Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 8 N° 1 (2023) / Sección Dossier / pp. 1-10 /
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 04/05/2023 Aceptado: 02/08/2023
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.105
The
return to the rule and/of the state of exception
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina
mcyarza@gmail.com
Resumen. El
llamado a un retorno a la normalidad se hizo escuchar durante la crisis del
Covid-19, y con ello volvía a traer la sospecha -repitiendo el dictum
benjaminiano- de que la norma es (y era) el estado de excepción. Como si esa
interrupción hubiese mínimamente aflojado las fuerzas que nos sujetaban en la
niebla de la globalización neoliberal, dejando entrever sus contornos
mentirosos, su mala hechura o su hechura cortoplacista, también en ese
movimiento afloró el carácter político del tiempo y su capacidad para la
interrupción mesiánica de esa catástrofe que seguimos llamando progreso. Una
sensibilidad de freno de emergencia, una actitud lúdica con los dispositivos
(darles una vuelta de tuerca, jugar a su distorsión): una lectura de Benjamin
con Tiqqun, o con Deleuze o con Agamben, pone en juego su capacidad de
errancia, de fuga, su tino (imprevisible aunque no desencantado) para la
articulación política.
Palabras clave. Walter Benjamin, Biopolítica, dispositivo, excepción, normalidad.
Abstract. The call for a return to normality was heard during the Covid-19
crisis, and with this came back the suspicion -repeating the Benjaminian dictum-
that the norm is (and was) the state of exception. As if this interruption had
slightly loosened the forces that held us in the fog of the neoliberal
globalization, revealing its lying contours, its bad workmanship or its
short-term workmanship, also in that movement the political character of time
and its capacity for the messianic interruption of that catastrophe that we
continue to call progress emerged. An emergency brake sensitivity, a playful
attitude with the apparatuses (give them a twist, play with their distortion):
a reading of Benjamin with Tiqqun, or with Deleuze or with Agamben, brings into
play his capacity for wandering, for run away, his skill (unpredictable
although not disappointing) for political articulation.
Keywords. Benjamin, biopolitics, apparatus, exception, normality.
“El imperio no es
una conspiración planetaria de gobiernos, de redes financieras, de tecnócratas
y de multinacionales.
El imperio está allí donde no pasa nada. En
cualquier sitio donde esto funciona. Ahí donde reina la situación normal”.
(Tiqqun, 2009)
La crisis del Covid nos volvió a enfrentar con la dialéctica maldita
entre la excepción y la norma, como un memorándum estridente del pensamiento de
Walter Benjamin. Pero hay una distancia entre la escritura de Benjamin y las
diversas aventuras exegéticas que se ejercen sobre ella; estas últimas no
siempre se acercan al talante de quien escribe por urgencia, porque no puede
escapar de la escritura y del pensamiento. Distancia entre el logocéntrico
querer-decir de la hermenéutica filosófica como tradición de discurso, y una
actividad en la que se ingresa (o a la cual se arroja) como agenciarse y como
contradispositivo, casi construyendo la propia tradición, como devenir hereje
al interior de una lengua, como intrusión extranjera dentro de la lengua mayor,
es decir, imperial.
Ese es el Benjamin que nos convoca a pensar la post-pandemia. Como una
experiencia que avanza con dificultad por los vocabularios, pero descubriendo a
cada paso que hay un corpus, allí, abierto a la lectura, como un texto
en formación que se resiste a su clausura en un sistema, y sobre todo,
convocando las generaciones que se reconozcan en su estela y acepten su
contaminación. (Porque además existen lecturas que exceden por todos lados su
canonización; lecturas anarquistas a lo Tiqqun, lecturas latinoamericanas,
lecturas teológicas y antiteológicas, lecturas heréticas en un arco que va y
vuelve entre escepticismo y mística, que por tanto tiempo la filosofía expulsó
de sí – las colocó en la literatura, en el ensayo, en su afuera).
En lo que sigue me arrojo a pronunciar fragmentariamente efectos de
sentido que se desprenden de la lectura de Benjamin tratando de enhebrarlas con
otras voces que hacen a una filosofía de lo contemporáneo. Un pronunciar
fragmentario que sin embargo sea capaz de sostener una reivindicación de los
fueros de la cosa misma, es decir, de la invocación benjaminiana a una
representación del tiempo que le corresponda al estado de excepción en que
vivimos, y de su diseminación conceptual, de su capacidad para entrar en
sintonía con otras formas de expresar el pensamiento del presente, aprovechando
el viento de libertad del paradójico método benjaminiano, de su impulso a la
vez sobrio y lúdico.
Ha vuelto el tiempo aritmético, matemático.
Luego de la interrupción de la pandemia, que propiamente abrió una suspensión
en el continuo temporal, que puso en evidencia que la detención del tiempo es
acontecimiento y no se corresponde con nada humano -en el sentido en que no es
producto de la planificación o el diseño de un sujeto en el tiempo-,
corroboramos la vigencia de la crítica del tiempo vacío y homogéneo, ese que,
según Walter Benjamin, era servil a los vencedores de la historia (2007, p. 34
y ss.).
Una temporalidad, sin embargo, sutilmente
contaminada; mientras para Benjamin era importante alertar sobre la fe en el
progreso como señuelo insidioso, y sobre el montaje de ésta en una
representación lineal y teleológica del tiempo, hoy se registra un refuerzo, un
plus de descodificación, un grado diferente del peligro. La aceleración con que
crecen las múltiples formas de exclusión y empobrecimiento, de esclavitud y
servidumbre, el grado en que aumentan las tendencias defensivas,
individualistas, fascistas, depredatorias que se multiplican en loop,
evoca igualmente la pervivencia de ese texto compuesto de breves -y por
momentos, crípticos- fragmentos que es el testamento que entregó Walter
Benjamin antes de morir, en 1940, sus Tesis de filosofía de la historia, cuyo
cuidado para con cada giro y cada imagen buscaba ser un conjuro para
desautomatizar la apatía frente a lo que se muestra como normal. De allí la
importancia del concepto de historia: un talante recostado sobre esa idea de
normalidad nos juega en contra porque el “estado de excepción” es la regla,
reza la tesis VIII (Benjamin, 2007, p. 28). Con él podríamos afirmar: nada en
la crisis del Covid o en la salida de la misma ha mejorado nuestra posición;
antes bien, la propia situación de excepción ha acelerado su expansión y penetración[1].
Escondido bajo una construcción invisible
-por su abstracción-, el tiempo que ha regresado, una vez “superada” la
pandemia, es un tiempo más intemporal que nunca antes, reforzado en su
aditividad, en su progresividad, en su ser sostén del cálculo de beneficios, en
su carrera por la rentabilidad, y sobre todo en su capacidad de velar -como si
hubiésemos sido poseídos por un sueño- la sospecha que por un momento nos
cobijó, aquella de una transformación, de un devenir común y diverso y no apropiable
individualmente, no individuante.
Efectivamente, el acontecimiento fue la
interrupción de los ritmos del tiempo, del trabajo, del consumo, y con ello
puso en suspenso la perentoriedad de la gestión neoliberal de la vida. Como si
se hubiese aligerado un cepo, una sutil indisciplina se enseñoreó de ciertos
gestos reflejos, afines al dispendio y la licencia para la voracidad, que
acompañan el modelo civilizatorio en que vivimos. Durante un breve lapso casi
pudimos ponderar aquello que hubiese sido importante conservar para
autogestionarnos, como las capacidades estéticas y de vínculos, las redes de
contención, las funciones materiales. Como una profanación. Según Giorgio
Agamben (2014), en su peculiar genealogía sobre los dispositivos y la
biopolítica, profanar es una restitución de lo sagrado al uso profano, común,
no separado. De ahí el desvelo por la “vuelta a la normalidad”, ante la
eventualidad de que se rasgue el velo de lo posible. Poner en marcha cierto
deseo del panóptico (o la angustia que provoca su falta): si ya Spinoza se preguntaba cómo es posible
que los hombres persigan su servidumbre como si fuese su salvación (problema
fundamental de la filosofía política, como rezan Deleuze y Guattari en El
Anti Edipo) (1985, p. 36), y Wilhelm Reich hacia 1933 anotaba, como una
eventualidad que retorna, “las masas desearon el fascismo”, no está de más
preguntarnos por una territorialización del deseo hacia un tipo de normalidad
que se ha hecho corresponder -diría Benjamin-
no con la tradición de los oprimidos sino con la de los opresores.
Quizás la actual aceleración del tiempo, tan
intensa, tan cargada y atravesada de confusiones que se complican
exponencialmente, no sea sino parte del mismo fenómeno de retorno a la
normalidad, pero a una más envenenada, porque se subtiende como un “no se pudo”
y un “no ha lugar”, y como una represión de lo que vivimos entretanto, como una
monstruosa impotencia que se extiende como una mancha, impotencia en la macro y
en la micropolítica.
Tampoco parece aceptar este reto una lectura
ontológica de la política (o impolítica) que insiste en el carácter
indistinguible entre norma y anomia, entre regla y excepción, haciendo un uso
sospechoso y excesivo de la indecidibilidad (Löwy, 2003, p. 100). Ni el derecho
ni la teología del Estado cubren los elementos de análisis para contornear el
modelo totalitario que se yergue en nuestras sociedades. Precisamente, si algo
“hay” es refuerzo; una radicalización del fundamentalismo (religioso) con que
se invisten los discursos centrados la regla de la normalidad -un
encarnizamiento de su teología política, como dirá Silvana Rabinovich (2015).
Habría que entender (y seguir sin reparos aquí a Guattari) cómo ciertos
eslabones semióticos conectan con esos bloques verticales jerarquizados para contraer
todo contenido salvífico de la política, para que las líneas de fuga que
necesariamente chorrean en la lengua, en las luchas, en el arte, coagulen en un
uso de la utopía totalmente plegada sobre el mito del progreso (Guattari, 2013,
p. 274). Intuyendo ese automatismo, en el espacio poético del rock argentino se
coreaba antes del estallido del 2001: “Veo un museo de grandes novedades, y el
tiempo no para”[2].
Interrumpir esa catástrofe es una posibilidad
y legítima deuda, según Benjamin. Como afirmaba en las Tesis, se trata
tanto de una cita secreta entre generaciones, como de una débil invocación y
como oportunidad que pasa velozmente (2007, p. 23, 25). La post-pandemia repone
plenamente el problema de la redención que proponía esa invocación, cuando desearíamos
resistir la fatal ontologización del presente (Oyarzún, 2009, p. 25 s), esa a
la que aspira toda normalización que se enseñorea de la historia, anulándola,
invisibilizándola, sobreescribiéndola.
Nos asalta la visión de algo pendiente, un
pasado trunco que se propaga en el presente y con ello impide su clausura bajo
cualquier fórmula tranquilizadora. Por ello era preciso habilitar otro concepto
del tiempo: quizás uno hecho de canales o saltos, una temporalidad humana y
no-humana, donde inscribir esta dialéctica adulterada entre la norma y la
excepción. Benjamin lo articuló como redención del pasado merced a una
intervención, no de un dios trascendente aunque de estatuto similar: una débil
fuerza “mesiánica” que abre el desmontaje del tiempo, siempre que se reconozca
en esa necesidad de redimirlo. La redención es una categoría del presente y de
la crítica. Como veremos, no se trata de una operación teológica sino política
-un uso herético de la teología política occidental doblemente cuestionada, decía
Naishtat (2008)-, aunque venga presentada por ese artefacto filosófico insólito
que preside las Tesis de filosofía de la historia: la figura del enano
teológico oculto bajo el tablero de ajedrez donde juega el materialismo
histórico. Había que oponer a la visión lineal-cuantitativa de la temporización
de los relojes una posibilidad redentora, una ruptura mesiánico-revolucionaria
capaz de producir una detención y un viraje. The time is out of joint,
subrayaba Derrida en el texto de Hamlet para sostener la posibilidad
mesiánica y el asedio del fantasma (del comunismo) (Derrida, 1995). Porque el
tiempo no es solo profano: esta dicotomía, ya trabada por Benjamin en el Fragmento teológico-político, aparece en
las Tesis de filosofía de la historia
con un perfil más ajustado: si hay una historia humana es porque hay una
posibilidad de interrumpir el continuum, un “ahora” que es “la puerta
por donde puede entrar el Mesías”, que es cualquier momento (Benjamin, 2007, p.
41).
Percibir el pasado irremisible y pendiente en
el presente, contar con una fuerza interruptora (aunque débil) por la
rememoración de lo vencido y lo trunco, permite cristalizar el “tiempo ahora”
contra la tiranía del tiempo vacío de la teleología del progreso, versión
también teológica (aunque secularizada) del tiempo de los vencedores. Nuestro
retorno a la normalidad porta todos los estandartes de esa falsa representación
que, además, inhibe su complicidad con las fuerzas que cancelan un concepto
crítico del presente.
No dejo de pensar, y lo propongo a ese
título, que el acercamiento de Benjamin al marxismo tenía como santo y seña
marcar el peligro de la integración de la clase oprimida -que combate- por la
vía de su desencantamiento y ulterior plegamiento al “optimismo diletante”, sin
conciencia, de la fe en el progreso (Benjamin, 2002, p. 21). Marcar ese
callejón sin salida por su carácter anti-político, y hacerlo aún permaneciendo
en la estela de la crítica -pero sin realizarse en un discurso ilusoriamente
depurado de presencias, sino lejos de toda pretensión de autonomía del
pensamiento y de la lengua. Acaso no haya mayor dificultad que sacar al
problema de la verdad de su horizonte contemplativo, como un correctivo capaz
de penetrar el terreno del estilo -ya lo advertía Derrida (1981, p. 69) a
propósito de los estilos de Nietzsche- y con ello alcanzar la “verdadera
actualidad” (Dimópulos, 2017, p. 10). Dificultad de la que Benjamin era
consciente, al punto de que temiese una “entusiasta incomprensión”[3] de su
obra, y que según Oyarzún radica en la de proponerse tareas cuya calidad de
irrealizables puede ser establecida a priori (2009, p. 8). Precisamente,
para dar con un
concepto de crítica que no se escinda de la redención como categoría, la más
alta, del conocer, porque es la que mantiene indisociables la verdad y la
justicia.
En efecto, la figura del enano jorobado,
escondida bajo el muñeco llamado “materialismo histórico”, da cuenta de una
operación de sentido inverso a toda “depuración”: si la Ilustración moderna
vedó la lectura teológico-política (y su desencriptación poético-política en
otras prácticas de conocimiento), el gesto benjaminiano reintroduce la clave
teológica como denunciando la operación de conquista y “sacralización” del
mundo terrenal (depurado de relaciones), aunque -claramente- en una posición
escondida, subversiva. Permite con ello -por así decirlo- el destello de las
potencias políticas redentoras, capaces de profanar / provocar una salida
insólita. “Todo parece indicar que la teología porta una promesa que no puede
ver; pero sobre todo, que no debe mostrar: sólo puede activarla estando
escondida” (Rabinovich, 2014, p. 206).
Benjamin hace todo eso en el más incómodo de
los terrenos, por su extrema despolitización: en la representación del tiempo,
costura invisible que corrompe el nervio revolucionario, que celebra a la
barbarie reforzada en su pretendida objetividad.
Pero hay más: el optimismo del progreso
desemboca en la catástrofe, tal como rezaba con sorprendente exactitud el
profético vaticinio -aunque fuese sólo una ironía, da igual- escrito por
Benjamin en 1928 al calor de su coincidencia con la incitación al pesimismo “en
toda la línea” por parte de los surrealistas franceses: “Desconfianza en la
suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza
en la suerte de la humanidad europea (…) Y sólo una confianza ilimitada en la
I. G. Farben y en el perfeccionamiento pacífico de las fuerzas aéreas” [4] (Benjamin,
2002, p. 21-22). Su invocación a organizar el pesimismo no en sentido fatalista
sino más bien activo, práctico y político, es consistente con la imagen del
acto revolucionario no ya como “locomotora de la historia universal” sino lo
opuesto, como su freno de emergencia (Benjamin, 2009, p. 58s). De lo contrario,
como aparece en la célebre Tesis IX, ni el Ángel de la Historia
puede detener la tempestad y la acumulación de ruinas y muertos, arrastrados
por ese huracán que llamamos progreso (2007, p. 29).
En algunos círculos políticos situacionistas,
post-situacionistas, okupa, autonomistas, anarcos, como los denominados “Nueve
de Tarnac”, la detención de la locomotora del progreso se concibe menos
metafórica. Así lo atestigua una causa por el sabotaje de líneas eléctricas de
los ferrocarriles en Francia en el año 2008 y 2009, y cuyos autores han sido
relacionados con la literatura filosófico-política que circuló, hasta hace muy
poco, como Partido Imaginario, Comité Invisible[5] o Tiqqun[6].
Bajo el mote de una pugna entre ralentización
y aceleración se traen al presente las antinomias del tiempo, entre la
necesidad de las nuevas generaciones de detener la carrera desenfrenada ecocida
y sociocida, y la también vociferante urgencia por acelerar el derrumbe de las
prerrogativas del 1% (Citton, 2019). Porque como dice el Comité Invisible,
“observamos el futuro como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin
observaba el pasado”, esto es, como una catástrofe única y como una sucesión de
ruinas arrojadas a sus pies. Una lenta progresión hacia el futuro, en la que
cada década por venir es un paso más hacia el caos: “Los metales pesados
continuarán, día tras día, acumulándose en la cadena alimenticia, al igual que
se acumulan los nucleidos radioactivos y tantas otras fuentes de contaminación
invisibles aunque fatales (…) Cada época sueña la siguiente, con el riesgo de
que el sueño de una se convierta en la pesadilla cotidiana de la otra”.
Subrayar el contenido político del tiempo comporta señalar su hechura y su para
qué. Y su interrupción, como veíamos, no es siquiera humana sino mesiánica;
cada movimiento, cada revuelta, cada levantamiento, como tentativa de bloqueo
vertical, de detención y de bifurcación “hacia una dirección menos fatal”
(Tiqqun, 2014).
La imagen benjaminiana del freno de
emergencia a la locomotora del progreso, presente en variantes -fragmentos y
notas- de las Tesis (2009, p. 59), se pretende un correctivo del
concepto de historia universal, tanto como de la igualmente errónea idea de
situación revolucionaria que portaban los ideólogos socialistas (Benjamin,
2007, p. 50), porque ésta no es el resultado de un desarrollo ni el producto de
la acumulación de fuerzas políticas. Y en su libro de aforismos de 1928 Calle
de sentido único, Benjamin hacía sonar su propia “alarma de incendios”: la
lucha de clases deja de tener sentido si no se corta la mecha encendida de la
dinamita (alude a la inflación, a la guerra química, al desarrollo técnico en
manos de la clase burguesa) antes de que estalle; de lo contrario “todo estará
perdido” (2015: 57). Casi no hace falta subrayar que estamos (casi) allí; y por
ello apremia contrarrestar la despolitización del tiempo, contra cualquier uso
ingenuo que contrabandea conformismo, “acedia del corazón” y empatía con los
vencedores (Tesis VII). No es discurso; quizás tampoco se explica por la
ideología para Benjamin. En efecto, este horizonte que hoy vemos cumplirse
(y que está siendo aprehendido con nociones tales como biopolítica,
pospolítica, necropolítica, incluso tánatopolítica), este horizonte preocupante
e intimidante ya lo veía proyectarse Benjamin en distintas experiencias de la
vida moderna.
Hacía falta un cambio de terreno; pero la
apelación benjaminiana a figuras teológicas (desde la introducción del enano
jorobado que es la teología, pequeña y fea, hasta el concepto de redención y el
tiempo-ahora en sus Tesis) no es teológica sino política. Su
preocupación por la política es sistemática, no se evade de ella, no cuelga en
un afuera religioso o místico o estetizante[7]. (Entre
paréntesis: no está demás reconocer –y reconocernos- el mérito de que sea en
nuestro continente donde ese peligro de
la recepción está opacado por la recepción crítica y activa. La lectura
latinoamericana, sudamericana y caribeña de Benjamin es todo un síntoma, todo
un kairós del propio devenir de su
obra, mal que les pese a los herederos de la Escuela de Frankfurt, tan
seculares).
Preocupación benjaminiana por la política,
entonces. Lo que la preside es su percepción de que algo va muy mal en la
tradición del socialismo y la democracia, algo que les juega en contra, que les
resta radicalidad a la hora de enfrentarse exitosamente con la clase dominante.
Hoy no nos cuesta entender esto (el hecho de que un partido socialista acabe
jugando para la derecha), pero hacia 1920 no era ninguna evidencia; eran las
primeras experiencias constructivas, de incorporación de vastos sectores de la
clase trabajadora al juego político institucionalizado, pero era una
experiencia llena de contradicciones.
Como
decíamos, Benjamin no sólo recelaba de una especie de desviación sistemática del punto de
vista de los oprimidos, sino que además advertía que son varios los niveles en
los que dicha desviación se puede expresar. No es necesario resaltar la
importancia que tenía este asunto; ni más ni menos, es lo que nos hace quedar
presos de una política de la derrota. La gramática de esa construcción parece
ser interna a algo presente en nuestro pensamiento y nuestro discurso, al
parecer no es algo fácil de simplemente “disolver” porque en su construcción
estamos concernidos a un nivel muy profundo. De ahí el intento, en varios de
sus escritos, por tratar de aquilatar su intuición en esas expresiones
culturales que ponen de relieve la trama si son adecuadamente miradas; su
descripción de lo normal como exótico (por ejemplo en la descripción de lo
urbano), su concepción de la experiencia como en niveles (superfluas y
profundas) quizás se relacione con esta necesidad de profundizar las
resonancias políticas o de lucha de clases. Nada muy alejado de lo que Marx
llama ideología, sólo que Benjamin elude referirse a un nivel ideológico:
quizás descubre que el tratamiento de lo ideológico queda aún en una posición
ingenua frente a la gramática profunda en la que opera la derrota. “En todas
partes la misma idea tonta de la felicidad. Los mismos juegos tetanizados de
poder. La misma desarmante superficialidad. El mismo analfabetismo emocional.
El mismo desierto. Nosotros decimos que esta época es un desierto, y que este
desierto se profundiza sin cesar” (Tiqqun, 2009, p. 33).
Benjamin no se detiene ante el dintel del
concepto de secularización: la idea de un mundo secular, un mundo despojado de
claves teológicas o cosmovisionales de inteligibilidad, le resultaba quizás
demasiado cándida. Su mirada lo atravesaba con facilidad, le revelaba el
grabado –como caracteres escritos en tinta limón ante el calor de una vela–
indicando la trama en la cual funcionan. Un funcionamiento – una vez más, no
estrictamente ideológico porque no es contenido de la conciencia, un refutable
o falsable, sino un engranaje en el cual estamos incluidos, del que somos parte
y del que no logramos des-incluirnos.
En las profusas distopías contemporáneas, que
podríamos ejemplificar con la serie de streaming titulada Black
Mirror, la narrativa presenta un futuro sobrepoblado de prótesis
existenciales, plenos de dispositivos. Benjamin lo anticipó hasta la obsesión.
Como lugar de manifestación de una verdad indivisible, inseparable de la
exposición misma (Collingwood-Selby, 1997), Benjamin describe, documenta,
parafrasea y colecciona fuentes de naturaleza heterogénea, como medio y archivo
de semejanzas inmateriales que ingresan en la escritura y en la lengua a la
manera de una praxis oculta a la que emigraron las fuerzas de producción y
recepción mimética. Podríamos usar el título de Agamben (2005), y trazar un mapa
benjaminiano cual velado elogio de las profanaciones. Como si intentara
reponer el mundo a las cosas, ese que ha sido enmarañado y sustraído a la
experiencia, Benjamin desconfía del “espíritu lingüístico”; en 1916, en Sobre
el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres, escribe lapidario:
“Los signos deben confundirse donde las cosas se complican. Al sometimiento de
la lengua a la charla sigue el sometimiento de las cosas a la locura casi como
una consecuencia inevitable” (Benjamin, 1971, p. 162). Efectivamente, su hilo
se pierde en la inmensa acumulación de dispositivos (Agamben, 2014), en su
diseminación planetaria y gestionante (Tiqqun, 2015, p. 24). Toda una materialidad
de relaciones se complica en esa diseminación, que recibimos envenenada si nos
confiamos en la metafísica de la lengua, o del sujeto y predicado. Al
contrario, se impone un ejercicio de traducción sutil y pernicioso, siempre
local, situado en una experiencia, como descubriendo afinidades en un continuum
de transformaciones (Benjamin, 1971, p. 158).
Dice Agamben, y lo encuentro muy acertado:
que en Benjamin la máquina antropológica-antropocéntrica pareciera haber dejado
de funcionar (2016: 149). Como si tuviese un Aleph borgiano que en resonancia
spinoziana le hiciese espetarnos “Por lo demás, la comunicación de las cosas es
sin duda de un género tal de afinidad que abraza al mundo entero como una
totalidad indivisa” (1971, p. 164). Traducir y volver sobre el mundo a la
manera de una iluminación profana. Una declaración, como si se moviese por el
borde oculto del lenguaje y de la filosofía, ese que no tiene que ver con la
posesión ni la adquisición de conocimientos sino con un tipo de exposición, un
dejar colar aquello que no es en absoluto reflejo de un querer-decir (Derrida,
1989). Por ejemplo, la atención tan particular de Benjamin a la infancia nos
alerta sobre su interés en un modelo de construcción y comunicación diferente,
casi cabalístico: “las frases que un niño construye a partir de las palabras se
parecen más a los textos sagrados que al lenguaje cotidiano de los adultos” (Benjamin
2011, p. 158), “porque para ellos [los niños] las palabras son
todavía como cuevas entre las cuales conocen las vías de comunicación más
extrañas”
(157).
Es como si el mundo adultocéntrico -y un modelo de filosofía que le es
consecuente (Rabinovich 2020)-, secaran esta potencia lúdica y poética sólo
para favorecer una industriosidad que rechaza toda expresión “improductiva”.
¿Hará falta subrayar que lo que nos llama la atención de Benjamin es esta
“otra” productividad? Su cultivo de una prosa filosófica que concibe en las
antípodas tanto de una didáctica como de una demostración more geometrico,
su atención a lo que llama “la ley de su forma” en filosofía (Benjamin 2012, p.
61), no es ajena a la dimensión performativa que cristaliza un problema del
presente, abre canales y libera energías políticas. Tanto en su propia
escritura como en las tecnologías literarias y políticas que colecciona
obsesivamente. Si en las “actuales circunstancias” la vida está “mucho más bajo
el dominio de hechos que de convicciones” (ideológicas, podríamos agregar), el
estilo como aparato efectivo es riguroso intercambio con la acción, es la
estratagema “a la altura del momento”, es decir, del estado de excepción
(Benjamin 2015, p. 9). Quizás porque las
cosas comunican su “esencia espiritual” en el lenguaje (y no por
medio de él, como quiere una representación instrumental o comunicativa)
(1971, p. 147).
La vida y la lengua de los hombres redime la incapacidad
de hablar que tiene la naturaleza, dice Benjamin, pero no a través de
contenidos ni significados. Va de suyo que conmina a pasar del plano
verdadero/falso a nivel denotativo; tampoco se trata de que “el ser lo dicen
los poetas”, a la manera de Heidegger, tan antropocéntrica y cándidamente
correspondentista. La lengua comunica el ser espiritual de las cosas, pero no
hay homología con su “comunidad material” inmediata, infinita (a lo Spinoza) y
como mágica (Benjamin, 1971, p. 153).
¿Qué otras composiciones con el afuera, por ejemplo con el silicio,
harán entrar en relación al humano? La pregunta posthumana que atisba Deleuze
(1987, p. 118) halla toda una continuación en la filosofía contemporánea con la
provocación del cyborg de Donna Haraway, la indagación de la
permeabilidad-hibridación entre lo orgánico, lo técnico y la textualidad (1995,
p. 182).
Agamben suscribe un origen religioso a los
dispositivos, en una especie de genealogía que permite considerarlos como
herencia de una concepción cristiana de la esfera de lo mundano y del gobierno
del mundo (2014). Una posibilidad de llegar al concepto de capitalismo como
religión, también, dado lo provisional de esa reflexión que inicia Benjamin
(2016), quizás solo fielmente continuada en la pluma de ese colectivo
heterodoxo que es Tiqqun, cuando se atreven a afirmar que la verdadera
pervivencia de la magia sigue siendo el terreno de la mercancía. Como fenómeno
religioso, en efecto, el capitalismo es una fiesta permanente, un culto sin día
de descanso (Benjamin, 2016). Ver al dispositivo como pivote de lo sagrado, y a
los procesos de subjetivación inherentes a los dispositivos, formando parte aquí
“subjetivación” de la misma cadena que los cuerpos dóciles y libres que se
someten al panóptico. Máquina de gobierno, máquina de subjetivaciones. Hoy cada
día más espectrales, larvarias, permanentes puntos de una cinta de moebius de
subjetivaciones y desubjetivaciones. El Bloom con que cuentan el partido
del espectáculo y el partido del orden (Tiqqun, 2005). Todos acogidos en los
dispositivos. Quizás se equivoque Agamben al ver un proceso de despolitización
en esa correa; como afirmaba el Comité Invisible en uno de sus manifiestos, el
triunfo de la economía es una política, una bloomificación que nos hace
tanto terroristas potenciales como dóciles escondrijos, que confirma una
especie de “giro hacia la nada” en nosotros y nosotras, como otra tan
escatológica vocación en dirección a la catástrofe.
La contrahistoria del presente podría ser la
consigna de todos estos textos que hemos reunido confusamente, tal vez para
ayudarnos a pensar modos otros de vivir, tal vez a la manera de revueltas
invisibles capaces de generar un espesor de tiempo presente aliado de la
opacidad y la intensidad (Rodríguez, 2015, p. 18).
La crisis del Covid pareció abrir un espacio
de interrogación, como en un tiempo fuera del tiempo lineal. Quizás por su extensión, o por la duración
del aislamiento, o por la interrupción de la economía y la circulación, o por
cosas similares que no puedo contabilizar. Como si esa interrupción hubiera
mínimamente aflojado las fuerzas que nos sujetaban en la niebla de la llamada
globalización neoliberal, en la certidumbre de sus supuestos, dejando entrever
sus contornos mentirosos, su mala hechura o su hechura cortoplacista. Y nos
volviesen a anclar (sí, necesitamos un ancla) en la situación de emergencia,
sacarla de su invisibilidad pseudo-normalizada. Aquí es donde no podemos
prescindir de esas otras voces contemporáneas que afirman su extranjería
respecto de esta totalidad, y que nos muestran su talante para la conspiración
con fórmulas benjaminianas gracias a su capacidad de desciframiento práctico,
de errancia, de fuga, su tino (imprevisible aunque no desencantado) para la
articulación política.
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[1] En Benefiting from
pain (Beneficiarse con el dolor) OXFAM hizo público el carácter de
aceleración de la concentración de capitales a partir de la pandemia de Covid.
El vertiginoso enriquecimiento de los milmillonarios y la crisis por el aumento
del coste de vida al que se enfrentan miles de millones de personas son dos
caras de la misma moneda. En 24 meses la riqueza de los milmillonarios aumentó
proporcionalmente lo mismo que en los 23 años anteriores. Publicación: 23 de
mayo del 2022. Fuente https://www.oxfam.org/es/informes/beneficiarse-del-sufrimiento
[2] Verso de
una canción del cantante brasileño de rock Cazuza, reversionada por la banda
argentina Versuit Bergarabat en 1992.
[3] Walter Benjamin en carta a Gretel Adorno, a propósito de su
solicitud de que no se publicaran sus “Tesis sobre el concepto de historia”
(Löwy 2003: 39).
[4] La I.G. Farben
sería luego conocida por la fabricación del gas Zyklon B utilizado para
“racionalizar” el genocidio en la “solución final” y sus fábricas utilizarían a
miles y miles de recluidos como mano de obra (Löwy 2007).
[5] Reproducimos una
autoexplicación publicada recientemente en el portal web: “El Comité invisible
fue originalmente una conspiración obrera en Lyon en la década de 1830. Walter
Benjamin señala en su Libro de los pasajes: «El Comité invisible — nombre de
una sociedad secreta en Lyon». En febrero de 2000, en el final de la Teoría del
Bloom, publicada por La fabrique, se leía: «El Comité invisible: una sociedad
abiertamente secreta / una conspiración pública / una instancia de
subjetivación anónima, cuyo nombre está en todas partes y cuya sede no está en
ninguna / la polaridad revolucionaria del Partido Imaginario». La otra cara del mismo libro era políticamente
más explícita: definía al Comité invisible como una «conspiración anónima que,
desde los sabotajes hasta los levantamientos, acaba liquidando la dominación
mercantil en el primer cuarto del siglo XXI». Por «Partido Imaginario»
entendíamos y seguimos entendiendo el conjunto de lo que está en conflicto —en
guerra abierta o latente, en secesión o en simple desafección— con la
unificación tecnológica y antropológica de este mundo bajo el signo de la
mercancía”. Primer párrafo del Comunicado núm. 0 (2022). Visitado en https://tiqqunim.blogspot.com/2022/02/comunicado-num-0-2022.html
[6] En las Tesis
sobre el Partido Imaginario (s/f) encontramos la referencia a la doctrina
cabalística judía de Tikún.
[7] Según Miguel Vedda (2010), precisamente el filo político y ético de
la producción benjaminiana ha quedado relegado –o directamente olvidado- en la
recepción europea y norteamericana de sus obras durante los últimos decenios.