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Expresión estética del resentimiento en narrativas colombianas recientes

Aesthetic Expression of Resentment in Recent Colombian Narratives

Orfa Kelita Vanegas Vásquez
Universidad del Tolima, Colombia

Expresión estética del resentimiento en narrativas colombianas recientes

Cuadernos del CILHA, vol. 20, núm. 2, pp. 55-74, 2019

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 02 Febrero 2019

Aprobación: 10 Abril 2019

Resumen: En un conjunto de novelas colombianas de reciente publicación se explora la expresión emocional de los personajes ante la realidad social y política que las tramas configuran. El resentimiento surge en este marco como lenguaje íntimo que hermana a los héroes y espacio epistémico para indagar la faceta afectiva de una sociedad sujeta a un estado de precariedad social y vacío de futuro. La queja del personaje resentido se equipara con una suerte de política existencial, un poder expresivo individual que devela los quiebres del orden social y da realidad moral a las complejas situaciones que destrozan las aspiraciones de justicia e igualdad. Las novelas estudiadas se conciben de este modo como estéticas del resentimiento, escrituras que van al lugar de lo íntimo lesionado para luego regresar y contar lo que hay en él. Narrar la realidad de un país, de una generación, desde una sensibilidad resentida constituye un lenguaje renovado que articula y da representación a las realidades no siempre perceptibles de la vida social.

Palabras clave: Resentimiento, Novela colombiana, Violencia, Emociones políticas, Justicia.

Abstract: In a set of Colombian novels recently published explores the emotional expression of the characters before the social and political reality that fictions form. Resentment arises in this framework as an intimate language that unites heroes and epistemic space to investigate the affective facet of a society subject to a state of social precariousness and emptiness of future. The complaint of the resentful character is equated with a kind of existential politics, an individual expressive power that reveals the breakdowns of the social order and gives moral reality to the complex situations that destroy the aspirations of justice and equality. The novels studied are conceived in this way as aesthetics of resentment, scriptures that go to the place of the intimate injured and then return and tell what is in it. Narrating the reality of a country, of a generation, from a resentful sensibility constitutes a renewed language that articulates and gives representation to the not always perceptible realities of social life.

Keywords: Resentment, Colombian novel, Violence, Political emotions, Justice.

Introducción

El presente estudio se circunscribe a un proyecto de investigación más amplio que incorpora lo emocional político como elemento capaz de esclarecer una nueva poética de la violencia, dilucidar otro imaginario sobre la caótica realidad colombiana y explicar, a su vez, las innovaciones del lenguaje literario que parte de los escritores nacionales vienen proponiendo[1]. Entre las emociones que toman protagonismo en las tramas literarias está el resentimiento. Surge de la ecuación violencia/injusticia y afecta especialmente a quienes están en los márgenes del poder económico y político, esto es, a la mayor parte de los ciudadanos. En efecto, el sistema de dominación jerárquica de gobernantes hacia gobernados tiende a favorecer de la buena calidad de vida solo a una parte reducida de personas, mientras que las demás son excluidas de tal beneficio. Esta distinción arbitraria entre las personas al momento de asignar deberes y derechos básicos, niega o disipa la libertad de igualdad de ciudadanía. Para Judith Shklar (2013), un sistema gubernativo es justo cuando es gestionado por funcionarios ecuánimes, imparciales y comprometidos con la tarea de mantener el orden legal que dé a la sociedad su carácter de completo. Si este principio es violado se produce la injusticia. Situación que influye de manera negativa sobre las perspectivas de vida del sujeto, sobre lo que este hace y puede llegar a hacer. El desorden social, político y económico que acompaña a la economía capitalista, según Mishra (2017), ha generado “un rencor existencial hacia el ser de los otros” (21); un resentimiento causado por una mezcla intensa de sentimientos de humillación e impotencia, que envenena la sociedad civil y mina la libertad política.

Frente a las situaciones de injusticia, el resentimiento aflora como emoción de rechazo y reclamo. La conciencia de saber que los derechos le han sido arrebatados, además de la profunda insatisfacción individual ante la imposibilidad de movilidad social, hunde a la persona en un estado de rencoroso desasosiego contra el sistema y aquellos que resultan beneficiados en detrimento de lo propio. Las novelas colombianas escogidas para este artículo: Delirio (2004), de Laura Restrepo; El ruido de las cosas al caer (2011), de Juan Gabriel Vásquez; Plegarias nocturnas (2012), de Santiago Gamboa y Los derrotados (2012), de Pablo Montoya, al estar vinculadas de modo particular con la historia nacional, representan la situación del resentido y proponen sentidos de esta figura, para indagar: de qué manera se vive con el legado de la violencia como fenómeno generador de profundas injusticias sociales; cómo se conserva la dignidad ante situaciones de negación y exclusión; cuál es la posición ética y moral de quién no espera nada del sistema ni de la sociedad que lo enmarca. Igualmente, lo arbitrario de la memoria oficial y su distorsión de la realidad es discutido desde la estética del resentimiento.

Más allá de las diferencias formales y temáticas, el cuestionamiento a las políticas de la violencia, la corrupción y la degradación de la clase dirigente colombiana es el punto mayor de coincidencia del corpus literario en cuestión. Los héroes son construidos con una mezcla de emociones apasionadas y posición ideológica que rezuma el hartazgo ante el estado de cosas, que estrecha la vida personal y obnubila la mirada al futuro: “si algo le revolvía la sangre, como si se tratara de un vomitivo de acción inmediata, era esa clase dirigente que desde los tiempos de la colonia había sido incapaz de construir un país justo” (Montoya, 2012: 191). En la coyuntura del hastío, la rabia y desconfianza de lo político, el resentimiento adquiere protagonismo en la vida emocional del sujeto contemporáneo.

La recuperación del pasado nefasto que la dinámica política y social ha querido olvidar, el cuestionamiento al conformismo del ciudadano común ante la presión de la vida diaria, la reubicación de realidades injustas que por su cotidianidad misma se perciben como “normales”, comprometen a los personajes que confiesan su rencor, que cargan consigo la memoria traumática y la exigencia de luchar contra el olvido. La disputa contra imaginarios utópicos y promesas de esperanza es también batalla de quien defiende el resentimiento propio. De esta forma, el héroe resentido se instala como eje de articulación que remite a variadas significaciones en el corpus de las narrativas objeto de estudio.

Desde estos primeros párrafos, consideramos, es importante darse cuenta que la apuesta de la escritura por fijar una posición de rencor frente a la vida de un país, a través de sus figuras ficcionales, no consiste en valorizar una reacción emocional deshonesta o inmoral. Por el contrario, el héroe resentido, como veremos, pone en evidencia a quienes están detrás del poder para dar dimensión moral a los descalabros políticos. La idea de resentimiento, desde la cual indagamos el estar de los personajes, se corresponde con una desazón emocional permanente de haber sido maltratado por las políticas gubernativas y la historia del país, en el logro de la plenitud como persona y ciudadano. La escritura recompone un afecto inherente a la estructura de la sociedad colombiana en que la igualdad formal entre las personas coexiste con enormes diferencias de poder, educación, estatus y propiedad. El desequilibrio existencial de las generaciones que llegaron después del desmoronamiento de la utopía revolucionaria latinoamericana, durante el ascenso del narcotráfico y la escalada de la corrupción del sistema gubernativo, se traduce en la ficción en queja contra una realidad que aplasta la esperanza y la posibilidad de hacer parte de una sociedad incluyente.

El resentimiento como afirmación individual

La verdad de una época ubicada en un tiempo y espacio particular hermana a los protagonistas de las novelas. Bogotá y Medellín son los lugares que los héroes transitan. La niñez, juventud y adultez temprana de los personajes de las narrativas transcurre entre las décadas del setenta y noventa. Los años ochenta y parte de los noventa son periodos signados por el narcoterrorismo, etapa en que la figura de Pablo Escobar es símbolo del régimen de terror que se implantó en el país. En Plegarias Nocturnas, el narrador enfatiza en la criminalidad y el abuso de poder durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez (2002-2006, 2006-2010). La escalada del paramilitarismo y la corrupción de la fuerza pública durante estos años de gobierno se denuncian de manera abierta en la escritura de Gamboa. Los tiempos históricos bajo los cuales se desarrollan las tramas son determinativos de lo que se cuenta, a través de ellos podemos comprender el resentimiento como afecto ligado a situaciones sociales y políticas específicas. La rabia, el reclamo y la indignación se vinculan estrechamente al pasado del país y lo definitivo de la pérdida.

La indagación en imágenes simbólicas del pasado origina los sucesos en cada una de las narrativas en cuestión. Recordar se convierte en asunto de urgencia cuando se intenta comprender el presente. Es necesario “dar cita a la memoria” para ver de nuevo lo que se vivió hace años, aunque con otra luz. Como precisa Gamboa (2012), el tiempo es muchas veces “un problema de luz. Con los años ciertas formas adquieren brillo o, al contrario, se cubren de una extraña opacidad” (14). La escritura va dando cuenta de esto. Las vistas al pasado son lugar de coincidencia de las narrativas y punto desde el cual los sucesos se ubican en una línea de tiempo, que proyecta la existencia de los héroes hasta el presente ficcional.

Al penetrar en el tiempo ido, la narración desplaza los acontecimientos del mundo íntimo del personaje hacia un plano exterior y visible. La palabra desenreda el recuerdo personal; el orden caprichoso de lo memorado se reorganiza en un relato coherente que enfoca con nuevo matiz la historia reciente de la nación. Las novelas, en este sentido, no solo desentrañan la experiencia íntima de los personajes, sino que, asimismo, recobran un pasado que pertenece a todos. Lo subjetivo, lo individual, es también eco plural de la vida de un país, memoria colectiva que atraviesa a una generación.

Plegarias Nocturnas representa el panorama de una sociedad sacudida por los revuelos políticos de la primera década del siglo XXI en Colombia. Manuel, joven filósofo, narra su pasado mientras está prisionero en una cárcel de Bangkok esperando la pena máxima. Este héroe está acusado arbitrariamente de traficante de drogas. Sabemos que el narrador abandona el país con la idea de reunirse con su hermana, quien había migrado dos años atrás a causa de la amenaza de un grupo criminal asociado con instituciones del Estado. Empero, la otra razón por la que Manuel se va es su repudio hacia la realidad opresiva que atravesaba no solo a su familia, sino también, a la sociedad en general:

(…) éramos parte de algo oscuro, triste, que ninguno (…) podría ya cambiar. El aroma de loción barata, el brillador de suelos, el perfume de gabardinas y chaquetas, no lo sé. El intenso olor de una familia humillada, que creía merecer una segunda oportunidad, sin jamás tenerla (…) Siempre odié lo que define la vida en ese lugar: el arribismo, el afán de figurar, el odio, la tacañería congénita, la envidia (…) ¡la época más horripilante! Un presidente mafioso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que en Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala (…) este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes (Gamboa, 2012: 20, 65).

El momento histórico que Gamboa escenifica, como ya señalamos, se corresponde con los dos periodos de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, años cruentos disfrazados de progreso económico y políticas de seguridad democrática[2]. Desde la perspectiva del politólogo Miguel Herrera Zgaib (2012), durante esa etapa presidencial, Colombia fue dirigida con una especie de fórmula de gobernabilidad legal (no) democrática, un régimen para-presidencial que se concretó en el proyecto regionalizado de la para-república, bajo control de las autodefensas desmovilizadas con la “Ley de justicia y paz”, cuyos jefes, no sobra decir, fueron extraditados por narcotráfico. El investigador colombiano, caracteriza esta etapa como la “(de)generación democrática de Colombia”, en la que se validó la política de guerra en la opinión pública.

En la última cita, el narrador considera que los principios elementales de justicia y equidad han sido violados en prejuicio suyo. La corrupción y violencia política se traducen en falta de oportunidad. La voz recala en la humillación de sentirse menospreciado, en la punzante conciencia de reconocer que los otros poseen algo –material y espiritual– a lo que también se tenía derecho pero que, sin embargo, ha sido negado. El resentimiento, en este orden, está comprometido con una promesa de meritocracia que postula la secularización de la justicia, y una distribución de la riqueza independiente del nacimiento o de la fortuna. El juicio emocional del personaje de Gamboa “toma la forma de una idea fija que se expresa de manera obsesiva con la denuncia de una promesa incumplida” (Moscoso, 2014: 8) y la fragmentación de la esperanza. Este elemento último es cardinal en la motivación del resentimiento en las generaciones más recientes, ya que, como bien señala Mishra (2017), a nivel internacional, cada vez es más numerosa la comunidad de jóvenes educados, “cultos”, que se sienten frustrados frente a una realidad que carece de oportunidades de ascenso social. Surge en el corazón mismo del sujeto contemporáneo una profunda desazón frente a una sociedad cuyas disposiciones políticas no consiguen responder a las crecientes aspiraciones de justicia e igualdad.

El modo como las circunstancias más crudas del país entran en Plegarias nocturnas y atraviesan la vida afectiva de los personajes, da consistencia a la realidad impalpable y crea un espacio epistémico para comprender el resentimiento como uno de los fenómenos que define con mayor precisión el estado actual de crisis del sujeto como entidad social. El recurso literario consiste en ubicar a los héroes en situaciones históricas precisas como el caso de los “Falsos positivos”[3], para narrar emocionalmente lo que sucedió (Gamboa, 2012: 211). Este artilugio genera en el lector cierta ilusión de veracidad sobre lo que se cuenta, efecto que a su vez da mayor peso a la contestación de la situación social y política que la escritura persigue. La insatisfacción hacia el estado de cosas en el país se traza en la novela, como gesto anímico que simboliza la desilusión ante el futuro y el quiebre de la esperanza en proyectos alternativos optimistas. La narración se diseña a modo de queja. Es una descarga de indignación contra un Sistema que frustra las aspiraciones e infunde en la población más joven una sensación de vacío de futuro:

(…) fui una niña feliz (…) pero en un mundo triste, opaco. Un mundo en blanco y negro (…) Era muy poco lo que había en esa felicidad, si uno la miraba por dentro: paisajes nublados, personas grises que odiaban su vida y soñaban con algo distinto, gente que no lograba parecerse a nada de lo que creía bello, seres banales conscientes de su banalidad, prisioneros de algo que no tenía fin ni podía tenerlo. Fui una pequeña reina mientras creí que el mundo era igual para todos. Luego comprobé que no y me dio rabia. Una rabia que todavía no se me pasa (Gamboa, 2012: 191).

En este pasaje, el discurso de la narradora es un lamento indignado, la verbalización de una rabia profunda, causada por la realidad que se le impuso desde pequeña. Nacer en una familia de estrato medio bajo, limitada culturalmente y sin oportunidad de ascenso social, remite al sentido fundamental que va moldeando la existencia de los personajes. La validación del yo se ancla a la derrota y el rencor a causa de la intoxicación de un mundo insociable. Esta posición de sujeto deviene, a su vez, en mirada crítica de lo social, es decir, el malestar propio cruza las fronteras de lo individual para situarse en el espacio colectivo. Bajo el ángulo de lo personal afectivo se desenmascaran las condiciones de negación impuestas por el orden gubernativo.

La escritura de Gamboa representa la realidad del país a partir de una violencia no siempre visible y mediatizada. En entrevista con Linares (2011) el autor expresa su preferencia por dejar de lado los factores más palpables de la violencia en Colombia, como el tráfico de drogas, las guerrillas y los paramilitares, para visibilizar con mayor fuerza los sucesos traumáticos individuales, que, en efecto, son derivativos de esa otra “gran violencia” e igualmente socaban el equilibrio de la vida social y cotidiana[4]. De este modo, Plegarias nocturnas, si bien relaciona los desafueros criminales de un Gobierno y sus vínculos con organizaciones ilegales, da especial atención a la realidad mustia que marca la vida familiar de los personajes y les empuja a un odio doloroso y al suicidio.

La ubicación en la novela de dos espacios de violencia, uno nacional y otro familiar, aunque coligados entre sí, identifica el rencor como elemento articulador de la vida social y el universo personal. Justamente en esta condición filial entre lo social y lo personal, en la que se expresa lo irreductible del ser humano: sus miedos, odios y deseos, inferimos de manera más precisa los imaginarios que definen las complejas relaciones de las sociedades contemporáneas. Los protagonistas, al referir situaciones concretas de confrontación con sus padres y amigos, transforman el conflicto con su entorno familiar y la lucha continua contra sí mismos en experiencia anímica social. En este sentido, el espacio privado se construye en la ficción a modo de topos-afectivo, simbólico de los estados anímicos de la contemporaneidad nacional. La narración del lugar propio trasciende en espacio potencialmente emocional para significar el síntoma de la crisis de porvenir y del sentimiento de intrascendencia, que se viene reproduciendo desde finales de los setenta a raíz de la fractura de las utopías modernas y de la degeneración política[5]. Estado de cosas que tiende a agravarse en contextos tan caóticos como el colombiano y que impacta con mayor brutalidad en la dimensión emocional del sujeto y de la sociedad.

Tradicionalmente, el resentimiento ha sido visto como una posición inmoral y deshonesta, derivada de la incapacidad de la persona de racionalizar propositivamente la realidad. Estado que conlleva a una deformación de la verdad y a la anulación de la acción y respuesta del sujeto. Este enfoque, de corte nietzscheano[6], las narrativas en cuestión lo problematizan. Aquí, la queja del resentido se representa más bien como expresión de una humanidad con un rango moral e histórico superior (Améry 2013)[7]. Efectivamente, el cuestionamiento ético de los personajes a situaciones de injusticia transforma la rabia y el rencor particular en una emoción de carácter político, que se sitúa en la esfera ontológico-social. La apariencia que toma el odio en la vida urbana y civilizada, agrega May (1976), es el resentimiento.

Lo moral, para Rawls (1995), es el elemento que da densidad política a lo emocional y separa nuestros actos conscientes de los naturales o espontáneos[8]. Por tal razón, el resentimiento como afecto político depende de cómo se explican los sucesos que generan disgusto, diferenciándolo de la envidia o del simple rencor. La perspectiva desde la cual se analiza la situación es decisiva para distinguir entre sentimientos morales e inmorales (Rawls, 1995). Si esto es así, la escritura literaria al figurar la injusticia como falta que afecta las relaciones afectivas sociales, dota de carácter moral al rencor y relativiza la “conducta incorrecta” de quien se queja. A la caracterización del resentimiento, Améry (2013) añade la obligación de explicarlo a aquellos contra quienes va dirigido. El objeto del resentimiento necesita ser señalado para que la queja adquiera legitimidad moral. Proceso que desvía la idea del resentido como sujeto apolítico, incapaz de racionalizar la realidad que lo estrecha.

Delirio (2004) es una de las primeras ficciones que indaga abiertamente el elemento psíquico-afectivo derivado de la violencia del narcotráfico. Laura Restrepo propone personajes simbólicos de la respuesta emocional de la sociedad colombiana al poder devastador de la droga. La novela, por su representación explícita de la enfermedad psíquica: el delirio, ha sido objeto de estudio no solo desde el eje histórico y sociológico, sino también en relación con conceptos del campo del psicoanálisis, lo fenoménico y lo axiológico (Blanco Puentes 2006, Jaramillo Morales 2006, Navia 2007). Restrepo reordena la red emocional de la sociedad de los años ochenta del siglo pasado, que fue la década en que el narcotráfico golpeó al país con mayor fuerza. El delirio se figura como “síntoma sensitivo que explica el desorden sensorial de la realidad” (Blanco, 2006: 12). Desde la mirada de Jaramillo Morales (2006), la narración de la autora colombiana es un recorrido de la elaboración del dolor íntimo para remediar en algo el estado melancólico de la sociedad. La escritura, desde esta perspectiva, conduce al recobro de las “memorias sepultadas” (130) para dar forma a un pasado nefasto y conducir con ello a cierta redención.

La figuración del delirio como estado íntimo traumático derivado de la violencia, correlaciona a su vez una gama de emociones de rasgo político, es decir, de afectos que intervienen directamente en la conformación de la sociedad y condicionan los imaginarios culturales (Robin 2009, Nussbaum 2014, Ahmed 2015). Bajo este ángulo, la historia de Midas McLister, narrador central de Delirio, toma importancia, porque a través de sus andanzas se registra el resentimiento derivado de la confrontación social y económica entre ricos y pobres. Se recordará que tal personaje es el enlace entre los estratos sociales del país: de familia pobre y de clase social “baja” pasa a posicionarse en la clase “alta”, gracias al lavado de dinero del narcotráfico. Para Suárez (2010), uno de los mayores aciertos de la novela de Restrepo es “la tensión que crea McLister y su función acusadora de la inversión de valores resultado del narcotráfico” (115). La narración se sirve de este protagonista para denunciar el anquilosado paradigma social de inclusión/exclusión que la economía del narcotráfico fue incapaz de solventar y de la cual, por el contrario, agudizó sus diferencias y fomentó una cultura de la apariencia y la ostentación. Dice la ensayista, que McLister le recrimina a Agustina, figura representativa de la burguesía, que la “diferencia infranqueable” entre su mundo y el de él es únicamente “la apariencia y el brillo externo”, le reprocha también que su familia lo trate como un “sultán” por su posición de nuevo rico, y le imputa igualmente la doble moral de sus parientes que han roto todas sus bien cuidadas convenciones para aceptar su lavado de dinero del narcotráfico (115).

Con Suárez estamos de acuerdo en el notable papel que McLister juega en la novela, para retratar la doble moral de la sociedad colombiana frente al negocio de la droga, también consideramos acertadas sus reflexiones sobre la capacidad de la escritura de Restrepo para escenificar los estragos causados por el narcotráfico en el tejido social, no obstante, somos de la opinión que Midas McLister realmente no se ufana de su papel de “nuevo rico” y de su supuesto posicionamiento en la burguesía bogotana. En el presente de la narración, el héroe con “el dolor [del] alma” acepta que se equivocó (Restrepo, 2004: 136). Sabe que cometió justamente el error de creer que la diferencia entre ricos y pobres era solo “cuestión de empaque”, de “brillo externo” (182).

Midas entiende que pese a su riqueza material nunca fue parte del mundo de la familia de Agustina. Los ricos solo lo reconocen en la medida que facilita los negocios con Pablo Escobar, nunca ven en McLister a alguien de su rango y mucho menos a un amigo. Esta situación le genera al personaje gran desdicha. En una especie de autoconfesión expresa: “ante mí se arrodillan y me la maman porque si no fuera por mí estarían quebrados, con sus haciendas que no producen nada […] Pero eso no quiere decir que me vean. Me la maman pero no me ven” (Restrepo, 2004: 137). La voz remarca en la profunda desazón íntima que produce saberse menospreciado por carecer de linaje y “verdadero” estatus social.

Con McLister, la escritura de Restrepo propone la formación emocional de un sujeto en un mundo donde el valor de la persona depende del abolengo y el dinero: “¿Alcanzas a entender el malestar de tripas y las debilidades de carácter que a un tipo como yo le impone no tener nada de eso, y saber que esa carencia suya no la olvidan nunca aquéllos, los de ropón almidonado por las monjas Carmelitas?” (Restrepo, 2004: 137). Remarcar sobre la carencia produce una sensibilidad resentida que acusa las formas discriminativas del engranaje social. La anulación del otro como persona a causa de su origen en la escala social se suma a los actos de injusticia y cultiva sentimientos de rencor y frustración. A medida que el lector se va enterando de las estratagemas ilegales de McLister para trepar socialmente, asiste también al develamiento de las profundas disparidades en la calidad de vida de una sociedad fuertemente estratificada. El poder, el dinero y el prestigio social que en determinado momento Midas logra tener, paradójicamente, no hace sino recordarle su condición de desamparo y segregación.

Pese a que “conquista” una posición económica el personaje de Restrepo sigue sintiéndose excluido, situación que le empuja a una estimación más baja de sí mismo y a sentir un profundo rencor. Por esta razón, cuando al final se queda solo y sin dinero, Midas McLister se siente víctima, pero no tanto de la persecución de los jeques de la droga y de sus propios equívocos, sino más bien de la clase privilegiada del país, que ennoblece a unos cuantos y fija límites más allá de los cuales siempre queda alguien desechado.

La precisión y el tono irónico con el que Midas cuenta su propia vida, exterioriza una sensibilidad abatida; el héroe reconoce que ha perdido la jugada contra una sociedad esnobista y mentirosa. El desenmascaramiento del rostro falaz de la burguesía bogotana y de sus devaneos con el narcotráfico se hace a través de la emocionalidad de McLister, del profundo rencor que le despiertan aquellos en los que confió y que luego lo abandonaron. En este orden, podemos decir que el resentimiento se construye en la novela como el intersticio en el cual los procesos de subjetivación derivados del orden social y del impacto íntimo del narcotráfico, se revelan y logran tener representación.

Los crímenes de la época más cruenta del narcotráfico en Colombia también vertebran la vida de Antonio Yammara, narrador central de El ruido de las cosas al caer. Después de catorce años de haber sido víctima directa de un atentado terrorista, a inicios de los noventa en una calle de Bogotá, cuando solo contaba con veintiséis años, el personaje, desde el presente ficcional, se aboca a la exploración de ese pasado para afrontar su desánimo y desconcierto ante una realidad que lo marcó irremediablemente:

(…) me gustaría saber cuántos (…) nacieron como yo (…) a principios de los años setenta, cuántos (…) como yo tuvieron una niñez pacífica o protegida o por lo menos imperturbada, cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra, o por lo menos no una guerra convencional, si es que semejante cosa existe. Eso me gustaría saber, cuántos salieron de mi ciudad sintiendo que de una u otra manera se salvaban, y cuántos sintieron que traicionaban algo, que se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad incendiada (Vásquez, 2011: 254-255).

El acoso del pasado se palpa en este pasaje. Aunque ha transcurrido más de una década desde la experiencia personal de la violencia desatada por el narcotráfico, el efecto de esta permanece latente en el estado de ánimo del héroe. Frente a la desazón íntima, la escritura propone una vía de reconocimiento del costo personal que cobró ese momento histórico a una generación. El rastro de la violencia desatada del negocio de las drogas, parece constituirse en la unidad de medida del tiempo íntimo para quienes crecieron durante los años ochenta: “Son cosas de nuestra generación”, se advierte En el ruido de las cosas al caer. “Los que han crecido en los ochenta tienen una relación especial con Bogotá, eso, no creo que sea normal” (Vásquez, 2011: 102). El relato de la vida cotidiana y los pasatiempos de la adolescencia están enlazados con el recuerdo de las explosiones y los ruidos de guerra, ocasionados por la arremetida del narcotráfico contra la sociedad y el gobierno:

¿Dónde estaba usted cuando mataron a Lara Bonilla?”. La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos (…) que las definieron o las desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo (…) “Estaba en mi cuarto, haciendo una tarea de química” dije. “¿Usted?”. “Yo estaba enferma”, dijo Maya. “Apendicitis, imagínese, me acababan de operar” (Vásquez, 2011: 227).

De esta manera, la conexión de época que la escritura de Vásquez representa, se ancla a los actos delictivos de la clase política dirigente[9] y a los magnicidios y demás atentados terroristas efectuados por los jeques de la droga.

Colombia, en efecto, se transformó cultural, social y políticamente con el fenómeno del narcotráfico. Durante los años setenta parte de la sociedad colombiana convino con el negocio de la droga o fue tolerante con su despliegue, creía ver en este fenómeno la oportunidad para la movilidad social o el equilibrio económico. Incluso, se dimensionó como aparataje ideológico para resistir a las políticas económicas norteamericanas (Arango y Child, 1984: 37-39). En los años ochenta esa mirada cambia. Para ese momento, las consecuencias del negocio de la droga desplegaban una ola de terror de innumerables pérdidas humanas y materiales; asimismo, la corrupción de las dinámicas sociales y políticas iba en escalada. Las consecuencias se constataban –y se constatan aún– en la desarticulación social y en las diferentes manifestaciones de violencia: sicariato, desplazamiento, pauperización, etc. El flagelo de la droga modificó profundamente los ritmos de vida, los imaginarios sociales acerca de la concepción propia como sujeto –tanto en el plano particular como en el colectivo–, y la organización política de la vida social del país.

Tal situación exige entonces una toma de posición al personaje de Vásquez, para desentrañar la realidad intangible, el conflicto íntimo, que la violencia dejó en su generación. Reclamar ese pasado, como parte negativa de la existencia, se convierte en el medio para dar visibilidad y representación al malestar emocional. La queja del personaje reconoce que la historia del país no solo “ha contaminado [su] vida” (Vásquez, 2011: 216), sino que también son muchos los que han tenido que pagar su tributo doloroso. El relato del personaje, en este sentido, es expresión de la experiencia traumática tanto de su generación como de las anteriores. La protesta propia que hace eco de las voces dolidas, de los que ya no están o de quienes están condenados al silencio, se fortalece en su simbolismo moral y político porque logra significar la experiencia emocional de los otros. El resentimiento tiene un carácter vicario, está hecho además con los sentimientos de los otros, resentir es volver a sentir, retener lo emocional traumático de un colectivo, reconocerlo como parte también de la realidad personal y como elemento necesario para potenciar lo obligatorio de la denuncia.

Al inicio del relato Yammara dice tener plena conciencia de su historia, advierte, de hecho, que lo que él rememora, “como (…) en los cuentos infantiles, ya ha sucedido antes y volverá a suceder. Que [le] haya tocado a [él] contarlo es lo de menos” (Vásquez, 2011: 15). Esta reflexión del personaje recuerda que la violencia política del país en sus diversas manifestaciones, se percibe como especie de remanente no disponible para la transformación histórica, los hechos atroces y sus terribles consecuencias parecieran seguir reproduciéndose de manera inmutable desde el nacimiento de la nación, aunque las situaciones del contexto hayan cambiado.

El resentimiento en la escritura de Vásquez cumple una función histórica, representa el clima emocional de una generación, además de denunciar la opresión y desfachatez de la dinámica política colombiana y su impacto en la persona como sujeto individual. Para Yammara, narrar el recuerdo de la caótica realidad del país durante sus años de juventud y la marca que esto dejó en su vida, es la vía para reivindicar su resentimiento. En la imposibilidad de revertir lo acontecido se perpetúa el anhelo del narrador de que las cosas hubieran sido diferentes, que la historia fuera más justa y pudiera recomponer lo que se perdió para siempre.

Contra la cicatrización del tiempo

Si bien el resentimiento no recupera lo perdido, ni reversa la historia, sí exterioriza y actualiza un pasado común. El conflicto emocional irresuelto de los personajes retiene la memoria social. El olvido que el tiempo impone y el silenciamiento de la Historia oficial se revierten en la queja moral que la escritura configura. El dolor o la rabia a causa del pasado traumático, no es algo que el resentido quiera subsanar para lograr la reconciliación consigo mismo y con los otros. La voluntad de retener lo sucedido e insistir en su rastro aciago, aunque “lo clava a la cruz de su pasado destruido” (Améry, 2013: 149), posibilita el reconocimiento social e histórico de ese pasado y amarra al culpable a la responsabilidad de su crimen.

Las propuestas de escritura plantean de diversas maneras la necesidad de la memoria del resentido: a través de los registros visuales o escritos de lo que aconteció, como las cartas, fotos, grabaciones de El ruido de las cosas al caer, con el relato oral en Delirio y Plegarias Nocturnas, o con la escritura literaria misma, en Los derrotados. Las estrategias literarias coinciden en recomponer los hechos, dar coherencia narrativa a la vivencia de lo atroz y sumar lo individual a lo colectivo. Fijar la escritura a sucesos históricos da un carácter nemotécnico al resentimiento que ubica al personaje de frente a su pasado, nunca ante el futuro. La lógica del tiempo en las novelas no fluye hacia delante ni promete una salida hacia el futuro. La negación del tiempo como paliativo que cura las heridas, permite la reconstrucción de la experiencia traumática de los personajes para dar testimonio legítimo de la historia de la nación, ayudar a la comprensión del presente y resistir al olvido. Ahora bien, es necesario advertir que aunque la escritura cumple con estos propósitos se priva de apostar a un porvenir diferente, las situaciones ficcionales, tal como se desarrollan y dan conclusión al devenir de los protagonistas, no prometen ninguna forma de triunfo sobre la realidad viciada.

Pese a que para el resentido mirar al pasado es entregarse “al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas [según él] nada trae de bueno y solo sirve para entorpecer el normal funcionamiento” (Vásquez, 2011: 14), acepta sobre sí el peso de los acontecimientos porque encuentra en este gesto la única posibilidad de proteger su dignidad y justificar su rabia y desamparo. El resentimiento, de esta manera, se vindica como emoción saludable, y, aunque no conduce realmente a cambios de orden individual, social y político, señala las condiciones aciagas del contexto y señala a los causantes del hundimiento de la nación y de la amenaza al ciudadano en su calidad de persona.

En Plegarias Nocturnas nos enfrentamos con un episodio de la historia reciente colombiana, los sucesos narrados surgen, de nuevo, del cruce entre memoria y rencor. La reconstrucción de los hechos criminales que marcaron la primera década del siglo XXI, sirve para demostrar que las desgracias políticas que impactan directamente en la vida personal de los habitantes, son provocadas por actos humanos, por decisiones de personas concretas que tienen el poder de direccionar la ruta del país. La intención estética de Gamboa de mezclar en el espacio narrativo personajes ficcionales con personas reales de la vida política colombiana, de acercarlos a través de la representación de situaciones históricas precisas, busca dar rasgo moral a los descalabros gubernativos, es decir, atribuir una condición de contenido humano, ético-moral, a los abusos de poder, para acceder a su verdadera realidad.

Ficcionalizar, por ejemplo, un personaje del mundo político como Andrés Felipe Arias[10], vincularlo a la narración a través de la aventura sexual con Juana, personaje creado por Gamboa, exterioriza y nombra las estratagemas ilegales de un gobierno para legitimar su despotismo. Nuestro corpus literario coincide en correlacionar figuras ficcionales con personajes y hechos auténticos del contexto político colombiano: como la vida del Sabio Caldas y la referencia autoral de las fotos de las masacres en Los derrotados, o la personificación y simbolismo siniestro de figuras como Pablo Escobar en Delirio y El ruido de las cosas al caer. El propósito de esta estrategia narrativa es dar rostro humano a una realidad aplastante, que para muchos parece generarse de manera espontánea, ser producto de una fuerza abstracta o del inevitable aparataje burocrático.

Traer a la ficción la explicación de sucesos como los “Falsos Positivos”, las “Chuzadas del Das”[11] o el desfalco de “Agro Ingreso Seguro”[12] (Gamboa, 2012: 217-235), en la voz de su propios artífices, da dimensión humana a situaciones ilegales que tienden a entenderse de modo indeterminado, es decir, como consecuencia inevitable del desastroso contexto estatal y su impacto en la dimensión ética al momento de gobernar. Sin negar estas circunstancias, la escritura de Gamboa indica que la corrupción política y su secuela en la vida cotidiana del sujeto común se deriva directamente de personas concretas vinculadas al gobierno: “pero que le vamos a hacer si vivimos en Colombia y este verraco país que tanto nos gusta nos obliga a hacer cosas complicadas ¿si me entiende?” (Gamboa, 2012: 231). Esta manera de narrar lo acontecido busca dar rasgo moral a la degeneración política, vincular al criminal a su acto vergonzoso y enfrentarlo con la verdad de su falta. La criminalidad gubernativa no es efecto abstracto de la objetivación de un proyecto o voluntad política, sino acto preciso cometido por alguien que ha decidido operar a beneficio propio y contra el bienestar social.

Desde la tesis de Amar Sánchez (2010), el perdedor ético o derrotado, es una figura atravesada por la historia, especialmente por los sucesos desencadenados en torno a las luchas revolucionarias; es resultado de una coyuntura trágica; que ha decidido constituirse a sí mismo como tal por su decisión política, es decir, que después del fracaso de la lucha, este personaje deviene perdedor a partir de una consciente elección de vida. Parte de estos aspectos lo emparentarían con el héroe resentido. La aceptación de la frustración y la pérdida es gesto común del derrotado y el resentido. Asimismo, ambos personajes hacen de su vida emocional un espacio de contestación de la realidad que los estrecha. Persisten, igualmente, en la búsqueda de justicia social y la verdad desde el margen, fuera del sistema y lejos del poder. Con estos dos tipos de protagonistas la historia como memoria y como recuerdo siempre es una narrativa preocupada por el pasado.

No obstante, siendo los derrotados y los resentidos metáforas de la historia política, difieren en su propósito ideológico de conservar la memoria. Mientras que rememorar y proyectar constituye el sine qua non del derrotado utópico, esto es, que la resistencia al olvido la hace mirando al futuro, apostando por la no repetición de la injusticia (Amar Sánchez, 2010: 27)[13], el resentido, aunque carga también con el lastre del pasado, suprime toda vista al porvenir porque piensa que la historia está condenada a repetirse. Para este héroe la memoria, aunque exterioriza una verdad de la historia, no frena el horror que siempre ha caracterizado la vida de las naciones. Por ejemplo, Yammara ratifica su desesperanza al constatar que su testimonio de dolor y fracaso estaba ya expresado en las memorias de Laverde: “aquella historia en que no aparecía mi nombre hablaba de mí en cada una de sus líneas” (Vásquez, 2011: 138). Saber que otros ya tuvieron las mismas pérdidas, demuele en el héroe resentido cualquier posibilidad utópica. La rabia y desconsuelo ante el estado de cosas cancela la ilusión de bienestar, de hecho, la cuestiona y deconstruye por considerarla portadora de sueños irrealizables, que terminan golpeando con mayor brutalidad cuando se constata la imposibilidad de estos.

Las secuelas íntimas devastadoras de quienes alimentaron la utopía de las alternativas socialistas latinoamericanas, intentaron modificar la historia y enderezar el destino, se discuten en la novela de Montoya. A través de la figura del derrotado se interpretan las formas como las generaciones de la utopía política se relacionan con su presente, después de la “pérdida” de la lucha. Memorias desoladoras que hermanan a los derrotados de la generación anterior con los resentidos de esta época. Santiago Hernández, protagonista de Los derrotados, es un exguerrillero del EPL[14], uno de los ejércitos insurgentes durante la década del setenta en Colombia. Treinta años después de la experiencia miliciana, Hernández deduce lo siguiente:

Lo nuestro siempre fue una causa ajena a la victoria. Ahora que puedo recapacitar sobre lo sucedido, creo que amábamos por encima de todas las cosas la derrota. Decíamos creer en la felicidad del pueblo y cantábamos himnos para celebrar lo que simplemente era indigencia miliciana. El progreso nos parecía el producto de una burguesía caduca, colmada de vicios, de individuos que anhelábamos eliminar como si ellos representaran la imperfección de la historia. Y acaso lo sigan representando pero para nosotros fueron invencibles. A veces en el monte parodiábamos a Mao y decíamos que nuestra divisa era ir de derrota en derrota hasta el triunfo final. Quisimos hacer la revolución, pero incendiamos más al país. Y en lo que respecta al pueblo, su felicidad acaso resida en cosas menos complejas que esa dictadura igualitaria por la que peleábamos. La felicidad del pueblo (…) está en mantener la barriga llena y comprar cosas para alegrarse un poco (…) Ya pasó el momento (…) O al menos el de nuestra generación. Ahora es el turno de otros. Ojalá hagan algo cuyo precio en vidas no sea tan alto (Montoya, 2012: 270).

El héroe resentido es heredero de este pensamiento utópico residual, hace parte de la generación que crece cercada por un clima de desencanto escéptico, que brota de la frustración de quienes intentaron enderezar el futuro y terminaron aplastados por sus propias quimeras. El desencanto “sugiere no necesariamente muerte o inacción, sino desconfianza, desilusión, desengaño, y hasta desesperanza o desaliento. No aboga por ningún nuevo paradigma ni celebra la llegada de una utopía eufórica” (Garramuño, 2009: 56). En este ambiente emocional, la visión futurista de un mundo alternativo no logra anidar en los personajes resentidos; la adversidad que los golpea ha dado fin al impulso de la esperanza que alimentó a generaciones de otra época. En la escritura, la exclusión del futuro asociado con la añoranza desencantada de una sociedad ideal, se simboliza en los modos como los personajes asumen su momento en la historia de un país. La expresión del rencor y el hastío que provoca la realidad, conseguiría leerse, en tal orden, como un intento de la narrativa por rebatir los proyectos ideológicos anclados a la utopía política.

“La sensación de haber perdido antes de salir, de que hay algo terriblemente equivocado en el punto inicial” (Gamboa 68), es síntoma de la realidad inhóspita que atraviesa a los personajes de las narrativas en cuestión. El resentido, en la realidad ficcional, no tiene como telón de fondo un pasado que lo vivifique y del presente tampoco acepta la lógica de la sociedad que lo representa. No hay una identidad política ni cultural que de densidad a su experiencia humana. Lo que el contexto le ofrece al héroe del resentimiento no le alcanza para verificar “su sentido de identidad, de regresión o de nueva realización” (Steiner, 2013: 15). Mishra (2017) añade a la situación de desamparo de las generaciones de la era de la globalización, el vacío de sustancia espiritual. Al desacordar con los puntos de referencia temporales y espaciales que ayudaron en su momento a orientar a las poblaciones en territorios específicos, la afirmación individual tiende a ser más volátil hoy en día. En nuestra propia “época triste” padecemos “una extraordinaria, si bien casi imperceptible, destrucción de la fe en el futuro, de ese optimismo fundamental por el cual la realidad parece tener un propósito y orientarse hacia una meta” (273). Por esta razón, aun cuando el relato de los narradores compromete el pasado traumático de la nación, y se supone, según Adorno (1998), que rememorar constituye también un proyectar, la significación de la memoria en la escritura no compagina con la promesa de un bienestar.

Ahora bien, la incompatibilidad entre resentimiento y utopía, puede entenderse también como expresión de un nuevo pensamiento utópico, pues si lo utópico se piensa como el deseo de un mundo alternativo o un tiempo distinto al vivido, cuando el resentido se queja por el pasado devastado anhela ubicar en su lugar una realidad diferente. Por caso, cuando Manuel, narrador de Plegarias Nocturnas, recuerda su adolescencia, no solo se queja de la manera como esta transcurrió sino que también añora haberla vivido en otros términos: “yo soñaba con otras cosas (…) darle un poco de realidad a lo que tenía por dentro” (Gamboa, 2012: 64). Es el deseo de revertir el tiempo como única posibilidad de cambiar el presente y proyectar un futuro. El anhelo de un pasado diferente se constituye en objeto de la utopía, es la quimera que alimenta la imaginación del resentido. Acá, también se sueña con situar la experiencia en otro lugar, solamente que este sueño no se enfoca hacia el futuro, sino que vuelve la vista al pasado para reescribir la historia y confrontarla con lo que debería haber sido. En otras palabras, no se trata de rememorar y proyectar hacia el futuro, dialéctica que constituyó el pensamiento utópico moderno, sino de rememorar e idear hacia el pasado, esto es, reescribir y reconceptualizar la historia del país con un énfasis diferente al ofrecido por la versión oficial. En este sentido, la representación de la memoria del resentido, como metáfora de la historia política, resguarda quizás un rasgo de imaginación utópica.

En el anhelo de revertir el pasado, de reubicar los sucesos, la figura del resentido estaría revelando una nueva posición de sujeto frente a los modos como tradicionalmente se entendió la imaginación utópica. Desde los razonamientos de Andreas Huyssen (2007), acerca de la transformación del pensamiento utópico en el espacio contemporáneo, la posición del resentido ante el porvenir podría entenderse como “el resultado de un desplazamiento de la organización temporal de la imaginación utópica, que pasa del polo futurista al polo de la rememoración, no en el modo de un sentido radical, sino de un desplazamiento del énfasis” (251). El resentimiento en la ficción se constituye como una forma de memoria para defenderse del ataque del presente –proyectos frustrados, crisis íntima, recelo ante el porvenir– sobre el resto del tiempo. Así entonces, lo que impulsa la escritura del resentimiento es la utopía y el pasado, en lugar de la utopía y el futuro. Lo que está en juego en este “desvío crono-tópico” es el retorno de la historia para dar curso a la memoria y trazar en esta, diversas aristas de lo soñado y lo vivido. La orientación de la imaginación creadora hacia el futuro torna hacia el pasado, hacia la línea de la memoria. La valorización de los sueños, la búsqueda de sí mismo, la reescritura de la historia de la nación, son producto de la nueva focalización temporal del resentido frente a las posibilidades utópicas.

En síntesis, para cerrar este artículo, el resentimiento, entendido como queja moral y reservorio emocional de la memoria, se establece en la escritura como metáfora del pasado y resistencia a la historia narrada por la voz oficial. El reclamo de justicia y el desenmascaramiento de los responsables del derrumbe del país, se ligan al estatus específico del héroe resentido. La apelación al pasado da forma a una memoria de la historia política colombiana, como fenómeno que ha fracturado los sueños de cada generación. El reclamo de otra realidad en la cual ubicar la realización de los sueños, es gesto que simboliza el inconformismo de la sociedad de hoy ante los modos como el poder gubernativo dirige la ruta del país.

La desgracia y la derrota operan, una vez más, como suerte de “adhesivo fraternal” entre los personajes de las novelas en cuestión. El relato del pasado derruido da forma a una textura emocional de época, que simboliza la manera como el ciudadano ha aprendido a convivir con los vacíos y roturas que deja la violencia. El interés de los escritores colombianos por comprender los procesos sociales que constituyen el devenir de las generaciones recientes, da forma a una narración que explora la ilación íntima del resentimiento como emoción moral. Pensar el resentimiento como afecto particular de una época, de una generación, constituye un filtro a través del cual revisar los acontecimientos recientes de la historia política nacional y su impacto en la estabilidad psico-afectiva de la persona, como sujeto individual y social.

La ilógica reclamación del resentido de revertir el pasado como única posibilidad de cambiar el presente y enfrentar el futuro, esboza una idea particular de utopía. La añoranza de otra realidad no se corresponde con proyectos futuros, sino con el deseo de haber vivido un pasado diferente. Utopía y pasado son el eje de la aspiración a otra realidad. Resultado de este giro es la reescritura de la historia que proponen las novelas. En la tensión entre lo que no se pudo ser y lo que se es, la memoria nacional toma otras inflexiones. Confesarse como sujeto del resentimiento, es apostar por la conservación del pasado traumático como parte de la memoria histórica, que, aunque revive la experiencia dolorosa, señala a los responsables del desastre del país. El resentimiento no es emoción vergonzosa, es acto afectivo ético que descubre la faceta funesta de la realidad nacional, empecinada en entorpecer el florecimiento de la esperanza en el seno de cada nueva generación.

Parte de la narrativa reciente colombiana plantea lo emocional como elemento que vincula al sujeto contemporáneo con la realidad social y política de un país. Toda comunidad necesita razonar sobre el cultivo, el sostenimiento y los efectos de las emociones, pues son estas la base de la estabilidad o el desequilibrio de los valores políticos y culturales de la sociedad. La construcción del héroe resentido que proponen Los derrotados, Plegarias Nocturnas, Delirio y El ruido de las cosas al caer, posibilita la exploración de los modos como las generaciones nacidas a partir de los setenta, se relacionan con la lógica de una sociedad que no satisface el sentido de pertenencia ni de identidad. El resentimiento emerge en la escritura como emoción moral que impugna el falseamiento del pasado, la imposición del olvido y la normalización de la injusticia. Los afectos se consolidan en los textos como lugar privilegiado para pensar la respuesta pública ante la injusticia y los modos de conservación de la dignidad personal. El héroe resentido es provocadora metáfora de la historia política colombiana y de una sensibilidad de época. Gracias al nervio ético de la escritura, se accede a un campo de reflexión sobre la cultura política de lo emocional y su impacto en el corazón de la sociedad.

Bibliografía

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Notas

[1] El proyecto al que hacemos alusión se denomina “Políticas del miedo e imaginario emocional de la violencia en narrativas colombianas recientes”. Responde a la tesis de investigación de nuestro doctorado en letras. Un aspecto fundamental para entender lo emocional como lenguaje es comprenderlo como gesto racional, opuesto a una energía universal o presentista. Lo afectivo está ligado al marco moral, social e histórico en el que se produce. Las emociones pasan por el tamiz de la tradición y la cultura para habituarse a los intereses individuales y de la comunidad en que se ha crecido. Toda respuesta emocional pública afecta la lógica del orden social y está mediada por la razón, condiciona los lazos comunitarios y genera la ilusión de identidad colectiva (Boquet y Nagy 2011, Del Sarto 2012, Nussbaum 2014, Ahmed 2015, Peluffo 2016).
[2] El proyecto de gobierno nominado “Seguridad Democrática” se implementó durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez, 2002-2006 y 2006-2010, en Colombia. La estrategia consistió en canalizar el miedo de la sociedad al narcoterrorismo de la guerrilla, hacia estrategias políticas militares y paramilitares. Las políticas de guerra durante el gobierno de Uribe Vélez se soportaron sobre la idea de contrarrestar la amenaza guerrillera y fortalecer la protección de la ciudadanía. Combatir la politiquería, la corrupción y el clientelismo fue la consigna general y, por tanto, la justificación a la urgencia autoritaria presidencial de lograr la seguridad. Sin embargo, a lo largo del periodo de gobierno las problemáticas reales no cambiaron, no hubo certeras soluciones y el contexto derivó en ambientes de mayor violencia, inseguridad y muertes.
[3] Ejecuciones extrajudiciales cometidas por unidades militares de las Fuerzas Armadas de Colombia. Las víctimas eran asesinadas por soldados para obtener ganancias personales, pues el Gobierno reconocía económica y simbólicamente a los comandos que más guerrilleros dieran “de baja”
[4] Recuérdese, por ejemplo, que Perder es cuestión de método (1997) se articula en torno a la investigación del asesinato de un hombre anónimo. Situación “aislada” que lleva al protagonista por diversas rutas de indagación que van revelando las violencias más visibles, aquellas generadas del contrabando, el crimen y la corrupción política. Por su parte, El síndrome de Ulises (2005), concentra la atención en la lucha por la supervivencia de los exiliados pobres en París. De nuevo, la trama se ancla a situaciones traumáticas particulares para reflejar a su vez situaciones de índole social y político: los indocumentados, la pobreza y los inmigrantes desamparados en las grandes urbes del “Primer mundo”
[5] Sobre este sentimiento de desazón e intrascendencia Mishra (2017) sostiene que proviene de algo más insidioso que la desigualdad económica y la incapacidad de socializar “libremente” con los otros. El palpable extremismo del deseo, el discurso y la acción en el mundo de hoy, afirma el pensador hindú, es continuación de la múltiples revueltas y rebeliones románticas de principios del siglo XIX; a causa, precisamente, del desfase entre las expectativas personales, redoblado por una traumática ruptura con el pasado, y la realidad cruelmente insensible de un cambio lento. Hombres y mujeres parecían haberse liberado de la estasis de la tradición para moverse con libertad, elegir su oficio y desplegar sus propios proyectos. Sin embargo, la mayoría empezó a percatarse, como hoy lo constatamos, de que las nociones de individualismo y movilidad son, en la práctica, irrealizables. “La información de la que disponemos, que nos estimula constantemente, va mucho más allá de lo que podemos hacer” (284).<
[6] En Genealogía de la moral. Un escrito polémico, Nietzsche considera que el resentimiento es emoción venenosa, de corte victimista y apolítica, que brota del alma de un hombre malicioso y deshonesto consigo mismo. El resentimiento, dice el filósofo, “determina a aquellos seres, a los que la verdadera reacción, la del acto, les está vedada, que solo se resarcen con una venganza imaginaria […] El hombre del resentimiento no es ni franco ni ingenuo, ni íntegro ni recto consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos y las puertas falsas, todo lo oculto le interesa como su mundo, su hospicio, su consuelo” (42-49). En este orden, la “venganza imaginaria” sería entonces el mayor acto de creación del sujeto resentido; la tergiversación de los valores y la realidad son producto de la inteligencia de aquel que solo guarda rencor en su corazón.
[7] Precisamos que la postura ética y moral frente al resentimiento que presenta Améry en su libro Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, es producto de su reflexión subjetiva como víctima de la violencia nazi. Y, aunque nuestro artículo no toca ese tipo de violencia, sí se apoya en la profunda crítica reflexiva que propone el autor sobre el concepto de resentimiento. Su libro logra construir y caracterizar una visión filosófica sólida acerca del resentimiento como emoción moral.
[8] ¿Cuál es el tipo definitivo de explicación requerido para tener una emoción moral, y cómo estas explicaciones difieren de una emoción a otra?, es una de las preguntas centrales que guían el estudio de Rawls (1995). Desde ella argumenta que son los principios y las faltas que las explicaciones típicamente invocan, lo que distingue una emoción moral de otras (433-438).
[9] Recuérdese solo uno de los episodios más vergonzosos que simboliza el vínculo corrupto entre la política colombiana y el narcotráfico: la elección de Ernesto Samper Pizano como presidente entre 1994 y 1998. Una campaña que fue solventada con cuantiosas sumas de dinero ilegal proveniente de los negocios del narcotráfico de los hermanos Rodríguez Orejuela, integrantes del “Cartel de Cali”.
[10] Andrés Felipe Arias fue Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural durante los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez. Está condenado a diecisiete años de prisión por su participación directa en la desviación de recursos oficiales a través de la asignación ilegal y corrupta de cupos del programa Agro Ingreso Seguro a grandes terratenientes. Esta manipulación de los recursos implicó la negación de oportunidad de desarrollo económico a los campesinos y, al contrario, favoreció la riqueza de hacendados poderosos, entre ellos familiares del mismísimo presidente.
[11] El DAS fue el Departamento Administrativo de Seguridad hasta el 2011, cuando el presidente Juan Manuel Santos decretó su desaparición. Fue responsable de múltiples interceptaciones telefónicas y seguimientos ilegales a líderes de la oposición, magistrados y funcionarios del Estado, durante el gobierno de Uribe Vélez. Son varios los condenados por ese suceso, entre ellos su ex-directora María del Pilar Hurtado.
[12] Agro IngresoSeguro fue un programa para beneficiar a los campesinos frente a la internacionalización de la economía, creado durante el Gobierno de Uribe Vélez. Pero que se vio empañado por el beneficio fraudulento a personas, familias y empresas acaudaladas. Se estima que hubo un desvío de cerca de trescientos mil millones de pesos. Andrés Felipe Arias, Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural está condenado por su participación directa en esa desviación de recursos.
[13] Para Amar Sánchez (2010), la resistencia al olvido del derrotado puede leerse como una puerta abierta a la esperanza, es decir, como una apuesta utópica y una ética de la memoria, que es también una apuesta por la búsqueda de la justicia en un futuro donde pueda evitarse la repetición del horror (119-124).
[14] Ejército Popular de Liberación. Organización guerrillera colombiana de “extrema izquierda”, de ideología Marxista-leninista. Hace parte de la insurgencia armada y de la guerra del país desde 1967. Aunque se oficializó su desmovilización en 1991, hay informes nacionales que confirman su pervivencia y operación en algunas regiones del país.

Notas de autor

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