fin, para que
la mirada del otro interpele su libertad y le permita reivindicarse autónoma y progresivamente
con sus propias acciones.
Hay ahí, sin duda, una sencilla lección para
nuestro coordinador de grupo confrontado al reincidente estudiante que llega
tarde, que podría expresarse en la siguiente frase: “Entiendo que tu no
puedas evitar las dificultades sociales y escolares que se te presentan; sin
embargo, debo hacer respectar una regla, válida para todos”. Hasta ahí, no
hace nada particularmente educativo. “Pero comprometámonos ahora en algo que
te permitirá crecer: fijemos en común una situación, una actividad que tú
todavía no controles, pero que puedas realizar: en dicho contexto, yo te
consideraré como un sujeto libre y responsable de sus actos”. Ciertamente, el
maestro tiene conciencia de que se asumen riesgos, precisamente, porque nada asegura
que el aprendiz será capaz de hacerlo. Pero, hay que arriesgarse a comprender
antes de juzgar.
Es que el maestro, como lo dice Hameline, refiriéndose
a la evaluación, debe “navegar por valoración”, sin rechazar ingenuamente todo
cálculo. Se trata de mostrarse humano en las cosas humanas porque lo humano es
inevaluable. Primero por honestidad. Luego, por conciencia de su precariedad. Nuestra
tarea es valorar a los estudiantes en el sentido de garantizar la valoración
de sus aprendizajes: medir, tomar la medida e inevitablemente, ser medido
dentro de una valoración recíproca (1987, p. 204). Hay que tener en cuenta que,
en un proceso educativo praxeológico y evaluativo,
La materia bruta de la praxeología es la
realidad cotidiana o fenoménica, el mundo de la vida, los acontecimientos,
hechos y gestos de las personas que viven (practican) en el campo disciplinar
en cuestión y que ejercen ahí una actividad especializada. Esta base empírica
se caracteriza por ser particular, individual y contingente. Ella es el lugar
por excelencia de lo vivido, del presente, de lo subjetivo, la sensibilidad, lo
existencial, del gesto y la palabra. La praxeología es el lugar del trabajo, la
producción, la tecnología y la técnica; es el campo de la relación del ser
humano con la naturaleza y la realidad material. Pero es también el lugar
privilegiado de la creación, del juicio, del gusto y del arte, por contraste
con la conducta estrictamente productiva. (Juliao, 2017 p. 78)
Por eso, para que las prácticas educativas de
una persona o colectivo sean aceptadas y su valor sea reconocido, tienen que descansar
sobre bases sólidas. Es decir que cualquier práctica debe someterse a dos
criterios complementarios que le otorguen seguridad, garantía, certeza: (a) el
epistemológico, que verifica la validez de los métodos usados por la persona o
colectivo para arribar al resultado buscado, y (b) el axiológico, que examina las
reglas de conducta o normas morales que justifican la acción. Es claro que
antes de los dos criterios de validez está el nivel praxeológico (las acciones,
las prácticas cotidianas que someteremos a los dos criterios) y que en el
trasfondo de todo el proceso valorativo está el nivel ontológico, el de la
“identidad profunda”, conformado por las creencias, los marcos de comprensión y
análisis, las cosmovisiones:
Figura
El modelo filosófico. Fuente: elaboración del autor (Juliao, 2017, p. 76)
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(1986). L'homme en proie aux enfants.
Magnard.
Vygotsky, L. S. (1978). Pensamiento y lenguaje. Paidós.
[1] Cuando hablo de determinismo (Mosterín y Torretti, 2002, pp.162-164),
asumo que al decir “sistema determinístico” se habla de un sistema cerrado y,
precisamente, el sistema biológico que da origen al libre albedrío y al hecho
educativo, a saber, el sistema nervioso central, es cerrado. Desde mi punto de
vista aquí está la explicación de aquella poética frase de Sartre (1998),
cuando describe al ser humano como un “ser condenado a ser libre”.
[2] Este enfoque plantea que las ciencias sociales manejan una solución
errónea del problema libertad del agente – determinismo de la estructura.
Rechaza tanto la teoría voluntarista (centrada en la libertad) como la naturalista
(centrada en el determinismo), que se excluyen entre sí. Y propone una
filosofía de las ciencias sociales “sistémica realista”, fundamentada en la
idea de que el actuar individual está conectado con la estructura que lo
cobija, por lo que las regularidades existen por todas partes. Pero también
existen el indeterminismo y la libertad, que equivalen a la desconexión de los
agentes individuales con los sistemas sociales, de estructura supraindividual. Y
esto es posible porque la realidad es una estructura ontológica de múltiples
niveles. Por eso se postula una conexión entre libertad y determinismo, tanto a
nivel psicológico individual como a nivel social (Gibert-Galassi, 2009). Este
enfoque, según su mayor defensor David Hume (2004), simplemente sugiere que el
libre albedrío y el determinismo son compatibles, pues los actos de albedrío no
son causados (ni siquiera misteriosamente como Kant sostiene) aunque sí son
influenciados por nuestras opciones (según lo determinado por nuestras creencias,
deseos, y por nuestro carácter). El libre albedrío parece necesitar del
determinismo, porque de lo contrario el agente y la acción no estarían
conectados.
[3] Un
análisis minucioso del concepto “libre albedrío” indicaría que es un
término complejo que no significa nada o que significa tanto como el de
“círculo cuadrado”. Cuando Aristóteles señala que “se elige lo que se ha decidido como
resultado de la deliberación” (Ética Nicomaquea 1113a) dice que sólo se elige lo que se percibe como bueno y
que elegirlo demuestra que así lo parecía, de modo que no se puede elegir contra lo mejor a sabiendas. También
Spinoza es claro en este punto cuando dice que entre dos bienes se elige
el mejor y entre dos males el menos malo (Tratado Teológico-Político II, §§ 7 y 11). O sea que, y de acuerdo con Sócrates, “nadie elige el mal
voluntariamente” o con plena conciencia, pues, por definición, el mal es lo que
aborrecemos, y nadie elige lo que aborrece. Gran
parte de las contradicciones en que incurre Descartes en esto se relacionan con
la ambigüedad en el uso que hace del concepto de libertad, que entiende de
cinco formas distintas: (a) como indiferencia cuando los pronunciamientos de la
voluntad se producen sin que el sujeto tenga motivos para decidirse por un
objetivo u otro; (b) como voluntariedad; (c) como voluntad sometida al
determinismo del bien presentado por el entendimiento (intelectualismo
socrático); (d) como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir un bien;
(e) como capacidad para elegir libremente las acciones predeterminadas por Dios
de modo necesario. Ver al respecto García 2008.
[4] Esta expresión tiene que ver con la “nolición” o acto positivo de
no querer, opuesto a la volición considerada como querer positivo, y distinto
de la simple ausencia de volición. Es el poder de negación o de rechazo debido
a la voluntad. En la medida en que la volición es un acontecimiento que puede o
no llegar, hay una facultad de querer que se actualiza cuando se usa, y
permanece virtual cuando uno se abstiene; en ese sentido general el poder
expresa una simple posibilidad lógica de voluntad o nolonté: el hombre es un ser voluntario capaz de no querer, o mejor
es un ser voluntario que no siempre está queriendo (Jankélévitch, 1957, p.
228).
[5] Al igual que sus predecesores, Comenius y Rousseau, Pestalozzi
creía que la solución a las contradicciones y la pobreza en la sociedad se
debían buscar en una buena educación, en la que se aprende yendo “de lo más
fácil a lo más difícil”: el aprendizaje comienza al observar los hechos,
continúa con el desarrollo de la conciencia, para finalizar en el discurso, la
medición, el dibujo, la escritura y el conteo de números.
[6] Esta división antropológica siempre ha sido denunciada y muy
diversamente valorada en la historia del pensamiento, dentro y fuera de nuestra
tradición cultural. Su reconocimiento ha sido y sigue siendo determinante en la
creación de muy variados métodos educativos para superarla. Cada orden
religiosa, cada corriente mística, cada sistema educativo, tiene entre sus
tareas fundamentales la de superarla. Para figuras tan conocidas en Occidente
como Pablo, Agustín, Pascal, etc. ha sido parte substancial de su pensamiento.
La teología católica he ha dedicado amplias reflexiones en sus tratados teológicos
y también en las declaraciones doctrinales de sus Concilios.
[7] El concepto de zona de desarrollo próximo, introducido por
Lev Vygotski desde 1931, es la distancia entre el nivel de desarrollo efectivo
del alumno (lo que puede hacer por sí mismo) y su nivel de desarrollo potencial
(lo que podría lograr hacer con ayuda educativa). Este concepto sirve para
delimitar el margen de incidencia de la acción educativa y es una evidencia del
carácter social del aprendizaje. Vygotski utilizó el término andamiaje para
referirse al apoyo temporal que ofrecen los adultos (ya sean padres, profesores
o maestros) al niño para que este cruce la zona de desarrollo próximo.