Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 9 N° 1 (2024) / Sección Artículos / pp. 1-18 /
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 30/11/2023 Aceptado: 19/03/2024
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.113
Problematization of the “Inclusive
Education” Agenda in Argentina: Contributions from the Academic Field
Laboratorio
de Investigación en Ciencias Humanas,
Escuela de Humanidades,
Universidad
Nacional de San Martín,
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas (CONICET). Argentina.
Resumen. Este artículo busca realizar una contribución específica a la agenda
global de “inclusión educativa” a partir de la recuperación y discusión de
distintas problematizaciones realizadas en la academia argentina en diálogo con
aportes de la filosofía (política), la historiografía y la sociología de la
educación. Luego de repasar algunas definiciones postuladas en el discurso
académico y político global y de esbozar algunas coordenadas contextuales que
sitúan las problematizaciones argentinas proponemos centrar la discusión en
torno a tres ejes: 1) la crítica etimológica o radical al concepto de
“inclusión educativa”; 2) algunos principios y dilemas de justicia implicados
en la agenda de reforma; y 3) las (im)posibilidades de la forma escolar ante el
mandato inclusivo. Finalmente sugerimos la importancia de continuar avanzado en
problematizaciones alternativas que habiliten la producción de políticas y
sistemas educativos más justos.
Palabras clave. problematización, inclusión educativa,
educación inclusiva, política educativa, Argentina.
Abstract. This paper seeks to make a specific
contribution to the research on “inclusive education” based on the reading and
discussion of different problematizations carried out in the Argentine academy
in dialogue with contributions from (political) philosophy, historiography and
the sociology of education. After reviewing some definitions stated in the
global academic and political discourse and outlining some contextual
coordinates that situate the Argentine problematizations, we advance in the
discussion around three axes: 1) etymological or radical critique to the
concept of “educational inclusion”; 2) some of the principles and dilemmas of
justice involved in the “educational inclusion” agenda; and 3) the
(im)possibilities of the school in dealing with the inclusion mandate. Finally,
we suggest the importance of advancing in alternative problematizations that
enable the production of fairer educational policies and systems.
Palabras clave. problematization, inclusive education,
educational inclusion, educational policy, Argentina.
Partimos de considerar al “problema” de la
“inclusión educativa” en tanto
problematización construida social e
históricamente con gravitación notable en la agenda global de la política
educativa contemporánea (Sayed et al., 2018) y de comprender los procesos
internacionales de formación de políticas educativas (Edwards Jr., 2014) como
flujos multiescalares (Dale, 2005) y no-lineales (Schriewer, 1997) en donde
operan procesos de recontextualización (Beech, 2009). En este escenario, desde
esta perspectiva, los discursos y los conceptos que los sustentan cobran
particular relevancia y se constituyen en objeto de estudio privilegiado. En
consecuencia, este artículo busca realizar una contribución específica a la
investigación sobre la agenda global de política educativa a partir de la
recuperación y discusión de distintas problematizaciones del discurso de la
“inclusión educativa” realizadas en la academia argentina en diálogo con
aportes de la filosofía (política), la historiografía y la sociología de la educación.
El enfoque de problematización de políticas
(Bacchi, 2009; Bacchi y Goodwin, 2016) que inspira este abordaje es una
analítica inscripta en la tradición foucaultiana. En esta perspectiva, el
concepto de problematización tiene una doble acepción. La primera remite a la
acción de interrogar, poner en cuestión un objeto de estudio siguiendo la
concepción foucaultiana de la crític. La segunda, refiere al proceso de
constituir y conformar algo como “problema”. Entonces, la problematización de
políticas consiste en la interrogación crítica de los procesos de
problematización que constituyen los “problemas” ante los cuales las políticas
plantean respuesta. Desde esta perspectiva “somos gobernados a través de
problematizaciones antes que a través de políticas” (Bacchi, 2009, p. xi) en
tanto que las políticas constituyen en su misma propuesta el “problema” que
pretenden atender. Así, entendemos que los “problemas” no son entidades
externas que la política “identifica” o “diagnostica” mediante una lectura más
o menos apropiada de lo “real”. En otras palabras, los “problemas”, en cuanto
tales, no tienen existencia por fuera de esta práctica política de
problematización; lo que no equivale a negar la materialidad y efectos de
aquello que es constituido como “problema” antes de su problematización.
Siguiendo la citada definición de crítica, la analítica de problematización de
políticas se dirige entonces a identificar los supuestos, racionalidades y
lógicas conceptuales que sustentan las políticas.
Como ha sido frecuentemente señalado (e.g.,
Armstrong et al., 2011; Camilloni, 2008; Diez et al., 2015; Larsen et al.,
2019; Opertti, 2017), el concepto de “inclusión educativa” es polisémico. La
historiografía educativa permite rastrear sus gérmenes hasta el período
fundacional de formación de los sistemas educativos (Sverdlick, 2019) como
racionalidad y tecnología de una gubernamentalidad liberal (Dussel, 2004;
Echeverri-Álvarez, 2020). En este sentido, entendemos que el concepto se
encuentra estrechamente ligado a la construcción histórica del derecho a la
educación como “derecho a la escolarización”, en donde “podría decirse que la
forma de operar a lo largo de todo el proceso de configuración del sistema
[educativo] es un interjuego entre inclusión y segmentación” (Acosta, 2020, p.
26). Terigi (2012), por su parte, distingue entre tres sentidos de la
“inclusión educativa” en el desarrollo histórico del sistema educativo
argentino. Un primer significado estaría asociado al acceso universal en la
escuela común, es decir escolarizar a “todos en la misma escuela”. Inicialmente
limitado a la educación primaria, este sentido fue extendiéndose
progresivamente hacia la educación inicial y secundaria. Ahora bien, cuando
resultó evidente que el acceso “igualitario” no se traducía en logros
equivalentes en términos de aprendizajes, un segundo sentido comenzó a
definirse: la inclusión como igualdad de aprendizajes o el “aprender lo mismo”.
En este sentido aparece la configuración de políticas e intervenciones compensatorias.
Bajo el precepto de que “hay que hacer cosas distintas para que todos aprendan
lo mismo” (p. 212) encontramos estrategias como la diversificación curricular y
la “atención a la diversidad”. Un tercer sentido es introducido junto con la
idea de justicia curricular (Connell, 1997). Es decir, aprender lo mismo no es
sinónimo de igualdad y esto no es equivalente a “inclusión” en cuanto que “lo
mismo” puede bien ser un currículum estructurado según las pautas culturales,
valores e intereses de los sectores sociales mejor posicionados en la disputa
por la definición curricular. Entonces “la inclusión educativa significa que la
corriente principal del currículum debe ser revisada para que contemple los
intereses y las perspectivas de todos, incluyendo la de los menos favorecidos”
(p. 214). No obstante, como veremos más adelante, la autora reconoce
importantes dificultades en la realización de estos tres sentidos en el sistema
educativo argentino.
Ahora bien, aun cuando pensamos, con Dussel
(2019), que esta perspectiva histórica de largo aliento es crucial para abordar
el “problema” de la “inclusión educativa”, también reconocemos que desde los
años ‘90 este concepto ha pasado a tener una creciente centralidad a partir de
las sucesivas reconfiguraciones de la agenda de Educación para Todos iniciada
en Jomtien (1990) e impulsada por un concierto de Organismos Internacionales
entre los que se destacan la UNESCO, el UNICEF y el Banco Mundial. Opertti (2017),
funcionario de la oficina internacional de la UNESCO, distingue cuatro grandes
perspectivas que, superpuestas y contradictorias, han articulado la
construcción y desarrollo de este concepto en los últimos setenta años en el
plano político internacional bajo el liderazgo de este organismo. En primer
lugar, una perspectiva de derechos humanos, que encuentra su origen en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. En segundo lugar, la
perspectiva de inclusión como respuesta a estudiantes con “necesidades
educativas especiales” que tiene su hito fundacional en la Declaración de
Salamanca (1994). Una tercera perspectiva originada en el Foro Mundial sobre la
Educación de Dakar, Senegal (2000) que expande el rango de los grupos de
estudiantes considerados en situación de marginalidad y asocia la educación
inclusiva con las nociones de equidad y calidad educativas. Y, finalmente, una
cuarta perspectiva que la comprende como eje transformacional del sistema
educativo en su conjunto y registra tres hitos fundamentales en su desarrollo:
el documento de la UNESCO Guidelines for inclusion: ensuring access to
education for all (2005), la 48ª reunión de la Conferencia Internacional de
Educación (2008) y, más recientemente, la Declaración de Incheon, República de
Corea (2015), que marca la Agenda Educativa 2030. En esta cuarta perspectiva se
destaca la idea de “atención a la diversidad” como categoría central que
empezará a estar asociada con el logro de la inclusión mediante la
personalización de la enseñanza y de los aprendizajes, y se refuerza la
asociación con los conceptos de equidad y calidad. Como puede observarse, esta
última perspectiva recupera la primera, en tanto implica concebir a la
educación como un derecho humano vinculado al logro de la justicia social, y,
al mismo tiempo, marca el tránsito de la agenda teórica y política desde una
concepción centrada en la atención de categorías y grupos específicos a una
visión más holística y de alcance universal.
A pesar de los esfuerzos, por cierto
influyentes, de la UNESCO por establecer un consenso global sobre la “inclusión
educativa” (o “educación inclusiva”) algunos autores han destacado su carácter
“imaginario” (Knutsson y Lindberg, 2012) y “superficial” (Felder, 2018). Por
ejemplo, la coexistencia de abordajes que toman por sujeto/objeto específico de
la “inclusión educativa” a las personas con discapacidad y aquellos que
conciben el “problema” con un enfoque ampliado a otros grupos poblacionales
históricamente excluidos, o aun a todos los alumnos sin distinción, continúa
siendo un nudo central en la complejidad de la discusión (Larsen et al., 2019).
En una revisión bibliográfica sobre desarrollo profesional docente e inclusión
educativa, Waitoller y Artiles (2013) encuentran que el foco de asociación de
la inclusión educativa con la educación especial y las personas con
discapacidad es más fuerte en Estados Unidos, Inglaterra, Grecia, Australia y
Corea del Sur. En cambio, esto no ocurre en el contexto latinoamericano, en
donde en “los últimos quince años, comienza a ampliarse la concepción de
inclusión educativa abarcando diversas dimensiones —social, cultural, étnica,
digital, territorial” (Saforcada et al., 2021, p. 69) y en donde, más
específicamente, como señala Meo (2015) para el caso argentino, la inclusión ha
estado asociada con el proceso de masificación de la educación secundaria y las
consecuentes dificultades en el logro de la terminalidad de la secundaria alta
y la escolarización de los sectores empobrecidos. Habida cuenta entonces de la
“plasticidad” con la que este concepto de circulación global ha sido apropiado
en los planos regional, nacional y subnacional en distintos procesos de
recontextualización (Meo, 2015) destacamos la importancia de incorporar una
perspectiva contextualista (Fuentes Salazar, 2023) que, junto con la anterior
historicista, complementa nuestro enfoque. Esta perspectiva asume que los
procesos de problematización son contingentes y que los sentidos construidos en
torno a lo “problemático” varían según las características de cada contexto.
Por ello, situamos las problematizaciones que discutiremos en el contexto
nacional argentino y regional latinoamericano al tiempo que reconocemos su
inscripción en una agenda de reforma educativa global.
Dado el espacio disponible, en este texto
proponemos centrar la discusión en torno a tres ejes: 1) la crítica etimológica
o radical al concepto de “inclusión educativa”; 2) algunos principios y dilemas
de justicia implicados en la agenda de reforma; y 3) las (im)posibilidades de
la forma escolar ante el mandato inclusivo. Finalmente sugerimos la importancia
de continuar avanzado en problematizaciones alternativas que habiliten la
producción de políticas y sistemas educativos más justos. Sin embargo, antes de
comenzar la discusión, dedicaremos un pequeño espacio a recorrer algunas
definiciones sobre la “inclusión educativa” y un segundo apartado a describir
el contexto sociohistórico argentino en el cual tienen lugar las
problematizaciones consideradas.
Según el
Diccionario de la lengua española, definir consiste en “fijar con claridad,
exactitud y precisión el significado de una palabra o la naturaleza de una
persona o cosa” y, también, “decidir, determinar, resolver algo dudoso”[1]
(RAE, S/F). A pesar de contar ya con una historia de más de treinta años
de circulación en el ámbito de la política educativa global, el concepto de
“inclusión educativa” parece ser particularmente esquivo a una definición
consensuada. Esto es, tal vez, porque su carácter ambiguo le otorga una
plasticidad útil para su operación política en diferentes escenarios (Beech,
2019).
Más allá
de la vigente polisemia pareciera haber cierto consenso académico en torno a
la transformación de las culturas
escolares para (1) incrementar el acceso (o presencia) de todos
los estudiantes (no solo los grupos marginalizados o vulnerables), (2) mejorar
la aceptación de todos los estudiantes por parte de educadores y
alumnos, (3) maximizar la participación estudiantil en varios dominios
de actividad, y (4) incrementar el logro de todos los
estudiantes. (Artiles, Kozleski, et al., 2006,
p. 67, el destacado es nuestro)[2]
Graham (2020) —quien ha realizado
contribuciones problematizadoras sobre la “inclusión educativa” (Graham, 2006;
Graham y Slee, 2008)— sostiene en una publicación reciente que a pesar de las
“interpretaciones equivocadas” y la falta de definiciones claras que
caracterizan la historia del concepto, en la actualidad la “educación
inclusiva” ha sido definida y su significado no está sujeto a debate, quedando
por delante los desafíos de su implementación. Esta definición estaría dada en
la Observación General núm. 4 sobre el derecho a la educación inclusiva
realizada por el Comité de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las
Personas con Discapacidad (CDPD, 2016) que indica lo siguiente:
La inclusión implica un proceso de reforma
sistémica que conlleva cambios y modificaciones en el contenido, los
métodos de enseñanza, los enfoques, las estructuras y las estrategias de la
educación para superar los obstáculos con la visión de que todos los
alumnos de los grupos de edad pertinentes tengan una experiencia de aprendizaje
equitativa y participativa y el entorno que mejor corresponda a
sus necesidades y preferencias[3]. (CPDP, 2016, párrafo 11, se destacan las palabras clave en la
interpretación de Graham)
Deberíamos
notar, sin embargo, que tanto la definición presentada por Artiles y Kozleski
(2006) como esta última presentada por Graham (2020) como “definitiva” remiten casi literalmente a la definición promovida por la
UNESCO desde la publicación de Guidelines for inclusión en el año 2005:
La inclusión es vista como una manera de
hacer frente y responder a la diversidad de las necesidades de todos los
alumnos a través de una mayor participación en el aprendizaje, las culturas y
comunidades, y la reducción de la exclusión dentro y desde la educación. Se
trata de cambios y modificaciones en el contenido, enfoques, estructuras y
estrategias, con una visión común que abarca a todos los niños del rango de
edad apropiado y una convicción de que es responsabilidad del sistema regular
educar a todos los niños (UNESCO, 2005, p. 13).
En pocas
palabras, la “inclusión educativa” consistiría en un proceso de reforma
sistémica de la educación orientado a garantizar el acceso, participación y
logro de aprendizajes de “todos y todas sin excepción”[4].
Según hemos planteado, la circulación global
de discursos de reforma educativa se ve afectada por procesos de selección,
reformulación y disputa de sentidos habilitados por las características
presentes e históricas de los contextos locales que son al mismo tiempo
espacios de recepción y producción discursiva. Entonces ¿cuáles son las
características del contexto sociohistórico argentino que han permitido la
enunciación de las problematizaciones que vamos a discutir? Aunque de forma
necesariamente limitada por razones de espacio, avanzaremos aquí una respuesta
a este interrogante con la presentación de algunas coordenadas que permitirán
situar la discusión posterior.
La Argentina de comienzos de siglo XXI es
una nación atravesada por una profunda crisis social, económica y política cuyo
estallido tiene expresión en los acontecimientos de diciembre de 2001 que
derivan en la renuncia del entonces presidente Fernando De la Rúa y la
conformación de un gobierno de transición hasta que en el año 2003 asume la
presidencia Néstor Kirchner. Los indicadores sociales en el pico de la crisis
de comienzos de siglo (2002) muestran que más de la mitad de la población se
encuentra bajo la línea de pobreza, y un 21,5% de la población económicamente
activa (con una tasa de actividad del 41,8%) se encuentra desocupada . En el
terreno educativo la tasa neta de asistencia escolar a la educación primaria se
ubica próxima al 95%, mientras que para la secundaria baja ronda el 80% y para
la secundaria alta el 55% . Es a partir de este escenario que la administración
gubernamental iniciada por Néstor Kirchner y continuada por su esposa Cristina
Fernández hasta el año 2015, utilizó la retórica de la inclusión, social en
general y educativa en particular, para distinguirse de la gestión política
precedente caracterizada como “neoliberal” e identificada con la profundización
de exclusiones y desigualdades. En este contexto la “inclusión educativa” adquiere
centralidad en la agenda pública, siendo asociada con la movilidad social
ascendente y la construcción de la identidad patria, partiendo de la concepción
de la educación como un derecho (Morrone, 2014). En el terreno de la política
educativa, esta retórica se traduce en una serie de leyes, planes, programas y
proyectos que persiguen “la igualdad” y “la inclusión” educativas (Oreja
Cerruti, 2016; Ríos y Fernández, 2015). Entre estas se destaca la sanción de la
Ley de Educación Nacional (2006) que prescribe entre los fines y objetivos de
la política educativa nacional “garantizar la inclusión educativa a través de
políticas universales y de estrategias pedagógicas y de asignación de recursos
que otorguen prioridad a los sectores más desfavorecidos de la sociedad” (art.
11) y establece la competencia del Ministerio de Educación nacional en el
desarrollo de “políticas de promoción de la igualdad educativa, destinadas a
enfrentar situaciones de injusticia, marginación, estigmatización y otras
formas de discriminación (…) que afecten el ejercicio pleno del derecho a la
educación” (art. 79). Esta Ley extiende la escolarización obligatoria hasta el
término de la educación secundaria, nivel que procesa desde entonces las
consecuencias de una última “explosión de acceso” (Rivas et al., 2010),
devenida en “masificación” que la coloca en tensión directa con su reconocido
origen selectivo.
En contraste con sus inicios, el período de
administración kirchnerista (2003-2015) finaliza en un escenario de
recomposición de algunos indicadores sociales como la tasa de desocupación (6%)
y la persistencia de elevados niveles de pobreza (30%) y desigualdad (Piovani y
Salvia, 2018). Entre 2015 y 2019 un nuevo gobierno liderado por Mauricio Macri
impulsó un proceso de “restauración conservadora” (Gluz y Feldfeber, 2021) que
derivó en una nueva crisis social —con un aumento de la pobreza al 35%— y económica
—con la recesión de la actividad e inestabilidad creciente. El sucesor de
Macri, Alberto Fernández, culminaría su mandato en 2023 sin haber cumplido las
promesas de recomposición socioeconómica que le brindaron el apoyo de la
ciudadanía en las elecciones generales de 2019; por el contrario los niveles de
pobreza muestran un nuevo aumento alcanzando al 40% de la población y la
situación económica expresa una inestabilidad constante con una inflación
interanual por encima del 100%. En este contexto, Argentina presenta
limitaciones significativas en la garantía del derecho a la educación
secundaria: al año 2019 la tasa neta de
asistencia escolar a la secundaria alta (el nudo crítico en términos de
exclusión educativa en su dimensión de acceso) se encuentra en 58%, la
terminalidad del nivel se ubica en torno al 70% y, pese a la ampliación de
acceso, existen importantes déficits en el logro de aprendizajes según lo
registrado por los operativos nacionales de evaluación (Kit et al., 2023) . Aún
más, la correlación entre las trayectorias y resultados educativos y la
posición socioeconómica de los educandos es elocuente respecto de la
reproducción y persistencia de las desigualdades.
En síntesis, entre las principales
características contextuales que nos permiten comprender las formas
particulares de problematización de la agenda de “inclusión educativa” en la
Argentina encontramos un contexto de amplias desigualdades sociales persistentes
y particulares dificultades para lograr cumplir con la garantía del derecho a
la educación secundaria para amplios contingentes de la población;
características que no son exclusivas del país sino que bien pueden leerse en
clave regional (Nuñez y Pinkasz, 2020). Pasaremos entonces a considerar los
tres ejes de problematización propuestos.
En la Argentina donde, según vimos, el
concepto de “inclusión educativa” circula profusamente en la agenda pública
“saturado de sentido político” pero vaciado de precisión conceptual (Diez et
al., 2015; Gorostiaga, 2018; Narodowski, 2008), Camilloni (2008), Sinisi (2010)
y luego Najmanovich (2020) plantean una problematización desde la etimología:
El verbo “incluir” proviene del latín
includere, compuesto del prefijo in (en, dentro, en el interior) y el verbo
claudere (cerrar). Básicamente significa “encerrar, poner dentro de algo,
colocar dentro de unos límites” (…). La raíz del verbo claudere está en
palabras como «concluir, recluir, excluir, clausura, claustro, claustrofobia».
(Najmanovich, 2020, p. 134)
Este sentido primigenio no ha sido anulado
con el paso del tiempo, la actual definición del verbo “incluir” del
Diccionario de la lengua española reza: “poner algo o alguien dentro de una
cosa o de un conjunto, o dentro de sus límites”. Desde este lugar, las autoras
manifiestan cierta “inquietud” ante la aceptación acrítica de este concepto en
el discurso de las políticas educativas. Aquí nos sumamos a esta inquietud y
entendemos que no se trata de una crítica formal sino estrictamente “radical”
(en tanto apunta a la raíz del concepto).
Sin necesidad de recurrir a la etimología,
otras autoras han señalado la “violencia constitutiva” del acto de incluir
(Dussel, 2004; Southwell, 2020). Resulta interesante en este sentido recordar
el análisis que hace Foucault en sus estudios genealógicos sobre el poder. Para
él, entre la exclusión del leproso y la inclusión del apestado ocurre una
transformación en la operatoria de los mecanismos de poder en donde ya “no se
trata de una exclusión, se trata de una cuarentena. No se trata de expulsar
sino, al contrario, de establecer, fijar, dar su lugar, asignar sitios, definir
presencias, y presencias en una cuadrícula. No rechazo, sino inclusión”
(Foucault, 2022, p. 53). Es decir, que Foucault entiende el acto de “incluir”
como una nueva forma de ejercicio del poder sobre aquellos nuevos “otros” que
son los “apestados”. Luego “la institución carcelaria, el hospital o la
escuela, aunque temporalmente encierren, no son estrictamente hablando formas
de exclusión, sino prácticas de normalización inclusiva” (Castro, 2014, p. 90).
En definitiva, el poder disciplinario es “un poder que no obra por exclusión,
sino más bien por inclusión rigurosa y analítica de los elementos” (Foucault,
2022, p. 55). Siendo que entendemos al poder como relación de fuerzas
(Foucault, 2017) observamos que el acto de “inclusión” es relacional y supone
la existencia de incluyentes e incluidos, es decir, parte de una jerarquización
estructurante de la participación de las partes de esta relación. Como señala
Popkewitz (2010) el discurso de la inclusión que se enuncia en una orientación
universalista hacia “todos los niños” produce simultáneamente sujetos
“abyectos” que demandan las intervenciones pertinentes (sean sobre los sujetos
o sobre los dispositivos de su educación) para el logro de ese universal.
Otro
autor argentino, Eduardo Rinesi (2016) plantea que podemos ser “sujetos de
derecho” mientras que de la inclusión solo podemos ser “objeto” . A su vez,
sostiene, mientras que el derecho supone una relación igualitaria entre las
personas “la idea de inclusión (…) supone una relación desigualitaria, y
debemos preguntarnos si no contribuye también a reforzarla” (p. 24). La idea de
“incluir a todos” resulta tautológica porque lo universal no es “inclusivo”
sino igualitario. ¿Quién habría de incluir si todos participamos en igualdad de
la vida en común? ¿Quién quisiera ocupar el lugar de “incluido"? Veremos a continuación como la actualidad del
origen del concepto “inclusión” se expresa en principios y dilemas de justicia
que atraviesan la agenda política de “inclusión educativa”.
No resulta original señalar las vinculaciones entre el problema de
la “inclusión” y el problema de la justicia (social) (véase, por ejemplo,
Artiles, Harris-Murri, et al., 2006; Muthukrishna y Engelbrecht, 2018). Sin
embargo, no hay una única definición posible sobre justicia educativa (o sobre
justicia social en su relación con la educación). Reay (2012), por ejemplo,
destaca la apropiación y resignificación del término “justicia social” por la
derecha británica desde los años ‘80, modificando sustancialmente los sentidos
asociados a este concepto desde la izquierda en las décadas precedentes. Para
este autor, la respuesta a la pregunta por un sistema educativo justo requiere
ser filosófica, sociológica y orientada a la política. En este sentido, la
teoría de la justicia tridimensional propuesta por Nancy Fraser (2012) ha sido
fecunda en el análisis de la agenda de “inclusión educativa”. Incluso Waitoller
y Artiles (2013) han llegado a proponer una definición de la “educación
inclusiva” basada en este esquema teórico . Por su parte, desde Argentina,
Veleda et al. (2011) proponen una serie de principios para un modelo de
justicia educativa que encuentra uno de sus sustentos principales en la misma
teoría. Aquí recuperamos estos antecedentes para interrogar algunos de los
principios y dilemas de justicia implicados en la agenda en cuestión
El primer principio de justicia que podemos
considerar y no debiéramos “dar por sentado” es aquel que considera a la
educación como un derecho humano universal. Este principio, que se remonta a la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 supone que la educación
debe ser considerada como un fin per se y un bien común del cual todas las
personas deben participar en igualdad de condiciones. No obstante, la agenda
política global de “inclusión educativa” incorpora con frecuencia discursos
que, desde la teoría del capital humano, apelan a la educación como instrumento
para el desarrollo económico individual y societal. Estas dos visiones
coexistentes, que en el consenso imaginario aparecen conciliadas, son en efecto
contradictorias. Al respecto, en el documento del Foro Regional convocado por
el IIPE-UNESCO en Buenos Aires en 2017 con el objetivo de discutir las bases
conceptuales para la regionalización de la agenda de Educación 2030 en América
Latina y el Caribe, se advierte que “la idea de desarrollo con la que
actualmente se opera no es unívoca” y que en el enfoque economicista la
educación se constituye como variable de interés sólo en la medida en que
afecta “el crecimiento económico y la dinámica del capital” (IIPE-UNESCO, 2017,
p. 16). A su vez, algunas autoras señalan limitaciones en la concepción de la
inclusión como derecho (Felder, 2019; Najmanovich, 2020). En Argentina,
Najmanovich (2020) sostiene que la inclusión (educativa y social) concebida
“desde la mirada exclusiva del derecho” (p. 126) resulta en “mandatos
contradictorios, pretensiones absurdas e incluso perversiones” (p. 127) en
tanto “la concepción y prácticas que se restringen a lo legal-estatal jamás
lograrán la inclusión plena, ni la igualdad, entre otras cosas porque para conseguirlas
es preciso reconocer y aceptar la diversidad humana sin jerarquías, algo
totalmente ajeno a nuestra cultura” (128). Y aclara que, sin oponerse a los
derechos, su propuesta es “pensar la convivencia en su complejidad, en lugar de
reducirla a estatutos, mandamientos o leyes (…) percibir, sentir y pensar
aquello que los enfoques de derechos no visualizan ni piensan” (131).
Volveremos sobre el aporte de esta autora hacia el final del artículo.
Seguidamente quisiéramos contemplar los
escenarios dilemáticos derivados de la consideración e instrumentación de los
principios de redistribución, reconocimiento y representación en la agenda de “inclusión educativa”. En
primer lugar, la investigación ha demostrado ya cómo las denominadas políticas
compensatorias, basadas en el principio de equidad y en la dimensión
redistributiva de la justicia, tienen un limitado impacto transformador en la
reproducción de las injusticias educativas y adicionalmente producen efectos
perjudiciales en la esfera del reconocimiento bajo las formas de clasificación
y, en última instancia, estigmatización (Dubet y Duru-Bellat, 2007; Veleda et
al., 2011). A pesar de que es posible considerar sus virtudes respecto de
modelos de justicia anteriores que directamente desconocían las desiguales
posiciones y condiciones de los educandos y se desentendían de sus efectos en
las trayectorias educativas, siguiendo a Veleda et al. (2011) es posible decir
que “esta modalidad de intervención no basta para garantizar la justicia
educativa” (p. 59), tanto por sus efectos en la producción de subjetividades
dependientes y estigmatizadas (en lugar de sujetos de derecho), como porque no
cuestionan ni alteran “los factores estructurales del propio sistema educativo
que explican por qué los alumnos de sectores más postergados fracasan” (p. 59).
En segundo lugar, podemos pensar el dilema inverso cuando desde la idea de
“convivencia en la diversidad”, en tanto política de reconocimiento, se
promueve la educación común de todas las personas en un mismo dispositivo
institucional (la escuela común) sin considerar la redistribución necesaria y
suficiente de recursos para garantizar una “paridad participativa”. Cabe
recordar aquí que parte de las argumentaciones en favor de la escolarización
común y en contra de la diferenciación de las escolarizaciones mediante el
circuito de educación especial en el movimiento global de la Educación para
Todos sostenían una racionalidad económica de costo-efectividad en el contexto
de programas de ajuste estructural y hegemonía neoliberal . “Poner en” la
escuela común a todos y todas sin disponer de los medios suficientes para
garantizar su participación y aprendizaje en condiciones de igualdad es una
forma vigente de procesar este dilema. Tercero, el problema de la
representación aparece ya en la crítica radical que vimos anteriormente
¿Quiénes tienen la potestad de decidir los términos en que se realiza la
“inclusión”? Aquí los mecanismos de gobernanza de la agenda global apelan a
distintos mecanismos de participación social. No obstante, y sin desconocer las
luchas de los “excluidos” por tomar parte en el ejercicio de sus derechos, las
lecturas críticas que venimos considerando y la configuración asimétrica de las
relaciones de poder nos permiten suponer que son los “incluidos” quienes se
encuentran en una posición privilegiada para pensar y actuar las formas de
“incorporar” a los “otros”.
Finalmente, podemos considerar dos dilemas
que nos acercarán a la discusión sobre las (im)posibilidades de la forma
escolarizada de la educación frente al mandato inclusivo que abordaremos en el
siguiente apartado. El primero de estos es el dilema entre la vigencia del
principio meritocrático de “igualdad de oportunidades” que se encuentra
arraigado profundamente en nuestras sociedades modernas y se expresa en la
función selectiva y diferenciadora del dispositivo escolar, y el principio
universalista de la igualdad de resultados o logros educativos supuesto en la
agenda de “inclusión educativa”. Dubet (2005) presenta un abordaje interesante
al respecto en cuanto sugiere que la solución no es tan simple como “eliminar”
o “superar” el principio meritocrático. En cambio, postula tres principios para
el logro de la “igualdad de oportunidades” educativas —la igualdad distributiva
de oportunidades (equidad), la igualdad social de oportunidades (igualdad de
resultados) y la igualdad individual de oportunidades (igualdad de efectos o
externalidades)— entre los que propone una “combinación relativamente compleja
en la que cada principio apunta a corregir los efectos destructivos de los
otros” (17). Gluz et al. (2019) abordan este dilema en un estudio de caso sobre
dos escuelas de educación técnico-profesional en la provincia de Buenos Aires y
concluyen que —aun alterando factores clave del modelo institucional— estas
escuelas no logran “estabilizar criterios legítimos de justicia escolar”
alternativos al principio meritocrático y acordes al mandato de inclusión.
Un segundo dilema claramente arraigado con
la organización escolar de la educación es aquel que se presenta entre el
universalismo pansófico del “enseñar todo a todos”, la transmisión y
socialización en una cultura común, y el reconocimiento de los particularismos
comunitarios, grupales y singulares. Frente a esto, Opertti (2017, 2019) ha
propuesto “un universalismo incluyente y diverso”, aunque su concepción resulta
difusa. Estos dilemas se hacen presentes, por ejemplo, en los discursos que,
según ha estudiado Meo (2015), “capturan” las prácticas de los directivos de
Escuelas de Reingreso en la Ciudad de Buenos Aires. El primero, que denomina
“el discurso de la selección y homogenización” es propio del modelo
institucional escolar para la educación secundaria y se expresa en las
prácticas que desde el ideal moderno de “igualdad de oportunidades” se orientan
por el principio meritocrático en el abordaje de las trayectorias escolares
produciendo así una legitimación de la distribución desigual de la educación entre
“vencedores” y “vencidos”. El segundo, “el discurso de la inclusión y
personalización” entra en tensión con el primero y será abordado más
directamente en el siguiente eje de problematización.
Como
anticipamos, la historiografía de la educación indica que
toda la historia de los sistemas
educativos y formas de enseñanza en los siglos XIX y XX puede hacerse a partir
del paso (…) desde la inclusión parcial y, por tanto, la no escolarización y
exclusión de una parte de la población, a la presencia simultánea de procesos
de inclusión más o menos generalizada a lo largo del tiempo, acompañados de
procesos de exclusión y expansión compensatoria de otras partes del sistema; es
decir, de procesos de diferenciación o segmentación que implican la exclusión
de ciertas trayectorias o modalidades y la inclusión en otras (…). [Esto
supone] el crecimiento cuantitativo y la expansión del sistema educativo en
todos sus elementos (…) pero también otros procesos de diferenciación interna,
de segmentación y de devaluación académica y social de aquellos grados o
títulos que se generalizan (Viñao, 2002, p. 48).
En otras palabras, el mandato “inclusivo”,
con diferentes sentidos sociohistóricos, está presente desde los inicios de los
sistemas educativos modernos en forma “problemática”. Decimos “problemática”
porque la escuela debe responder a la tensión entre su doble función de incluir
y diferenciar (Tiramonti, 2016). Como vimos en Foucault (2022), estas no son
funciones contradictorias en tanto la inclusión opera a través de la
diferenciación. No obstante, la inclusión, tal como se postula en el discurso
globalizado de la agenda en cuestión, se plantea como una práctica orientada
hacia la igualdad, lo que sí se opone a la diferenciación operada en el
sistema, operación que produce y reproduce desigualdades extraescolares . Este
fenómeno ha sido ampliamente estudiado mediante el concepto de “segmentación”,
referido a “la división de los sistemas educativos en segmentos paralelos o
trayectorias, que se diferencian tanto en sus planes de estudio como en el
origen social de sus alumnos” (Ringer, 1992, p. 27), siendo clave la conjunción
de estas formas de diferenciación, es decir, la asociación directa de ciertos
circuitos educativos socialmente jerarquizados con los sectores sociales que
ocupan posiciones de privilegio en la estructura social y viceversa.
Dado este marco sociohistórico e
institucional, diversos autores han cuestionado la posibilidad de garantizar un
derecho a la educación para todos en condiciones de igualdad mediante la forma
escolarizada de organización de la educación. En Argentina este problema
aparece más fuertemente planteado para el caso del modelo institucional de la
escuela secundaria (Acosta et al., 2020). En un plano más general, esta
problematización apunta directamente contra uno de los pilares de la definición
de “inclusión educativa”:
la exclusión no fue un detalle en el
proyecto normalizador-estandarizador de la escuela moderna, del mismo modo que
no lo han sido la estructura jerárquica, la concepción racionalista individual
del saber y el modelo competitivo. Todas estas son características
estructurales y no meras barreras que se puedan remover sin una
transformación radical del sistema educativo (Najmanovich, 2020, p. 136, el
destacado es nuestro)
Es
cierto que el discurso promovido por la UNESCO postula una “transformación del
sistema educativo en su conjunto”, sin embargo cabe preguntarse ¿cómo es
posible esta transformación cuando “la normalización ha sido —y sigue siendo—
el centro gravitatorio desde el que se produce y se sostiene todo el edificio
escolar” (Najmanovich, 2020, p. 145)? ¿El proyecto “inclusivo” supone la
constitución de un nuevo modelo institucional para organizar la educación de
individuos y poblaciones?
En este marco, las (im)posibilidades del
modelo institucional escolar involucran una dimensión pedagógica que aparece
seriamente desconsiderada en la agenda global de “inclusión educativa”. Opertti
(2019), funcionario de la UNESCO y teórico de la “educación inclusiva”, tiene
muy en claro que “la contracara de la singularidad [la convivencia escolar en
un “universalismo incluyente y diverso”] es personalizar la educación” aunque
aclara que “personalización no implica individualización de los aprendizajes”
(p. 273). Debiéramos entonces recordar acá el “discurso de la inclusión y
personalización” identificado por Meo (2015). Según la autora, este se
caracteriza por desafiar aspectos cruciales de la gramática escolar, cuestionar
su carácter selectivo y meritocrático y establecer como prioridad política la
transformación institucional. Las Escuelas de Reingreso que estudia Meo son una
propuesta de organización educativa que altera ciertos componentes
estructurantes de la gramática escolar, proponiendo una organización de los
tiempos y espacios más ajustada a las trayectorias individuales que toma
distancia del modelo graduado de enseñanza simultánea. Sin embargo, en nuestra
lectura, en el marco de este discurso encontramos propuestas que recaen sobre
los hombros de las voluntades individuales de docentes y estudiantes sin
alterar las condiciones institucionales ni los recursos pedagógicos mediante
los cuales se desarrollan las prácticas de enseñanza y aprendizaje. Los efectos
de estas prácticas no resultan en el cumplimiento de las metas que les sirven
de fundamento. Esta advertencia no es original. En Argentina, ya Terigi (2012)
afirmaba que “el discurso de la diversificación curricular y el de la atención
a la diversidad, entre otros, procuran reponer, en el modelo organizacional del
aula graduada, un modelo pedagógico que le es ajeno” (p. 215). Mientras que
Tiramonti (2018) lleva más lejos el cuestionamiento a las políticas de
“inclusión”:
los cambios en la
institucionalidad que se proponen no están centrados en un diseño pedagógico
alternativo, sino que se trata de tutelar y amoldar la propuesta tradicional a
las características socioculturales de los alumnos a los que se está incluyendo
[lo que se traduce en la introducción de] un discurso compasional (…) respecto
de los pobres que orienta la práctica de los docentes a la comprensión de las
condiciones sociales de existencia de los alumnos, sin brindar ninguna
herramienta pedagógica específica para enfrentar estas diferencias (p.12)
Cabe añadir que las propuestas de
personalización de la enseñanza y los aprendizajes y su cuestionamiento al
método de enseñanza simultánea y graduada mediante el que opera la escuela, no
constituyen una novedad y pueden rastrearse hasta los planteos escolanovistas
de finales del siglo XIX y comienzos de siglo XX, es decir, hasta los mismos
orígenes del sistema educativo (Viñao, 2002).
Si
pensamos que los discursos son “prácticas que forman sistemáticamente los
objetos de que hablan” (Foucault, 2008, p. 68), la interrogación crítica de la
adopción del discurso de la “inclusión educativa” en las agendas de reforma
cobra relevancia práctica. Pero esta relevancia no se agota en la crítica per
se, en la analítica de problematización de políticas, Bacchi (2009) propone
considerar si el “problema” puede ser pensado de modo diferente. Creemos que
varios de los aportes planteados por los autores recuperados en este texto
sugieren caminos alternativos, otras problematizaciones posibles que requieren
pensar, hablar y actuar “en otros términos”. No estamos solos en esta búsqueda.
Untoiglich y Szyber (2020) compilan un libro en donde autores de Argentina y
Brasil se proponen “cuestionar la inclusión, tal como está planteada en la
actualidad” (p. 19) y añaden que en este ejercicio “es preciso hacer estallar
estos conceptos para que no sigan estallando nuestros estudiantes y nuestros
docentes y, por supuesto, que no estallen nunca más nuestras escuelas” (p. 21).
En este libro, Najmanovich (2020), autora ya citada, propone “salir de la
dicotomía «inclusión versus exclusión», abrir el pensamiento, el sentir y la
acción hacia una perspectiva vital de la convivencialidad” (p. 126) porque de
lo contrario “solo es posible hacer cajas más grandes o más pequeñas, ampliar
el número de cajas o disminuirlo, incluir a alguien dentro o dejarlo fuera (…)
[permaneciendo] atrapados dentro de un «corralito categorial» cuya verdad damos
por supuesta” (p. 141). No se trata de una cuestión meramente retórica. Con
Bacchi (2009), en la tradición foucaultiana, entendemos que los discursos,
articulando relaciones de saber y poder, constituyen “realidades”, producen
subjetividades, tienen efectos prácticos, materiales, tangibles en las vidas
cotidianas de individuos y poblaciones. Los discursos que orientan las
políticas educativas deben entonces ser considerados crítica y
responsablemente. El ejercicio continuo de la problematización de políticas es
un camino necesario para habilitar la producción de políticas y sistemas
educativos más justos.
El autor agradece al Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina por la beca doctoral que
hizo posible esta investigación. Asimismo, agradece a los miembros del Ateneo
de investigación coordinado por el Prof. Jorge Gorostiaga por sus valiosos comentarios a versiones anteriores del trabajo.
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[2]
En el original: “the
transformation of school cultures to (1) increase access (or presence) of all
students (not only marginalized or vulnerable groups), (2) enhance school
personnel’s and students’ acceptance of all students, (3) maximize student
participation in various domains of activity, and (4) increase the achievement
of all students”.
[3] En sus comentarios, Graham señala como “palabras clave” de esta
definición “reforma sistémica”, “superar las barreras”, “equitativa”,
“participativa”, “requisitos” y “preferencias”. Como puede observarse,
existen adulteraciones significativas en la traducción del documento del inglés
al español. Por ejemplo, Graham señala que el empleo de la palabra “requisitos”
(“requirements” en el documento original en inglés) viene a reemplazar a la
palabra “necesidades” para distanciarse del lenguaje de la educación especial
que posiciona a las personas con discapacidad en situación dependiente. Esto
parece haber pasado desapercibido en la traducción del documento, en donde se
restituye la palabra reemplazada sin atender a esta distinción.
[4] Como se lee en el título de la edición regional para América Latina
y el Caribe del Global Education Monitoring Report del año 2020