Saberes y Prácticas. Revista de Filosofía y Educación

Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 9 N° 2 (2024) / Sección Artículos / pp. 1-12 / Licencia Creative Commons
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 18/09/2024 Aceptado: 17/12/2024
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.128


Pedagogías del neoliberalismo: del estudiar al rendimiento

Pedagogies of Neoliberalism: From Studying to Performance

Pedagogias do neoliberalismo: do estudo à performance


Identificador ORCID del autor Facundo Giuliano
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

Argentina

giulianofacundo@gmail.com

Resumen. En el presente ensayo exploramos algunos problemas ético-políticos de reducir el estudiar al rendimiento, tal como las lógicas neoliberales del aprendizaje competente promueven a través de la racionalidad expansiva de la evaluación y la tecnologización creciente que le asiste. La inquietud de la que partimos busca interpelar el estudio como mero vehículo para llegar a las coordenadas productivistas de turno y abre la pregunta por su base relacional transformativa de sí con la pluralidad del mundo. Desde esa impronta, se atenderán discursos filosóficos de la educación que se encolumnan bajo un “elogio del estudio”, analizando aquellas tensiones que pueden conectar o desconectar el estudiar de la colonialidad que funciona en las pedagogías del neoliberalismo. Además de ofrecer una caracterización de estas, se indagará otra dimensión del estudiar frente a la ansiedad excesiva por lo útil (siempre mensurable) que troca los vínculos pedagógicos y lazos comunales en función de la competencia por el (c)rédito requerido por el capitalismo cognitivo.

Palabras claves: Filosofía de la Educación; Política; Ética; Colonialidad; Evaluación.


Abstract. In this essay we will explore some ethical-political problems of reducing studying to performance, as the neoliberal logics of competent learning promote through the expansive rationality of evaluation and the increasing technologization that assists it. The concern from which we start seeks to question the study as a mere vehicle to reach the current productivity coordinates and opens the question of its transformative relational basis of itself with the plurality of the world. From this imprint, philosophical discourses of education that are grouped under a “praise of study” will be addressed, analyzing those tensions that can connect or disconnect studying from the coloniality that functions in the pedagogies of neoliberalism. In addition to characterizing them, another dimension of studying will be investigated in the face of excessive anxiety about what is useful (always measurable) that changes pedagogical ties and communal ties based on competition for the credit required by cognitive capitalism.

Keywords.Philosophy of Education; Politics; Ethics; Coloniality; Evaluation.


Resumo. Neste ensaio exploraremos alguns problemas ético-políticos da redução do estudo ao desempenho, à medida que a lógica neoliberal da aprendizagem competente promove através da racionalidade expansiva da avaliação e da crescente tecnologização que a auxilia. A preocupação da qual partimos procura questionar o estudo como mero veículo para atingir as atuais coordenadas produtivistas e abre a questão da sua base relacional transformadora de si com a pluralidade do mundo. A partir deste cunho, serão abordados os discursos filosóficos da educação que se agrupam sob um “elogio ao estudo”, analisando aquelas tensões que podem conectar ou desconectar o estudo da colonialidade que funciona nas pedagogias do neoliberalismo. Além de caracterizá-los, será investigada outra dimensão do estudo diante da ansiedade excessiva sobre o que é útil (sempre mensurável) que altera os laços pedagógicos e os laços comunitários a partir da competição pelo crédito exigido pelo capitalismo cognitivo.

Palavras-chave. Filosofia da Educação; Política; Ética; Colonialidade; Avaliação.


Sólo piensan en cifras,

en fórmulas,

en pesos,

en sacarle provecho hasta a sus excrementos.

Oliverio Girondo, Persuasión de los días

Soportal: toma y daca

La matemática aplicada aloja un área que utiliza modelos para estudiar interacciones en estructuras formalizadas de incentivos que se conocen como “juegos” y que nada tienen que ver con elementos o dinámicas asociadas al ocio (recordamos que otium, del latín, es la traducción del término scholè y del cual proviene la palabra escuela). Se trata de una herramienta clave para la administración de empresas y la psicología cognitiva-conductual en lo que refiere a la toma de decisiones en función del comportamiento previsto: la teoría de los juegos. Se formalizó a partir de los trabajos de John von Neumann y Oskar Morgenstern que se reunieron en un libro de 1944 cuyo título estaba acompañado de la idea del comportamiento económico. Su auge durante la Guerra Fría por su aplicación a la estrategia militar, marcó una orientación que décadas más tarde la emparenta con líneas de análisis darwinistas y disciplinas como la informática. No sorprendería entonces que tenga su lugar de pervivencia en la cibernética y la inteligencia artificial, pero sí tal vez en algunas gestualidades naturalizadas de la educación actual y ni que hablar de ciertos lugares comunes de la cultura popular. Por ejemplo, en la expresión “la vida es un toma y daca”, ¿qué se guarda?

Toma y dame acá, tit for tat para ingleses, a veces traducido como “tal para cual”, o reproducido punitivamente también como “el que las hace, las paga” (represalia equivalente), nos lleva a un problema fundamental de la teoría de los juegos que se conoce con el curioso nombre de “dilema del prisionero” y pone sobre la mesa conflictos humanos que se inscriben en la lógica de la competencia. Como se puede notar de entrada, hay dos partes en escena que pugnan, celan o recelan por algo que puede hacerles llegar a no cooperar incluso si ello va en contra del interés de las partes intervinientes (pensemos aquí en el concepto belicista de la destrucción mutua garantizada). El “toma y daca”, entonces, se plantea como una estrategia de respuesta consecuente a la acción previa de un oponente: a la cooperación se responde con cooperación, y a la deserción con una “venganza” que luego puede dar lugar a un perdón por la defección. Se yergue así un lenguaje transaccional que se ata a un espíritu empresarial y belicoso capaz de mirarlo todo desde el prisma costo-beneficio, reduciendo la complejidad de cualquier praxis vital a cálculos económicos, afanes productivistas y promotores de una moralina exitista.

Percibimos así lo que se guarda en la mezquina enseñanza mercantil que no da sin esperar algo a cambio: posiblemente las coordenadas de esa idea del estudio que embrolla la tarea impuesta con la relación amorosa, porosa, perezosa -y por eso también imposible- con el saber -que nunca se deja saber del todo-. De ahí también la docencia bursátil, promotora de pedagogías devaluadoras de signos vitales como las errancias que pasan a ser deudas o culpas contraídas por cuerpos (auto)responsables de sus tropiezos. Como si errar no fuera arte y parte de estudiar, se cimienta una idea viril y performática del saber en la que el estudio solo es demostrable en su despojo de cualquier atisbo de impotencia, fragilidad o ambigüedad. El lenguaje armamentista de los objetivos como ‘metas de aprendizaje’, o puntos de llegada ontológico (llegar a ser) como manda el curso, colabora a este respecto: el trayecto sinuoso, somático e impredecible de una enseñanza puede planificarse, aplanarse y rectificarse compartiendo atributos con la linealidad del proyectil. “Cumplir con un objetivo”, es la tarea proyectil que luego deberá evaluarse para ver si ha llegado al fin predeterminado y ha provocado el efecto esperado. ¿Programática problemática?

Posnotaciones: coordenadas significantes de pedagogías neoliberales

En otro ensayo se ha atendido la traza de ese lenguaje tecnicista que sienta las bases del programa “educativo” de la última dictadura militar en Argentina y que se montó sobre el miramiento de “brindar elementos de juicio” para erradicar accionares desviantes de los “deberes programados” y los “objetivos del sistema” (Giuliano, 2022a). Aparece ahí la noción de responsabilidad primaria que la función docente adquiría mediante el evaluar como forma de custodia ideológica, algo que décadas más tarde -ya entrado el siglo XXI- observamos naturalizado en el anudamiento entre evaluación, responsabilidad y enseñanza. Si bien este tridente se plantea para una educación “más justa” o “más relevante” desde una justificación “no autoritaria”, la razón de evaluar se instala en el centro con la supuesta inevitabilidad de su lógica cuantificadora extendida hasta lo no-cuantificable. Advertimos allí entonces que cierta idea de responsabilidad asociada a la rendición de cuentas encuentra en la noción inglesa de accountability, además de su par equivalente, el caldo de cultivo neoliberal que, desde la década de 1980, fortaleció la producción de estándares y los sistemas focalizados en recompensas y sanciones a partir de resultados. Ahora que estamos atravesando una especie de revival o reivindicación sobreactuada de la década de 1990, quizás sea prudente no pegar grandes saltos y revisar más detalles de la matriz pedagógica que se profundizó en el período democrático posterior a la dictadura.

La pérdida de confianza sobre una supuesta performance esperada instala la sospecha sobre un sujeto en cuestión que debe rendir cuentas de lo que hace y no hace. Daniel Saur (2007) encontró que, desde finales de la década de 1980, incluso en críticos a las políticas neoliberales, se planteó un reconocimiento al “necesario” aumento de la excelencia, la calidad y la eficiencia como coordenadas para el “mejoramiento” de la educación. La expresión “dar cuenta” condensa lo que haría inteligible la eficiencia de procesos individuales e institucionales, así como los “productos” pueden mostrar la calidad y abrir líneas de incidencia sobre los procedimientos de su generación. De esta manera, se torna indiscutible la centralidad de la evaluación aunada a la expresión nodal de racionalidad que, como advierte Saur, atrae y concentra nociones como las de rentabilidad, rendimiento, productividad, utilidad, optimización, desarrollo, crecimiento, progreso, evolución, avance.[1] A partir de este campo semántico, evaluar supone mejorar. Pero al costo de subsumir la educación al análisis económico y sus pautas resultadistas de medición con una unidad sobreentendida: el aprendizaje. Lo que se da por sentado y no suele decirse remite directamente a las características del aprendizaje usualmente cristalizado, en forma dominante, como competente, demostrable y transparente.

No extraña entonces que adjetivos referidos a lo concreto, lo tecnológico e inteligente aparezcan sobre la mesa calificando a los procesos educativos capaces de generar iniciativas productivas o que sirvan a la producción. En esta línea, los programas de calificación tanto como las certificaciones de “excelencia” (hoy también llamadas indexaciones, por vincular una variable a la evolución de un indicador) se encuadran -con relativa flexibilidad modular- en lo que entendemos por razón evaluadora: un tipo de racionalidad que impele a comparar, normalizar y clasificar sujetos singulares en función de un ideal de sujeto, mediante dispositivos pedagógicos que incluyen/excluyen tanto como aprueban/desaprueban (Giuliano, 2022b). Esto significa, entre otras cosas, que docentes, estudiantes e instituciones pueden someterse al “control de calidad” como instancia que, dependiendo el caso, posibilita continuar ofertando (o accediendo a) un “servicio”, al tiempo que instala la promesa de un premio “si la tarea realizada es ‘satisfactoria’” (Saur, 2007, p. 170). Pero el problema aquí no es la zanahoria en sí, sino quienes la cultivan masivamente para ese fin y no libre de toxicidades que la protejan de plagas críticas. En el llamado capitalismo cognitivo, discutir el aprendizaje implica discutir su sujeto y cuestionar el commoditie que garantiza el comercio pedagógico del estudiar.

Adentrarnos en estas discusiones habilitan un principio de interrupción a la lógica circular del capital en su fase actual, ya que de lo contrario quedamos a merced del funcionamiento en la constelación neoliberal sobre lo educativo que Saur (2007) caracterizó con agudeza: recurrencia de remisiones, sustituciones automatizadas y encadenamientos tautológicos que subordinan la discursividad pública a su matriz conceptual y, desde esas significaciones reforzadas, encierran u obturan otros pensamientos. Este es el caldo de cultivo de las pedagogías hábiles en sembrar la atomización, la pasividad funcional y el temor proveniente de reducir lo comunal a la trayectoria individual, de un disciplinar corporalidades que persiste más allá de las actualizaciones del poder y los consensos educativos más amenos. En su vínculo inescindible con la razón de la evaluación, la gubernamentalidad respectiva y su colonialidad que opera en el marco de la geopolítica del conocimiento, las pedagogías neoliberales están a las órdenes del capital en las formas (y los fondos) que trabajan subrepticia y explícitamente sobre la base de un presente absolutizado e “inevitable”. Desde ahí los sujetos quedan expuestos a dispositivos que, al tiempo que se multiplican en su afán de captura, instalan imperativos de rendimiento y (auto)maximización de sí.

La pregunta por lo simbólico, las alteridades o lo imposible, queda aplazada en el infinito de la red o directamente se borronea en cada espacio-tiempo pedagógico que pasa a ser comandado por las dinámicas extractivas de producción-consumo. El sujeto resulta reducido a lo que es capaz de producir según las coordenadas de la subjetividad perfilada y termina como consumidor de sí, es decir, alguien que genera su propio agotamiento. Ahora bien, si atendemos lo ya planteado por Jorge Alemán (2018), veremos que el acto de imposición se esconde detrás de una fábrica de consensos que naturalizan las ideas dominantes y que inhabilitan dimensiones vitales de la experiencia (como interrogantes acerca de lo singular-plural) al servicio de un rendimiento. Cada consenso se establece por esferas que operan de arriba-abajo con una ilusión de unidad totalizante, de nula conflictividad y de un acuerdo especular que simula el fin de una querella. Se tolera el cambio (subjetivo, pedagógico, institucional) solo si sigue las coordenadas (controladas y controlables) de la gestión y los rendimientos. Ya no importa el coraje implicado en el deseo de saber, sino la sumisión a sobrellevar infortunios y exigencias (aquello que siempre pide más) con tal de seguir aspirando a capitalizar.

La competencia, la publicitada resiliencia, el cultivo de la apatía y las ficciones de completitud son las claves para mantenerse en pie a la hora de atravesar los mares pedagógicos del neoliberalismo y así llegar a la tan anhelada tierra firme del “prestigio”. No habría situación que -al menos en principio- pueda interrumpir la circularidad, como tampoco sorpresa que no sea incluible en una narrativa de autosuperación. El honor se petrifica en los cuadros del pasado, mientras las herencias solo importan si cotizan (¿psicotizan?). Hay tal vez un principio ordenador de los dispositivos referidos y tiene que ver con una totalidad sin fisuras (Todo) superpuesta a una totalidad presupuesta (Todos), por tanto, no hay lugar para inconsistencias en los corpus de enseñanza como tampoco alojo para singularidades que desarmen los cálculos previstos. El autocontrol retroalimenta la multidimensionalidad desde la que se ansía capturar “evidencias de aprendizaje”, previamente enmarcadas en una planificación que puede entenderse como un aplanamiento de relieves problemáticos y una programática obsesiva de la comprobación inserta en una temporalidad cronológica estipulada. Sin olvidar las compatibilidades y analogías con el lenguaje militar, aparece la noción de evidencia que no permite vacilación o cuestión alguna por el dominio de la certeza que encandila y revela la prueba determinante en un proceso multiplicable.

La prueba puede ser determinante en esas coordenadas, pero la paranoia (que encuentra calma por las vías del control) necesita mayores seguridades. Encontramos así pedagogías que también alinean su impronta con referencias norteamericanas de la década de 1980 y que se concentran en el diseño de pruebas auténticas. Aparecen criterios de validación y legitimación vinculados con “la realidad”, a partir de tareas que tendrían significado en el “mundo real” y una forma de aprendizaje genuino que “tenga valor no solo en el ámbito escolar” (Anijovich y Cappelletti, 2017, p. 119). Se advierte que cambia el rol docente, ahora convertido en un oferente de oportunidades vectorizadas por problemas del mundo real y el desarrollo de habilidades a la altura. Aumentar el ‘grado de realidad’ de las tareas a realizar[2] supone habilidades, competencias, evaluaciones que muestren desempeños en realizar algo “con sentido”, es decir, un producto. Este se calibra entre algún contenido calificado como valioso, el tiempo destinado y el seguimiento exhaustivo (revisión). Es interesante, como indican Benasayag y Charlton (1992), que las posiciones realistas, estimuladas por la filosofía de los managers, hacen tragar la píldora de un hoy plagado de sacrificios en nombre de un mañana incierto y operan tanto por la vía de trastornar el tiempo pedagógico con el de la productividad, como por la de mercantilizar actividades e inquietudes.

Para esas pedagogías mercantiles, no se aprende (ni se enseña) sin evaluación. Solo evaluando puede controlarse si la enseñanza está cumpliendo su obligación de fabricar aprendizaje. De manera que Aprendizaje y Evaluación se enlazan en puntos de mutua comprobación tasable y consustancialidad mensurable, relegando la enseñanza a mera obrera de línea y de eficiencia tan sospechosa que siempre habría que vigilar... A propósito de las evocaciones iniciales de esta reflexión, Leandro de Lajonquière (2011) observó que, tras el fin de las dictaduras militares en América Latina, las tendencias pedagógicas pasaron todas a reivindicarse como progresistas: las inclinadas hacia la derecha las caracteriza tomadas por la fantasía de los “dones” con los que algunos nacen (y requieren de estimulación), mientras otros directamente no (y requieren de confinamiento) o son muy escasos (y requieren compensación), lo que genera un apartheid (psico)pedagógico; las que están hacia la izquierda tomadas por la fantasía de un sujeto plástico, destinado a la sociabilidad y claridad de conciencia aportada por enseñanzas iluminadas, lo que produce voluntarismo e inviabilidad de subvertir el statu quo escolar. De Lajonquière lee cómo el discurso (pisco)pedagógico hegemónico produce una síntesis que, además de abonar pedagogías que rápidamente se consideran progresistas, encadena palabras como interacción-mediación-planificación sin dejar de lado el paradigma desarrollista y su marca reaccionaria exteriorizada en el control.

Habría un “desnivel” de origen que puede ser disminuido, pero jamás subvertido: la reacción pedagógica implica entonces una vigilancia continua para supervisar los avances y evitar las recaídas. La “elevación”, como método progresivo de los esclarecidos de turno, supone el aumento de conciencia o del grado de iluminación, evolución, claridad espiritual, socialización, etcétera.[3] Pero en la suma del desarrollo también entra la mezquindad calculada, el ajuste planificado y el orden prestablecido: no dar por encima de la cuenta, Todo debe ser bien ajustado (a lo programado), nada quedar fuera de lugar, ningún resto por considerar. ¿Qué es esto? Y ya: ¿Qué significa estudiar?

Estudiar: ¿asumir un poco la creación del mundo o consumirlo?

Muero estudiando leyes para vivir la vida.

Nicolás Guillén

Tal vez un cuestionamiento al exceso de información, que es un ataque constante a cualquier cuerpo y un imperativo de consumo del mundo, pueda encontrarse en la praxis del estudiar toda vez que no sea mero vehículo para llegar a las coordenadas productivistas de turno y abra la pregunta por su base relacional transformativa de sí con la pluralidad del mundo. Como puede entreverse, esta invitación tiene un aspecto geográfico en el que la escritura gravitada por las habladurías barriales tiene todavía, pese a todo, los relieves de la lengua. No el desnivel conducente a accidentes, sino la impugnación al desprecio del suelo vital sobre el que se para el sentir del pensar. Al respecto, hay una historia de tantos arriba valorados como abajo(s) menospreciados. Aristófanes puede ser un nombre que echó a andar la idea que las regiones del arriba no podían ser analizadas estando en el suelo, desde abajo, porque así no podría desentrañarse nada. El tiro por elevación da la pauta de que hay que subirse al caballo para entender el galope. Esta es la misma operación que reduce, incluso mediante arrastres etimológicos, el teorizar al inspeccionar y al examinar: dos operaciones que parten de una desigualdad y la sostienen policialmente, a veces incluso con pasión religiosa.

Aparecen con voces más o menos altisonantes los “detractores de la teoría”, pero pobres citas olvidan hasta la infancia (ese tiempo en el que se piensa jugadamente en serio). Ahora que hablan la lengua de lo aprendido y lo rendido, por alguna razón no dicen que teorizar se emparenta a los verbos contemplar, cuidar, mirar, visionar. En cambio, sí les gusta la consideración (considerare) que trae el examinar con veneración y “consultar en lo alto para encontrar allí el sentido y la guía de nuestras vidas” (Tatián, 2020, p. 111). Viento a favor para quienes tienen vértigo a las alturas, para quienes miran por donde caminan o exploran senderos trazados por animales. En torno a ese trazo, algo puede decirse también sobre la tradición platónica que sentó algunas de las bases occidentales de lo que hoy se entiende por antropocentrismo: básicamente definiendo al ser humano por oposición a todos los demás animales que no examinan nada de lo que ven y como el que aloja esa “potencia de examen sensible que se deja afectar por lo que ha sido visto” (Tatián, 2020, p. 112). Habrá quienes satisfagan el enigma de la pulsión que constituye al estudio con esa respuesta, que presupone la razón como cúspide indiscutida de cualquier civilización, que ningunea la lengua de las mariposas (por mencionar la figura de una lengua extraña y una película memorable), que considera a la vista como el sentido único.[4]

La palabra examinación y sus derivaciones, ya sea como verbo o como sustantivo, no por nada pervive hoy en las palabras evaluación y dispositivo, además de cargar -como hemos visto- con una tradición jerarquizadora y desigualitaria. Como si fuésemos una unidad de abstracción, medida de todas las cosas, y saliéramos por ahí examinando todo lo que suponemos a disposición nuestra, aunque con la condición de no escuchar, oler o directamente sentir lo radicalmente otro de . Con Ailton Krenak podemos replantear nuestra separación de ese organismo del que formamos parte y se llama Tierra, porque cuanto más nos distanciamos de nuestro lugar más avanzan las corporaciones de la pulcritud y menos escuchamos las voces de otros seres que habitan el planeta. Cada paso en dirección al progreso devora algo de nuestro estar y, pagando ese precio por el afán de ser, “construimos justificaciones para incidir sobre el mundo como si fuera una materia plástica” (Krenak, 2023, p. 75). Esto incluye “suprimir la experiencia del cuerpo en comunión con la hoja, con el liquen, con el agua, con el viento, con todo lo que activa una potencia trascendente” que yergue un bosque “donde puede existir un poco más de deseo, alegría, vida y placer” (Krenak, 2022, pp. 37-71).

Hay toda una formación sanitaria que es aséptica -y también escéptica- de las relaciones con todo lo que habita el mundo y no cabe en la definición restringida de humanidad. Una mentalidad pulcra del estudiar que, desde la más temprana infancia, recomienda no meter las manos en la tierra porque se ensucian. Dos preguntas frente a esto: “¿cuándo fue que la tierra se convirtió en suciedad?” (Krenak, 2022, p. 110) y “¿hasta dónde podemos llegar en la comprensión de cuestiones como por qué en la niñez se ama la arena?” (Martyniuk, 2023, p. 73). Si seguimos a Krenak (2022), podría decirse que la libertad de infancia vive el vínculo con la naturaleza siendo parte de ella porque coloca el corazón al ritmo de la tierra y tal vez recuerda que “toda sabiduría ha de humillarse frente al mecanismo de un mosquito” (Girondo, 2012, p. 185). En el suelo del estudio sin cuidado germinativo, aparece la Inquisición actualizada cada vez que el afán extractivo planta interrogatorio de tribunal. Así se estudia para zafar, salvarse la vida, obtener buenas notas, aprobar exámenes, conseguir algún resultado que simule la desafección de las clases. No importa la atención o la tensión de hablar con quienes han muerto o todavía no han nacido, solo dibujar bien las caricaturas del aprendizaje.

La insistencia irrenunciable en la pregunta por la libertad, que “jamás se obtuvo sin una liberación” (Tatián, 2020, p. 117), nos sitúa en el deseo que activa la búsqueda del estudiar: ¿qué, si no el anhelo de placer y alegría, mueve la inteligencia del cuerpo? Estos vectores constituyen y caracterizan a esa actividad libre, no definida por su utilidad, que torna inoperante su comprensión en términos de eficiencia, de “relaciones directas y comprobables entre causas y efectos (o entre objetivos, prácticas y resultados)” (Larrosa, 2020, p. 72). Ofrece otros caminos que el de la obsesión evaluativa -característica de las sociedades del aprendizaje y su afán mercantil- y su colonización cognitiva manifiesta en palabras-operaciones como innovación y aplicabilidad. Coincidimos con Jorge Larrosa (2020) en que, si el aprendizaje puede ser medirse por el progreso de capacidades que pueden mostrarse en realizaciones concretas, estudiar, al no tener un propósito específico, no obedece a una secuencia que pueda ser determinada y si produce efectos, son imprevisibles y no directamente comprobables, es decir, no son susceptibles de producir evidencias. Por atender al testimonio del Borges profesor, Larrosa encuentra que el carácter libre (del estudiar) se constituye por la independencia de los exámenes, así como su temporalidad indefinida por no subordinarse a los calendarios institucionales.[5]

Sin embargo, en el nombre del imperativo de “adaptarse a los tiempos modernos”, como señalan Cubas y Rechia (2020), ganan terreno docente los dispositivos de control y evaluación como nuevas tecnologías adoptadas por el impulso futurista al dominio de herramientas que prometen hacer “menos aburridas” las clases. Es interesante que, luego de este señalamiento, por el funcionamiento propio de la colonialidad y la influencia de autores belgas como Maarten Simons y Jan Masschelein, aparezca una reivindicación de los exámenes como tecnología escolar que supuestamente no sería un instrumento formador en serie, sino una técnica - “artefacto del universo docente” (Cubas y Rechia, 2020, p. 157) que compromete, presenta el mundo y enfoca la atención.[6] La posición se profundiza cuando siguen el trazo de la helenista francesa Jacqueline de Romilly al hablar de los desafíos impuestos por la práctica de evaluar y atribuir nota que, por colosales proporciones que tengan sus efectos, constituyen las marcas innegables o “callos” del oficio. Sobre sus efectos privatizadores (mercantiles), individualizantes y erosionantes de la comunidad puede ser interesante lo aportado por Masschelein (2020) cuando, no sabemos si por un acto fallido, refiere al nacimiento del estudio de la medicina en Salerno a partir de 1060, donde cuenta que incluso las mujeres participaban del pensamiento y todo se pensaba públicamente hasta que en 1137 se instituyeron los primeros exámenes.

Lejos pareciera quedar el entusiasmo de la escucha y la mirada de palabras que, en su fuerza o extrañeza, “no son herramientas de comunicación sino talismanes” (Larrosa, 2020, p. 75) abridores o reconstituyentes de mundos, que enseña la apertura del estudiar. Como si su afición, desvelo, afecto, disposición espiritual y corporal libre se eclipsara por una acción a disgusto vinculada con el peso de una tarea, el resoplido de un esfuerzo no deseado o la condena a un campo de trabajo forzado. Puede entrar aquí y así el maquinismo que hace inaudible la criticidad al tiempo que deteriora y atomiza la vida comunal en favor del rendimiento que, a su vez, produce un aumento de indiferencia y una disminución perceptiva en un afán de disponibilidad que solo busca rentabilidad. Se multiplican de este modo los automatismos como marcas registradas del capitalismo cognitivo que instala la lógica del devore y descarte, mientras genera distanciamiento y disuasión de la vida compartida cada vez más objeto de la técnica. Si leemos esto a partir del lema innovar es simular lo nuevo, que Crary (2015) también entrevé como forma del capitalismo contemporáneo, veremos que la inhibición de la experiencia estudiantil se forja a partir de operaciones clásicas que fomentan la homogeneidad, la redundancia, la aceleración y el encandilar con nuevas tecnologías pretendidamente educativas.

Como parte de un expansivo proceso de burocratización del vivir, los imperativos de rendimiento tienen enlazados más o menos implícitamente un requerimiento de autogestión compuesto por una ilusión de elección (la “personalización”) y más autorregulación en detrimento de cualquier elaboración que implique lo colectivo. La pérdida de singularidad-comunalidad es un aspecto más de la formación tecnocrática que borra los desvíos -base de toda pluralidad-, aplana los relieves -constituyentes del espesor vital- e intenta, por tanto, eliminar lo inconmensurable en favor de lo desabrido: el circuito cerrado, insípido por desprovisto de sabor e insulso por privado de vivacidad, que reniega de la alteridad por lo irritable y vigorizante de su estar. El perfil de subjetividad esperada se caracteriza por lo inofensivo, la obediencia y la flexibilidad que garanticen un sometimiento estimulante, premiable, (me)gustable. Aquí los dispositivos pedagógicos juegan un papel clave ya que, atendiendo a Crary (2015), plantean un manejo sin fricción aparente, ofrecen autosatisfacción y reconocimiento por algún saber-hacer, y procuran la impresión de alojar el sentido de “inventiva” individual como forma vencedora. Pero quienes se ubiquen en el lugar de “vencedores” no se diferencian de un usuario sustituible y termina vencido como objeto de la doble desposesión de su tiempo y de su praxis.

La mirada se despoja de óptica, así como la escucha de acústica (podría decirse de ética), emplazándose como meros instrumentos de reacción y no de respuesta, ya que opera un pasmo del estudiar por un estado de ensimismamiento, inercia y control. Aquí entra lo que Crary plantea como neutralización a partir de la sustitución del placer por la repetición sin introspección, es decir, la entrada en un registro de autocomprensión que se identifica con rasgos de lo inanimado: ajenidad a la fragilidad de lo existente, empobrecimiento sensorial y disminución perceptual. La conexión, la velocidad y la serialidad aparecen como vectores maquinales que deterioran las comunidades educativas en su potencia conversacional, de nuevos encuentros formativos, de insurgencia sensible y en su ethos del compartir espacios-tiempos liberadores. La atrofia de gestualidades ético-políticas entran en el registro del atacar formas de la dignidad relacionadas con lo inconveniente, es decir, con la molestia de un roce, con la frustración por lo que falla, con la espera cooperativa que implica la improductividad o la pausa propia del compartir duraciones no métricas, sin competencia ni continuidad constante, al cuidado del cultivar.

Tal vez por esto, por no consumir el mundo y asumir un poco su creación, Bertolt Brecht sugería estudiar lo elemental, que tanto en la cárcel como en la cocina hay que estudiar, porque incluso para quienes les llega la hora “no es nunca demasiado tarde” (1999, p. 78), porque -aun con hambre- empuñar el libro es empuñar un arma, porque no hay que dejarse con-vencer, y nunca temer preguntar, apuntar a cada cosa o cada cifra con la curiosidad que dice: “Y esto, ¿por qué?”.

Coda: floreo estudiantil sin lisonjas ni alardes

El lado B del estudiar, también está signado por movimientos, pueblos y paisajes que han ocupado –y siguen ocupando- el lugar por demás fetichizado de “lo estudiado”, el lugar frío y distante de lo que es objeto de estudio, o peor, el no-lugar dentro de una gramática del mundo que presupone sujetos, objetos y predicados según variables de reconocimiento. De este modo, academias con gran publicidad e influencia disciplinar de Norte a Sur han patentado adjetivos, superposiciones y pertenencias del estudio. Por ejemplo: los “estudios culturales”, los “estudios sobre discapacidad”, los “estudios de género”. Por eso tampoco da igual el estudio de quien se descubre pensar al calor de una estufa en Francia y de quien lo hace al frío del exilio con la única biblioteca disponible a su alcance: la del recuerdo. Grandes obras fueron escritas de esta manera, como Filosofía y poesía de María Zambrano o Filosofía de la liberación de Enrique Dussel.

Ya Rodolfo Kusch, en su primer libro La seducción de la barbarie (de 1953), plantea la reflexión herética de que estudiar con la gravitación de nuestro suelo implica pasar en cierta manera al terreno del no ser y trazar una mirada “desde la vida y desde el paisaje y no de la norma (…) o sea desde su medio, su ámbito vital significa abrir la puerta opuesta al ser y prender” al sujeto, a cualquier sujeto, por su antinomia, “pillarlo en un antagonismo similar al que existe entre literatura y ciencia con la ventaja de tener que quedarse con lo literario” (2007, p. 105). Incita a recordar aquella idea de Deodoro Roca acerca del espíritu del estudiante que se forma en la praxis de la investigación como en el cultivo de la libertad, y se levanta en el espacio público donde la educación se asocia a lo fecundo de la solidaridad entre los juegos del pueblo y la alegría cuidadosa, entre el amor a las ideas vitales y el ejercicio deseante de heroicidad “en las pequeñas cosas no necesarias de todos los días; (…) no importa que nada se consiga en lo exterior si por dentro hemos conseguido mejorarnos. Si la jornada se hace áspera no faltarán sueños que alimentar” (2008, pp. 32-33).

¿Qué intersticios del mundo pueden alojar todavía la potencia (e impotencia) de algún gesto estudiantil? Puede encontrarse también en la acción de estudiar la búsqueda de un amparo, un cobijo, un refugio ante las tragedias del mundo que hacen arder la civilización y diseminar su humo denso cargado de miasma, frente al cual se necesitan ojos húmedos por vernos en la sombra, espíritu inquieto por entender los sentidos de lo que viene y oídos aguzados que distingan las voces amigas entre el grito ronco de la melancolía. Por esto hay quienes enfáticamente insisten: “¡Mientras tanto estudiemos, (…) no nos sorprenda la tempestad en lo más apartado del bosque, ocupados en pasatiempo inocente!” (Roca, 2008, p. 14). O como escribiera Ezequiel Martínez Estrada a sus estudiantes -en una carta de 1945 que respondía a una salutación que le habían hecho llegar junto al deseo de que desaparezcan pronto las causas que lo habían alejado de las aulas-:

La verdad es que nos encontrábamos para vivir en un mundo que era mucho más cierto que el de la calle, las casas y los muebles. Un mundo en que también convivían con nosotros grandes obras, grandes ideas, grandes sentimientos. Aunque hayamos olvidado el texto literal de las lecciones, ¿cómo podremos olvidar el provecho de aquellas horas en que todos formábamos también unidad de plurales nombres, edades, experiencias y destinos? (…) ¡Cuántos pretextos encontrábamos para que las clases y las lecciones fuesen un motivo de anudar más estrechamente nuestras almas! Las autoridades –esto es todavía un secreto- solamente se enteraban de que seguíamos un programa, pero, ¿sospechaban acaso que íbamos creando esta comunidad de las almas, que tantos autores nos servían para escaparnos del Colegio y de los libros a un mundo en que éramos todos amigos muy viejos, en que hacíamos de nuestros espíritus un muro infranqueable para la otra realidad de los pasillos y de los celadores? Infortunios y dichas ajenos eran también nuestros; participábamos en la aventura de vivir en dimensiones de espacio y de tiempo inconcebibles. (…) Ustedes y yo tuvimos en aquellos días felices los mismos maestros; yo también era un estudiante que con ustedes asistía a ese mundo prodigioso. No lo olvidemos. Buscábamos todos, a través de los órganos del pensar y del sentir, encontrarnos a nosotros mismos en nuestra condición, con más conciencia y en más sazonada plenitud. (2013, pp. 31-32, énfasis original)

Ya no extraña que la palabra estudiar suscite una perplejidad frente al poder dominante de la palabra “aprender”. Como si estudiar nunca se hubiera desprendido de la imposición, de la obligación, del requerimiento, del autoritarismo. Como si la pronunciación de la palabra instalara inmediatamente una atmósfera borrascosa, despreciable, zozobrante. No obstante, quienes chismosean de etimologías saben de la parentela y cercanía que existe entre la estupidez y el estudio. Hasta podría preguntarse si cuando estamos frente a un gran estudioso, por tanto, no estamos frente a un gran estúpido. Porque el estudio, como la estupidez, no pueden entenderse sin la estupefacción, la perplejidad, el desconcierto, el aturdimiento o, como enseña el mismísimo Diccionario de la estupidez de Piergiorgio Odifreddi (2018), la situación en que siempre está en juego una incapacidad “para actuar correctamente” (p. 83) porque la realidad aturde, golpea, sorprende y más de una vez nos deja vagando entre libros buscando precisar una pregunta o interpelar una respuesta. Quizás algún signo poético de la estupidez, o del estudiar, como esa incapacidad para tal vez portarse comedidamente, sea el principal refugio contra el aprendizaje vuelto mercancía, la creatividad al servicio del emprendimiento ganancial, la invención hecha innovación, la colaboración tornada complicidad colonial con el capital.

Tampoco podemos olvidar el imperativo que tanta gente escuchó: “Mira, tenés que estudiar porque hay que ser alguien en la vida…”. Y así pasar del 1 al 10, para lo cual hay que encerrarse el finde, perderse el partido, cerrar la ventana por evitar ver pasar a la chica de enfrente, transmutar las ganas de bailar en unas ganas raras de estudiar. Y así, “ganarse la vida”, ser alguien de 10 y no (1) nadie, llegar a la época de “los tejidos grasos” -como decían Manzi y Jauretche- y asemejarnos a la esfera de Parménides. Todo lo cual no deja de darle vigencia a aquella pregunta de Kusch (2007): “¿Entonces cuando se estudia se pasaría del flaco estar al gordo ser?” (p. 567), pero enseguida se percibe lo escuálido que queda el ser y lo grueso del estar que lleva consigo una apelmazada vida de barrio pisando el suelo donde “el verdadero sentido de la vida no es solo cumplir con el pequeño deber, sino asumir siempre un poco la creación del mundo” (p. 568). ¿Cuándo estudiar comienza a parecerse a beber sin sed? ¿Adónde se guarda el afecto por quienes cultivan el no saber? Existen, afortunadamente, quienes sienten el estudiar como una necesidad trófica y no ven su destino próximo como un conjunto de asignaturas jalonadas.

Referencias

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[1] Se puede agregar como línea de continuidad, y síntoma de época, la proliferación de la inteligencia ya no como sustantivo, sino como adjetivo con su traducción inglesa permeando el habla cotidiana: lo Smart. A su vez, siguiendo a Saur (2007), fortalece la red de términos que se apoyan y se reenvían entre sí conformando una matriz (pedagógica) que fluye y dota de seguridad a sus agentes por su sistematicidad.

[2] En Contrafilosofías de la evaluación, se dedicó un capítulo a analizar los “aparatos de empequeñecimiento y mercantilismo pedagógico” como parte del modus operandi de la formación neoliberal que gusta de imponer tareas a realizar. Estas, al tiempo que tejen en su derredor una red de significantes que conducen a la misma interpretación evaluadora (deber, deuda, tasa, canon, impuesto), ofrecen una promesa de realización como si hubiera una esencia, una vocación o destino a que aspirar y ninguna experiencia ética.

[3] Es interesante que Leandro de Lajonquière encuentra en estas formaciones la misma matriz pedagógica que la de la catequesis conquistadora/colonial, observación que puede relacionarse con el análisis de los dispositivos pedagógicos contemporáneos como extensiones actualizadas de la matriz colonial de poder y su requerimiento como base sintomática de la desigualdad educativa (Giuliano, 2022b).

[4] Podemos agregar aquí, junto a Mignolo (2024), la importancia de problematizar la comprensión del mundo estructurada por líneas verticales y jerárquicas, lo que convoca el encuentro con una base relacional completamente diferente involucrando praxis de solidaridad horizontal no solo con animales humanos, también con no-humanos en el mundo natural y cosmológico. Entre otras cuestiones, esto implica entender que la geología del cuerpo humano es telúrica, así como la natura permitió crear el concepto de cultura.

[5] Es llamativo que, más allá de esta posición que compartimos, el autor manifieste recientemente una propuesta que expande la razón de evaluar incluso pese a posiciones contrarias que ha asumido en otros momentos. Esta discusión ha sido mantenida en el capítulo referido en la segunda nota al pie.

[6] A propósito de la posición de Simons y Masschelein sobre los exámenes, de importante influencia en nuestras latitudes, como puede notarse, comenzamos a abordar la cuestión en un artículo de 2019 dedicado a explorar el vínculo entre "Escuela y colonialidad", lo que fue profundizado en un volumen de reciente aparición (Giuliano, 2024). Cabe mencionar que otra vertiente de discusión la hemos abierto de manera conjunta en Giuliano y Skliar (2019).