Saberes y Prácticas. Revista de Filosofía y Educación

Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 8 N° 1 (2023) / Sección Dossier / pp. 1-17 / Licencia Creative Commons
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 18/04/2023 Aceptado: 22/05/2023
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.096


Eterna caducidad, catástrofe y memoria. Figuras de la transitoriedad, la muerte y la melancolía en la obra de Walter Benjamin

Eternal Transience, Catastrophe and Memory. Figures of Transitoriness, Death and Melancholy in Walter Benjamin’s Work

Identificador orcid del autor Guillermo Pereyra

Comisión Nacional de los Derechos Humanos,
Centro Nacional de Derechos Humanos "Rosario Ibarra de Piedra", México.

gpereyra@cndh.org.mx

Resumen. Este artículo reflexiona sobre la caducidad del tiempo, la historia como catástrofe continua y la memoria en la obra de Walter Benjamin. Para llevar a cabo esta tarea, se analizan distintas figuras benjaminianas de la transitoriedad, la muerte y la melancolía. Esta reflexión cobra vigencia en los tiempos actuales, en los que se vislumbra la posibilidad de la destrucción de todas las formas de vida en el planeta como resultado del calentamiento global y de la lógica de escalada a los extremos que caracteriza a las “nuevas guerras”. El trabajo comienza abordando la figura de la “eterna caducidad” de la historia-naturaleza que delinearon los poetas barrocos alemanes en el Trauerspiel, para analizar a continuación los efectos del paso del tiempo en los objetos culturales y la tristeza que genera el intenso apego al mundo de las cosas, incluyendo la caracterización de la alegoría como “fragmento” y “ruina” de la modernidad. Esta primera parte del artículo se centra en el estudio de Benjamin sobre el Barroco. La segunda parte está dedicada a discutir el estatus que adquiere la imagen del recuerdo en la modernidad, en la que se destaca tanto su condición efímera como salvadora.   

Palabras clave. caducidad, catástrofe, melancolía, imagen, memoria.

 

Abstract. This article reflects on the transience of time, history as a continuous catastrophe and memory in the work of Walter Benjamin. In order to carry out this task, different Benjaminian figures of transience, death and melancholy are analysed. This reflection takes on relevance in current times, in which the possibility of the destruction of all forms of life on the planet is looming as a result of global warming and the logic of escalation to extremes that characterises the “new wars”. The paper begins by addressing the figure of the “eternal expiration” of nature-history delineated by the German baroque poets in the Trauerspiel, then analyses the effects of the passage of time on cultural objects and the sadness generated by the intense attachment to the world of things, including the characterisation of allegory as the “fragment” and “ruin” of modernity. This first part of the article concentrates on Benjamin’s study of the Baroque. The second part is devoted to a discussion of the status of the image of memory in modernity, in which both its ephemeral and salvific condition are highlighted.

Keywords. transience, catastrophe, melancholy, image, memory.


Introducción


Jorge Luis Borges escribió en el poema “El ápice” que “Tu materia es el tiempo, el incesante tiempo. Eres cada solitario instante”. Todos sabemos que nuestro paso por el mundo es fugaz, aun cuando, como resultado de la suma del trabajo y de las acciones colectivas, la humanidad pueda dejar huellas permanentes en el mundo histórico-social. Más allá de saber esto: ¿qué implica tomarse en serio la caducidad del tiempo y reflexionar en torno a ello? La vida es transitoria, eso es un hecho, pero que la vida –toda la vida– pueda ser catastróficamente destruida es una posibilidad que nos impacta hoy en día. Gracias a los estudios científicos desarrollados en las últimas décadas, es de público conocimiento que los efectos del cambio climático y del calentamiento global son desastrosos para la continuidad de todas las formas de vida en el planeta. También la escalada a los extremos que caracteriza a la guerra moderna, acentuada en el siglo XX y en la época actual, amenaza con la destrucción del mundo. Esta sensación de inseguridad y tristeza por el “fin de los tiempos” se hizo presente en distintos momentos de la historia de la humanidad. En el curso de la modernidad la experimentaron una variedad de grupos sociales: las poblaciones prehispánicas durante la conquista, que vieron cómo su mundo –su lengua y sus creencias– fue destruido por los españoles; el pueblo europeo aterrorizado por la Guerra de los Treinta Años, previo al surgimiento del Estado-nación moderno; las clases subalternas afectadas por la construcción violenta de las naciones decimonónicas; los judíos en el contexto del nazismo; los millones de personas que padecieron las consecuencias devastadoras de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial; y todos los grupos étnicos, religiosos y políticos que han sufrido la persecución y el exterminio en distintas partes del planeta. Hablando de América Latina, la violencia de la modernización, del capitalismo, de las dictaduras, de los estados autoritarios formalmente democráticos y de la globalización han aplastado en el pasado reciente y en la actualidad los modos de vida de las masas populares (Moraña, 2018, p. 146).

La idea de que el mundo puede ser destruido cobró fuerza en los inicios de la modernidad, cuando se pensó, en el contexto de las guerras de religión, que estaban dadas las “condiciones de aniquilar algún día en sí a la tierra con una catastrófica violencia” (Benjamin, 2007a, p. 269). Esta cita de Walter Benjamin tiene hoy una vigencia indiscutible. Me hago la pregunta de si nos tomamos en serio la transitoriedad de la vida y la posibilidad de una destrucción total de la tierra concienzudamente, porque sigue siendo hoy una tarea fundamental del pensamiento crítico divisar las consecuencias prácticas y sociales que se derivan de asumir esta cuestión. En este contexto, el objetivo de este trabajo es reflexionar sobre la caducidad del tiempo, la historia como catástrofe continua y la memoria en la obra de Benjamin. Para cumplir con él, analizaré distintas figuras benjaminianas de la caducidad, la muerte y la melancolía. La melancolía es el estado de ánimo que nos permite hundirnos en las profundidades del tiempo para comprender adecuadamente la condición finita de las cosas[1] y avizorar la siempre presente posibilidad de que se pierdan o destruyan. El sujeto crítico, una vez que hace esto, está en condiciones de recuperar lo perdido a través de las imágenes relampagueantes de la memoria.


El Barroco y la eterna caducidad de la historia-naturaleza


El estudio que Walter Benjamin (2007a) realizó de la cultura y la política del Barroco le permitió delinear la que quizá sea la primera comprensión moderna de la historia. Esta conceptualización la aportaron los poetas barrocos en el Trauerspiel alemán, un singular género teatral europeo que tuvo su auge en los siglos XVI y XVII. En esta mundana obra barroca, que se diferenció de la elevada tragedia griega, los poetas barrocos alemanes concibieron la historia desde la perspectiva de la muerte, la ruina y la catástrofe continua. Si el siglo XVIII fue un tiempo en el que los filósofos racionalistas depositaron su confianza en la perfectibilidad del género humano, el siglo XVII perteneció en cambio a una época de incertidumbre, un periodo de transición entre el Medioevo y la Edad Moderna en el que los poetas barrocos desconfiaron de que la historia fuese la realización de un plan divino de salvación. Ellos pensaban, arrastrados por la melancolía y la desgana vital, que la naturaleza marchita y decadente era el espejo en el que se reflejaban los sucesos históricos. La naturaleza “gime y suspira bajo la caducidad y la futilidad” (Taubes, 2007, p. 89), pero lo hace silenciosamente porque “la carencia del lenguaje es el gran dolor de la naturaleza” (Benjamin, 2010f, p. 159). Sumida en la quietud y el lamento, la naturaleza se aflige y su rigidez muda es la expresión más cabal de la muerte. La tristeza de la naturaleza se representó en los cielos tormentosos que predominaban en los cuadros del Barroco, una imagen que figuraba “un mundo al que se niega el acceso inmediato al más allá” (Benjamin, 2007a, p. 284). Los poetas melancólicos barrocos dieron fe de que en el mundo histórico-social los actos humanos están en un constante declive. “En la physis, en la mneme misma, hay un ‘memento mori’ siempre en vela”, afirma Benjamin (2007a, p. 439), significando con ello que la naturaleza les recuerda permanentemente a los sujetos históricos que son mortales. Así, los poetas barrocos alemanes observaron que en la “eterna caducidad” (ewige Vergängnis) de la naturaleza se imprime, como si se tratara de un sello, “la imagen del decurso histórico” (Benjamin, 2007a, p. 398).

En esa época de guerras religiosas sangrientas y prolongadas que fue el siglo XVII, la historia no fue concebida como el proceso “de una vida eterna, más bien como decadencia incontenible” (Benjamin, 2007a, p. 396). Cronos-Saturno fue interpretado como la imagen alegórica en la que la vida es inseparable de la muerte: por un lado, este dios engendra y devora a sus hijos; por el otro “está condenado a una eterna esterilidad” (Benjamin, 2007a, p. 364). La “decadencia de las cosas” se parece a la “naturaleza caída” (Benjamin, 1990, p. 62), y de la fusión de historia y naturaleza surge el concepto de historia natural (Naturgeschichte), que hace inteligible los actos humanos desde la condición de lo efímero. La historia natural –la visión profana del tiempo– es la cara opuesta de la historia de la salvación –la visión religiosa del tiempo–: así como la naturaleza no puede redimirse de la tristeza en que está inmersa, de la misma manera la historia fue entendida en el Trauerspiel como la procesión continua de las criaturas que no encuentran consuelo. “La naturaleza lleva ‘historia’ escrita en el rostro con los caracteres de la caducidad. La fisonomía alegórica de la historia-naturaleza (…) está presente en tanto que ruina” (Benjamin, 2007a, p. 396). Las ruinas en las que habitan “los animales saturninos” (Benjamin, 2007a, p. 398) inspiraron la tristeza de los poetas barrocos alemanes. Estos monumentos que testimonian el paso “natural” del tiempo, junto con otras huellas semiborradas de tiempos remotos, son el verdadero rostro de la historia.

La alegoría fue el recurso estético que utilizaron los dramaturgos en el Trauerspiel para figurar la eterna caducidad de la historia-naturaleza. A Benjamin no se le escapaba que el modo alegórico de exponer la verdad histórica se establece con más fuerza en los periodos de decadencia, pues ahí se hace evidente el carácter ilusorio de las pretensiones de validez universal: “La alegoría se asienta con mayor permanencia allí donde caducidad y eternidad chocan más frontalmente” (Benjamin, 2007a, p. 446). Esto explica que nuestro autor haya encontrado una similitud entre la estética alegórica del Barroco y el expresionismo alemán (Benjamin, 2007a, p. 255), dos corrientes que se desarrollaron en tiempos de catástrofe. En la Guerra de los Treinta Años, el “conocimiento de la caducidad” saltó “a los ojos de la humanidad europea” ocasionando el desplome de las “normas legales que antes se presentaban con la pretensión de lo eterno” (Benjamin, 2007a, p. 446). Esto puede observarse en las imágenes de fuego, volcanes, máquinas de guerra y túneles subterráneos que poblaban los emblemas barrocos, que aparecían como rastros de una historia de guerras permanentes. Por otra parte, ningún movimiento artístico pudo captar el horror de la Primera Guerra Mundial como lo hizo el expresionismo alemán. La pintura de Ernst Kirchner titulada Autorretrato como soldado del año 1915 es una imagen central de la catástrofe de la época: en ella el pintor se representó a sí mismo vistiendo uniforme militar, con la mirada perdida, el rostro demacrado y la mano derecha mutilada. Esta pintura criticó los horrores de la Gran Guerra que, en vez de traer progreso a la humanidad, sólo produjo muerte. La imagen del soldado Kirchner se asemeja a las calaveras barrocas desde las que los poetas alemanes del siglo XVII leían “la falsa promesa del curso histórico” (Galende, 2009, p. 116).

El Trauerspiel captó el horror de las guerras de religión poniendo en escena la ausencia de salvación de la humanidad, el estado de caída de la criatura y la catástrofe permanente de la historia. La palabra alemana Trauer significa tristeza, duelo y luto, mientras que el término Spiel connota el juego y la representación teatral, de tal manera que la historia fue entendida por los poetas barrocos como un “juego de marionetas cuyos hilos manejan juntamente la ambición y el deseo” (Benjamin, 2007a, p. 288). Esta confluencia de tristeza y juego le daba al Trauerspiel su peculiar tono perturbador, una condición que compartía con las calaveras barrocas en las que coincidían lo inexpresivo de la muerte y un semblante juguetón siniestro. “Incomparable lengua la de la calavera: une la más completa inexpresividad (el negro de sus órbitas oculares) con la expresión más salvaje (la chirriante risita de los dientes)” (Benjamin, 2010a, p. 52). Benjamin advirtió que en el siglo XVII la palabra Trauerspiel “se aplicaba tanto al drama como al mismo acontecer histórico” (2007a, p. 398). Se trataba, pues, de un término técnico que hacía referencia a un género teatral propio del Barroco; pero que a la vez fue usado como un signo alegórico mediante el cual se nombraba a la historia –toda la historia de la humanidad– como un juego triste que no se acaba. Los personajes del Trauerspiel eran reyes, intrigantes de la corte, cadáveres y fantasmas que, desterrados de la historia de la salvación, se enfrentaban a los padecimientos de este mundo. El rey barroco no podía controlar los hilos de la historia y terminaba produciendo desastres debido a su incapacidad de decidir. Ningún acto humano –ni siquiera las decisiones del soberano– podía escapar a la inmanencia de un mundo que se hundía “en el desconsuelo de la condición terrena” (Benjamin, 2007a, p. 285). Que el soberano barroco no escapase a la inmanencia significa que no trascendía con su decisión el mundo, y en esta situación quedaba al mismo nivel que “todo lo nacido sobre la tierra” (Benjamin, 2007a, p. 270).

La historia-naturaleza barroca no produce vida sino muerte. Una muerte en la que las almas no gozan del descanso eterno: los fantasmas del Trauerspiel no son el deus ex machina del teatro griego, sino los espíritus que saltan de sus tumbas para vengarse de sus asesinos (Benjamin, 2007a, p. 346). La dedicatoria de la pieza barroca Sofonisba de Daniel Casper von Lohenstein (1635-1683) afirma que el tiempo juega con nosotros “incluso tras la muerte” (citado en Benjamin, 2007a, p. 287), lo cual indica que la catástrofe del mundo terrenal se prolonga en el mundo de los espíritus. Así, la muerte no es el punto final de la vida, sino una nueva ocasión para que todo lo que la historia tiene de intempestivo, doloroso y fallido se plasme en la mirada perturbadora de los muertos que vuelven para clamar justicia. El fantasma de un Trauerspiel escrito por Josef Stranitzky (1676-1726) pronuncia unas líneas que confirman esta situación:

Ay de mí, muero, sí, sí, maldito, muero, pero has de seguir temiendo mi venganza: incluso bajo tierra seguiré siendo tu enemigo acérrimo y la furia vengadora del reino de Mesina. Haré temblar tu trono, desasosegaré tu nupcial lecho, tu amor y tu contento, e infligiré con mi ira todo el daño posible al rey y al reino (citado en Benjamin, 2007a, p. 348)

El lamento y el afán de venganza de los muertos vuelven constantemente en el teatro de la historia. Así, la escena teatral barroca se constituyó como un espacio de eternización de los deseos truncos de quienes nos antecedieron. En palabras de Benjamin: “[los Trauerspiele] tratan una y otra vez los mismos objetos, y los tratan de modo que pueden e incluso deben repetirse” (2007a, p. 350). El eterno retorno del lamento es el signo de la reiteración de las catástrofes en la historia. En una situación en la que el luto es permanente, donde la tristeza se convierte en un juego del que no podemos escaparnos (un Trauer-Spiel), no se puede revertir la catástrofe y comenzar algo nuevo en la historia.


La alteración de las “cosas muertas” y el enigma de las alegorías envejecidas


Los poetas barrocos alemanes prefirieron la alegoría al símbolo para representar las imágenes decadentes de la historia. Charles Taylor señaló que “el símbolo es inseparable de lo que revela” (2006, p. 649), y su función es representar una totalidad armónica estable; en cambio la alegoría hace patente el “abismo entre el ser figurativo y el significar” (Benjamin, 2007a, p. 382), la alteridad que existe entre la imagen y lo que evoca, entre el signo y el significado. Al objeto alegórico “no le han predicho desde la cuna a qué significado lo elevará la cavilación del alegórico. Pero una vez que ha adquirido ese significado, siempre lo puede perder en favor de otro significado” (Benjamin, 2005, p. 375). Juan Manuel Cuesta Abad caracterizó a la alegoría como un tipo de representación que se utilizó en el Trauerspiel para despertar “la quietud de las cosas en reposo”, para activar “la vida imaginaria de una significación subjetiva que permanece encriptada en ellas ‘post mortem’”; en las figuras alegóricas la naturaleza aparecía como “vida cosificada, reducida a pequeñas cosas muertas, cuerpos yacentes o en estado de reposo” (2004, p. 81).

La corte, la calavera y el cadáver aparecieron en la escena de la tragedia alemana como imágenes alegóricas de la caducidad y la catástrofe. La catástrofe continua de la humanidad se representaba una y otra vez en la corte barroca, sede de los sucesos históricos más significativos: “En la corte ve el Trauerspiel el decorado eterno y natural del curso de la historia” (Benjamin, 2007a, p. 398). La eterna caducidad de la historia-naturaleza quedaba plasmada en el ciclo interminable de auge y derrumbe de los soberanos: “El espectáculo constantemente repetido del ascenso y caída de los príncipes (…) lo veían aquellos escritores (…) como el aspecto esencial en su persistencia, en conformidad a la naturaleza, del decurso mismo de la historia” (Benjamin, 2007a, p. 293). La calavera es un objeto que se encuentra a caballo entre la naturaleza y la historia: es un fragmento del cuerpo muerto y naturaleza en decadencia, pero es también un testigo de las guerras donde se decide el curso de la historia. Con la catástrofe aparece el cadáver o la cabeza mortal de la Medusa, y por ello el Trauerspiel Heraclio de Johann C. Hallmann (1640-1704) comienza con la escena de un campo de batalla lleno de muertos. El personaje de la tragedia barroca no muere para alcanzar la inmortalidad, sino por mor de los cadáveres.

Considerada así desde la muerte, la vida es sin duda producción de cadáveres (…) No solo con la pérdida de los miembros, no solo con las habituales alteraciones del cuerpo que envejece, sino con todos los procesos de eliminación y purificación, lo cadavérico se desprende trozo a trozo del cuerpo. Y no es casual que justamente el pelo y las uñas, que en cuanto muertos se le cortan al vivo, continúen creciendo en el cadáver (Benjamin, 2007a, p. 439)

El interés que despertaron en los dramaturgos barrocos los trozos del cadáver se diferenciaba de la veneración de las esculturas del cuerpo humano –símbolo de la eternidad, perfección y totalidad– que realizaban los artistas renacentistas. En la “expresión alegórica” se produce “un entrecruzamiento peculiar de naturaleza e historia”, como puede observarse en la calavera que es el objeto alegórico por antonomasia del Trauerspiel. “Pero si la naturaleza siempre ha estado sujeta a la muerte, viene a ser igualmente de siempre alegórica” (Benjamin, 2007a, p. 383). Las uñas y los pelos que siguen creciendo en la persona muerta es la imagen de la naturaleza que puja por seguir viviendo en el mismo momento en que decae, es un signo de todo aquello que en la historia se resiste a quedar sepultado. También indica que lo que persiste en el tiempo, resistiéndose a morir, lo hace arruinándose y transformándose. Para la visión barroca de la historia el paso del tiempo es un proceso que produce extrañeza y alteridad en los objetos culturales conservados; este proceso es acentuado en la interpretación alegórica de las cosas, que no establece con ellas una relación íntima o una “fusión de horizontes”.

A la intención alegórica le es extraña toda intimidad con las cosas. Para ella, tocarlas significa violarlas; conocerlas, hundir su mirada en ellas. Allí donde domina, no puede nacer costumbre alguna. Apenas se apresa la cosa, ella rechaza la situación. Envejecen para él [para Baudelaire] más rápido que para la modista un nuevo corte. Envejecer, sin embargo, significa: volverse extraño (Benjamin, 2005, p. 373)

La imagen baudelaireiana del viejo que se vuelve extraño y chocante para el joven que se encuentra con él tiene un significado alegórico: quiere decir que el paso del tiempo no hace que nos familiaricemos íntimamente con las tradiciones que recibimos. El tiempo arruina las cosas, las transforma, las vuelve ajenas para quienes viven en una época alejada del contexto en que se crearon. Subsisten, eso sí, convertidas en criaturas decadentes, objetos muertos en vida como las ruinas. La permanencia arruinada y alterada de lo viejo se puede constatar en la supervivencia de algunas imágenes sagradas de la Antigüedad en la etapa final de la Edad Media y en el Barroco. Aunque el antiguo Panteón ya se había disuelto en ese periodo, los dioses paganos subsistieron gracias a que se convirtieron en criaturas mágicas y decadentes, como quedó plasmado en las pinturas de Giotto donde Cupido devino en un demonio con alas de murciélago (Benjamin, 2007a, pp. 442, 449). Afirma Benjamin a propósito de ello:

los dioses se proyectan en un mundo que les es extraño, se vuelven maléficos y se convierten en criaturas. Subsisten las vestiduras de los dioses olímpicos, alrededor de las cuales los emblemas se agrupan en el curso del tiempo. Y estas vestiduras participan de la condición de las criaturas, tanto como el cuerpo de un diablo (…) junto a los ropajes y a los emblemas perduraban las palabras y los nombres y, en la medida en que se habían perdido los contextos vivos de donde habían surgido, se convertían en el origen de conceptos que conferían a estas palabras un nuevo contenido susceptible de representación alegórica, como es el caso de la Fortuna, Venus (en cuanto la Dama-Mundo) y otras análogas (1990, p. 80)

En definitiva, “los contextos vivos” en los que surgieron las imágenes del pasado están muertos, pero esto no quiere decir que dichas imágenes estén sepultadas en el olvido. Más bien implica que la cosa muerta que resucita la lectura alegórica hace visible el declive inexorable del contexto vivo que la vio nacer. Significa también, como lo apuntó Theodor W. Adorno, que “al mundo de cosas desechadas y perdidas” le es “inherente la posibilidad de cambio, e incluso de salvación dialéctica” (citado en Benjamin, 2005, p. 226). La cosa es arrancada de su contexto de producción original e insertada en uno nuevo; este proceso la altera, pero también la salva de la pérdida. Así es como Benjamin entendió el método histórico de la cita, que tiene una función clave en la construcción de la verdad histórica. Nuestro autor quedó fascinado por la manera en que Karl Kraus citaba las palabras contenidas en los periódicos de gran circulación para destruir el contexto de sentido burgués que las atenazaba. Al hacer esto las liberaba de su condición de cháchara o “frase hecha”, que es el tipo de lenguaje que configuran los medios masivos de comunicación. “Citar una palabra significa: llamarla por su nombre (…) En la cita castigadora y salvadora, el lenguaje se revela de repente en calidad de padre de la justicia” (Benjamin, 2007b, pp. 371-372).

Cuando el tiempo presente cita al pasado no sólo lo convoca, sino que, además, lo salva reacomodándolo en otro lugar, le hace justicia dándole un nuevo sentido, permite que aquello que ha quedado trunco se actualice en el presente. La cita produce una diferencia interpretativa que le confiere un resplandecer vital a lo citado. “Cada época cita de un modo diferente aquello que ha quedado a sus espaldas” (Forster, 2012, p. 30). El objeto que adquiere una vida renovada gracias a la cita no deja por ello de ser una cosa vieja o muerta. “Renovar lo viejo convirtiéndolo en mío”, en vez de “afianzar lo nuevo” (Benjamin, 2010c, p. 229), fue la principal motivación que tuvo Benjamin cuando era un joven coleccionista de tarjetas postales, estampillas, mariposas, piedras y demás chucherías. El paso del tiempo hace que los significados de los objetos culturales se tornen enigmáticos, produce entre el contexto original y los nuevos contextos de recepción un abismo que hace que las imágenes del pasado se petrifiquen adquiriendo una apariencia similar a la de un fósil. La figura del fósil es central para comprender la conceptualización de las huellas históricas como “cosas muertas”. Adorno afirmó –de modo similar a los poetas barrocos alemanes– que la naturaleza no se reconoce en “lo que está vivo y presente” sino en los fósiles antediluvianos (citado en Benjamin, 2005, p. 463). El fósil es el objeto que “captura el proceso de decadencia natural”, pero también “indica la supervivencia de la historia pasada dentro del presente” (Buck-Morss, 2001, p. 182).

El Trauerspiel estaba poblado de emblemas e “inscripciones enigmáticas” que combinaban imágenes con leyendas referidas a las máximas de la alta política y la sabiduría de la vida (Benjamin, 2007a, pp. 386-387, 390). Los poetas barrocos no interpretaban la “intención” que se escondía detrás de objetos alegóricos, sino que los entendían como la “firma” –la huella escritural– de quienes hacen la historia (Benjamin, 2007a, p. 404). La alegoría tiene una significación enigmática y es el principal objeto escritural de la historia-naturaleza transitoria. Su estatus es fragmentario y se diferencia del símbolo que retrata una totalidad armónica. Mientras que la principal manifestación de la alegoría son los emblemas barrocos compuestos de imágenes que se ensamblan como si fuesen un rompecabezas, la expresión más cabal del símbolo es la escultura clásica del cuerpo humano. Benjamin sostuvo que “la alegoría conoce muchos enigmas (…) El enigma es un fragmento que forma conjunto con otro, en el que encaja” (2005, p. 371). Ciertamente, la alegoría barroca carece de la armonía clásica de la forma y esto la hizo apta para visibilizar los aspectos más retorcidos de la “historia del sufrimiento del mundo” (Benjamin, 2007a, p. 383). El dolor de los personajes martirizados del Trauerspiel “responde a la llamada de la historia” (Benjamin, 2007a, p. 297), lo cual quiere decir que el cuerpo torturado es un signo fundamental de la violencia continua de la historia. En la tragedia barroca los trozos del cadáver adquirieron un significado histórico-alegórico debido a que la posibilidad de la significación se encuentra en la caducidad: “A mayor significado, mayor sujeción a la muerte” (Benjamin, 2007a, p. 383). El paso del tiempo va haciendo que los objetos culturales sumen más interpretaciones, pero ese proceso coincide con el declive de las cosas. Los objetos históricos “viven” en tanto más se exponen al paso del tiempo, a la muerte.

Benjamin caracterizó a la imagen alegórica como “fragmento, ruina” (2007a, p. 395). Por un lado, la alegoría es fragmento porque en ella “[l]a falsa apariencia de la totalidad se extingue” (Benjamin, 1990, p. 60), es una combinatoria de imágenes en la que “cada personaje, cada cosa y cada situación puede significar cualquier otra” (Benjamin, 2007a, p. 393). Esto indica también que el arte alegórico es infinito y pujantemente creativo: “El sistema como coordinación de fragmentos, de partes, puede ser producido sólo por medio de la combinatoria (…) La fuerza creadora del sujeto (…) encuentra en los fragmentos su material apropiado” (Holz, 2014, pp. 620-621). Por el otro, la alegoría es ruina porque en los emblemas los significados de los fragmentos articulados decaen. Benjamin señaló que las alegorías “envejecen, pues lo chocante forma parte de su esencia” (2007a, p. 402). Mientras la obra de arte griega era irrepetible y se producía “para la eternidad forzosamente” (Benjamin, 2008a, pp. 22-23), la obra de arte barroca no aspira a la trascendencia: “toda belleza efímera se viene al fin abajo y la obra [barroca] se afirma en tanto que ruina” (Benjamin, 2007a, p. 401). La belleza barroca se constata en la mortificación de la obra, no en la duración atemporal que es propia de la obra clásica; en todo caso, la alegoría queda “eternizada” en las interpretaciones móviles que le confiere el alegorista. El poeta alegórico salva el significado del objeto en la lectura que le confiere y, de esta manera:

queda como muerto aunque seguro en la eternidad (…) [el objeto] yace ante el alegórico, enteramente entregado a merced suya (…) En sus manos la cosa se convierte en algo distinto; él habla por tanto de algo distinto y esto se le convierte en la clave del ámbito de un saber oculto cuyo emblema lo venera (Benjamin, 2007a, pp. 402-403)

La obra alegórica es un rompecabezas de significados fugaces, pero infinitos y eternamente recreados. Si algo perdura en ella son los significados móviles y avejentados que les atribuyen sus lectores. Dicho de otra manera, el objeto alegórico queda eternizado y sigue vigente gracias a una sucesión constante de interpretaciones que mueren.


Tristeza y apego a las cosas


La conservación de los viejos objetos cultuales y el interés por descifrar sus significados ocultos y remotos son acciones propias de un espíritu melancólico. El sujeto del Barroco estaba regido por los designios de Saturno, el dios de la melancolía, y lo saturnino apunta a la inmersión profunda en el mundo de las cosas. “Toda la sabiduría del melancólico viene del abismo (…) Según Agripa de Nettesheim, ‘la semilla de la profundidad y (...) los tesoros escondidos’ son dones concedidos por Saturno” (Benjamin, 1990, p. 52). La mirada saturnina se dirige a las profundidades del pasado, a la búsqueda de lo perdido, a lo escondido y lo enigmático. El poeta triste del Barroco alemán se desligaba de las condiciones empíricas del entorno para vincularse “a la plenitud de un objeto” (Benjamin, 1990, p. 47). Tal como lo señaló Siegfried Kracauer, la melancolía “favorece la autoenajenación, lo que a su vez implica identificarse con toda clase de objetos” (2015, p. 38). El vínculo del triste con las cosas oscila “entre la atracción y el distanciamiento”, y en el proceso del luto la relación con los objetos se somete “a una especial intensificación, a una profundización continua” (Benjamin, 1990, p. 47).

La preservación de las cosas es el resultado de la intensa relación afectiva y espiritual que el conservador establece con ellas. Conservar los restos del pasado es un acto luctuoso. Tanto el alegorista barroco como el coleccionista ponen en marcha un “juego del duelo” que consiste “en conservar y recomponer despojos del pasado, objetos remanentes que expresan la presencia casi borrada o suprimida de lo despedazado y muerto. El luto colecciona restos, los religa y relee, les concede una vida ‘segunda’ recluida en la memoria” (Cuesta Abad, 2004, p. 82). El Barroco no enalteció al hombre que domina sus intenciones, sino a la criatura melancólica que se sumerge en el mundo de las cosas para meditar. “El estar sumido en una profunda meditación es lo primero que caracteriza a quien sufre de luto” (Benjamin, 1990, p. 47). El hombre no estaba en el centro de la escena barroca del conocimiento –habrá que esperar hasta el auge del racionalismo en el siglo XVIII para que esto ocurra– sino la criatura melancólica, y en la cosmovisión barroca todos los seres de la creación son igualmente criaturas, sin jerarquías entre ellas. El mismo soberano es una criatura melancólica que no puede imponer el orden en un mundo en ruinas, pero también los animales son criaturas tristes. Los poetas barrocos alemanes entendían que la melancolía no tiene “por qué ser menor en la mirada de un perro que en la actitud del genio que rumia sus pensamientos” (Benjamin, 1990, p. 50).[2] La disposición triste es propia de toda criatura por el hecho de ser criatura, es un ser que se despoja de los atributos del individuo soberano (el cálculo, la racionalidad, el autodominio) para asumir la difícil tarea de reanimar un mundo catastrófico y hablar con los muertos. Benjamin afirma que los poetas barrocos alemanes se propusieron “reanima[r] (…) el mundo desalojado, a fin de alcanzar una enigmática satisfacción al contemplarlo” (1990, p. 47). Pues, en última instancia, los poetas barrocos contemplaban “las cosas muertas” con el fin “de salvarlas” (Benjamin, 2007a, p. 371). De la misma manera, el coleccionista puede revalorizar los desechos sin valor, más allá de su precio mercantil, de la misma manera que el ángel de la historia se empecina en “recomponer lo destrozado” (Benjamin, 2008d, p. 310). La sabiduría melancólica está impulsada por el deseo de revivir las cosas del pasado, sin dejar por ello de asumir su inevitable caducidad.

Los coleccionistas experimentan la melancolía, aunque con menor intensidad que los alegoristas barrocos. El coleccionista, “el verdadero habitante del interior” que “[h]ace del ensalzamiento de las cosas algo suyo”, tiene “nostalgia del hogar aun estando en casa” (Benjamin, 2005, pp. 44, 237). La búsqueda apasionada de los objetos perdidos está animada por la disposición melancólica. “En este sentido, los objetos melancólicos del coleccionista (…) son cosas encontradas, objets trouvés en los que la mirada retrospectiva del anticuario o el historiador se encuentra también en un tiempo perdido (le temps retrouvé)” (Cuesta Abad, 2004, p. 70). Benjamin consideraba que los coleccionistas son personas felices (2010g, p. 345), sujetos que no están sólo anclados “en un mundo lejano o pasado” porque tienen sueños utópicos: desean un mundo “mejor”, uno “en el que las cosas quedan libres de la servidumbre de tener que ser útiles” (Benjamin, 2005, p. 44). Pero el coleccionista se entristece si no tiene un heredero que sepa cuidar sus cosas. Cuando esto ocurre la colección puede desmembrarse, o en el peor de los casos sufre el abandono y su pérdida. Así, el mayor peligro que enfrenta una colección es la muerte de su propietario, siendo éste el único que sabe custodiarla y seleccionar los nuevos materiales que se van sumando: “la colección pierde su sentido en cuanto que pierde su sujeto” (Benjamin, 2010g, p. 344). La premonición de la pérdida de las cosas más queridas acontece en una atmósfera melancólica: “Si has perdido un objeto que apreciabas, ¿no había unas horas o unos días antes, a su alrededor, un halo de tristeza o incluso de escarnio que te iba avisando?” (Benjamin, 2010a, p. 81).


La imagen del recuerdo, eterna y transitoria


La duración de las impresiones en el recuerdo no sigue motivos claros: podemos tener un recuerdo nítido de sitios en los que apenas hemos pasado algunas horas o un día, mientras que en otros lugares en los que hemos vivido meses e incluso años pueden caer rápidamente en el olvido (Benjamin, 1995, p. 71). La imagen del recuerdo tiene más relación con la muerte que con la vida: ella no capta el “constante fluir de la vida” sino circunstancias que traen consigo “un mensaje del país de los muertos” (Benjamin, 1995, p. 44; Benjamin, 2010d, p. 230). Benjamin evoca en su autobiografía Crónica de Berlín a su amigo Fritz Heinle, un poeta con el que compartió sus estudios universitarios y que se suicidó a los diecinueve años. Afirma que: “El Berlín de Heinle era el Berlín del ‘hogar’” (Benjamin, 1995, p. 33). El “hogar” era el nombre con que nuestro autor llamaba a la habitación que había alquilado en sus años de estudiante en la Universidad. Todos los acontecimientos más importantes que vivió en su ciudad natal cabían en ese pequeño espacio rememorado, como si se tratase de una mónada. Para Benjamin, recordar esta habitación era más importante que reconstruir el contexto espiritual en que se desarrolló la poesía de Heinle. Los espacios en los que transcurrieron la infancia y la juventud de una persona tienen una significación fuerte y profunda. Más aún cuando los muertos han dejado huellas en ellos.

La crónica berlinesa de Benjamin rememora “un espacio” (la ciudad de Berlín), “unos instantes” y “algo que no fluye” (1995, p. 44). En ella recorre distintos sitios de su niñez y juventud: el parque Tiergarten, la columna de la Victoria, la casa de sus padres, de su tía y la estancia veraniega en Potsdam, la escuela, los cafés y la pensión estudiantil apodada el “hogar”. “La topografía es la condición de la autobiografía”, afirma Jean-Louis Déotte, señalando con ello que la rememoración benjaminiana es de índole espacial (2013, p. 164). El recuerdo, centrado también en “unos instantes”, no recupera el desarrollo lineal de la vida sino una articulación caleidoscópica de imágenes discontinuas. Prosigue Benjamin:

aunque los meses y los años hagan su aparición, lo hacen siempre bajo la figura de lo congelado en el instante recordado. Estas particularísimas imágenes (es igual si se consideran eternas o efímeras) constituyen la materia de este escrito, no la materia de la vida (1995, p. 44)

A Benjamin le da lo mismo caracterizar a la imagen del recuerdo como fugaz o eterna. Ello se debe a que el pasado queda congelado para siempre en la imagen, pero la detención del tiempo que ella produce ocurre en un instante. Así lo constata Susan Buck-Morss: “Aquello que es eternamente verdadero puede ser capturado sólo en las transitorias imágenes materiales de la historia misma” (2001, p. 37).

Benjamin visitó en 1937 una exposición de pinturas chinas en la Biblioteca Nacional de París y en ellas encontró plasmada la doble condición de la imagen, eterna y transitoria. Advirtió que la caligrafía china, aunque se encuentra “fija” en el papel, está en constante movimiento pues cada pincelada evoca una multiplicidad de semejanzas o correspondencias (Benjamin, 2010e, p. 564). Al igual que las alegorías del Trauerspiel, las pinturas chinas antiguas son eternamente transitorias.

Forma parte de la esencia de la imagen contener algo eterno. Y esta eternidad puede expresarse por la fijeza y estabilidad del trazo, pero también, de modo más sutil, mediante la integración en dicha imagen de lo fluido y lo cambiante (…) el carácter fugaz y sin duda marcado por el cambio de estas pinturas se confunde con su penetración de lo real. Lo que ellas fijan no tiene otra fijeza que la fijeza propia de las nubes. Y ésa es su verdadera así como enigmática sustancia, hecha de cambio, como la propia vida (Benjamin, 2010e, p. 565)


La imagen es eterna y transitoria como las nubes que se congelan en el instante que las vemos: parecen estar detenidas, pero en realidad se mueven todo el tiempo. Esto también puede constatarse en la fotografía, pues “entre foto y foto nos encontramos siempre nosotros”, pero en el instante en que la cámara capta nuestra imagen se produce una alteración: el “yo despierto, habitual, cotidiano” se mezcla con “nuestro yo profundo” que “descansa en otro sitio y sólo se mueve por el choque”. De esta manera, los “instantes de iluminación brusca” de la cámara fotográfica “son también instantes del ser-fuera-de-nosotros” (Benjamin, 1995, p. 72).

El yo profundo es portador de latencias o “impresiones muy fuertes e inesperadas” que permanecen en ese “lugar inhallable” que Benjamin denominó “la sombra de la vida transcurrida” (2010c, p. 194). Nuestro autor consideraba que hay “acontecimientos [que] nos afectan como eco de algo que se encuentra en la sombra de la vida transcurrida” (2010c, p. 194). Las latencias son imágenes supervivientes, distantes y desconocidas que emergen involuntariamente produciendo un shock en el sujeto. De manera involuntaria y drástica, lo “ya vivido” ingresa en nuestra vida en “un instante”: “Se trata de una palabra, de un murmullo, mejor aún, una palpitación cuya fuerza nos mete de improviso en la fría caverna del pasado” (Benjamin, 2010c, p. 194). El “saber-aún-no-consciente de lo que ha sido” –la relación que establecemos con las imágenes visuales o auditivas latentes del pasado– irrumpe en el “momento del despertar” (Benjamin, 2005, p. 394). El despertar es un modo de acción de la memoria: recordar involuntariamente se parece a la experiencia de abrir los ojos en el momento que despertamos, implica sacudirse del letargo para captar una imagen que creíamos perdida. Despertar es también sinónimo de estar alerta, un estado de ánimo que es condición sine qua non para no dejar que se nos escape lo que aún vive –o late– en la sombra de la vida transcurrida.

Benjamin caracterizó a la imagen de la memoria involuntaria de Marcel Proust como “una realidad preciosa y fragilísima” (2010b, p. 321). Esto se condice con la caracterización que hizo Georges Didi-Huberman de las imágenes recordadas como “frágiles supervivencias” que se diferencian de “la Eterna presencia de la Idea” (2015, p. 172). La monumental novela En busca del tiempo perdido abordó temas afines a los que estamos tratando en este ensayo, como el paso del tiempo, la imposibilidad de recuperar el pasado tal cual sucedió, la imagen como un vehículo de transmisión de latencias que provienen de la sombra de la vida transcurrida, y el recuerdo de lo “viejo”, lo “inmemorial” y lo “momificado” (Benjamin, 2010b, p. 320). La memoria involuntaria trae al presente “lo ya expirado, (…) que con su permanencia en lo inconsciente había penetrado a través de poros” (Benjamin, 2008c, p. 242). El recuerdo involuntario aparece en la epifanía de la imagen y se distingue de la memoria voluntaria, aquello que Proust llamaba “la memoria de la inteligencia” que proporciona datos del pasado que “no conservan nada real de él” (citado en Benjamin, 2005, p. 407). Benjamin aprendió del escritor francés que “la apropiación consciente va en contra del recuerdo verdadero” (Friedlander, 2012, p. 183), porque la memoria voluntaria es incapaz de mantener vivas las impresiones del pasado; es un recuerdo mecánico que no recupera “lo ya expirado” sino lo que está conscientemente “a la mano”. Por eso este tipo de memoria no tiene nada de sorprendente y no produce una relación nueva y vital con el pasado.

¿Cómo emprender la búsqueda de los tiempos perdidos? ¿Cómo evitamos que nada se escape al recuerdo? ¿Cómo llevar a cabo estas acciones cuando sabemos que nada es “suficientemente denso y duradero”? (Benjamin, 2010b, p. 318). La memoria no recupera el pasado tal cual fue: la “vivencia”, la experiencia pasada, está muerta y es irrecuperable en cuanto tal. Benjamin sostuvo que es un eufemismo llamarle “vivencia” a esta “experiencia ya difunta”, y lo que está realmente vivo es la rememoración que complementa dicha vivencia (2008b, p. 290). Complementar la vivencia no es lo mismo que reproducirla íntegramente, se trata más bien de un acto de construcción en el que se suman nuevas capas de sentido a lo acontecido. De este modo, mientras el “acontecimiento vivido” es finito, el “acontecimiento recordado”, en cambio, es “ilimitado” (Benjamin, 2010b, p. 318). Es por ello que quien “ha empezado a abrir el abanico de los recuerdos encuentra siempre nuevas piezas, nuevas varillas” (Benjamin, 1995, p. 23). Benjamin subraya que Proust no tenía interés en la vida sino en la vida recordada, lo más importante para él no era lo que se ha vivido, sino el proceso en que se teje el recuerdo de lo vivido. La memoria construye el pasado a través de imágenes, y la imagen no es una esencia invariante sino una apariencia frágil e interpretable. El pasado es móvil y se desplaza a través de las imágenes fugaces del recuerdo. La memoria involuntaria anima sensaciones que el sujeto había olvidado o que creía perdidas, como si perteneciesen a otra vida, por eso el despertar coincide con la “fractura de la vida” (Benjamin, 2005, p. 466). La memoria involuntaria no opera con lo que ya sabemos o poseemos en la conciencia, sino con aquello que se encuentra realmente fuera de nuestro alcance en una terra incognita.

El día fue para Proust sinónimo del olvido, pues la rutina cotidiana hace que dejemos de lado muchas cosas, desteje lo que el recuerdo nocturno se empeña en tejer. En la noche se pueden recuperar los restos del pasado en un inagotable trabajo de Penélope. “Cada día deshace con sus actos instrumentales, más aún, con su recuerdo instrumental, lo que es el tejido, los ornamentos mismos del olvido” (Benjamin, 2010b, p. 318). Por eso el escritor francés se encerró durante quince años en su departamento del Boulevard Haussmann de París, aislado de toda distracción, para escribir En busca del tiempo perdido: “al final, Proust convertirá sus días en noches, para poder dedicarse en su habitación oscura y con luz artificial plenamente a su obra, y que no se le escapara ninguno de sus intrincados arabescos” (Benjamin, 2010b, p. 318). Su habitación iluminada artificialmente, que podía verse desde la calle, es una alegoría de la luz del recuerdo que se proyecta sobre el fondo de oscuridad del olvido. Así como Proust prolongaba la noche durante el día para traer al presente “lo inmemorial”, de la misma manera la memoria involuntaria es un tejido sin bordes definidos que no deja de expandirse. En la escritura nocturna que deja de lado las rutinas cotidianas, Proust pudo “recuperar” el tiempo perdido, pero el día siempre deshace la trama del recuerdo nocturno. ¿Cómo lidiar con esta fugacidad? ¿Qué conservamos entonces? La respuesta es un recuerdo lleno de lagunas, pero constantemente complementado y renovado en los instantes en que lo perdido aflora involuntariamente, una trama histórica permanentemente deshecha y rehecha. No se trata de que “todo regrese” a través de la memoria, sino de asumir que siempre hay una selección, voluntaria o involuntaria, de los restos del pasado que recordamos. La tarea del conservador de la memoria es conocer a fondo nuestros orígenes y, luego, deshacer la trama de las herencias recibidas y confeccionar una nueva que recurra a “un principio de colección, de agregación, cuya coherencia es siempre problemática” (Déotte, 1998, pp. 26-27).

El punto de vista proustiano del “tiempo entrecruzado” –el momento en que el pasado y el presente se encuentran en la imagen vieja/actualizada, que se diferencia del tiempo lineal– dio pie a una nueva manera de entender la eternidad en la modernidad. Se trata de la “eternidad embriagadora” (Ewigkeit rauschhaft) de la imagen, que se distingue de la inmutabilidad de la idea platónica (Benjamin, 2010b, p. 326). La imagen rememorada se eterniza en el instante en que los tiempos se cruzan: “esa eternidad en que Proust nos inicia es el tiempo entrecruzado” (Benjamin, 2010b, p. 326). La imagen es eterna porque, al ser arrancada de su contexto originario, deja de pertenecer exclusivamente a ese momento y se entrelaza con una época distinta que actualiza lo que es capaz de mostrar. El sujeto recupera las imágenes perdidas de su vida en un estado semejante a la borrachera, donde el tiempo homogéneo y vacío se detiene. La embriaguez afloja la conciencia, la pone en segundo plano y facilita la asociación libre de las palabras y las imágenes. El hombre antiguo se relacionaba con el cosmos en un estado de embriaguez y conocía lo más cercano –el carácter de una persona– a través de lo más distante –los designios que las estrellas habían tramado para esa persona– (Benjamin, 2010a, p. 87); de la misma manera, el sujeto que recuerda involuntariamente se conecta con el pasado a través de las cosas que tiene a la mano, como la madalena que destraba en el personaje de Proust la sucesión de imágenes de Combray.

No sería necesario involucrarse en el arduo trabajo de Penélope de recordar la infancia feliz si no fuera porque en ello está en juego volver a saborear esa felicidad (Glück). Recuperar el tiempo perdido, salvarlo en la imagen evocada, es motivo de gozo: “en la idea de felicidad resuena inevitablemente la de redención” (Benjamin, 2008d, p. 305). Pero se trata de una felicidad triste, una felicidad que Benjamin caracteriza como “elegíaca”, pues es la dicha que supone restaurar “la felicidad primera, original” (2010b, p. 319). El recuerdo elegíaco va en busca de la felicidad perdida y es un procedimiento repetitivo, por eso Benjamin lo describe como “el eterno una-vez-más” (2010b, p. 319). Los tiempos pueden cruzarse más de una vez en la rememoración, como sucede en los días festivos que, año tras año, conmemoran un acontecimiento grandioso de la historia. La conmemoración se rige por la ley del eterno retorno: el evento que inauguró un nuevo tiempo vuelve en las fiestas fechadas en el calendario que detienen el tiempo homogéneo y vacío. “El día en que comienza un calendario funciona como acelerador del tiempo histórico. Y, en el fondo, es ese mismo día el que, en la forma de los días festivos, que son los días de rememoración, retorna de siempre” (Benjamin, 2008d, p. 315). Las imágenes recordadas son transitoriamente retenidas en la mente, pero la rememoración es un ritual iterativo que permite tramitar el duelo que ocasiona la pérdida. No hay memoria sin una obstinada y constante vuelta a las cosas que han quedado pendientes.


Fugacidad de la imagen dialéctica


La concepción alegórica y catastrófica de la historia del Trauerspiel influyó en la visión que Benjamin le adjudicó al Angelus Novus de las tesis Sobre el concepto de historia. Ahí donde los teólogos cristianos veían una sucesión de acontecimientos ordenados conforme al plan de salvación de Dios, los poetas barrocos alemanes percibían un mundo arbitrario en el que la indecisión del príncipe y las intrigas de los cortesanos llevaban el reino a la ruina. De manera similar, allí donde “nosotros” –el grueso de la gente que tiene un sentido común positivista de la historia– observamos “una cadena de datos” causalmente articulada, el ángel “ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina”, lo cual lo impulsa a “despertar a los muertos y recomponer lo destrozado” (Benjamin, 2008d, p. 310). Pero el ángel no puede cumplir su tarea porque el viento del progreso enreda sus alas y lo empuja hacia el futuro, impidiéndole relacionarse con el pasado.

Nótese que el ángel no observa una ruina, objeto de la admiración romántica, sino un montón de ruinas; son tantas que se acumulan unas sobre otras, sin posibilidad de discernirlas. Ruinas que se apilan sin cesar: esta es la imagen alegórica que adquiere la catástrofe continua de la historia. Su significado alegórico es que las opresiones del pasado se heredan de generación en generación conformando una masa indiferenciada de violencias, sin que se sepa dónde pasa el límite entre la violencia de ayer y la violencia actual. La función del historiador materialista es desenredar el ovillo de las violencias históricas pasándole a la historia el cepillo a contrapelo, además de registrar todos los acontecimientos –desde los más grandes hasta los más insignificantes– para no dar nada por perdido de lo acontecido. Benjamin instaló de este modo cuestiones incomodas para el sentido común positivista: hay que relacionarse con los muertos, es necesario citar a esos seres remotos y “hablar” con ellos; lo perdido en el curso de la historia no es irrecuperable y la memoria puede salvarlo; la realidad histórica no se reduce a lo fáctico y también pertenecen a ella los deseos no realizados de los ancestros oprimidos.

La imagen dialéctica de la historia capta el semblante que tiene realmente el pasado –un cúmulo de ruinas–, pero, a la vez, permite que se hagan presente los ancestros oprimidos. Su manifestación es fugaz y Benjamin la compara con un relámpago: “La imagen dialéctica es relámpago. Como una imagen que relampaguea en el ahora de la cognoscibilidad, así hay que captar firmemente lo que ha sido” (2005, p. 475). El carácter transitorio de la imagen dialéctica guarda relación con las huellas de la “tradición de los oprimidos”, las cuales rara vez están reunidas, archivadas y disponibles para ser consultadas, por lo que su aparición es episódica y disgregada. Aunque estos rastros no siempre están a la mano no todo está perdido, pues las viejas experiencias emancipatorias tienen su “depósito en el inconsciente colectivo” y, cuando esas huellas se retoman en el presente, “producen, al entremezclarse con lo nuevo, la utopía” (Benjamin, 2005, p. 39). Los anhelos que movilizaron los proyectos de liberación de los antepasados pueden ser recuperados en la imagen dialéctica, que es un material concreto de la historia que aparece en un instante que permite su conocimiento (el “ahora de la cognoscibilidad”). La imagen dialéctica es un índice histórico que, por un lado, da pistas del pasado de los oprimidos y, por el otro, interrumpe el tiempo homogéneo y vacío abriendo la oportunidad de ofrecer una lectura crítica de la historia, distinta a la que efectuaron los vencedores. “La imagen leída, o sea, la imagen en el ahora de la cognoscibilidad, lleva en el más alto grado la marca del momento crítico y peligroso que subyace a toda lectura” (Benjamin, 2005, p. 465). Para Benjamin, las imágenes se “leen” porque con ellas se puede escribir otra historia.

Mientras el historiador historicista construye una “imagen ‘eterna” del pasado”, el historiador materialista, por el contrario, tiene “una experiencia única con él” (Benjamin, 2008d, p. 316). Esta “experiencia única” alude al hecho de que el historiador materialista no concibe al pasado como algo fijo, sino como un tiempo que puede ser leído “a contrapelo” para revelar otra faceta. Esto fue lo que hizo Benjamin con la literatura de Charles Baudelaire: en vez de inscribir a este autor en la historia cultural de la burguesía, lo interpretó como un autor que criticó la dialéctica de catástrofe de la modernidad. “Benjamin se interesa en la salvaguarda de las formas subversivas y antiburguesas de la cultura, y procura evitar que sean embalsamadas, neutralizadas, academizadas e incensadas (Baudelaire) por el establishment cultural” (Löwy, 2012, p. 93). El historiador materialista se apropia de la imagen dialéctica y sitúa los reclamos de justicia del pasado en el horizonte actual de las clases oprimidas que luchan. Este trabajo se distingue del que hace el historiador historicista, que considera que el pasado debe ser reconstruido –según el requerimiento de Leopold von Ranke– “tal y como propiamente ha sido” (Benjamin, 2008d, p. 307). Las tareas que asume el historiador materialista para contribuir a que los deseos inconclusos del pasado se cumplan en el presente son tres: primero, registrar los hechos trascendentes, pero también los menores para que nada se le escape en la historia; segundo, atender al “más discreto de todos los cambios” que pueda mejorar la lucha contra el fascismo en todas sus manifestaciones; y, por último, cuestionar cada victoria de la clase dominante (Benjamin, 2008d, p. 307).

Hay un vínculo mesiánico secreto entre el pasado y el presente y, gracias a que existe esta sutil conexión, el pasado puede actualizarse a través del recurso histórico de la cita (Benjamin, 2008d, p. 306). El historiador materialista cita a los muertos no para homenajearlos como hace la tradición dominante, sino para arrancarlos del continuum de la historia, como sucedió cuando los héroes de la Revolución francesa citaron las virtudes públicas de la antigua Roma para traerlas a la vida política en el derrumbe del Ancien Regime. Algo arruinado en la historia puede ser resucitado en la cita salvadora, pero no olvidemos que su aparición como imagen dialéctica es efímera. Dado el pasado irrumpe como un relámpago no hay presentificación de lo acontecido como tal, es decir, aparece e inmediatamente se esfuma. Los sueños aplastados de las clases oprimidas no se conservan en el tiempo continuo y sólo se dan cita en el breve “ahora de la cognoscibilidad”. Eli Friedlander comenta que la imagen dialéctica no es “duradera en el tiempo (es decir, transmitida por la tradición)” (2012, p. 200). Como ésta acontece rápidamente puede pasar inadvertida, y un contexto en el que priman la represión o el conformismo no ayuda a que las clases populares la reconozcan y se identifiquen con ella. De tal manera que la imagen del pasado “amenaza disiparse con todo presente que no se reconozca aludido en ella” (Benjamin, 2008d, p. 307). Vemos así que la imagen dialéctica es un relámpago no sólo por su fenomenología –por la manera en que experimentamos su aparición–, sino también porque se derrumba si las clases oprimidas no se sienten interpeladas por ella. Es, por consiguiente, una ruina instantánea. La imagen dialéctica no necesita durar eternamente para ser conocida (como la idea platónica), pero el historiador materialista tiene que estar muy atento para captarla. Por eso Benjamin afirmó que el instante en que la imagen relampaguea es peligroso (2008d, p. 307). Ella siempre corre el riesgo de no ser vista, pero también es peligroso identificarse con la imagen dialéctica porque la clase dominante tratará de evitar que esto ocurra, recurriendo incluso a la violencia.

La dominación de las clases opresoras está hecha para perdurar, por eso Hitler planteó que el III Reich duraría mil años. La politización mesiánica de la fugacidad que hizo Benjamin fue la cara opuesta de la estetización de la eternidad que llevó a cabo el nazismo. La breve aparición de la imagen en el tiempo-ahora es consustancial a su carácter mesiánico, pues luego de la chispa que destruye el continuum de la historia viene el juicio final. “La chispa –el destello de la verdad– que salta de ese choque [entre el pasado y el presente] es la chispa del juicio final, la chispa que pone fin al juicio inevitablemente mediatizado de la historia” (Collingwood-Selby, 2012, p. 141). Sólo en un instante la humanidad puede salvarse y realizar su felicidad. Y sólo es verdaderamente histórica la imagen dialéctica que relampaguea una vez y luego se esfuma para no ser vista nunca más, pues los documentos de cultura que permanecen en el tiempo continuo de los dominadores, que son en realidad documentos de barbarie, pertenecen a la pseudohistoria de la dominación. Esto implica que “la única continuidad es la de la dominación (…) Los únicos momentos de libertad son interrupciones, discontinuidades, cuando los oprimidos se sublevan e intentan autoemanciparse” (Löwy 2012, p. 137). El nuevo tiempo que acaba con la prehistoria del sojuzgamiento comienza cuando la imagen dialéctica hace saltar el continuum de la historia y, en ese momento crítico, el ser humano se libera del tiempo continuo y del eterno retorno de las catástrofes.

El pasado no realizado insiste en presentarse en la actualidad y Benjamin compara esta obstinación con el movimiento de los girasoles, que siguen al sol impulsados por una fuerza heliotrópica: “lo sido se afana por volverse hacia el sol que se alza en el cielo de la historia” (2008d, p. 307). Como ya vimos, el reclamo de justicia por las cuentas pendientes del pasado tiene una presencia episódica en la historia. Las imágenes que Benjamin utiliza para caracterizar estas huellas tenues y dispersas son el “soplo del aire que envolvió a los predecesores” y el “eco de las [voces] ahora enmudecidas” (2008d, p. 306). Esto implica que hay huellas de la tradición de los oprimidos que persisten, a pesar de que no sean fácilmente detectadas. Sin embargo, es una presencia borrosa, que se parece más a una ausencia. La mayor parte del tiempo las huellas de esta tradición permanecen ocultas o desleídas, o bien se manifiestan como un eco lejano que apenas puede ser oído.

Las huellas de los oprimidos llegan al presente gracias al poder actualizador de la cita, que reúne en el tiempo-ahora los anhelos de las generaciones pasadas y los de la generación actual. Lo perdido no puede darse por perdido y la felicidad del pasado se mantiene “[en] hombres con los que hubiéramos podido conversar, [en] mujeres que hubieran podido entregársenos” (Benjamin, 2008d, p. 305). No obstante, el historiador materialista reconoce que la memoria de las luchas sociales puede desaparecer de la noche a la mañana. Benjamin sostuvo que las tendencias reformistas de la socialdemocracia alemana lograron “borrar el nombre de un hombre como Blanqui, cuyo broncíneo timbre hizo temblar al siglo precedente” (2008d, p. 313). Las huellas de la tradición de los oprimidos están siempre en peligro, pueden perderse con facilidad y no están continuamente disponibles como fuentes de consulta.


Conclusión


Podemos concluir afirmando que, si algo merece ser pensado profundamente, es la caducidad de nuestra existencia mundana. ¿Quién sino la persona melancólica que rumia intensamente en sus pensamientos podría llevar a cabo esta tarea? Esta es la enseñanza que dejaron los poetas barrocos alemanes y que Benjamin abordó minuciosamente en su investigación sobre el Trauerspiel alemán. La caducidad es materia del pensamiento profundo porque pensar la transitoriedad de la vida requiere hacerse preguntas hondas que ponen en cuestión el pasado del cual provenimos y las herencias que nos constituyen. Nada de eso es seguro y permanente.

El sentido alegórico de la historia apunta al hecho de que los signos del pasado son recónditos y misteriosos, su significado envejece y se altera, y escudriñarlo requiere un hondo esfuerzo interpretativo. En Benjamin, el problema de la caducidad transitó desde su temprana preocupación por estudiar la concepción barroca de la historia, reflejada en la naturaleza marchita, hacia sus reflexiones críticas sobre la historia como catástrofe continua. Según esto, el presente acumula ruinas sobre ruinas que provienen del pasado y, además, el mundo puede ser destruido a través de una violencia catastrófica. La otra conclusión que podemos sacar de este trabajo es que la melancolía puede fortalecer la actitud crítica del sujeto moderno que se enfrenta al pasado para citar a los muertos oprimidos. Este sujeto no da nada por perdido de lo acontecido. No obstante, está advertido de que las imágenes del recuerdo son fugaces y que para captarlas se requiere un intenso trabajo de auscultación en los meandros de la historia.


Referencias


Benjamin, W. (1990). El origen del drama barroco alemán, versión manuscrita.

Benjamin, W. (1995). Crónica de Berlín. En Personajes alemanes. Paidós.

Benjamin, W. (2005). Libro de los Pasajes. Akal.

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[1] No me refiero únicamente a las cosas materiales sino a los asuntos del mundo común en general, “las cosas del mundo” en el sentido más amplio de la palabra.

[2] Ejemplo de ello son las miradas melancólicas de los perros de las pinturas de Velázquez, como El Príncipe Baltasar Carlos cazador (1635), Las meninas (1656) y El príncipe Felipe Próspero (1659).