Dossier
Prólogo de La Casa del Maestro (1928), texto inédito
Prologue of La Casa del Maestro (1928), unpublished text
Prólogo de La Casa do Professor (1928), texto inédito
Prólogo de La Casa del Maestro (1928), texto inédito
Cuadernos de historia del arte, núm. 28, pp. 33-42, 2017
Universidad Nacional de Cuyo

Mes de julio en Buenos Aires. Avenida de Mayo. El viento hostil y helado doblaba las esquinas en un torbellino de volantes de propaganda. El cielo gris esfumaba las cúpulas de pizarra y los techos caedizos nostálgicos de una nieve que nunca vieron. Fachadas de arquitectura francesa, italiana, germana, petizas [sic] y altas, obesas y esqueléticas, cuadradas de pié [sic] en la vereda, escuchaban tras de su hastío, el quejido bronco del viento recio. Cuatro cintas de autos yanques [sic] habíanse detenido desde el Congreso, de europea arquitectura, hasta la plaza de Mayo trazada a la inglesa. Arreciaba el viento por la avenida, raleando el público de las aceras. Saturábanse los cafés de denso humo, al que agujereaba el tiroteo de la jazz band yanque [sic].
Pero el viento recio del vendaval imperaba más. Mugía en las caprichosas molduras de las fachadas y vibraba en los letreros políglotas, sacando en tanto melodías de flautas.
Victrolas de lustrabotas y altoparlantes de los comercios, vomitaban el destemplado ruido epiléptico de la jazz band, hasta estrecharse contra el vendaval varón que arreciaba en la avenida, y que viniendo de la Pampa a la Pampa fuera. Fragancias vírgenes traía aquel viento de julio. Fragancias de salitrosas cañadas de Pampa o de bosques de ceibos y algarrobos o del desierto puneño. No sé de dónde viniera aquel viento bravío, pero su fragancia la supe gustar más de una vez en la puna norteña que solo no dobla al indio y al cactus enhiesto. Tenía su fragancia, tenía su sabor y tenía aquel mismo gesto, ancho de horizonte a horizonte y que solo sabe de su fiereza el poncho de vicuña que se enarbola al cuerpo como una bandera.
Aquel vendaval criollo, vigoroso, hostil, que cacheteaba las fachadas vulgares y plagiarias; que raleaba el público de las aceras y traía sin embargo olor de Pampa y sabor de Puna, se me antojó la encarnación de una ira india, que arreciara en las calles porteñas, feas en su falta de armonía, pretenciosas en sus cúpulas pedantes, indiscretas en sus letreros políglotas, bullangueros en sus altoparlantes.
Parecía rugir de santa indignación por momentos, hasta terminar en melodías de quena, como un alto gemido lírico y amargo.
De todo aquel escenario solo era nuestro el heroico vendaval: corcel alado ebrio de furia, cabalgado del alma de tierra adentro. Lo demás era extranjero. La avenida de Mayo mal copiada de la Ópera de París. Las plazas de Mayo y del Congreso con árboles exóticos. La arquitectura de las fachadas plagiadas de las europeas. Todo ajeno, todo exótico. Nada más que la copia inferior, el calco ramplón.
Y en aquel espectáculo una sola nota de arte en la engreída avenida porteña: el vendaval criollo que traía olor de Pampa y sabor de Puna.
El llamado de Ricardo Rojas
En ese mismo día de julio y mientras arreciara aquel vendaval magnifico, acudí al llamado de Ricardo Rojas. Su requerimiento, simple en extremo fué [sic] vasto y difícil para mí: requeríame, fuera el arquitecto de su casa.
La casa de un propietario vulgar, “nuevo rico”, de cultural epidérmica, es lo habitual en la profesión del arquitecto argentino. O bien el propietario culto, pero sin preferencias estéticas.
La mansión proyectada por un arquitecto, del interior e imbuido de disciplinas histórico-artísticas por añadidura, como yo, consiste en aumentar el índice de tolerancia estética, de concesión artística, desde el comienzo hasta la terminación de la obra, punto final donde en la adquisición de adornos y muebles, vibra insólitamente en las señoras y niñas, dueñas de casa, el deseo nervioso, vehemente, de ilustrarse en el conocimiento de los estilos, con el consabido lamento de no haberlo hecho en los repetidos viajes a París. Y es cuando los manuales del “Arte de distinguir los estilos” y las revistas mundanas –donde la propaganda comercial se detiene en calificar los estilos con nombres gálicos y disparatados– andan de mano en mano, bellas y profundas estas, sin duda mucho más que aquellos superficiales manuales y revistas mundanas. Tal la historia habitual del arte de la arquitectura en mi patria.
La casa de Ricardo Rojas se convertía pues en un problema ajeno a todo aquello. En un problema único en nuestro país. En el más grande problema intelectual que puede presentarse a un arquitecto argentino. Cuando me expuso en pocas palabras los motivos de su requerimiento, sentí el más vivo deseo de renunciar ante un problema tan ancho. Tendría que levantar la casa para un hombre de cultural genial, de ideas estéticas admirablemente arraigadas; de convicciones artísticas rígidas, certeras, como un línea recta y desnuda; de preferencias rigurosamente trazadas. La casa para un hombre de una arquitectura mental proporcionada como un Parthenon; de una estructura intelectual realizada en una vida entera de rigurosa profesión de arte, para salvar nuestra patria merced a la emancipación más grande de las emancipaciones: la de nuestra cultura.
Comprendí, pues, inmediatamente la anchura de aquel problema de arte: las dificultades para crear formas nuevas que no provocaran un escándalo en la arquitectura intelectual de aquel hombre profundo. “Crear formas nuevas”, era preciso, ya que gestado en el engranaje de su “Eurindia”, era menester levantar su hogar.
Poca esperanza me ofrecía el adelantarme la realidad intuitiva de una obra sencilla, de formas nobles pero humildes, sin asomos de esplendidez lujosa, de ostentosa riqueza. El franciscanismo de su arquitectura no quitaba ni un metro a la profundidad del problema.
Para quien haya orientado sus disciplinas artísticas o científicas, hacia las fuentes vernaculares de nuestra América, para quien haya soñado con la realidad de un arte nuestro, distinto de los europeos o yanques [sic] la proximidad de Ricardo Rojas es un ensanchar metafísico de la fé [sic]. En su clara bondad ancha y serena como una pampa y en su expresión, entre sacerdotal y cálidamente humana, se puede medir hasta qué punto el hombre de genio puede realizar su destino. Esa tal anchura espiritual de hombre regala, con su presencia, algunos metros más al tamaño de nuestra propia esperanza. Y aquella su proximidad, es una concesión de capacidad, un regalo bondadoso de un pedazo de su propia fé [sic].
Aquel trozo de fé [sic] que me obsequiara hizo que aceptara con vehemencia su preposición y al estrechar su mano comprendí que la obra de arte criollo que me propusiera tendría la estructura perfecta de un problema de arte, complejo en extremo, donde la aventura de la imaginación creadora, estaría refrenada, contenida, por la imagen constante –recta y amable, rígida y ensoñada– de su “Eurindia”.
Luego
Las calles de Buenos Aires me enseñaron por contraste a ubicar mejor mi problema de arte criollo. En la avenida de Mayo ya no arreciaba aquel vendaval bello iconoclastismo cosmopolita. Apenas algunos balcones aun cerrados y algunas cortinas de las vidrieras de los comercios aun bajadas, recordaban aquel heroico vendaval. Volvía la colmena de hombres y mujeres a invadir las aceras y a poco trecho de tiempo se abría un boquete azul entre las nubes ligeras y un olvido enorme se agitó desde el Congreso hasta la plaza de Mayo. Con intermitencia el sol, colándose entre las nubes, doraba las poliformes fachadas, pareciendo buscar un rincón de arte un trozo donde descansar para enjoyarlo con su oro– huyendo luego, quizá desilusionado ante la realidad de una negación de la belleza de arte en aquella arquitectura sin realidad histórica, sin ubicación espiritual, sin inquietud alta ninguna.
Recordé el gesto magnífico y bello de aquel vendaval recio que azotara la avenida de Mayo y comparé su figura con la actitud de las doctrinas llamadas a emancipar el arte de un pueblo. No basta la prédica violenta, iconoclasta, enérgica como aquel vendaval epilogado en un olvido amargo de su belleza criolla. Preciso es su constancia, su acción recia y tesonera, en un trozo de tiempo tan ancho como la vida de un hombre.
Ricardo Rojas entró en la imagen que me forjara y su obra paciente y estructurada en religiosa labor americanista se me antojó aquella ira india como la imagen plástica de una protesta y un reto violento a balumba cosmopolita que sin alta fé [sic], ni inquietud espiritual ninguna levanta el rascacielo [sic] como un homenaje a lo subalterno e inferior en arte.
Pero si aquel vendaval, huyendo hacia el interior, recibió el eco de un olvido enorme, la doctrina de “Eurindia” por gracia esotérica del destino, en su vigorosa constancia mantiene a Buenos Aires –como el tábano de la frase de Sócrates– en despierta inquietud y también como aquel viento recio tiene fragancia de Pampa y sabor de Puna.
Lector:
La casa de Ricardo Rojas no podía ser gestada sino en forma amigas de las anchas pampas y hermana de la Puna recia.
Expongo en esta pequeña obra las tres ecuaciones del problema de arquitectura de “La Casa del Maestro”: la estética, la arqueológica y la humana, como las tres aristas de la pirámide triangular convergentes en su vértice: la Obra.
No sé hasta qué punto he resuelto este ancho problema de arte criollo. Nadie puede medir el tamaño de su propia obra. Confieso mi pretensión: la de querer lograr una estructura plástica que de haber estado en aquel escenario de la avenida porteña, a buen seguro que el viento camarada hubiera enhebrado un arpegio de pena en el medio tubo sonoro de sus tejas, como un lírica canción de paz después de la iracunda brega.
Notas