Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 8 N° 1 (2023) / Sección Dossier / pp. 1-14 /
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 11/04/2023 Aceptado: 22/05/2023
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.095
One-Way Street: The Revolutionary Disruption
Universidad
Nacional Autónoma de México, México.
guandajo@gmail.com
Resumen. El
artículo plantea los problemas que se presentan al coordinar la comprensión de
la peculiaridad del pensamiento de Walter Benjamin, en especial en lo que
concierne a su estilo de escritura, con sus pretensiones revolucionarias. El
artículo sugiere que los problemas planteados por esta dificultad de
coordinación pueden rastrearse tomando como hilo conductor el predominio de una
forma de experiencia que reduce toda sentido y significado a un sistema de
equivalencias. El ascenso y crisis de este modelo de experiencia se examina
tomando como punto de referencia Calle de
dirección única.
Palabras clave.
Walter Benjamin, Calle de dirección única, experiencia, teoría crítica.
Abstract. The article raises the
problems that arise in attempting to coordinate an understanding of the
peculiarities of Walter Benjamin's thought, especially with regard to his style
of writing, with his revolutionary claims. The article suggests that the
problems posed by this difficulty of coordination can be traced by taking as a
common thread the predominance of a form of experience that reduces all sense
and meaning to a system of equivalences. The rise and crisis of this model of
experience is examined against the background of One-way street.
Keywords. Walter Benjamin, One-way Street,
experience, critical theory.
Preguntarse hoy por la actualidad del
pensamiento de Walter Benjamin es una tarea no exenta de ironía. Por un lado,
su peculiar forma de escritura, la cual irritaba incluso a los mismos miembros
del Instituto de Investigación Social (en especial a Max Horkheimer), goza de
reconocimiento y respeto, pues la maraña de citas que se encuentran, por
ejemplo, en el Libros de los pasajes, se aprecian ahora como una
estrategia de montaje que al arrancar al texto de su contexto original de
significación y yuxtaponerlo con otros, provenientes de temáticas heterogéneas,
hace emerger el contenido de verdad de una época, el cual permanecería oculto a
una mirada dirigida exclusivamente a las relaciones visibles de causa y efecto
entre distintos acontecimientos. Una muestra de esta línea de interpretación se
encuentra en el trabajo de Graeme Gilloch: “Una vez liberados de su dependencia
del contexto original, los objetos heterogéneos, incongruentes, excavados del
sitio urbano pueden yuxtaponerse en patrones alternativos con el fin de
iluminarse mutuamente.” (Gilloch, 1997, p. 112). Por otro lado, sin embargo, el
refinamiento y especialización cada vez mayores de la exégesis de la obra de
Benjamin –aspectos que son imprescindibles para su estudio– parecen contribuir
poco a la comprensión de por qué se trata de una obra revolucionaria, no sólo
en el sentido de revolucionar la manera de practicar la filosofía, sino en el
sentido político del término; es decir, de mover a la acción colectiva
transformadora de las estructuras básicas de la sociedad, y no sólo a dar
razones que justifiquen la opinión previa de que ésta presenta formas de
dominación y violencia intolerables. Susan Buck-Morss hace un agudo diagnóstico
del olvido en el que se encuentra este aspecto fundamental del pensamiento de
Benjamin:
Sus
escritos crípticos y cargados de imágenes se prestan fácilmente a los métodos
postestructuralistas de lectura […] Es sorprendente que el impulso
revolucionario de la escritura de Benjamin haya despertado tan poco interés en
estos círculos. Este impulso sólo sobrevive en tanto anacronismo, casi como
arcaísmo exquisito. (Buck-Morss, pp. 12-13)
Es notorio cómo Buck-Morss atina al observar
que la actitud detrás del desinterés en el impulso revolucionario de la obra de
Benjamin no se debe a que se le considere un rasgo menor o secundario de su
pensamiento, sino a su presunto carácter anacrónico, pasado, como si la idea de
revolución ya no apelara a la expectativa común de transformar el futuro, sino que se refiriera
a una ilusión obsoleta que no encierra otra cosa más que nostalgia por un mundo
en el que las distintas esferas de la vida formaban un panorama completo. Desde
ese punto de vista, Benjamin sería el gran nostálgico: “Me parece que la obra
de Benjamin está marcada por un doloroso impulso hacia una totalidad psíquica o
una unidad de la experiencia a la cual la situación histórica amenaza con
despedazar en cualquier momento.” (Jameson, 1976, p. 61) En esa medida, la
omisión de la visión revolucionaria de Benjamin parece deberse menos a una
falta en las herramientas exegéticas de sus intérpretes que a la incapacidad de
la experiencia contemporánea de integrar pasado, presente y futuro en una
estructura estable. Este tiempo dislocado se caracteriza por un presente
continuo, obsesionado por un pasado que, sin embargo, ya no proporciona guías
de acción y en el cual el futuro está prácticamente ausente: “en un plazo
relativamente breve, el propio futuro ha perdido el poder de arrojar luz sobre
el presente, puesto que ya no podemos suponer que funcione como punto final de
nuestros deseos, objetivos o proyecciones.” (Assmann, 2020, p. 4). En semejante
escenario no es casual que lo que Benjamin consideraba una praxis
revolucionaria dirigida a abrir el futuro sea considerada hoy como la manifestación
de un pasado irremediablemente perdido, pues, si Assmann tiene razón y el
futuro ha terminado por desaparecer del espacio cerrado del presente, entonces
el único lugar al cual se le puede enviar es al pasado. Así, entre más se
conocen los detalles y minucias del pensamiento de Benjamin menos actual se
vuelve debido a que la fuerza que lo animaba se hunde en el pasado.
Estos señalamientos no pretenden descalificar
a las interpretaciones contemporáneas de Benjamin, ni presentarlo como víctima
de un presente que no alcanza a comprender su genialidad. Más bien, las
observaciones previas tienen como propósito sugerir que las consideraciones
sobre la actualidad de su obra tendrían que preguntarse hasta qué punto este
rasgo irónico de su recepción crítica, más que tratarse de un defecto en la
manera de leerlo, apunta al problema central de su pensamiento: el predominio
de una forma de experiencia que no puede salir del presente, no puede concebir
siquiera la posibilidad de algo realmente nuevo porque adopta el molde de una
cuadrícula en la que todo lo que aparece se mide en términos de equivalencias.
Es decir, la pregunta “¿qué es algo?” se replantea como “¿por qué es
intercambiable ese algo?” Las siguientes líneas tienen como propósito explorar
esa línea de lectura tomando como hilo conductor Calle de dirección única debido
a tres razones principales. En primer lugar, por el papel de plataforma
giratoria que ocupa en la producción intelectual del autor, tanto en lo
referente al modo de tratar las cuestiones políticas como a la manera de darles
forma en la escritura. En segundo lugar, la forma de composición de este libro
permite entender de qué manera el peculiar estilo de Benjamin es inseparable de
su propósito revolucionario en la medida en la que aquél tiene que producir un
efecto en la conciencia del lector que le muestre de qué manera en lo fugaz y
transitorio de la vida cotidiana asoma la posibilidad de una ruptura radical
del orden vigente. Y el
aforismo es el modo de presentar esa tensión entre la inmediatez de lo
ordinario y las pretensiones de validez universal del concepto:
al
criticar el aura del esteticista y del teólogo, es importante reconocer en la
escritura de Benjamin la determinación de romper con las formas ritualizadas de
la empresa académica y periodística, de no reconocer las demarcaciones de las
disciplinas académicas, de suspender las definiciones válidas mediante
sugestivas redefiniciones. (Lindner, 1978, p. 11)
Tal ruptura que, sin embargo, no termina en
el silencio, sino que abre la posibilidad de nuevas definiciones constituye el
movimiento rítmico de la marcha en Calle de dirección única. En tercer
lugar, la forma de composición del libro hace posible sugerir que si bien
Benjamin se habría percatado de que la crisis de la experiencia no se trataba
de un mero malestar coyuntural, sino la quiebra estructural de la cultura
decimonónica basada en la confianza en los ideales de razón y progreso, como ha
advertido bien Martin Jay, tal diagnóstico no autoriza a concluir que “estuvo
abierto a las tentaciones nihilistas y apocalípticas que fueron un poderos
afrodisíaco cultural para los judíos alemanes de su generación.” (Jay, 2006, p.
317) Por el contrario, lo que las siguientes líneas quieren proponer es que, a
juicio de Benjamin, la crisis de la experiencia obligaba a encontrar
estrategias distintas para producir el despertar propugnado por la Ilustración,
no a renunciar a ella.
Calle de dirección única (Einbahnstraße) es un libro
de aforismos que se publicó en 1928, el mismo año que el Origen del drama
Barroco alemán, pero cuyo nacimiento puede situarse en 1923, año en el que
Benjamin compuso el manuscrito “Pensamientos para un análisis de la situación
en Europa Central”, escrito que con algunos cambios en su contenido es el
decimosexto aforismo del volumen y se titula “Panorama Imperial”. En ese
sentido, ateniéndose al tiempo del calendario, los cien años de Calle de
dirección única ofrecen una ocasión propicia para considerar su destino.
¿Cuál tendría que ser el derrotero de tales reflexiones? Una respuesta posible
sugeriría que el libro bien puede considerarse un punto de inflexión en el
pensamiento de Benjamin, tanto en lo que concierne a sus preocupaciones como a
su manera de expresarse, pues tras fracasar en su intento de hacer carrera
académica, se incorporó al ámbito editorial como director de la revista Literarische
Welt, al mismo tiempo que sus propios textos retomaron el tono claramente
político característico de los ensayos y artículos que redactara una década
atrás en torno al “Movimiento de la Juventud”, aunque incorporando ahora un
enfoque marxista. La carta que escribiera a su amigo Gerhard Scholem en mayo de
1925 deja constancia de tal giro:
Para mí,
todo depende de cómo se desarrollen las cosas en el mundo editorial. Si no
tengo suerte allí, probablemente me inmiscuiré aún más en la política marxista
y me afiliaré al partido, con vistas a llegar a Moscú en un futuro próximo, al
menos de forma temporal. En cualquier caso, daré este paso tarde o temprano. El
horizonte de mi trabajo ya no es el que era en el pasado y no puedo mantenerlo
tan estrecho artificialmente. (Scholem y Adorno, 2012, p. 268)
El cambio de orientación descrito por
Benjamin no se refiere sólo a la línea temática, sino también a la forma de
expresión, la cual prescinde deliberadamente de la exposición de una tesis por
medio de conceptos presentados en proposiciones que hacen las veces de premisas
con base en las cuales se llega a una conclusión. El empleo de esta forma de
escritura por parte de Benjamin es visible, por ejemplo, en El concepto de
crítica de arte en el romanticismo alemán, el cual desarrolla conceptos y
problemas centrales de la filosofía de Friedrich Schlegel en una forma cuya
comprensión no exige la familiaridad con el pensamiento de Benjamin. En
contraste, a partir de 1923 Benjamin se vale cada vez más de fragmentos en los
que difícilmente es discernible una unidad temática debido a que sus
proposiciones no parecen mantener ninguna forma de dependencia inferencial. Si
nos centramos en Calle de dirección única es posible apreciar cómo esta
ruptura del proceso argumentativo se manifiesta de diversas formas: en
ocasiones se debe a la brevedad casi gnómica de sus sentencias (por ejemplo, el
cuarto aforismo: “Para hombres. Convencer es estéril”); en otras, a la mezcla
de episodios oníricos y descripciones de la vida cotidiana (como en “Embajada
mexicana” u “Obras públicas”); a veces, a la manera en la cual una opinión
sobre un estado de cosas objetivo va seguida de la expresión de una disposición
subjetiva sin que se aclare si esta última pretende ser la justificación de la
primera o si tendría que considerarse como una consecuencia de la situación
descrita en primer lugar (“Guantes” es un buen ejemplo de esta yuxtaposición de
juicio objetivo y actitud subjetiva: “La sensación predominante en el asco a
los animales consiste en el miedo que sentimos a que nos reconozcan al
tocarlos”). Además de estas formas de trastocar la continuidad narrativa, el
libro incluye también relatos de viajes (“Juguetes”, “Recuerdos de viajes”) y
las listas (“Prohibido fijar carteles”, “Nº 13” o “Ampliaciones”) que, a pesar
de ser comprensibles, parecen no proporcionar clave alguna acerca del papel que
desempeñan dentro del libro o cómo se concatenan con los otros aforismos.
Lejos de ser caótica y carente de sentido,
esta manera de proceder, la cual puede causar perplejidad incluso en los
lectores familiarizados con los aforismos, puede entenderse como la forma de
expresión más afín a la posición política de Benjamin en la medida en la cual
le permite retomar la crítica que Marx dirigiera a la sociedad burguesa en el Manifiesto
del Partido Comunista –cuando escribe, por ejemplo, que “la burguesía ha
desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones
familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero” (Marx, 1983, p.
31)– añadiéndole un nuevo giro. Mientras Marx juzga que la sociedad se
convierte en un reflejo del modo de producción capitalista en tanto que sus relaciones
reproducen las formas de valor e intercambio de este último, Benjamin habría
observado que la relación entre economía y sociedad no se trata sólo de la
influencia causal de la primera sobre la segunda, sino que consiste en una
trabazón en la cual, si bien la economía puede “parasitar” a la sociedad
imbuyéndole su propia forma de metabolismo, la sociedad, a su vez, desarrolla
procesos de constitución de la subjetividad cuya estructura íntima produce la
forma de experiencia indispensable para la preservación y crecimiento del
capitalismo; una experiencia que no consiste en datos dispersos e imprevistos
provenientes del mundo externo que bombardean incesantemente a la conciencia,
sino en una cuadrícula que, a manera de esquema, permite prever y organizar lo
que ha de contar como contenido posible. Son distintas las vías en las que este
tipo de experiencia puede abrir su camino hacia la reflexión conceptual
–filosofía, historia, literatura, etc.–, pero su punto de llegada difiere poco:
la experiencia es experiencia de objetos que son cognoscibles y manipulables en
su totalidad porque se dispone del orden que marca su sucesión y conexión:
Este
mundo en el que los objetos no son un fin en sí mismo –en el reino de lo útil nada
es un fin en sí mismo– sino siempre y solamente un medio para hacer otra
cosa. Una herramienta. Y en un mundo de herramientas, queda sólo una cosa
por hacer: trabajar. (Moretti, 2014, p. 51)
Es importante observar que este concepto de
experiencia puede prescindir de premisas antropológicas o psicológicas (aunque
puede expresarse sin problemas en los términos de cualquiera de estos
discursos), pues su validez sólo requiere que se admita como esencial su
estructura semántica; es decir, el reconocimiento de que sólo puede contar como
objeto de experiencia aquello que posee significado, el cual consiste en ocupar
una posición identificable dentro de un sistema de remisiones. En breve, lo que
está a la base de la forma de la experiencia dominante en el mundo burgués no
es una concepción acerca del objeto, sino una comprensión específica de la
significación, conforme a la cual los términos individuales no tienen
significado ni valor en sí mismos –como ya lo indicaba Moretti en la cita
líneas arriba–, sino que éstos dependen de las relaciones que entablan con
otros términos individuales.
Esta estructura semántica, entendida como un
sistema de diferencias, no concierne sólo a una teoría del lenguaje, sino que
se encuentra en operación en todo ámbito que tenga como propósito establecer
cuáles son los contenidos de la experiencia humana. A continuación, se
recurrirá a una cita de Andrew Bowie acerca cómo funciona esta situación en
Kant y Marx para llevar a cabo un triple propósito: en primer lugar, ofrecer un
ejemplo de lo que se ha denominado la estructura semántica de la experiencia;
en segundo lugar, señalar el problema fundamental de ésta y, en tercer lugar
apuntar la dirección en la cual Benjamin la criticará:
Kant
ilustra una instancia vital del problema cuando en la Fundamentación de la
metafísica de las costumbres él hace la distinción entre aquello que tiene
un precio, lo cual puede ser intercambiado por medio del principio de
equivalencia, y lo que tiene aquello que él denomina ‘dignidad’, lo cual no es
sólo un valor relativo, un precio, sino que posee valor intrínseco […] El uso
de la noción de precio deja ver con claridad que Kant ya estaba al tanto de las
consecuencias del auge del capitalismo europeo moderno, dentro del cual, como
argüirá Marx, el principio del valor de cambio puede hacer que todo, incluyendo
un ser autónomo, se convierta en algo relativo a aquello por lo cual pueda ser
intercambiado. (Bowie, 1997, pp. 49 y 50)
En lo que toca al primer punto, aunque Kant y
Marx se ocupan de temas distintos, ambos se percatan de que el campo de
experiencia dentro del cual operan sus respectivos cuerpos teóricos se trata de
una forma, no de un contenido; una forma dispuesta a la manera de una
cuadrícula en la que cada cuadro equivale a una posición dentro de un sistema
de coordenadas. Benjamin tampoco es indiferente a este problema. Ya el primer
aforismo de Calle de dirección única, “Gasolinera”, comienza por apuntar
a una situación en la cual parece borrarse toda distinción entre los hechos y
una perspectiva desde la cual sería posible discernir el valor y sentido de
éstos: “La construcción de la vida se encuentra actualmente más en poder de los
hechos que de las convicciones- Y además en concreto de unos hechos que casi
nunca han servido de base convicciones.” (Benjamin, 2010, p. 25) La situación
retratada por Benjamin no sólo describe la situación de incertidumbre imperante
en la cultura del periodo de entreguerras, en el cual la confianza decimonónica
en la razón y el progreso colapsaron ante el influjo de fuerzas anónimas ante
las cuales sólo cabía reaccionar, sino que apunta a una crisis en la
comprensión misma de lo humano, la cual encontraba cada vez mayores
dificultades para distinguirse del ámbito de los objetos. En este tono,
“Panorama Imperial” señala:
El calor
desaparece de las cosas. Los objetos de uso cotidiano van repeliendo al hombre
de forma silenciosa, pero además perseverante. Todos los días se ve obligado a
hacer un esfuerzo enorme para superar las secretas resistencias […] que oponen
los objetos […] Cada cosa hoy deja su impronta sobre su propietario, que no
tiene ya otra opción que presentarse como un pobre diablo o como un
especulador. (Benjamin, 2010, pp. 39 y 40)
En estos aforismos puede percibirse una línea
de continuidad entre Benjamin y los autores citados por Bowie en lo que se
refiere a la caracterización de la forma propiamente moderna de experiencia.
Sería fácil tomar las citas de Calle de dirección única como una
denuncia a la deshumanización de un mundo regido por la circulación de las mercancías,
pero tal interpretación permanecerá en la superficie del problema mientras no
asuma que la circunstancia descrita no se debe meramente al afán de lucro de
vidas frívolas, sino a la consecuencia impostergable de un tipo de experiencia
cuya forma básica es la de una red de remisiones. Si cualquier cosa equivale a
aquello por lo cual puede ser intercambiada, ¿qué eximiría a los seres humanos
de ocupar un lugar más dentro de ese sistema de diferencias?
En segundo lugar, esta última pregunta
encierra un problema más profundo que el de una simple nostalgia por un tipo de
humanismo apto para el mundo moderno, pues encierra una cuestión todavía más
acuciante: ¿en dónde reside el fundamento y origen del sistema de
equivalencias? La pregunta se vuelve apremiante si se considera que, por un
lado, el modelo de experiencia prevaleciente en el mundo burgués no puede
admitir un “afuera” del sistema de diferencias porque parte de la convicción de
que todo aquello que “es” lo es en función de las relaciones que determinan su
posición diferenciándolo de otras cosas. Sin embargo, por otro lado, tampoco
puede prescindir de plantear la pregunta por su origen y fundamento debido a
que tal omisión significaría cortar abrupta y dogmáticamente el movimiento de
remisión de un significado a otro. En otras palabras, ni la dignidad en Kant ni
el trabajo vivo en Marx podrían tener lugar dentro de un modelo de experiencia
en el cual cada elemento se define en función de las diferencias que lo
atraviesan. ¿Cómo poder dar, pues, cuenta de algo, una instancia que no sólo
está fuera del sistema de diferencias, sino que lo fundamenta? Recuérdese que
en Kant la posibilidad misma de la razón práctica presupone la dignidad, no la
origina; en Marx, el trabajo vivo es la fuente del proceso que anima al valor
de cambio, no algo a ser intercambiado.
En tercer lugar, en el caso de Benjamin lo
importante no es tanto encontrar el origen (estructural, no histórico) del
modelo semántico de experiencia como la posibilidad que semejante indagación
deja abierta: interrumpir la producción y reproducción de la experiencia
entendida como un sistema de diferencias. A su juicio, si es posible suspender
el presunto carácter “natural” de esta forma de experiencia dentro de la cual
se desarrolla el capitalismo, entonces es posible concebir un tipo de
experiencia por entero distinta y, por lo tanto, un modo de relación social que
no tome a los seres humanos como piezas intercambiables de un sistema. A partir
del confeso giro que adoptó su obra entre 1923 y 1928, la posibilidad de esta
interrupción será un motivo constante en su trabajo hasta el final de su vida.
Por ejemplo, en el conjunto de notas redactadas alrededor de 1939 que han sido
publicadas con el título Parque Central, Benjamin escribe:
El curso
de la historia, tal como se presenta bajo el concepto de la catástrofe, en
realidad no puede ocupar al pensamiento más que el caleidoscopio en la mano del
niño que, con cada giro, derrumba todo lo ordenado haciendo un nuevo orden. La
imagen tiene su buena razón fundada. Los conceptos de los dominantes han sido
siempre el espejo gracias al que surgió la imagen de un ‘orden’. Hay que romper
el caleidoscopio. (Benjamin, 2012, p. 249)
Para los fines del presente artículo, es
importante citar este texto debido a que la imagen del caleidoscopio representa
cómo opera en el campo de la historia el modelo semántico de experiencia, lo
cual permite hacer hincapié en que éste no se trata de la visión del mundo que
adopta la subjetividad en la modernidad, ni de una teoría que busque en el
lenguaje el suelo ontológico con base en el cual comprender y normar las
relaciones humanas. Se trata, en cambio, de una descripción del proceso
mediante el cual se produce la inteligibilidad en el mundo moderno, un proceso
que determina lo que puede contar como objeto de experiencia posible y cuyo
funcionamiento es comprensible para los seres humanos a través de la
observación de la forma en la cual el uso del lenguaje produce significados. La
imagen del caleidoscopio evoca un orden que es visible para el espectador,
quien puede ver una figura distinta cada vez que observa por uno de los
extremos del tubo. La diferencia, sin embargo, es ilusoria, pues se debe al
cambio de disposición de los objetos contenidos entre los espejos que se
encuentran al interior del cilindro y que son la causa de que se multipliquen
de manera simétrica; esto es, el caleidoscopio representa un escenario en el
que la diferencia no es real, sino que se debe al continuo reacomodo de lo ya
existente, no a la irrupción de un elemento nuevo. Así como ocurre con el
caleidoscopio, la representación de la historia universal que surge en la
filosofía y la historiografía del siglo XIX, y que es adoptada por el discurso
de la democracia liberal, concibe a la historia como la sucesión de diferencias
que tiende al progreso, el cual puede observarse en la gradual transformación
de las instituciones y modos de convivencia que rigen la sociedad, los cuales
se hacen cada vez más racionales. En particular, en la arena política esta
concepción, a la cual se opone Benjamin equiparándola con este niño que cambia
la imagen del caleidoscopio, supone que, si se presenta una revolución o
cualquier otro cese abrupto del orden político vigente, el nuevo ha de procurar
introducir la menor cantidad posible de modificaciones, pues las reformas deben
ser graduales y no alterar aquellas estructuras sociales –como el libre
mercado– que la historia habría mostrado como irremplazables. Esta concepción
“caleidoscópica” de lo político, en la que todo cambia para permanecer igual,
es lo que Benjamin considera necesario interrumpir, como lo hace patente en una
nota redactada alrededor de 1940: “Marx dice que las revoluciones son la
locomotora de la historia universal. Pero quizás sea totalmente lo contrario.
Tal vez las revoluciones sean el asidero para que el género humano que viaja en
este tren active el freno de emergencia” (Benjamin, 1974, p. 1232). Romper el
caleidoscopio o activar el freno de mano, ambas imágenes apuntan a una
interrupción súbita y total del orden vigente que fue el objetivo explícito de
Benjamin desde su giro a la “política marxista”. Aunque las dos últimas citas
que se han traído a colación son posteriores a Calle de dirección única,
es razonable sostener la hipótesis de que la categoría de interrupción ya se
encuentra presente en este último libro, como se hace visible en el aforismo
“Alarma de Incendios”:
El
concepto de lucha de clases puede inducir a error. No se trata de una prueba de
fuerza en la que se decide la cuestión ‘¿quién gana, quién pierde?’; no se
trata ni de una pelea en la cual al vencedor le irá bien y mal al perdedor.
Pensar así equivale a encubrir románticamente los hechos […] La historia no
conoce la mala infinitud que da la imagen de los dos eternos luchadores.”
(Benjamin, 2010, p. 62)
El concepto clave en estas líneas es el de
“mala infinitud”, una noción que emplea Hegel (2005, p. 197) para referirse a
la proliferación sin fin de diferencias que no tienden hacia un sentido
unitario que las coordine. Esta mala infinitud es la que ánima a la visión
romántica de la lucha de clases condenada por Benjamin porque sugiere que se
trata de un antagonismo que continuará a lo largo de la historia con resultados
dispares para cada uno de los contendientes, pero que, a final de cuentas, se
mantendrán siempre en el escenario bajo una forma de organización social
distinta, del mismo modo en el cual las cuentas de cristal dentro del
caleidoscopio cambian de acomodo pero siguen siendo las mismas. Abandonar
semejante concepción de la lucha de clases exige más que una comprensión
adecuada de la terminología marxista, pues, a juicio de Benjamin, demanda la
interrupción de una forma de pensar basada en un modelo de orden que admite la
diversidad siempre y cuando pueda acomodarse dentro de un sistema de
equivalencias. En este caso, tal tipo de pensamiento puede concebir la idea de
lucha de clases mientras pueda representársela como una lucha en la que hay un
ganador y un perdedor, y en la que cada uno de ellos hace planes y proyectos
con el propósito de obtener la victoria, tal y como ocurre con la lucha bélica
o en una competencia deportiva.
Sin embargo, Benjamin no es un hegeliano y,
por lo tanto, nada se encontraría más lejos de su horizonte que la suposición
de que la mala infinitud pueda superarse con base en una comprensión adecuada
del infinito, la cual se alcanza en la medida en la cual la marcha de la
reflexión consigue la unidad del pensamiento a través de su diferenciación
constante. Podría decirse que, en contraste, el objetivo de Benjamin es
interrumpir esta marcha, no dejar que el pensamiento tome distancia de la
experiencia concreta por medio de la reflexión para convertirse en el ojo que
incluso en la vivencia más nimia es capaz de rehacer el trabajo de las
categorías. No obstante, para Benjamin esta tarea no consiste en discutir con
las grandes filosofías que le preceden, no porque las menosprecie o las tema,
sino porque, en cierto modo, sería superfluo. Este último juicio no debe
tomarse como una descalificación de, por ejemplo, los sistemas del idealismo
alemán; más bien, significa que Benjamin entiende muy bien el propósito de la
empresa que los alentó: hacer explícita la estructura de la experiencia tal y
como se hace patente en el uso ordinario del lenguaje. Hegel, por tomar un caso,
señala que
las
formas del pensamiento están ante todo expuestas y consignadas en el lenguaje
del hombre[…] En todo aquello que se le convierte en algo interior, y
principalmente en la representación, en lo que hace suyo ha penetrado el
lenguaje; y lo que el hombre convierte en lenguaje y expresa en él, contiene
escondida, mezclada o elaborada una categoría […] Purificar, pues, estas
categorías, que actúan solamente de manera instintiva, como impulsos […] esta
es la tarea más alta de la lógica.” (Hegel, 31 y 36)
Si Benjamin no discute directamente con
filosofías de este tipo es porque su finalidad no es ofrecer una reconstrucción
más aguda o exhaustiva de la experiencia, sino poner en tela de juicio a esta
misma experiencia ordinaria tal y como se manifiesta en el lenguaje cotidiano,
a la cual planteamientos como el hegeliano, asumen como el terreno a partir del
cual se edifica la filosofía. Así, el propósito de Benjamin en Calle de
Dirección Única consiste en interrumpir la forma burguesa de experiencia,
una tarea que sólo es posible si se pone en tela de juicio su estructura
esencial: el modelo semántico de una red de relaciones diferenciales.
Para comprender la manera en la cual él lleva
a cabo este propósito conviene recordar los términos en los cuales Hegel
presenta la tarea de la lógica: poner de manifiesto que en el lenguaje
cotidiano ya opera implícitamente una estructura normativa. Pues bien, el punto
de partida de Benjamin es similar, pero difiere radicalmente en un punto
fundamental: su objetivo no es reconstruir el entramado de categorías que
articula a la experiencia a la manera de un campo homogéneo, sino interrumpir
tal movimiento de articulación. El motivo de tal suspensión no se encuentra en
un afán antiintelectualista y contrario a la razón, sino en la convicción de
que los proyectos post-kantianos de buscar en la reconstrucción de la
estructura de la experiencia la forma misma de la razón han adoptado un punto
de vista sesgado y parcial que toma a una de sus posibilidades, la conciencia
reflexiva, como si fuera la totalidad de la experiencia. De este modo, lejos de
ser una forma de irracionalismo, la interrupción que busca Benjamin bien puede
entenderse como deudora del proyecto ilustrado de despertar a los seres humanos
de su condición de servidumbre y sumisión a fuerzas superiores y cuya voluntad
última sería del todo desconocida; de ahí que no sería desencaminado sugerir
que la interrupción benjaminiana tiene un sentido eminentemente emancipatorio
debido a que busca interrumpir la apariencia de coherencia y necesidad
–sancionada por un pensamiento reducido a su forma de reflexión conceptual– del
mundo irracional y violento del capitalismo tardío provocando un despertar que
permita a los seres humanos entenderse como productores de su realidad. El tema
del despertar había acompañado a Benjamin desde sus primeros escritos, como lo
atestigua un texto de marzo de 1911 publicado en la revista Der Anfang
bajo el pseudónimo “Ardor”: “Pero la juventud es la bella durmiente […] Y
nuestra revista quiere contribuir con todas sus fuerzas a que la juventud
despierte […]para que despierte al sentimiento de comunidad, para que despierte
a la consciencia de sí misma.” (Benjamin, 2007, pp. 9-10). No obstante su
persistencia, la cuestión del despertar se transforma al pasar por el doble
giro, político y expresivo, que pone en movimiento Calle de dirección única
porque ya no se trata de una acción en la que se sacuden las creencias de
alguien presentándole razones que ponen en evidencia su falsedad. Más bien, el
despertar se vuelve una tarea compleja debido a la insuficiencia de los medios
argumentativos y conceptuales para realizarla. Tal incapacidad no se debe a un
defecto inherente en estos procedimientos, sino a la naturaleza de la situación
en la que se quiere recurrir a ellos, porque mientras se asuma que las
distintas variantes del sueño dogmático, así como la renuencia a hacer uso de
la propia razón, pueden eliminarse mediante la crítica, entendida como la
práctica de exigir justificaciones a todo contenido que se pretenda válido, se
perpetuará la representación de la emancipación como un asunto estrictamente
teórico, una finalidad que sólo puede alcanzarse si su formulación prescinde de
todo elemento material. En tal situación, la razón termina por ser ella misma
irracional en tanto que acepta sin mayor cuestionamiento el ámbito de la
experiencia dentro del cual aparecen los contenidos que ella trata de ordenar
por medio de conceptos. Esta esfera de la experiencia y su estructura de
equivalencias es el sueño del que hay que despertar, la continuidad que es
necesario interrumpir si ha de producirse la emancipación. La dificultad de
esta tarea se presenta en el segundo aforismo, “Sala de Desayuno”:
Una
tradición popular desaconseja relatar los sueños en ayunas a la mañana
siguiente. La persona que acaba de despertar aún está cautivada por sus sueños.
Al asearse, va sacando a la luz escasamente la superficie del cuerpo y sus
funciones motoras visibles, mientras en las capas más profundas persiste el
gris crepúsculo del sueño, que incluso se va consolidando en la soledad que
corresponde a la primera hora de la vigilia. Quien no quiere entrar en contacto
con el día, ya sea por miedo a los seres humanos o en beneficio del
recogimiento en su interior, no come nada y desprecia el desayuno. (Benjamin,
2010, p. 25)
Relatar los sueños en ayunas es comparable a
enumerar las causas de la dominación, la violencia y el sometimiento (podría
ser una lista extensa: la desigualdad económica, el colonialismo, el machismo,
la falta de acceso a la educación, etc.). Es posible comprender en detalle sus
mecanismos de funcionamiento y las razones específicas por las cuales provocan
patologías sociales, pero mientras este conocimiento permanezca en un plano
conceptual (que no es lo mismo que afirmar que se sitúe en un nivel
exclusivamente teórico, pues bien puede pasar a la práctica –a través del
cambio en la legislación, implementación de programas sociales, reformas
económicas, etc.– y seguir siendo conceptual en la medida en la cual se apoya
en un concepto de nivel de vida, de comercio justo, de masculinidad, de salud
mental, etc.) no pondrá en tela de juicio la forma de la experiencia dentro de
la cual surgen esas formas de irracionalidad social; del mismo modo que quien
está en ayunas y no ha olido el café, no ha probado el pan, no ha tenido la
satisfacción del estómago lleno –en suma, quien no ha despertado con todos sus
sentidos– aún permanece, solitario, en el mundo del sueño. Este sueño, la
asunción de que la experiencia transcurre de una manera única, natural, es lo
que hay que interrumpir, pero tal suspensión sólo es posible si exhibe y
desmonta el núcleo mismo de esa experiencia, y no se limita a criticar tal o
cual contenido particular que aparezca dentro de ella.
En este punto preciso es donde interviene el
lenguaje, pero no con la finalidad de proporcionar una imagen integral o más
originaria de los seres humanos, como lo hace, por ejemplo, la ontología
hermenéutica para mostrar hasta qué punto el lenguaje es la forma misma de la
experiencia. Por el contrario, la crítica de Benjamin muestra de qué manera el
examen del lenguaje; ya sea en su uso reflexivo –como ocurre con el discurso
filosófico– o en su empleo cotidiano exhiben el ayuno y el aislamiento
mencionados por “Sala de Desayuno”. Esto quiere decir que la forma de la
experiencia propia del mundo burgués, la cual hace del mundo un sistema de
equivalencias, se hace patente en el medio del lenguaje; en especial, cada vez
que aquélla quiere comunicar algo lo hace de manera unilateral (en términos de
algunas de sus características, su función, lo que la tradición dice al
respecto, etc.), como si hubiera un molde de palabras ya establecido, una
fórmula, que correspondiera a cada experiencia posible. Esta unilateralidad no
significa necesariamente que para la noción de experiencia que critica Benjamin
el lenguaje se reduzca a su función enunciativa de afirmar un estado de cosas,
pues la horma o molde puede utilizarse en circunstancias variopintas y con fines
diversos por medio de metáforas o juegos de palabras. Lo distintivo es que las
palabras encierren el significado de la experiencia en una expresión que, en la
medida en la cual delimitan de qué trata el asunto en cuestión, hacen posible
que cualquiera la use, con lo cual se ahorra a los hablantes la molestia de
buscar un modo de expresión particular que presente los rasgos particulares de
sus vivencias. Léon Bloy –un autor a quien Benjamin conocía bien– presenta en Exégesis
de los lugares comunes la manera en la cual la experiencia moderna se
manifiesta en el lenguaje:
El
auténtico e indiscutible burgués está necesariamente limitado en su lenguaje a
un pequeñísimo número de fórmulas […] Cuando un funcionario de la
administración o un fabricante de tejidos, hace por ejemplo el siguiente
comentario: ‘que nadie se reforma; que no se puede tener todo; que los negocios
son los negocios; que la medicina es un sacerdocio; que los niños no piden
venir al mundo, etc., etc., etc.’, ¿qué sucedería si a continuación se les
demostrase que uno cualquiera de esos
clichés centenarios corresponde a alguna realidad divina? (Bloy, 2015, pp.
17-18)
En esta cita puede observarse, por un lado,
de qué manera interviene el lenguaje para que la experiencia prevaleciente en
el mundo burgués adopte la forma de un sistema de equivalencias. El problema
con las locuciones que menciona Bloy no se debe a que sean forzosamente falsas
o impertinentes; al contrario, la mayoría de ellas nacieron como figuras
creativas que asociaron elementos provenientes de distintos campos semánticos
para producir una perspectiva inédita. Sin embargo, una vez producida, la
imagen queda petrificada por el uso cotidiano convirtiéndose en una pieza
intercambiable que cualquiera puede utilizar en situaciones diversas. Por otro
lado, Bloy anticipa la manera en la cual Calle de dirección única
trabaja como un instrumento de crítica. En las últimas líneas de la cita,
cuando se pregunta qué ocurriría si pudiera revelársele al burgués que sus
formulismos cotidianos remiten a una realidad divina, él no anhela la
circunstancia extraordinaria que supondría mostrar la realidad tal y como
verdaderamente es, sin mediación lingüística alguna, y no aspira a ella porque,
como Benjamin, es consciente de que no cabe hablar de inteligibilidad sin la
mediación de lenguaje; más bien, Bloy contempla la posibilidad de recuperar la
plasticidad y fuerza asociativa congelada en los clichés de circulación
habitual ya sea recurriendo a sus orígenes etimológicos –las más de las veces
opuestos al significado que el burgués pretende darles– o describiendo las
situaciones absurdas o grotescas a las que conducen cuando se los toma al pie
de la letra. En breve, muestra cómo esas expresiones en apariencia inofensivas
y susceptibles de usarse como moneda de cambio para llevar una conversación o
pronunciarse ante cierto evento ocultan una potencia que haría estallar todo sistema de equivalencias.
Esta última estrategia, consistente en
interrumpir el carácter lineal y unívoco de los significados abriéndolos a
todas sus posibilidades, es la que guía a Benjamin en Calle de dirección única
y que tal vez se expresa con mayor concisión en el “Prólogo Epistemológico” del
Origen del drama barroco alemán: “El método es rodeo [Umweg].”
(Benjamin, 1974, p. 208) Esta afirmación es motivo de perplejidad debido a que
el rodeo, la desviación, parece ser justo lo contrario a lo que usualmente se
entiende por método: un conjunto de reglas claras y definidas que se siguen
paso a paso para obtener un resultado previsible. Más aún, los primeros
encuentros con la obra de Benjamin –y en particular con Calle de dirección
única– permiten constatar el rodeo, pero difícilmente muestran signos de
recurrir a un método. Los lectores se encuentran desconcertados ante aforismos
que no muestran conexión temática alguna y donde ni siquiera es discernible la
relación entre el título del texto y su contenido; de ahí que parezca que hay
que concederle la razón a las interpretaciones que sugieren adentrarse en el
libro de la manera en la que a uno le plazca: “En
principio, el lector puede empezar a leer en cualquier punto, porque ninguno de
los textos se apoya en el otro.” (Kambeck, 2010, p. 3). La indicación no sólo
parece ser viable para moverse de un texto a otro, sino que, en primera instancia,
luce sumamente coherente con la idea de que, si ha de ser posible la emancipación, es necesario
despertar del sueño en el que toda novedad no es más que otro cambio en las
equivalencias contempladas por el sistema de intercambios. Términos como “sistema”
o “equivalencias” sugieren imágenes de un orden mecánico que opera con la
precisión de una línea de producción fabril, así que la irrupción de líneas que
en una sucesión caótica hablan de sueños, recuerdos de infancia, impresiones de
viaje, etc., parecen producir precisamente esa interrupción del modelo
semántico de experiencia. De tal modo, habría que tomar las piezas del libro en
su sentido performativo; es decir, no intentar interpretarlas a partir de
aquello a lo que se refieren, sino con base en lo que realizan: trastocar la
percepción corriente de tiempo y espacio para que el orden y conexión de las
cosas con los significados que consideramos evidentes y naturales se quiebre
obligando así al pensamiento a reaccionar de manera inmediata, sin el auxilio
de la reflexión. En ese súbito trastrocamiento de la experiencia los
significados ocultos, reprimidos y olvidados salen de nuevo a la superficie,
con lo cual se pone en entredicho la legitimidad con la que se presenta el
orden vigente, el cual pretende presentarse como el resultado directo de un
proceso natural a la par que racional de desarrollo de capacidades humanas.
Así, Calle de dirección única funciona como una crítica que desfonda tal
legitimidad “a través de una estrategia poética de montaje, en la cual los
ignorados residuos de la historia son puestos en una nueva constelación
gramatical, emerge una imagen revolucionaria.” (Richter, 2010, p. 243) Si esta
interpretación es correcta, entonces habría que aproximarse a Calle de
dirección única con una precaución especial: no se trata de un libro de
aforismos en el sentido en el cual lo son las Reflexiones de La
Rochefoucauld, La ciencia jovial de Nietzsche o los Silogismos de la
amargura de Emil Cioran, los cuales
se valen deliberadamente de su brevedad para generar un efecto terapéutico que
simultáneamente llama la atención sobre la mezquindad de las ambiciones humanas
y exhorta a vigilar el rumbo de la voluntad, sino “pensamiento en imágenes”, Denkbilder,
como sugiriera Adorno:
La
palabra Denkbild, un término holandés, sustituye a la noción de idea,
maltratada por el uso que se la dado; aquí se pone en juego una interpretación
de Platón, opuesta a la del neokantianismo, según la cual la idea no es una
mera representación, sino un ser que subsiste por sí mismo y que, por lo tanto,
también puede ser mirado, aunque sólo por el espíritu […] Calle de dirección
única de Walter Benjamin no es, como podría suponerse de un somero vistazo,
un libro de aforismos, sino más bien una colección de Denkbilder. (Adorno,
1968, p. 55)
La interpretación de Adorno ha ejercido un
peso considerable en la interpretación de Calle de dirección única (y de
Benjamin, en general) debido a que permite darle coherencia a las tendencias
contradictorias que lo atraviesan: el impulso revolucionario que lo anima y su
presentación críptica; el recurso a motivos sórdidos de la vida urbana (la
prostitución en “Nº 13” y las casas de citas en “Parada de Tres Coches de
Alquiler como Máximo”) con la alta cultura; lo onírico y lo descriptivo; lo
trivial (por ejemplo, la manera en la que en “Óptica” nota cómo cambia nuestra
observación de las personas gordas y delgadas dependiendo de la estación del
año) y lo grave (por ejemplo, las reflexiones sobre la existencia burguesa en
“Oficina de Apuestas”). Estas tensiones y contradicciones que atormentarían a
una mente lectora habituada a la exposición argumentativa se vuelven
comprensibles cuando se las juzga como integrantes de un método que busca
desestabilizar el orden imperante de significación para el cual el lenguaje que
utilizamos ya sea en la academia o en la vida diaria, cubre todas las
experiencias posibles; e incluso si surgiera algo nuevo tendría un cliché a la
mano para expresar su sorpresa.
Sin embargo, se haría mal en juzgar que tal
desestabilización sólo cumple el papel de irritar a la conciencia burguesa
embarrándole en la cara su ignorancia y estrechez de miras. Lejos de reducirse
a semejante gesto de rebeldía pueril, el método de Benjamin trabaja con base en
la asunción de que la limitación de la experiencia a un sistema de
equivalencias, una cuadrícula en la que pueden observarse las condiciones bajo
las cuales una palabra o una expresión es intercambiable por otra, sólo es
posible porque aquél ha vuelto plano y homogéneo un terreno que de suyo es
irregular y discontinuo: la experiencia humana, en especial, la manera en la
cual en la experiencia humana el presente surge de la manera en la que pasado y
futuro se anudan y se distinguen simultáneamente. Por ejemplo, cuando uno
atiende a las consignas que se gritan en una manifestación, después de cierto
tiempo notará que son las mismas independientemente de las causas reivindicadas
por los manifestantes o por su posición en el espectro político (es más, podría
decirse que la distinción entre izquierda y derecha se ha vuelto más un epíteto
para lanzar contra los contrincantes que el nombre de las convicciones con base
en las cuales formamos nuestros juicios) porque, de manera semejante a las
locuciones del burgués fustigadas por Bloy, se han olvidado las circunstancias
concretas que les dieron origen –las luchas particulares, las alianzas, las
disidencias, las coyunturas– y se convierten en formulismos que pueden
adaptarse al cambio de personajes de la escena política. Frente a la
petrificación del olvido, la escritura de Benjamin se propone despertar la
memoria por medio de la ruptura de la ensoñación que hace suponer que a cada
expresión le corresponde un cúmulo de significados cuyos vínculos son normales
e inmodificables. Tal es la interrupción que persigue el método del rodeo: que
lo unívoco pierda su aire de estable –y, por ende, de algo cuyas posibilidades
de intercambio pueden ser calculadas– para exhibir su carácter de posibilidad;
un desvío al que Benjamin apunta en “Asistencia Técnica”:
No hay
nada más pobre que una verdad expresada como ha sido pensada […] Tenemos que sacarla
de repente de su pesado ensimismamiento, algo tiene de pronto que asustarla,
una pelea, una música, unos gritos de auxilio. ¿Quién es el que podría relatar
las señales de alarma de que se halla provisto el interior del escritor
verdadero? Y ‘escribir’ no significa en verdad otra cosa que activarlas.
(Benjamin, 2010, p. 78)
Este método –al que podría denominarse “la
interrupción metódica”– obliga a transformar la forma de la escritura porque la
crítica ya no puede llevarse a cabo por medio del tratado que reconstruye
minuciosamente las razones de la violencia, la exclusión, la desigualdad, no
porque no sea posible señalarlas, sino porque, aun si son entendidas, sólo
tocan la superficie del pensamiento que trabaja con base en equivalencias, el
que permite comparar, por ejemplo, las semejanzas y diferencias entre el las
nociones de crítica de Benjamin y Adorno o sobre la posición que ocupa el
primero en el panorama del marxismo occidental. Es decir, el tratado se mueve
en un nivel eminentemente conceptual y, por lo tanto, no puede llevar a la
acción revolucionaria. En cambio, para Benjamin el objetivo último es
precisamente conducir a la acción colectiva transformadora, lo cual, a su
juicio, sólo es posible si la escritura remueve en los lectores las capas
petrificadas de la experiencia permitiendo que se relacionen con su entorno de
una manera distinta. Por ese motivo el libro tiene que recurrir a técnicas
provenientes de las vanguardias artísticas de su época:
En el
nivel formal más básico Calle de dirección única no intenta establecer
un nuevo género, pero busca de hecho una nueva forma vanguardista. Si es casi
imposible discernir hoy la herencia y trascendencia del texto de Benjamin gran
parte de esta dificultad surge de su cualidad híbrida. Benjamin intenta lograr
en un texto una nueva fusión vanguardista, una síntesis de dadaísmo,
constructivismo y surrealismo. (Jennings, 2010, pp. 33-34)
Esta
cualidad híbrida que menciona Jennings expresa la comprensión benjaminiana de
la tarea de la filosofía: ésta no consiste en fundamentar una noción de
racionalidad mediante la cual sea posible justificar argumentativamente
nuestras convicciones, teóricas y prácticas, frente a objeciones escépticas;
tampoco se trata de subrayar la huella de nuestra finitud remitiendo el
conjunto de nuestros actos individuales al horizonte de condiciones previas a
toda intencionalidad y racionalidad. En contraste, la filosofía es para
Benjamin ante todo una interrupción, el acto mediante el cual se rasga la
continuidad de las narraciones a través de las cuales entendemos las razones
constituyentes de nuestro presente como el resultado determinado por las
tendencias abiertas en el pasado y, al mismo tiempo, nos comprendemos a
nosotros mismos como pertenecientes a los consensos, prácticas e instituciones
formadas por el desenvolvimiento de tales razones.
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