Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 8 N° 2 (2023) / Sección Artículos / pp. 1-11 /
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 13/04/2023 Aceptado: 14/08/2023
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.110
Lo
posthumano en clave ética: recuperar un pensamiento de la naturaleza
The Posthuman
in an Ethical Terms: Recovering a Thought about Nature
Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y
Sociedad,
Universidad Nacional de Córdoba,
Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET)
roquefarran@gmail.com
Resumen. En este ensayo deseo retomar ciertas ideas básicas
del Posthumanismo para mostrar la necesidad de leerlo en clave ética, entendida
ésta como una práctica de sí que exige realizar ejercicios de lectura,
meditación y escritura, a partir de reconsiderar nuestra tradición de
pensamiento y recuperar la relación inmanente con la naturaleza de la cual
formamos parte. Considero que aun es posible practicar la filosofía como un
saber racional que hace cuerpo y permite afrontar la muerte personal e incluso
la extinción total. Que el mejor antídoto contra la desesperación sigue siendo
un uso de los saberes que pueda interpelar a las transformaciones políticas
necesarias para vivir mejor en un medio cada vez peor.
Palabras clave. Posthumanismo, ética, cuerpo, escritura, saber.
Abstract. In this essay I focus on certain ideas of Posthumanism
to show the need to read it in ethical terms. I understand ethics as a practice
of the self that requires reading, meditation and writing exercises, based on
reconsidering our tradition of thought and recovering the immanent relationship
with the nature of which we are a part. I believe that it is still possible to
practice philosophy as a rational knowledge that embodies and allows us to face
personal death and even total extinction. And that the best antidote against
despair continues to be a use of knowledge that can challenge the political
transformations necessary to live better in an increasingly worse environment.
Keywords. Posthumanism, Ethics, Body, Writing, Knowledge.
Foucault fue el primero en hablar explícitamente de la
muerte del hombre, quedó plasmado en su clásico Las palabras y las cosas:
una arqueología de las ciencias humanas. Pero luego se percató que
semejante diagnóstico afectaba fundamentalmente a ciertos saberes que lo
reducían a ser mero objeto de investigación, mientras que los procesos de
subjetivación no cesan de recomenzar en nuestra milenaria cultura. En sus
propias palabras:
Cuando hablo de la muerte del hombre, mi
intención es poner fin a todo lo que quiere fijar una regla de producción, una
meta esencial a esa producción del hombre por el hombre. En Las palabras y
las cosas me equivoqué al presentar esa muerte como algo que sucedía en
nuestra época. Confundí dos aspectos. El primero es un fenómeno en pequeña
escala: la constatación de que, en las diferentes ciencias humanas que se
desarrollaron -una experiencia en la cual el hombre comprometía,
transformándola, su propia subjetividad-, nunca estuvo el hombre al final de
los destinos del hombre. // Si la promesa de las ciencias humanas había sido
hacernos descubrir al hombre, es indudable que no lo cumplieron; pero, como
experiencia cultural general, se había tratado más bien de la nueva
constitución de una subjetividad a través de una operación de reducción del
sujeto humano a un objeto de conocimiento. El segundo aspecto que confundí con
el precedente es que en el transcurso de su historia los hombres jamás cesaron de
construirse a sí mismos, es decir, de desplazar continuamente su subjetividad,
constituirse en una serie infinita y múltiple de subjetividades diferentes y
que nunca tendrán fin y no nos pondrán jamás frente a algo que sea el hombre.
Los hombres se embarcan perpetuamente en un proceso que, al constituir objetos,
al mismo tiempo los desplaza, los deforma, los transforma y los transfigura
como sujeto. (Foucault, 2013, p. 74)
El antropocentrismo es una invención reciente, como
sostenía Foucault, el posthumanismo no cesa de recordárnoslo en todas sus
variantes explicativas. En la antigüedad el ser humano no se consideraba el
centro del universo: distintas prácticas y saberes cosmológicos lo hacían parte
de un conjunto infinito en incesante transformación. Se trataba de realizar
ejercicios de transformación subjetiva, ejercicios espirituales o prácticas de
sí, como supieron ver Hadot (2006) y Foucault (2014).
Sin embargo, el riesgo que corremos en el presente es
no captar que el descentramiento de lo humano no nos desresponsabiliza en
absoluto de proponer otros modos de subjetivación y tecnologías de sí acordes a
un entendimiento complejo del conjunto de lo existente, que incluye a las
nuevas tecnologías de poder. No se trata sólo de puntos de vista explicativos,
sino de modos de hacer. Hacer uso de los saberes, en efecto, pues los
saberes hacen también cuerpo literal, no son meras entelequias abstractas. El
pensamiento político contemporáneo tiene que volver a reintrincarse no sólo con
las dimensiones ontológicas y epistémicas renovadas por los lenguajes de época,
sino fundamentalmente con ejercicios de subjetivación ética que hagan cuerpo
los saberes en torno a lo real. Pues no hay otra resistencia al poder político,
como decía Foucault (2014) en La hermenéutica del sujeto, que la
relación de sí consigo mismo. Algo que el modo de (des)gobierno neoliberal
detesta, y por eso propone la figura moderna del esclavo: el empresario de sí
que se explota y descompone hasta la náusea sin alcanzarse jamás a sí mismo.
Como bien sabía Spinoza, la verdadera potencia se
encuentra en una recursividad infinita, causa inmanente de todas las cosas, que
hace de cada quien un pliegue o modo singular susceptible de entrar en
resonancia y composición con otros. La alegría que emerge del encuentro con la
causa inmanente es un índice suficiente de que el hombre como la mujer no están
condenados a la náusea o la estupidez de concebirse sólo como un rostro que se
borra en la arena -quizá sean más como la espuma que emerge del mar en el
vaivén de las olas sobre la playa. Tenemos que recuperar ese pensamiento material
de la naturaleza y proponer ejercicios concretos de subjetivación que lo hagan
posible.
Para
eso, en primer lugar, tenemos que captar y apreciar la fragilidad de cada modo
de existencia en su singularidad. En segundo lugar, debemos cambiar la
modalidad de registro y el pensamiento de la acción, analizar qué tiene valor y
qué no, apelar a la escucha y a la escritura como tecnologías indispensables
para plantear una sabiduría práctica al alcance de cualquiera. Nutrirnos de
diversos estudios y giros del pensamiento sin desentendernos de las prácticas
concretas de subjetivación. Así, lo que importa del último “giro animal” por
ejemplo, como del pensamiento posthumano, no son tanto sus temas y problemas
recurrentes, sino lo que habilitan en sentido práctico y cómo ello nos conduce
a valorar nuestra propia tradición de pensamiento. Porque si los últimos giros
del pensamiento sólo cambian de punto de vista y lenguaje, pero no nos permiten
transformarnos a nosotros mismos, de nada servirán ante la inminencia de un fin
cada vez más próximo.
La
desaparición del ser humano de la faz de la tierra, así como la extinción de
todas las especies, es un evento posible. Es más, tendríamos que pensarlo como
algo ineluctable. Muchas veces decimos que la vida es un milagro, y lo es desde
el punto de vista de los delicados procesos naturales que han debido darse para
que estemos acá. Pero el acontecimiento político por el cual seguimos vivos no
es un milagro, sino que depende de una potencia genérica que insiste por debajo
de cualquier predicado identificatorio o llamado al exterminio. Somos seres irreductiblemente
singulares pero anudados entre sí de manera inexorable. Tenemos que entender el
nudo por el cual cada quien depende de cada otro y en el que solo un corte
bastaría para que nos disolviéramos definitivamente. Hasta el final seguiremos
apostando que es posible captar el nudo material que nos constituye, que no es
un privilegio de una inteligencia superlativa, que cada uno resulta
imprescindible si ha despejado la causa de su deseo. Para hacerlo necesitamos
apelar a tecnologías básicas de subjetivación.
Si
cada vez hay más gente explicando cómo vivir mejor y menos gente viviendo
mejor, como dice un chiste de Tute, es porque parte del problema reside en la
explicación excesiva. Desde hace tiempo insisto en que con la explicación no
alcanza: hay que enseñar, mostrar, ejercitarse. Pensar en relación a una verdad
que transforma. El sujeto moderno sustituyó la transformación necesaria por el
método pautado, pero lo que vino después no ha hecho más que agravar el asunto:
recetas, tips o consejos que explican todo en todas partes al mismo
tiempo. La ubicuidad de las redes sociales ha hecho posible ese sueño de la
razón que engendra monstruos. Esto último es una deriva lógica de la
explicación lineal, causal, circular, más convencional. Todavía no hemos
alcanzado el pensamiento de la simultaneidad que hace cuerpo en la composición
de múltiples procedimientos de verdad. No es explicación, sino ejercicio
combinado. Vivir mejor éticamente, incluso en un medio cada vez peor, puede ser
una chance para que cada vez más gente viva mejor. Esto sólo sucederá si la
ética interpela a la política para que no redunde en explicaciones y pase al
acto de transformación.
Necesitamos inventar nuevos conceptos para pensar la
época, y nuestra situación en ella, sin renegar de las tradiciones de las
cuales nos servimos para hacerlo. Si existe una tradición latinoamericana de
pensamiento no tiene por qué decirlo todo el tiempo, reafirmarlo como una
identidad a priori, debe ponerlo a funcionar en acto. En todo caso, nos podemos
preguntar si estamos ante un “momento filosófico latinoamericano” o, más
ajustadamente, un “momento filosófico argentino”; en fin, si al pensamiento le
ha llegado la hora de materializarse en estas tierras. Eso sucede cuando hay
una inquietud real por pensar y proliferan diversas obras, gestos y escrituras
que intervienen en nombre propio su tiempo. No se trata de personalidades
célebres de la cultura, ni de estar dentro o fuera de las instituciones, sino
de sujetos que las atraviesan de diversas maneras y trazan operaciones
específicas entrelazadas.
Sin dudas ha existido un “momento griego”,[1] con sus diversas escuelas, que duró varios
siglos y coincide con el nacimiento de lo que hoy llamamos filosofía; un “momento
alemán” que va del idealismo al marxismo y pretendió pasar de la interpretación
a la transformación del mundo; y un “momento francés” en el que se juntaron
marxistas, sociólogos, literatos y psicoanalistas para diseñar una escena
fabulosa del pensamiento que anudaba vida y concepto; más temerario sería
afirmar que estamos ante un momento latinoamericano o argentino. No obstante, hay
una emergencia y efervescencia del pensar que se observa en distintos niveles y
con desiguales resultados: desde los medios de comunicación y la lógica del
espectáculo, pasando por la larga tradición de grupos de estudio y talleres de
lectura, hasta los más recientes grupos de investigación financiados por el
Estado que realizan congresos, publican revistas y libros, intervienen en la
escena pública, etc.
Aún no escuchamos muchos nombres propios que resuenen
entre sí y se retroalimenten de la diferencia, pero se oyen algunas voces
singulares. No todo se reduce a la lógica de la reproducción académica,
profesional o mediática, comienzan a producirse algunos entrelazamientos
interesantes que las exceden. El peligro es que sigamos siendo meros
reproductores de los giros orquestados en los países centrales, que el
posthumanismo sea el nuevo nombre del colonialismo intelectual. Pero lo peor
que podríamos hacer ahora es retroceder hacia identidades cerradas que
desprecien las prácticas de los otros; tenemos que apostar al pensamiento
abierto, múltiple y anudado que potencia cada gesto. El mismo problema que
atraviesa a la política, el problema de la unidad en la diversidad, encuentra
en la filosofía su despeje adecuado.
Como he afirmado, no se trata tanto de explicar o argumentar, sino de
ejercitarse y componer. Todo lo que he escrito está orientado por lo que he
definido recientemente como un “giro práctico”: no importa tanto qué autores o
corrientes de pensamiento se lean sino cómo se leen, cómo se implica en lo que
se lee, cómo eso transforma de algún modo, permite ejercitarse y toma cuerpo,
ayuda a despejar el cauce del deseo y prepara para el acto, cual sea,
aumentando la potencia de obrar y generando afectos alegres (incluso al borde
de la muerte o la extinción masiva). No me gusta decir a quiénes hay que leer y
a quiénes no, nada de constituir un canon o un panteón, aunque indudablemente
tengo mis preferencias y las menciono cada tanto. En cualquier caso, diría: léase
a quienes no dejen más alternativa que cambiar y dejar de contribuir con la
estupidez del mundo que se propaga como un virus pandémico, a diestra y
siniestra. Como escribía Marco Aurelio en Meditaciones:
¿Continúas
prefiriendo estar alentado en el vicio y todavía no te incita la experiencia a
huir de tal peste? Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho
mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido
en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son
animales; pero aquélla es propia de los hombres, en cuanto son hombres. (163)
Sin ir más lejos, los últimos seminarios que dictó
Foucault nos brindan elementos valiosos para practicar la filosofía en clave
posthumana. El texto establecido de La hermenéutica del sujeto, por
ejemplo, es por demás cautivante. Lo es por todos los materiales históricos que
nos aporta y por la organización conceptual rigurosa que los dispone de manera
clara y distinta.[2] Aunque mejor que leer sobre ellas sería
realizar en efecto las prácticas de sí. Prácticas que incluyen la
lectura, por supuesto, pero también algunos ejercicios más: escuchar, hablar,
meditar, escribir, ponerse a prueba ante lo real. Cada uno hace lo que puede
con su ocupación (de sí). Luego está la filosofía que es un modo de interrogar
esas prácticas en relación a otras: los modos de ejercer o padecer relaciones
de poder, por ejemplo, o los modos de acceder a, o producir, ciertos saberes.
La filosofía como práctica no es un mero acopio de saber sobre su historia, ni
un meta-saber específico montado sobre otras prácticas (filosofía de la
historia, la ciencia, el arte, la política, etc.), tampoco es una simple
terapéutica. Se trata de otra cosa, siempre otra, que no cesa de interrogar los
límites de aquello que insiste en cerrarse sobre sí mismo: saber, poder o
cuidado. La filosofía como práctica es, podría decirse, un modo singular de
padecer activamente esa torsión de sí que disloca los conjuntos
prácticos de manera inmanente a ellos.
Podemos
ejercitarnos también en la lectura de un clásico: leer el Critón, o Del
deber, de Platón (2009). Allí, encontramos a Sócrates en sus últimos días,
condenado a muerte por corromper a la juventud, por interpelar a los ciudadanos
a pensar, a ocuparse de sí mismos. Critón lo visita en su confinamiento y le
sugiere escapar, él le brinda su apoyo económico y logístico para hacerlo, es
un hombre influyente. Sócrates no quiere saber nada, le recuerda sus
conversaciones sobre la justicia y que no se trataba de un simple juego de
niños. Le recuerda los principios de vida sobre los que conversaban y él basaba
su conducta. Esta es la prueba de la verdad. Critón insiste en que va a dejar
huérfanos a sus hijos, a su familia y a sus amigos desamparados, pero más le
preocupa que los demás crean que él no hizo lo suficiente para salvar a su
amigo, que no utilizó sus ingentes recursos. Sócrates le dice que no se
preocupe por lo que piensen los demás, hace hablar a la República para decirse
a sí mismo que sea consecuente, que si ha decidido vivir bajo las leyes de la
ciudad, si jamás se le ocurrió irse a vivir a otro lugar, si ha hecho profesión
de filósofo justo, entonces no puede evadirse, él menos que nadie: no puede
responder al mal con el mal.
Sin
dudas tenemos un deber afirmativo que no responde a deuda alguna, pero necesitamos
ejercitarnos para que su exigencia nos alcance a tiempo. Hemos dejado que la
especialización suplante la formación, que el individualismo de las
competencias se imponga sobre el bien común, que el historicismo nos arroje al
voluntarismo inane. No es necesario postular ninguna entidad trascendente, sino
recuperar el pensamiento en la inmanencia. Cambiar el modo en que nos pensamos
a nosotros mismos, el modo en que nos (re)escribimos, estudiamos e investigamos.
Recuperar el pensamiento en relación al conjunto. Ya Bergson, a fines del siglo
XIX advertía a sus estudiantes sobre el problema de la excesiva especialización
y daba un ejemplo que nos permite anticipar el cambio de perspectiva necesario
para captar el conjunto.
Todos ustedes habrán mirado alguna vez a
través de un microscopio, y habrán podido ver, en la caja que lo contiene, esas
placas de vidrio con algún preparado anatómico. Tomen una placa cualquiera, póngala
bajo el lente y examínenla con el instrumento. Verán un tubo, dividido en
compartimentos. Deslicen la placa; otras células reemplazarán a las anteriores.
Al final, las habrán distinguido admirablemente, desde la primera hasta la
última. Pero ¿cuál era el objeto, y qué es lo que vieron? Para saberlo, estarán
obligados a dejar el microscopio de lado y examinar a simple vista, en su
repugnante totalidad, lo que resultará ser la pata de una araña. De igual modo
hemos dividido la realidad, para verla por microscopios. Si uno no comienza por
echar un vistazo al conjunto, si uno apunta de inmediato a las partes y no se
digna a mirar más allá, es posible que vea muy claro, pero ni siquiera sabrá
qué es lo que está viendo. (Bergson, 2016, pp. 14-15)
Más acá
del chiste que desprecia la exigua pata de una araña, entender ese cambio de
escala donde la “mirada del conjunto” resulta un ejercicio crucial.
Otro
ejemplo ilustrativo. Me ha sucedido más de una ver ir caminando y encontrar
arrojado un pensamiento, darme cuenta que lo era en efecto porque al levantarlo
estaba conectado con otros pensamientos que tejían una red que se extendía por
todas partes. Podría parecer una metáfora, pero no lo es. En rigor, el
pensamiento no es extensión sino conexión, proceso, trazado de redes infinitas
que forman parte de la misma sustancia. Captar un pensamiento puede ocurrir en
cualquier parte y supone una conexión infinita, aunque más no sea fugazmente
vislumbrada. El problema de nuestra época es que creemos que el pensamiento
está en el cerebro, en la mente individual o en las representaciones sociales,
incluso a veces nos lo representamos como cifras o algoritmos producidos por
una gran máquina; pero los materialistas de todos los tiempos siempre han
sabido que el pensamiento es parte de la naturaleza infinita, un atributo de
ella. En todo caso, nosotros podemos acceder al pensamiento si dejamos a un
lado la estulticia que nos caracteriza, la distracción permanente, el pasar de
una cosa a otra, las discusiones circulares, etc.
El
problema de los debates actuales entre los poskantianos que remiten todo a
categorías del pensamiento y postulan lo real como inaccesible, por un lado, y
los realistas especulativos que sostienen un real cognoscible pero irreductible
al pensamiento, por otro, es que no captan la materialidad y realidad misma del
pensamiento, que no es un conjunto de categorías, ni de representaciones
sociales, ni un proceso cerebral.[3] El pensamiento es como el aire que respiramos, se encuentra por
doquier, aunque también puede enrarecerse y contaminarse, como sucede en
ciertos ámbitos académicos, hasta el punto de volverse asfixiante. El
materialismo estricto no es correlacionismo ni realismo especulativo, es
pensamiento procesual implicado en cada partícula elemental, en cada pliegue de
la materia, en cada nombre. Para pensar de nuevo hay que salir a caminar un
poco y darse aire.
Un ejercicio clave que proponían los antiguos y continuó hasta los
modernos, como Goethe o Humboldt, es la “mirada desde lo alto”. Hadot y
Foucault comentan cómo la practicaban los estoicos: imaginar una ascensión
gradual sobre la superficie de la tierra que nos permite ir contemplando todo
en su pequeñez y a la vez mutua interrelación, la geografía, las guerras y
gestas, los intercambios comerciales, los fenómenos naturales y celestes, las
constelaciones, etc. O también en un descenso dramático, como si se entrara al
mundo por primera vez, para contemplar todo lo maravilloso y doloroso que
contiene y decidir si permanecer en él o retirarse, si vivir o morir. En el
caso de Goethe y Humboldt se trataba más bien de la mirada desde una montaña
elevada, luego de un arduo ascenso, que permitía contemplar el conjunto natural
con todos sus procesos de interconexión. Para nuestros científicos y poetas
modernos el pensamiento más riguroso no estaba desvinculado de la experiencia
sensorial y los afectos, cultivaban expresamente todo tipo de ejercicios para
alcanzar la inteligencia necesaria del caso.
En La invención de la naturaleza, Wulf cuenta la experiencia de
Humboldt en Sudamérica; puntualmente la ascensión al Chimborazo, que se creía
era la montaña más alta del mundo, le resultó fundamental para entender la
naturaleza como sistema interconectado:
Aquel día, de pie en el Chimborazo, Humboldt
absorbió lo que estaba delante de él mientras su cerebro recordaba todas las
plantas, formaciones rocosas y mediciones que había visto y hecho en los Alpes,
los Pirineos y Tenerife. Todo lo que había observado encontró su lugar en el
rompecabezas. La naturaleza, comprendió, era un entramado de vida y una fuerza
global. Fue, como dijo después un colega, el primero que entendió que todo
estaba entrelazado con ‘mil hilos’ (…) En sus últimos años de vida, Humboldt
hablaba a menudo de que había que interpretar la naturaleza desde ‘un punto de
vista más alejado’ desde el que se podían ver esas conexiones, y el momento en
el que lo había comprendido fue allí, en el Chimborazo. De ‘un solo vistazo’,
contempló toda la naturaleza desplegada delante de él (Wulf, 2016, p. 122).
Esta
comprensión de la naturaleza, como señala Wulf, no solo entrañaba el riesgo de
desplazamiento hacia lugares peligrosos, como la ascensión a cimas escarpadas o
selvas ignotas, sino anudar las observaciones científicas a la implicación
emocional.
Las observaciones
y discusiones entre posthumanistas no son tan entretenidas y asumen menos
riesgos. Lo que más me llama la atención de las que he relevado es que no
retoman los pensamientos sobre la naturaleza y el cosmos de nuestras antiguas
tradiciones filosóficas, y que la ética apenas es mencionada al pasar.
Emmanuele Coccia (2021) por ejemplo escribe un hermoso libro sobre la metamorfosis
y no menciona nunca las propuestas de los filósofos griegos o de Spinoza.
Viveiros de Castro y Danowsky, recién en la página 180 de ¿Hay mundo por
venir?, escriben:
[H]a llegado la hora de transformar la enkrateia,
el dominio o maestría de sí mismo, en un proyecto colectivo de re-civilización
(‘civilizar las prácticas modernas’, escribe Stengers) o, quién sabe, en un
proyecto -tal vez más ‘molecular’, menos titánico- de incivilización.
Es todo
lo que dicen respecto a la ética. Pero además tampoco es necesario oponer el
dominio de sí a la aceleración de los procesos socio-técnicos, como ellos
sugieren. Por eso he propuesto en La razón de los afectos pensar una
aceleración en la constitución de sí mismo: multiplicar de todos los modos
posibles las prácticas de subjetivación que nos sustraigan de la estulticia
generalizada. No se trata de aceleración o desaceleración en general, sino qué
prácticas y procesos necesitamos incrementar y cuáles ralentizar. Por ejemplo,
la redistribución de la renta captada a través del Estado debe acelerarse, como
la producción de tecnologías y conocimientos propios, mientras que las
ganancias de las grandes empresas, la contaminación del ambiente, y las fugas
de capitales deben desacelerarse, etc. Es una obviedad decirlo, no se trata de
conceptos abstractos, ni de opciones dicotómicas: acelerar o desacelerar, sino
de entender los procesos singulares.
Claire
Colebrook, quien critica los planteos de otros posthumanistas, propone un ethos
entrelazado a la abyección:
Si sólo hay contaminación, y no hay
vivir limpio ni ético, o si el ethos está entrelazado con la abyección,
entonces uno no puede atribuir el cambio climático solamente al hombre. Este es
otro modo de decir que el cambio climático no sería reconocible en la medida en
que uno permanezca en un modo de pensamiento humano o posthumano: porque tal
modo comenzaría con un hombre destruyendo su medio (el cambio climático
antropogénico requeriría entonces del hombre para mitigar, adaptar o negociar
para poder vivir). Y las celebraciones posthumanas de una única ecología no
serían capaces de enfrentar una condición de cambio climático en general.
Vivir y habitar es ser parasitario, contaminar, alterar el clima,
efectuar una inclinación que no puede ser remediada o mitigada por ningún
retorno o recuperación de lo propio (Colebrook, 2014, p. 20).
Probablemente
esta concepción de un ethos que da lugar a lo abyecto, a la
contaminación que nos caracteriza, sea más afín con un pensamiento político
popular, abigarrado, ligado a la periferia y la convivencia de múltiples modos
de producción. Pero de nuevo, necesitamos tematizar los ejercicios de
subjetivación que puedan contribuir a sostener esas prácticas productivas.
Una de
las perspectivas posthumanistas que más potente me ha resultado ha sido la de
Vinciane Despret, no tanto por los tópicos que estudia (variados y todos
interesantes) sino por el modo en que aborda sus investigaciones: el ethos
que promueve. Ella nos enseña que no se trata de imitar a los animales o a
otros seres vivientes no-humanos, sino de aprehender lo que tienen de
irreductible y singular: sus modos de existencia. Es correcto entonces no querer homologar los actos humanos a los actos
animales, no confundir la sociabilidad humana con la animalidad, bajo el
término indistinto “manada”. Sobre todo, como se ha usado recientemente, para
caracterizar actos de violación. Se supone que así dejamos en paz a los
animales y asumimos nuestra especificidad violenta, más social que natural, más
aprendida que instintiva. El único problema es que con ello podemos volver a
reafirmar nuestra esencia diferencial, el clivaje naturaleza/cultura, y
desentendernos respecto a que hay en efecto una continuidad con la animalidad
que nos constituye, ya no en la fantasía bestial del instinto liberado, sino en
los modos de socialización -cuidados y complejos- de los cuales también podemos
aprender.
Tanto en animales humanos como no humanos hay socialización y
aprendizaje, ocurrencias e invenciones, no todo es instinto programado. Por
ejemplo, algo nos puede enseñar nuestra descuidada intervención en las manadas
de elefantes. Por decisiones humanas, demasiado humanas, en África del sur se
han separado a las hembras viejas del resto del grupo. Sin embargo, las
matriarcas tienen un rol esencial en los grupos de elefantes, como nos relata
Despret en su maravilloso ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las
preguntas correctas?:
La matriarca es la memoria de la comunidad;
es la reguladora de las actividades; transmite lo que sabe, pero sobre todo es
esencial para el equilibrio del grupo. Cuando la manada se encuentra con otros
elefantes, la matriarca puede reconocer, en la forma vocal de estos últimos, si
son miembros de un clan más grande o parientes muy lejanos; indica la manera en
que hay que organizar el encuentro. Una vez que la decisión está tomada y se
transmite a sus miembros, el grupo se apacigua. Así, de las manadas que se
habían reconstituido a principios de los años 70 en un parque de África del
sur, prácticamente no sobrevivió ninguna. En las autopsias se les descubrieron
úlceras de estómago y otras lesiones habitualmente ligadas al estrés. En
ausencia de una matriarca, la única en condiciones de asegurarles un desarrollo
y un equilibrio normales [recordemos: por la memoria y los modos de organizar
los encuentros], los animales no pueden aguantar (Despret, 2018, p. 30).
En
definitiva, tanto animales humanos como no humanos pueden funcionar como
manadas, la diferencia no la hace el salvajismo o la sociabilidad, sino la
sabiduría práctica que orienta al grupo. En lugar de ser tan crueles con ellos
o de creernos sus salvadores, quizá algo podríamos aprender de la sociabilidad
y la sabiduría animal, sin querer imitarlos pero siguiendo su ejemplo. El
salvajismo en cualquier reino es lo que nos lleva a dañarnos a nosotros mismos,
actuar contra nuestro deseo y renunciar a nuestra potencia. Poder no hacer eso
no es cuestión de voluntarismo imitativo, como previene Despret, sino de
conocimiento científico, cuidado ético y posicionamiento político.
Concluyo
con un breve relato como los que nos suele regalar Despret.
Todas las tardes
viene un colibrí al patio, se posa alegre sobre algunas ramas y revolotea en
torno a las flores, luego se coloca frente al gato a corta distancia, pareciera
mirarlo, cambia velozmente de posición, se acerca aún más, se desplaza de un
lado al otro, pero siempre frente a él, como si lo saludara o burlara. El gato
se limita a mirarlo agazapado, fascinado, no en la posición habitual en la que
acecha mariposas que caza fácilmente, como si supiera que al colibrí le es
imposible alcanzarlo. Nunca llego a filmar ese momento mágico, todo sucede en
escasos segundos. La única tecnología con que cuento es la escritura. Cada vez
que aparece algo de lo real me quedo un poco así, agazapado, fascinado, no
busco describir lo que sucede, lo miro de frente, como si me saludara o burlara
y, en vez de dar el salto, escribo. Hay una parte de mí que siempre sale
volando, alegre, luego vuelve para que la escriba, pero no llego a captar ese
momento mágico. La tecnología de sí necesita de la escritura y algo más: un pensamiento
recurrente que cambia de forma y persiste en su deseo. Un anudamiento singular
que enlaza el gesto animal, la tecnología más elemental y la idea de que
podemos cambiarlo todo.
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Despret, V.
(2018) ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas?
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[1] La tesis de los
“momentos” del pensamiento filosófico la tomo de Alain Badiou (2005).
[2] Por citar solo dos
ejemplos de trabajos recientes que comentan de manera contrastante la
actualidad de ese legado, puede consultarse Vignale (2022) y Urtubey (2021).
[3] Debate desplegado en
diversas publicaciones, pero activado principalmente por Quentin Meillasoux
(2015) en Después de la finitud.