Saberes y Prácticas. Revista de Filosofía y Educación

Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 7 N° 2 (2022) / Sección Dossier / pp. 1-10 / Licencia Creative Commons
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 16/11/2022 Aceptado: 30/12/2022
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.076


Arqueologías biográficas: investigaciones-promesas a propósito del realismo agencial y otras actancias

Biographical Archeologies: Research-Promises in the Light of Agential Realism and Other Agencies


María Marta Yedaide

Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

myedaide@gmail.com


Resumen. El texto que sigue compendia reflexiones alrededor de lo educativo y lo pedagógico a propósito de procesos y proyectos de investigación en curso del Grupo de Investigación en Escenarios y Subjetividades Educativas (GIESE) de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata. En los protocolos de la investigación académica este manuscrito puede inscribirse en el género “artículo” a condición de que se conciba en el marco de una etnografía previa de larga duración, lo que supone un conjunto de conversaciones en las cuales varias corrientes “teóricas” y experiencias de trabajo de campo intra-actúan—para codificarlo en términos realista-agenciales—en pos de producir relatos que puedan conmover o inspirar otras búsquedas. El artículo utiliza la imagen de la canción para proponer una inmersión en lo que se acuña contingente y provisoriamente como “arqueologías biográficas”, con el fin de estimular la imaginación respecto ciertos modos alternados y alterados de performar la investigación educativa.  Este movimiento podría colaborar, anhelo, con una producción responsable del presente.

Palabras clave. arqueologías biográficas, investigación educativa, realismo agencial.


Abstract. The text compiles some reflections upon education and pedagogy which have been nurtured in current research projects of the Research Group on Educational Scenarios and Subjectivities (GIESE) of the Faculty of Humanities of the National University of Mar del Plata. According to scientific standards, it could be typified as an article, provided it acknowledges the value of long-term previous ethnography. This implies that the discussion of theoretical materials comes alongside with fieldwork in intra-action—to use the terms of agential realism—in order to produce narratives that may affect or inspire other pursuits.  The text resorts to the image of songs to present an argument in favor of ‘biographical archaeologies’—a phrase coined to trigger imagination as to alternative means of performing educational research. Such movement may contribute, hopefully, to the responsible production of the present.

Keywords. Biographical Archelogies; Educational Research; Agential Realism.


Introducción—quiero cantar-te una canción

Hace unos meses recibí un regalo de un colega: un libro con un capítulo suyo. “Leelo”, me dijo, “Tiene mucho de vos”. Poco encontré, a decir verdad, de eso que prometía. Era la historia de su vida, de la trama familiar en la que se había compuesto, los amarres y anclajes que estos le suponían aún hoy como investigador. Si bien comencé a leer con mucha avidez—casi automáticamente urgida por la promesa de encontrarme—a los pocos párrafos me perdí. Me desorienté, pero sin ninguna ansiedad ni temores, incluso ingresando en una frecuencia familiar pero a la vez alternativa que me condujo de la mano a una suerte de epifanía. (Ay, las epifanías. Tengo una anécdota con una amiga al respecto). No sabría cómo nombrar de otro modo a este instante en que percibo, sé con certeza letal, que comprendo, aun cuando no tengo capacidad de explicarme—especialmente cuando no tengo capacidad de explicarme, al menos no inmediatamente. Algo acontece, hiere, se presenta. Luego, a veces, llegan torpes y a cuentagotas las palabras.  

¿Cómo pude haber trabajado tanto tiempo junto a este amigo prescindiendo de esta información? ¿Cuántas cosas dije de más, ignorando la singular composición de su punto de vista, su escala de sensibilidad, sus colores? Me sentí profundamente ingenua y a la vez autoritaria: había sobre-escrito sus aportes desde mis propias creencias, mis estándares, los juicios que se me encaraman inevitablemente en el mirar.

Ahí, recién ahí, entendí el sentido de lo biográfico-narrativo. Hacía años que escribía sobre ello.

Decido comenzar el ensayo con un relato autobiográfico y apelaré al mismo recurso en otro momento del texto. La decisión no es ingenua, y quedará suficientemente custodiada, espero, por un conjunto de tesis ontológicas, epistemológicas y metodológicas, además de una postura ética—siempre en (des)composición—que lo sustenta todo. Las discusiones se proponen alrededor de lo que en algún momento abordé como el enfoque biográfico-narrativo (Bolívar, 2002; Bolívar, Domingo & Fernández Cruz, 2001), y al cual abracé como inicial “ablande” de otros modos de performar la investigación que me resultaban sospechosos. Recuerdo mis primeros acercamientos a la investigación que hoy llamaría clásica o tradicional, y lo curioso que me resultaba el aparente debido respeto a ciertos tecnicismos que se afanaban por una profilaxis ridícula—especialmente convenciones tales como identificar variables dependientes e independientes, como si realmente algo de todo eso pudiera dejarse fijo o quieto, o se comportara de modo higiénico.

El enfoque biográfico narrativo se presentaba, en ese entonces, como un desplazamiento epistemológico, relacionado con los modos de producir conocimiento, de forma que—de la mano de las definiciones de Bruner (en Bolívar, 2002)— no destronaba las lógicas cientificistas sino que las complementaba. En la línea de la Escuela de Chicago y bajo el influjo los giros hermenéuticos y lingüístico, este enfoque prometía una metodología particular para la complejidad de la experiencia humana. Entiendo hoy que se disputaba primariamente esa profilaxis que mencioné, aunque con limitaciones: las investigaciones trabajaban con los relatos de las personas y sus vidas, pero el investigador (Hombre en cada enunciación) podía todavía abstraerse en el refugio de la objetividad, y el trabajo con los “datos recogidos” seguía respondiendo a lógicas de construcción de categorías bajo consignas de representatividad y ambiciones de generalización. Si bien utilizo el tiempo pasado para referirme a estas condiciones en que se performaba la investigación en mis contextos de trabajo hace una década, estoy completamente consciente de la vigencia de dichas prácticas en muchos procesos y proyectos, en mi propia universidad, en este país y en el mundo. Hoy algunos coincidimos, en cambio, en pensar que la objetividad es una quimera, un invento que oscila entre lo obscenamente ingenuo y lo políticamente peligroso (Yedaide y Porta, 2020). También sostenemos que los parámetros que signaron—y signan—la validez de la investigación constituyen un régimen de control moderno-colonial también difícilmente sostenible desde perspectivas que atienden a la historia y a la miríada de opciones cosmogónicas hoy desplegadas y visibles en el planeta (Denzin & Lincoln, 2011; Smith, 1999, 2005; Yedaide, Porta & Ramallo, 2021).

Imagino que ya no resulta extraña, a la luz de estas anticipaciones y su desarrollo en los próximos apartados, mi escritura en primera persona del singular y del plural. Hay mucho más en juego allí que consideraciones respecto de la implicación (Souto, 2014). Hay una subversión ontológica o, como invita a pensar Karen Barad (2007), un posicionamiento ético-onto-epistémico.  Lo que rige así es la ética, entendida como la inevitable elección de ciertas prioridades y sincerada, entonces, como una inclinación o preferencia hacia ciertas formas o ciertos “cortes”. Esta elección a su vez conlleva el abrazo a un modo particular de cartografiar lo que existe—de allí el arrastre a lo ontológico—nunca ingenuamente relativista sino entre las libertades que nos procuran los gestos propios y las estructuras que gestan nuestras inevitables—e indispensables—miopías. Se trata en definitiva de un modo peculiar de poetizar (volveré aquí al explayarme sobre mi canción) respecto de aquello que acontece y suscita nuestra atención o se obstina a nuestra consciencia. Entiendo a la postura ontológica también como una leve inclinación en el concierto de las matrices condicionantes de mi punto de vista. Lo epistémico, de esta forma, se vuelve casi resultante de las decisiones—tanto las que asumo como agente como aquellas que me pre-escriben y matrician. Producir conocimiento desde la universidad en estas coordenadas me pone en situación de decidir para qué y a favor de quién o quiénes, más que blindar la torre de cristal que la ciencia ha tratado de hacer perpetuar en la academia. Si la investigación educativa no es exo-solidaria (Hester, 2018), no entiendo muy bien cómo saldar la responsabilidad de trabajar en una universidad pública.  

Hacer investigación biográfico-narrativa hoy no supone necesariamente este posicionamiento mío—que además de la marca evidente de lo descolonial y la criticalidad  también marida con lo queer, lo posthumanista, los vitalismos y muchas formas de materialismos, feminismos y fenomenologías. Algunas expresiones de lo biográfico-narrativo, de hecho, me convocan poco, especialmente cuando menos se exigen ética y políticamente. Entiendo que la vida social es profundamente pedagógica, y que las instituciones escolares—incluyendo la universidad y la academia—son muy educativas especialmente cuando no se lo proponen –acá dejo a la vista la profunda y evidente influencia de Philip Jackson (1968), Pierre Bourdieu (1999, 2003, 2008), académicos de la Escuela de Frankfurt y las pedagogías críticas (inventariadas en Giroux, 1983), especialmente, en mi punto de vista. Hacer/ser investigación (Ramallo, 2021) compone realidad, y yo prefiero constelar entre las fuerzas que se empeñan por batallar contra las indignidades y dolores contemporáneos—y no me refiero a cuestiones que puedo abstraer de mí en un movimiento de sesgo salvacionista-colonial, sino a aquellas soberanías que personalmente me faltan y las incomodidades que particularmente me afectan.       

Lo auto-etnográfico, por su parte, me atrae un poco más. Si bien presenta zonas de total confluencia con lo biográfico-narrativo, entiendo que ontológicamente se desamarra de la mirada moderno-colonial de la narrativa como modo alternativo de conocer. En la historia de mi propio devenir como investigadora, he leído producciones que re-instituyen esa original definición de Jerome Bruner respecto de los dos modos de conocer—la que deja a la narrativa como una vía no científica de acercarse a la experiencia vital (Bruner, 1986). Como he ya expuesto en muchas ocasiones, entiendo que Bruner deshace esta distinción en La fábrica de historias fundamentalmente (Bruner, 2003)—y además en algunos fragmentos de otras obras suyas anteriores (Bruner, 1986, 1991)—aunque nunca hace explícito el salto de lo epistemológico a lo ontológico. La decisión de Karen Barad de mostrar este mismo movimiento desde el dominio de las condiciones de producción de los conocimientos a la disputa por aquello que comprendemos como realidad respecto del trabajo de Niels Bohr es, entiendo, inspiradora para el caso de Bruner y me invita a performar yo misma ese salto. Desde Lyotard (1979) y su tesis respecto de la ciencia como un tipo de narrativa, no me ha quedado muy claro qué podría ser la investigación por fuera de unos acontecimientos discursivos (y no discursivos, en  continuidad materio semiótica): ¿Cómo podría la ciencia prescindir de las matrices interpretantes de su tiempo, como han expuesto, entre otros, Edgardo Lander (2001), Santiago Castro-Gómez (2005) o incluso mucho antes gentes muy modernas como Thomas Kuhn (1969)—por mencionar sólo algunos “famosos”? ¿Cómo haría la ciencia para evadir al poder que atraviesa las instituciones—esa tesis que aportes tan variopintos como los de Pierre Bourdieu, Michell Foucault y los feminismos críticos han hecho tan creíbles que son prácticamente incontestables hoy? ¿Qué otra historia de la modernidad parece más verosímil que la invención del testigo modesto (Haraway, 1997)? Si bien la postura ontológica que aquí adopto no brinda garantías de Verdad sino de aseveraciones performativas—a modo de acontecimientos suscitados por la voluntad pero puestos a intra-accionar con otras fuerzas (actancias) con igual vocación configurante (Barad, 2007)—me inclino a decir que nuestras cartografías topológico-relacionales (Rolnik, 2019) en la actualidad nos han ido habituando ya a componer formas al calor de estas influencias.

Y entonces lo auto-etnográfico aparece como aquello que no abandona lo literario pero tampoco lo científico. Escapando de los polos entre los cuales oscilan las tradiciones biográfico-narrativas que conozco—es decir entre aquello de valor estético, personal, anclado en la experiencia privada e íntima, por un lado, y el relato como testimonio de lo general, por otro—lo auto-etnográfico abraza lo mejor de ambos mundos (Richardson, 2005). Me gusta su rebeldía para trenzar lo académico y lo biográfico sin que se desconozcan ni se alienen; me entusiasma pensar que un viaje puede devenir una profunda reflexión respecto de lo que conocemos y cómo lo conocemos—como en Travels with Ernest (Richardson & St. Pierre, 2005)—y que experimentar la erótica puede ser fuente de comprensiones fecundas e inspiradoras (Blázquez, 2020). Entiendo que andamos necesitados de algunos sacudones, y que la vida personal enviste de potencia y valor a lo común; la narrativa en capas de Carol Rambo Ronai me lo ha enseñado todo a este respecto (Ronai, 2019). He comenzado a pensar en la teoría como una canción, un modo de decir lo que se vive en el incesante continuum de lo personal y lo colectivo que expresa con justicia lo que gusta, lo que se necesita oír, lo que inspira. Hay canciones bellas, ciertas e importantes pero no hay una Canción, una sola, que tenga las respuestas; no habría razón para dejar de escribirlas y escucharlas, así como no debemos dejar de hacer investigación educativa sólo porque no vayamos a “descubrir” una Verdad.    

Desde aquí, entonces, lo que sigue.


Mi canción: La pregunta por lo que vale la pena investigar

Quedará de manifiesto a esta altura del texto, espero, que no confío en las respuestas únicas. De hecho, y de la mano de lo descolonial y lo queer, entiendo a esta obsesión con la unicidad como una marca propia de este tiempo—una prima hermana de lo Absoluto y los enteros que este mismo tiempo también está desafiando. Co-evolucionismos, inter-especismos, transfecciones, promiscuidades, enredos. Lecturas de Galcerán Huguet (2010), Mignolo (1999), Haraway (2017), Barad (2007), Braidotti (2015), Preciado (2008), Ramallo (2021), aleatoriamente tomadas de un listado tan incoherente y disperso como interminable. Prefiero las contradicciones y las inconsistencias a esa fe ciega tan propensa a los fundamentalismos con la que me crié en la infancia, en dictadura en la Argentina. Esa misma que traza una trayectoria obstinada desde la certeza al autoritarismo.

Estamos de mudanza, creo. Al menos para algunes de nosotres[1], las expectativas respecto de qué es tener una buena vida se van tornando arcaicas (Berlant, 2020). Estamos perturbados, alterados, frente a la colisión entre planos de nuestra existencia que no se reconcilian (Rolnik, 2019). Algunes, como Helen Hester, sueñan con nuevas hegemonías más justas. Otres deseamos que se vuelva habitual escuchar otras canciones, que el cambio y la no permanencia garanticen las alter(n)ancias que escapan a las posiciones sociales fijas, a que sean siempre las mismas gentes quienes quedan incesablemente marcadas en el entramado perverso de la estigmatización  y la precariedad. 

Nos acercamos—uso ahora el plural para aludir al yo que no puede recortarse de sus colegas y lecturas porque me llevan de la mano, en andas, abrazada—a la investigación con estas predilecciones ontológicas, éticas, metodológicas y epistemológicas con un conjunto de tesis también. Se trata de una colección de verdades provisorias, contingentes, biográficas, sociohistóricas, falibles, inspiradoras, erotizantes y estimulantes. Las hemos ido soltando en relatos—artículos, clases, charlas académicas y conversaciones en la intimidad de un hogar, al calor de una tarta de zapallitos recién preparada, unas copas de vino mientras sin zapatos quedamos desparramados sobre un sillón o metemos los pies al agua. Ya no logro distinguir, afortunadamente, la amistad de la vida académica ni el ocio del trabajo de investigar(me/nos).

Es que, precisamente, la tesis fundamental que hoy me tiene seducida es el enredo. Aquello que Karen Barad describe como entanglement (Barad, 2007) y que captura en mi imaginario la postura ontológica que alberga amorosamente todo lo demás que prefiero. Me refiero a mi interés ya antiguo de posar la mirada en el cotidiano y entender lo pedagógico como una actitud para demorarse en la experiencia vital completa, donde sin cesar nos (des) educamos (Yedaide, 2021). También a mi más reciente predilección por desorientarme (Ahmed, 2019) y sostenerme en la inquietud de lo relativamente desconocido –lo aún no tan mapeado (Rolnik, 2019).

Lo enredado no supone la evasión de las formas; lo ininteligible sigue quedando lindero a la locura o la imposibilidad (Angenot, 2012; Grimson, 2013). Evadir las formas es simplemente inviable, lo cual implica que los enredos no pueden evitar gestar acontecimientos que en su iteración generan aquello a lo que solemos apegarnos como “la realidad”. Karen Barad lanza al universo una canción al respecto—de hecho, aunque la imagen de la canción es mía acá, Barad inicia su libro con un poema que captura el alma de sus tesis. Su canción está escrita también en lenguaje científico, en la tradición de la física cuántica, con su inclinación a la experimentación incluso. Desde allí propone la constante intra-acción de fuerzas que devienen acontecimientos, que performan cortes.

Entre la postura de Barad y las solidaridades que directa e indirectamente establece con las posiciones de Donna Haraway y de Sarah Ahmed, aquí particularmente me propongo pensar en las formas en que nos hemos habituado a vivir la pedagogía—incluyendo nuestros hábitos, es decir, nuestros conceptos, palabras y otros actos o enactuaciones – y en la conveniencia de sostener estos cortes. En otras palabras, me estimula reconocer las formas a las que me/nos hemos habituado, sus genealogías y los efectos que tales distinciones producen, mientras me pregunto si deseo afiliarme a ellas.  

Trataré de componer esta canción mía también con ejemplos. Según mis convicciones actuales—las formas que decido ética, ontológica y epistemológicamente sostener en el mientras tanto de mi performar-me investigación en la universidad—las palabras “pedagogía”, “educación”, “formación docente” e “investigación”, entre miles que podría nombrar, son hábitos, es decir, formas que como producto de su iteración se han instituido como orientaciones para habitar el ambiente social que integro. Vengo disputando su carga semántica desde siempre, inspirada por la criticalidad y la potencia de la agencia (Foucault, 2003; Kincheloe, 2008), las políticas del nombrar (Walsh, 2011) y, en mis oportunas palabras, esa tan frecuente autorización que las personas nos damos de auto-arrogarnos potestad epistémica (Yedaide, 2017). Entiendo que, como escribe Ahmed, el tránsito asiduo por esta des-institucionalización—que promuevo y vivo pero de ninguna manera me pertenece—va configurando no simplemente reacciones o desplazamientos de lo antes incuestionable sino, incluso, horizontes fecundos para la imaginación y la invención de otros mundos. A veces, curiosamente, esos otros mundos ya pulsan y laten fuera de la academia—tal vez impulsan justamente las destituciones, aunque en el ánimo de los enredos las reciprocidades desafían cualquier intento de mapear las cadenas de causalidad o influencia. Lo que parece interesante, en todo caso, es la mutación que resulta de la convergencia de aconteceres que desestabilizan las significaciones, promoviendo otras imaginerías o racionalidades alternativas a lo habitual/habituado. Las perspectivas son prometedoras porque, como decía, las canciones surgen de una profunda tristeza con las cosas tal como son hoy.

Enredos y formas, entonces, incuestionables. Estas últimas, no obstante, maleables al perpetuo devenir; pueden, además y por relaciones aleatorias o suma de voluntades, alterarse. De allí el interés en la arqueología biográfica—esta tecnología que vamos acuñando en pos de reconocer las distinciones antes de definir qué deseamos interrumpir.

Pensamos por primera vez en las arqueologías biográficas de cara a lo prácticamente inasible. Varias de las investigaciones en curso en el Grupo que conformamos se detienen en las sensibilidades, las propiocepciones, la micro-gestualidad y los modos en que los afectos y emociones vienen siendo interpretados por seres-cuerpo criados en ambientes-territorios matriciados. Entendemos que cada acontecimiento, cada performación, pone en juego hábitos incorporados—encuerpados, mejor—que participan fecundando la trama de fuerzas que intra-actúan para la producción del presente. Resueno en este punto con Lauren Berlant (2020) y su invitación a inspeccionar el sensorio histórico que hace que el tiempo presente se nos imponga incesantemente a la conciencia y, entonces, me pregunto con otras respecto de lo que puede ponernos en contacto con estos conocimientos importantes e influyentes pero frecuentemente silenciosos.

Y así, en momentos de experimentación que no reconocieron fronteras habituales entre trabajo y ocio, amistad y mentoría, lo personal y lo común, la vida corriente y el proceso de tesis, acuñamos la frase que nos congrega en la posibilidad de registrar las relaciones o asociaciones de ciertos sentires, algunos gestos y posturas en su primer acontecer recordado. Si bien la intención no es novedosa—muchas terapias se basan en estas recapitulaciones—el desafío ha sido el reconocimiento de lo sutil y cómo esto da cuenta de las educaciones casi imperceptibles hemos ido construyendo cotidianamente y que se nos han encaramado como hábitos, edificando los muros de los hábitats que desde entonces sirven de orientación en nuestras vidas. Las teorías de los afectos nos han propuesto pensar lo emocional como cuestiones también sociales y aprendidas, más allá de la imagen de lo espontáneo, natural y reactivo (Cuello, 2019). La fenomenología queer, por su parte, nos invita a pensar en los apegos a lo habitual y las inversiones indispensables del ser que se nos exigen ante la desorientación respecto de ellos (Ahmed, 2019). Pero, ¿cómo perdernos de algo que no reconocemos? ¿Cómo extrañarnos de aquello aprendido con la fuerza brutal de la emoción para revisar si todavía deseamos performarnos en esos mismos sentidos?

Las arqueologías biográficas podrían ser esas indagaciones introspectivas, de registros corporales y sensibles, que nos habilitaran lecturas de comienzos, de iteraciones, de educaciones importantes que constituyen hoy la inevitable miopía desde la cual somos/investigamos. Comprenderlas como hábitos borra también el corte entre el pasado y el presente, regalándonos una radiografía de nuestras disposiciones encuerpadas para intra-actuar en el mundo. Una vez que acordamos que aún inasibles, casi imperceptibles, estos aprendizajes incorporados son, no obstante, influyentes, el trabajo de seguir las pistas podría enseñarnos—es decir, liberarnos de la naturalidad de nuestras relaciones con ellos.


Conclusión –esa parte final de mi canción que deseo quede flotando como un rico perfume

El realismo agencial ha sido para mí particularmente liberador, casi tanto como la fenomenología queer. El primero propone una mirada socio histórica de los cortes, situando en la génesis de las diferencias su razón de ser, de otro modo aleatoria y arbitraria. Cada corte tuvo su inicio y—lo que importa más aún—las condiciones que impulsaron su iteración hasta naturalizarlo y convertirlo en hábito. Indagar en estas historias nos recuerda que el desmantelamiento de “algo” no es imposible pero tampoco razonable si dichas condiciones socio-históricas siguen vigentes. La imagen del hábito hace esperanzadora la tarea, puesto que aquello que hemos aprendido—a lo que nos hemos habituado—puede discontinuarse. Podemos deshabituarnos—lo cual implica en un punto deshabitarnos momentánea y parcialmente. Este movimiento será, no obstante, productivo de otro presente en la medida en que logremos sinergias con otras actancias y los nuevos senderos se vayan transformando en rutas transitables, opciones disponibles. La evidencia de esta posibilidad es abrumadora en este tiempo convulsionado que vivimos; basta detenerse en el corte más inspeccionado en los últimos años, aquel que reza “hombre y mujer”, para comprender a la vez la relativa arbitrariedad de la diferencia, su razón histórica y los modos en que se nos ha encaramado en la vida social al punto de seguir estando performado, aún  por quienes  lo cuestionamos y nos rebelamos allí donde podemos reconocerlo.

Educarnos podría ser entonces recuperar las historias que nos hacen, valorar esos cortes primigenios a la luz de nuestras vocaciones presentes, deshabituarnos todo lo necesario y esperar con humildad la concurrencia de otras actancias que desaprendan y aprendan en el mismo sentido. Nada monumental, todo minúsculo pero todavía valioso, quizá incluso indispensable.

La humildad post-humanista que destila—o desearía que destile—la aseveración anterior es importante. Se alinea con los micro-movimientos y la inexorable singularidad de todo lo que existe, aún en su ineludible interdependencia y su destino común (Haraway, 2017). Pero también anima al respeto y la honra por la rutina y por lo instituido, por aquellas estructuras de nuestros hábitats que hacen la vida posible, nos salvan, nos nutren. Sólo hay ontogénesis, entiendo; es decir, una posibilidad de novedad a partir de la herencia. Las arqueologías biográficas nos invitan a reconciliarnos con nuestras historias, abrazarlas y comprenderlas, pero también a reinventar aquella parte de nuestro ser/conocer que desea devenir y devenirse otro.

En cuanto a mí, estoy haciendo mis propias arqueologías biográficas, reconociendo la presencia de ciertas ausencias en mi niñez, especialmente el miedo que no se nombraba pero se manifestaba en el sudor de las manos, la garganta seca y el cuerpo rígido cuando en medio de la merienda la trasmisión del programa de la tarde se interrumpía por una cadena nacional. Nadie hablaba en casa, pero algo pasaba. Yo era pequeña pero estaba completamente activa y presente en eso. Hoy me pienso investigadora y reconozco mi parcial incomodidad con los contenidos con los que trabajo. No está bien para mí; hay soledades, hay cegueras y sorderas insoportables. Por eso termino este texto con otro relato autobiográfico, aquel que me está conduciendo a comprometerme más activamente con las escuelas, el que me sacude de la comodidad de mi actividad académica y me reclama que, de una vez por todas, asuma ese miedo y lo trascienda.

Hablábamos con mi hermano el día de navidad sobre la vida, la sociedad, la escuela. Me cuenta de una directora que se jubila, una que se había puesto la escuela al hombro. Habla de profesores a quienes les importan lo que hacen y los estudiantes, pero que son maltratados, dejados solos en el tedio o la angustia o el miedo, o incluso golpeados o violentados. Me dice que desconfía de la inclusión sin calidad, de que todo da lo mismo y el clima se hace invivible. Pensamos en la propensión que tenemos a separar lo bueno y lo malo, sin digerir del todo la convivialidad de ambos: la selección de fútbol a pura nobleza, la condena sin tregua ni matices a las negligencias de la administración escolar.

Pensaba, pienso, en la imposibilidad de mantener unido todo siempre—tan imposible como es nocivo, creo, separarlo esencialmente. El fútbol también es un negocio, las normas también nos protegen y amparan en la escuela. Me pregunto si este reconocimiento de la cualidad polivalente de todo no puede ser usado a favor de mitigar absolutos y fundamentalismos, si no vale la pena escapar a esos objetivos impolutos, perfectos, enteros a los que aspiramos sin abrazar lo que no puede más que ser incompleto, fallido, contradictorio. ¿Será tan sencillo como deshabituar esta inercia?

Quiero volver a las escuelas, estacionarme en ellas, escuchar y que investigar en la universidad me haga más responsable por lo que allí sucede.


Referencias

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[1] Es muy difícil para mí escribir en estos tiempos, con la importancia que adscribo al lenguaje inclusivo para la interrupción de lo aprendido. Decido dejarme llevar por la alternancia, mezclando casi arbitrariamente distintos registros. Creo que es la mejor forma de honrar mis herencias y enactuar la fluidez e inconsistencia que me resulta posible hoy y que deseo propiciar-me.