Dossier
Ángel Guido, la fusión, el círculo
Angel Guido: fusion and circle
Ángel Guido, a fusão, o círculo
Ángel Guido, la fusión, el círculo
Cuadernos de historia del arte, núm. 28, pp. 99-158, 2017
Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 14 Marzo 2017
Aprobación: 02 Mayo 2017
Resumen: La representación barroca, desde sus orígenes estéticos católicos hasta su función contemporánea como ideología postcolonial, desconstruye estructuras de poder. El espíritu barroco expandido propuesto por D´Ors, Guido o Lezama Lima recupera fuerzas culturales no europeas y suministra el medio para perseguir la cuestión de la identidad latinoamericana y su definición. El neobarroco latinoamericano, a diferencia del posmodernismo internacional, es contramoderno.
Palabras clave: Barroco, Contramodernismo, Arquitectura, América Latina.
Abstract: Baroque representation from its Catholic aesthetical origins to its contemporary function as a postcolonial ideology disrupts power structures. The expanded baroque spirit proposed by D´Ors, Guido or Lezama Lima recovers non-European cultural energies and provides the vehicle needed to pursue the question of Latin American identity and self-definition. Latin American neo-baroque, unlike international postmodernism, is countermodern.
Keywords: Baroque, Countermodernism, Architecture, Latin America.
Resumo: A representação barroca, desde seus origens estéticos católicos até sua função contemporânea como ideologia pós-colonial, desconstrui estruturas de poder. O espírito barroco expandido proposto por D´Ors, Guido ou Lezama Lima recupera forças culturais não européias e subministra o meio para perseguir a questão da identidade latino- americana e sua definição. O neo-barroco latino-americana, a diferença do pós-modernismo internacional, é contra-moderno.
Palavras-chave: Barroco, Contra Modernismo, Arquitetura, América Latina.
Todo el debate contemporáneo sobre lo barroco y su posible reconfiguración neobarroca parte de la confrontación entre una cultura hegemónica y otra, subalterna, que se nos presenta como contracultura. Esta hermenéutica barrocoamericana (Lezama Lima, Severo Sarduy, Haroldo de Campos) no persigue el diálogo ni el consenso iluministas, sino una polifonía sin fusión homogénea, un disenso frecuentemente dispars, disparatado, crítico de la racionalidad hegemónica y de todo tipo de dogmatismo filosófico y político. La agonística, en particular, recuperando las categorías de lucha, tensión y conflicto, nos ayuda a repensar la situación sociopolítica de lo contemporáneo[2]. Pero para llegar a ello deberemos dar un salto retrospectivo no menor. Recordemos, en ese sentido, que en su diccionario crítico para la revista Documents, Georges Bataille ya nos decía que la arquitectura expresa el ser de las sociedades, así como la fisonomía humana revela el ser de los individuos. Sin embargo, esa comparación se ajusta, en mayor medida, a las fisonomías de los personajes oficiales –los prelados, magistrados, almirantes–, justamente la galería de personajes que Buñuel presenta en “La Edad de Oro”, y ello por un motivo muy simple, porque solamente el ser ideal de la sociedad, el que ordena y prohíbe con auctoritas, se expresa en las composiciones arquitectónicas propiamente dichas, de tal modo que los grandes monumentos se elevan como diques, oponiendo la lógica de la majestad y de la autoridad a cualquier otro valor social. En la forma de catedrales y palacios, tanto la Iglesia como el Estado imponen silencio a las multitudes. Por eso, para Bataille, la toma de la Bastilla, como destacó oportunamente Denis Hollier47, es altamente sintomática: ese movimiento de masas remite a la animosidad popular contra aquellos monumentos a los que ve como sus verdaderos amos.
Por lo tanto, cuando la composición arquitectónica se encuentra fuera de los monumentos (es decir, en la fisonomía, la indumentaria, la música o la pintura), podemos deducir la acción de un gusto predominante por la autoridad humana o divina. Así, en la pintura moderna, la desaparición de la construcción académica determina una salida hacia la expresión e incluso al éxtasis de los procesos psicológicos más incompatibles con la estabilidad social. Resultaba evidente, pues, para Bataille, que el ordenamiento matemático impuesto a la piedra no fuese más que el logro de una evolución de las formas terrestres48, cuyo sentido se traducía, en el orden biológico, en el paso de la forma simiesca a la forma humana, presentando esta última todos los elementos de la arquitectura. En ese proceso morfológico, los hombres serían tan solo una etapa intermedia entre los monos y los grandes edificios, lo cual indicaría, además, que la noción de forma (y con ella la de autonomía) se habría tornado cada vez más estática y más dominante. Por eso Bataille auguraba en fin que el camino hacia la monstruosidad bestial, abierto por artistas como Bracque o Picasso, Arp o Miró, camino ese teorizado por él mismo y por su compañero en la redacción de Documents, el alemán Carl Einstein[3], no era sino una forma de evitar a la chusma arquitectónica[4]. La arquitectura sería, entonces, un modo de escapar a la obra, a la dimensión puramente utilitaria, y decantarse por lo que hay en ella de estético o inoperante.
Conviene pues, si admitimos que las formas vitales entraron en rápida erosión[5], y si además nos interesa emprender una genealogía de la modernidad en nuestra región, examinar, desde esa perspectiva, los modos de sujeción de la subjetividad en los discursos-edificio que operaron en América Latina. Mi punto de llegada serán los proyectos accidentadamente fusionales de un conjunto de intelectuales, la mayoría de los cuales arquitectos, quienes, en pleno auge del debate posautonómico, en los años 30, regresan deliberadamente a una lectura radical de la antropomorfosis barroca para, a partir de allí, dar cuenta de la paradoja del ser nacional evaluado, al mismo tiempo, como local y occidental, es decir, como propio y ajeno. Son ellos los que abren el camino para pasar de la arquitectura al archivo.
Dicho esto, recordemos que el arquitecto Kenneth Frampton concluía su ya clásico ensayo sobre regionalismo crítico argumentando que la aparición de lo táctil y lo tectónico tenían la capacidad de trascender la mera apariencia de lo técnico, conformando así una auténtica anti-estética posmoderna[6]. Para poder pues explorar las connotaciones de un juicio como ese, en la cultura latinoamericana, me parece indispensable, a título de ejemplo, retrotraerme a una de las primeras manifestaciones de un discurso anti-evidencia y crítico de la perspectiva, un sermón del jesuita que mejor representa ese esfuerzo cabal de construcción comunitaria, en el siglo XVII, el padre Antonio Vieira cuya obra circuló holgadamente por la región. Basta consultar el acervo de la colección jesuítica, en la Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba.
Antes incluso del sermón que inspiraría la “Carta Atenagórica” de Sor Juana Inés de la Cruz, en 1640, año, por lo demás, de la separación definitiva entre los reinos de España y Portugal, peculiar forma de arquitectura política entre los imperios, Vieira profiere, en la iglesia de Nossa Senhora da Ajuda, en Bahía, el “Sermão de Nossa Senhora do O”. La pieza se apoya en un tejido argumentativo muy sutil y complejo, en torno a la figura del círculo, portador de diversos sentidos, desde los oh! lanzados por la Virgen en el momento del parto, hasta la asimilación entre el vientre divino de María y el Verbo Encarnado. Vieira sostiene, en su prédica, que el círculo es una figura perfecta y, por ello, así como el círculo del vientre virginal, al concebir el Verbo, se volvió una O que englobó hasta lo inexcedible, es decir, el mismo Dios, también los deseos de María trazan, de modo enigmático, un círculo infinito que comprende lo eterno.
Al relacionar dichos órdenes desplazados, para no decir disparatados, nos instalamos, con el jesuita, en el centro mismo de un sistema teológico político, cujus centrum estubique, circunferentia nusquam, o sea, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia, en ningún lado. Dicha frase, generalmente atribuida a Pascal y a Nicolás de Cusa, fue recordada por Borges en su inquisición sobre la esfera de Pascal que, según observó Juan Bautista Ritvo repite, en su estructura argumentativa, empezando casi con la misma frase, esa idea de circularidad temporal[7]. La idea, en verdad, remonta al mundo pagano y no es descabellado reconocer, por su intermedio, ciertos núcleos neoplatónicos en la misma coincidentia oppositorum que regulan el sermón del jesuita portugués. No obstante, en ese discurso, la circularidad es más que una imagen: es un valor que se extiende de lo visible a lo audible. Vieira nos permite reivindicarlo como propio porque desnaturaliza la espontaneidad expresiva de las lenguas al destacar, por ejemplo, que cuando Dios le habló a Juan, no lo hizo en hebreo sino en griego, porque esta lengua tiene la circularidad del alfa y el omega; pero, al mismo tiempo, inspirado en egipcios y caldeos, que representaban la eternidad con una O, Vieira especula sobre la relación existente entre la O del deseo de la Virgen y la noción misma de eternidad. ¿Cómo es posible –se pregunta– que lo que se extiende por solo nueve meses dure toda la eternidad? De ser así, se nos está diciendo, con argumento nominalista, que no hay tiempo lineal y la categoría del tiempo sería meramente cualitativa, ya que en ella no importaría la duración sino la intensidad. Esto significa, además, que un hecho puede ser breve en la historia, aunque su deseo, expresado a través de la memoria, permanezca infinito. Esta idea, nos dice Vieira, se verifica también en la historia humana porque, en tiempos de Adán, los momentos eran días, en los de Abrahán, los días eran años y, en los de David, los años eran eternidades, y el motivo es que estaríamos cada vez más cerca del Juicio Final, ese hecho tan deseado como temido. Sin la nota apocalíptica cristiana, el mismo argumento se reencuentra en Borges, ya sea cuando lee a Figari, cuando se siente en muerte o cuando refuta el tiempo. Lo recordamos: 1824 no es el mismo tiempo para el capitán Isidoro Suárez, en Junín, y para De Quincey, en Edimburgo, simplemente porque ambos hombres jamás se rozaron[8].
Pero es también, como Borges, en la ausencia, curiosamente, que Vieira radica lo eterno, al argumentar que el hijo de María, por no darse a ver, era, de hecho, una ausencia, ya que la Virgen, en verdad, no lo poseía: solo poseemos lo que no podemos separar de nosotros. Vieira ejemplifica esa idea paradójica con el mito de Narciso, que nunca alcanzó su belleza, a no ser de manera mediada y distante. Por ello es revelador que San Juan diga que Cristo estaba junto al Padre, pero no en él. Otro tanto le ocurre a María que, teniendo en sí misma al hijo de Dios, deseaba también tenerlo consigo.
En uno de sus “Retratos-relámpago”, el poeta Murilo Mendes asimila la figura de Vieira a la multiplicidad de semblantes de Mário de Andrade y, en particular, a la de su creación, “Macunaíma”, el héroe sin carácter, el héroe psicasténico de la migración latinoamericana, atravesado por el recuerdo del presente. Como vemos, la estrategia discursiva de Vieira, su derivatio ad nauseam, consiste en algo semejante a esa disponibilidad anacrónica: equivale a redundar y variar los argumentos, de forma tal que estos giran siempre en torno a la perfección infinita del centro, que permanece disponible y, para ello, el orador a menudo acude a etimologías falsas, atribuyéndole origen inverosímil a un determinado concepto, a partir de una serie de argumentos que los justifican delirantemente. Es, claro está, un argumento nominalista, que busca obliterar el hiato existente entre el signo y el significado. Según ese razonamiento, la inmensidad de Dios (la identidad) está en el mundo pero también fuera de él, está en todo lugar y asimismo donde no hay lugar. Está dentro, sin encerrarse, y está afuera, sin salir, porque Dios (la identidad a sí del evento) está siempre en sí mismo, de tal modo que Dios es, al mismo tiempo, inmanente y transcendente. No es un intelecto universal, ni una máquina cósmica, ni un eficiente ingeniero. Es un ser performativo: necesita ser actuado para cumplir su perfección[9]. En ese sentido, siendo Dios (o el principio identitario) un mero enunciado tautológico, sin valor de verdad, en sí y para sí, fundado sobre un principio de desequilibrio entre la extensión infinita y la manifestación finita, el vacío de su ser solo puede referirse a lo (aún) increado, al acto puro, a la pura posibilidad, para decirlo con Aristóteles, o a la pura potencia, para retomarlo a Agamben. Lejos de una fenomenología autonomista del espíritu, nos enfrentamos así a una escatología providencial, más allá y (no) más allá de cualquier proyecto iluminista posterior. En ese punto, el modernismo se hunde en su condición abisal.
De esa concepción arranca una particular teoría de la imagen, central al mundo barroco y más aún a las culturas posautonómicas, gracias a la cual lo táctil (el lenguaje) y lo tectónico (las culturas locales) trascenderían las meras apariencias de la técnica universal. Diríamos, en consonancia, que lo visto, para poder serlo, necesita estar presente; pero lo que se ve, como está totalmente vinculado a la potencia, que le otorga la posibilidad última de la visión, al estar asociado también al fenómeno óptico, a la imagen, es, paradójicamente, algo siempre ausente. Hace falta pues que se aleje de los ojos para ser cabalmente visto. Y esa es una de las cuestiones cruciales de la teología y del arte del siglo XVII, porque la visión, entre los sentidos, es el más potente de ellos pero, asimismo, el más potencial de los mismos, ya que es un mero nexo ficcional entre lo real y la fe.
Reencontraremos esa estrategia, a través de las “Etimologías”, de San Isidoro de Sevilla, en las glosas de Raymond Roussel, en el aleph borgiano o en el cine anémico de Duchamp, pero, mucho antes y en Portugal, el mismo procedimiento se había activado ya en el tratado “Da Pintura Antiga” (1548), obra de Francisco de Holanda, donde queda claro que la teología pasa por la retórica y lo divino es mediado por el lenguaje, que no es sino una institución política. A partir de la lectura de “Monas Hieroglyphica”, del astrónomo inglés John Dee, Michel
Leiris razonaría también, en las páginas de “La Révolution Surréaliste”, que, si Dios es el principio y el fin de todas las cosas, no es la divinidad sino un signo, una combinación de letras y palabras5[10]6. En ese sentido, diríamos que la figura privilegiada del círculo está siempre vinculada a categorías metafísicas, tales como Dios y eternidad, tiempo o infinito. Recordemos así que, para los cabalistas, el círculo inscripto en un cuadrado representaba la energía divina incorruptible, concentrada en el interior de la materia, algo que Leonardo da Vinci recogería del tratado de Vitruvio y expondría en su famoso grabado, ejecutado entre 1476 y 1490, hoy conservado en la Academia de Venecia. Desde los “Hieroglyphica” (1547) de Horapolo, traducción de jeroglifos egipcios al griego, luego vertidos al latín, hasta los rebus de los siglos XVI y XVII, hay por tanto una larga serie de casos en que el círculo es asociado a la serpiente, y esta, a su vez, a la eternidad, a un tiempo fuera del tiempo, conjugando así un tiempo continuo e ininterrupto a la figura de la serpiente autofágica, imagen que ha de encontrar, quizás, su traducción más acabada en uno de los interlocutores más constantes de Borges, Paul Valéry, o en uno de los modelos teóricos de Benjamin, Aby Warburg. La plancha B de su atlas “Mnemosyne” contiene algunas de esas figuras intermediarias entre el cuerpo y la construcción.
Así las cosas, en la teoría contemporánea de la historia como destrucción del tiempo lineal, no es posible, sin embargo, eludir la marca de Auguste Blanqui. Allí donde Vieira situaba la trascendencia del tiempo milenario del Imperio portugués, el anarquista francés colocaría, en cambio, el vacío como representación de un auténtico estado de excepción, que Benjamin sabrá traducir, en sus “Tesis sobre Filosofía de la Historia”, como la clave de la comunidad por venir. Recordemos que, en “La eternidad por los astros”, Blanqui ya argumentaba que “El universo es infinito en el tiempo y en el espacio, eterno, sin límites e indivisible. Todos los cuerpos, animados e inanimados, sólidos, líquidos y gaseosos, están vinculados unos con otros por las mismas cosas que los separan. Todo se enlaza. Suprímanse los astros y quedará el espacio, absolutamente vacío, sin duda, pero conservando tres dimensiones, largo, ancho y profundidad, espacio indivisible e ilimitado.
Dijo Pascal en su magnificencia de lenguaje: ‘El universo es un círculo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna’. ¿Existe imagen más atrapante del infinito? Digamos, de acuerdo con él, y siendo más precisos todavía: el universo es una esfera cuyo centro está en todas partes, y su superficie en ninguna. Helo aquí frente a nosotros, ofreciéndose a la observación y al razonamiento. Innumerables astros brillan en sus profundidades. Supongamos que estamos en uno de esos ‘centros de esfera’, que están en todas partes, y cuya superficie no está en ninguna, y admitamos por un instante la existencia de esta superficie que sería a partir de entonces el límite del mundo[11].”
Borges, que lo está leyendo a Blanqui al mismo tiempo que Benjamin, observa también, en una nota de 1940, que “Esa doctrina (que su más reciente inventor llamó del Eter- no Retorno) afirma que la historia del mundo se repite cíclicamente, y en ella nuestras vidas individuales. Es común atribuirla a Nietzsche, que pensó haberla descubierto en Silvaplana, un mediodía de agosto de 1881: ‘a seis mil pies del hombre y del tiempo’. La conocieron los discípulos de Pitágoras; la pronuncian los hexámetros de Lucrecio[12]; San Agustín y Orígenes la refutan; Browne, hacia 1640, la nombró en una de las notas de la ‘Religio medici’; Moore hermosamente cierra con ella sus ‘Memoirs of my dead life’. De tantas exposiciones, la más radical y más vasta es la de Blanqui. Nietzsche (y Heine y Le Bon y ese problemático Thomas Tyler que Bernard Shaw conoció en el British Museum) encaran una sucesión de ciclos idénticos; Blanqui abarrota de infinitas repeticiones, no sólo el tiempo, sino también el espacio infinito. Imagina que hay en el universo un infinito número de facsímiles del planeta, y de todas sus variaciones posibles. Cada individuo existe igualmente en infinito número de ejemplares, con y sin variaciones. ‘Todo lo que se hubiera podido ser en la tierra’, afirma Blanqui, ‘se es en alguna parte. Además de esta vida, desde el nacimiento a la muerte, que hemos vivido y viviremos en una muchedumbre de mundos, existimos en otras quince mil versiones distintas’. Y luego: ‘Lo que ahora escribo en un calabozo del castillo del Toro, lo he escrito y lo escribiré eternamente, en esta misma mesa, con esta pluma’[13].”
Es bueno reparar además, llegados a este punto de esferas y circunferencias, que la norma circular pautó asimismo buena parte de la partición espacial europea. Las ciudades italianas renacentistas fueron, en efecto, planeadas de acuerdo con esta figura, ya que todas sus partes debían ser equidistantes con relación al centro. Y esa tradición cristiana, heredada y modificada en los tiempos modernos, se fundió luego, de modo inextricable, con las consideraciones de Vitruvio relativas a la proporción de los edificios religiosos paganos. Recordemos que, según el tratadista romano, la correcta disposición de los templos debía estar basada en el cuerpo humano, del cual derivaban también los patrones, esos números perfectos que los griegos llamaban télos. Tal conexión entre la visión matemática, característica de la arquitectura, y la disposición física del cuerpo humano partía, asimismo, de una observación de Vitruvio, según la cual un hombre, correctamente proporcionado, con las cuatro extremidades extendidas, encajaría, a la perfección, en un círculo trazado con un compás y cuyo eje estuviera en el ombligo. Juan Antonio Ramírez nos informa que la primera interpretación gráfica de este fragmento se encuentra en el tratado de arquitectura e ingeniería de Francesco di Giorgio Martini, donde puede verse, entre otras cosas, a un hombre joven, de pie, dentro de un cuadrado y de un círculo, en una disposición próxima a la descripta por Vitruvio7. Pero hay además unos dibujos, copiados de Francesco di Giorgio, en los que el cuerpo humano, que más que el de Hércules es el de Cristo, aparece claramente inscripto en una planta eclesiástica longitudinal de la cual derivan, sin duda, las dos interpretaciones antropomórficas más importantes de la arquitectura religiosa renacentista: la longitudinal y la centralizada.
Al traducirse el tratado de Vitruvio al italiano, en 1521, Cesare Cesariano le agregó un conjunto de ilustraciones, entre las cuales, dos grabados semejantes al famoso dibujo de Leonardo. Una de ellas muestra a un hombre de pie, con los brazos en cruz, y un centro geométrico situado en el pubis. Cesariano asociaba así la verticalidad del cuerpo divino a las estructuras arquitectónicas alargadas o rectangulares. Y aunque Vitruvio afirme, explícitamente, que el centro del cuerpo es, de forma natural, el ombligo, Cesariano, en vez de presentar una sola figura con dos centros, uno en el ombligo para el círculo y otro, en los genitales, para el cuadrado, no dudó en alterar el punto anatómico indicado por Vitruvio, de modo tal que este hombre, con las piernas abiertas y los brazos extendidos, toca, con la punta de sus extremidades, el perímetro externo del círculo y los cuatro ángulos del cuadrado. Un detalle, sin embargo, permanece tan inquietante como las figuras de Lascaux para Bataille: el pene de ese hombre –Cristo– está erecto.
Ramírez lanzó la hipótesis de que Cesare Cesariano, al fin de cuentas un clérigo, tal vez le haya atribuido (falsamente) este diseño a otro autor para evitarse la previsible acusación de haber introducido un elemento escabroso sobre el cual, además, prefiere callar por completo[14]. “Noli me tangere”[15]. Nada inocente, esta posición tumescente del pene resolvía, sin embargo, la paradoja entre los dos centros, de tal modo que el miembro erecto, al apuntar con su vértice al ombligo, hace que ambos centros coincidan. La misma astucia se repetiría en la planta de las iglesias que, a su vez, reproducían el cuerpo de Cristo, de suerte que el púlpito, lateral, desde el cual se siembra y se diseminan los sermones, funciona, deícticamente, como mero pronombre, como ley o norma vacía, que solo indica el centro sagrado, el altar, donde el misterio en fin se celebra y reitera misteriosamente.
Era lógico por tanto que una arquitectura divina solu- cionara, de ese modo rebuscado, el viejo problema de la cuadratura del círculo. El cuerpo humano, o sea, el de Cristo, era, al fin y al cabo, el mediador proporcional y figurativo de tan ardua conciliación entre lo inmanente y lo trascendente. En todo caso, si la tradición medieval- renacentista había justificado la buena arquitectura, según la hipotética estructura numérica y geométrica del hombre, a la que ellos por lo demás aludían, de allí en más, en el mundo barroco, sería más y más importante que los edificios, o bien sus elementos constitutivos, contuvieran en sí la imagen, la forma visual del cuerpo divino. Nos encontramos así ante la emergencia de lo háptico-óptico.
Muchas son las implicaciones de esta nueva orientación, asociada a la composición de lugar de san Ignacio y a los fines propagandísticos, tanto de la Iglesia, como de las monarquías absolutas. Pero es innegable que la arquitectura barroca, en su conjunto, fue, de lejos, más icónica que la renacentista, ya que los cuerpos en ella construidos son reconocibles de inmediato. Esto pasará a la Ilustración, cuyo deseo explícito es, a partir de la autonomía, construir un arte público locuaz y suasorio, consonante a las aspiraciones pedagógicas del poder burgués. Buena parte del eclecticismo decimonónico, con sus típicas prolongaciones latinoamericanas en el siglo XX, quizás no sea más que una mera extensión de la figuración explícita barroca, al intentar proclamar usos y aspiraciones ideológicas para cada edificio-cuerpo.
A partir de esa constatación icónica paradojal, Severo Sarduy, cuya obra, según Badiou, aúna la inocencia del deseo al encabalgamiento leibniziano de las monadas[16], expandirá la definición tectónica de Eugenio D´Ors, en una fórmula, al mismo tiempo, cosmológica y arquitectónica, tal como las de Vieira o Blanqui, aplicable a todo el siglo XVII: el lenguaje barroco marca el advenimiento de la elipsis, que es un círculo sin centro, o mejor, cuyo centro se encuentra desplazado y duplicado, lo que disemina un juego brutal del claro- oscuro en Caravaggio, un diálogo de masas y volúmenes en Velázquez, o una periodicidad cosmológica no uniforme en Kepler[17]. Referida al tiempo, la figura elíptica se traduce, en cambio, como anacronismo y, de acuerdo con el nuevo régimen de verdad, el paraíso perdido, antes siempre ligado al pasado y a una manifiesta nostalgia de la Edad de Oro, es ahora drásticamente revertido por el cristianismo, que pasa a situarlo en una vida futura.
Es pues en el futuro que se dará la redención o condena universal de las almas, un futuro que es superación y fin de todas las tensiones históricas, en la forma del Cristo místico, figura que suministrará modelos identificatorios a todas las concepciones escatológicas laicas y a las teodiceas profanas del mundo moderno. Durante el romanticismo, una de las telas míticas de la fundación nacional en Brasil es “O Derrubador” (1871), de Almeida Jr. La crítica nunca dejó de observar que este momento de detención o éxtasis, en que el constructor de modernidad (en realidad, un destructor de la naturaleza) repone sus energías, se destaca por la relevancia concedida al bulto sexual, a la potencia de lo bajo fatigado por su empresa[18]. Años más tarde, Candido Portinari traduciría una disponibilidad seminal semejante en su “Plantador de Café” (1934). Pero no nos olvidemos tampoco de la relevancia que el mito de la diosa sidonia Astarté, centrado en la fertilidad de su vientre, tuvo para René Zapata Quesada, uno de los integrantes del grupo La Púa, al cual Oliverio Girondo dedica sus “Veinte poemas” en función de un estómago ecléctico capaz de incorporar el infinito para iluminar lo singular. La imagen retornará, como sabemos, en la mitología antropofágica, no solo de Oswald de Andrade sino de Tarsila do Amaral, y en la noción misma de espacio gnóstico americano de Lezama Lima. ¿Cómo explicar tan amplia diseminación de tal idea en América Latina?
Voy, en busca de una respuesta, a detenerme en una de esas figuras aparentemente menores, que al comprender que el mito autonomista configura la auténtica religión del progreso, elabora variadas ficciones de un estómago preñado de futuro. Me refiero al arquitecto rosarino Ángel Guido. Inspirado por Ricardo Rojas[19] y por su heredero directo, el también arquitecto Martín Noel66[20], Guido ya había defendido la “Fusión hispano-indígena en la arquitectura colonial” (1925) cuando, según confiesa a Pedro Juan Vignale y a César Tiempo, en la nota autobiográfica que redacta para la “Exposición de la actual poesía argentina” (1927), se encontraba redactando “Barroquismo hispano-incaico”, obra inédita con ese título, aunque probablemente no cueste asociarla a “Arquitectura hispanoamericana a través de Wölfflin” (1927). Había publicado, confiesa, un libro de poemas, “Caballitos de ciudad” (1922) y tenía otro en preparación, “Motivos urbanos”, que nunca publicó. De ese volumen baudelairiano, Vignale y Tiempo recogen algunas piezas, entre las que se destaca “Llovizna urbana”. Dos días de lluvia invernal le dan a Rosario, dice el poeta, infinitos espejos.
“Obstinadamente, debajo de nuestros pies, nos persigue otro yo, al revés.”
En la ciudad moderna se pisa terreno movedizo y se circula entre espejismos por lo cual las identidades sin cesar tropiezan ante “nuestra vida absurda”, y la verdad solo se lee patas para arriba, aunque se confíe, de forma no menos absurda, que en el futuro “brillará un sol de domingo en las oficinas”. Algunos de los más intransigentes martinfierristas reputarían esa estética de excesivamente ingenua[21]. Y lo es. Pero no menos interesante es su aspecto naif, que puede, incluso, ser perverso.
Es bueno recordar que, ese mismo año, Guido presenta dos ponencias en el Congreso Panamericano de Arquitectos, reunido en Buenos Aires, una sobre la orientación espiritual de la arquitectura y otra, ya citada, aplicando las teorías de Wölfflin, que no pasan desapercibidas a un integrista como Benjamín Jarnés, en La Gaceta Literaria de Madrid[22]. Poco después, en sintonía con el golpe de Uriburu, Ángel Guido lanza una curiosa obra en francés, “La machinolatrie de Le Corbusier”, que demoniza las propuestas funcionalistas de Jeanneret[23]. Es curioso el frontispicio de la obra, realizado por el mismo Guido: se trata, como en los grabados de Cesare Cesariano, de la superposición de un crucifijo, una estrella de David y un lujoso automóvil. Es esa la cuadratura del círculo del autoritarismo argentino. No obstante, en ese mismo momento, el arquitecto habría escrito también un opúsculo, “Catedrales y Rascacielos”, parcialmente retomado en obra posterior, en que, a la manera de un montaje de Paul Citröen, Guido superpone, como la cruz y la estrella, esos dos símbolos de la busca por lo absoluto, con intención libertaria. Al año siguiente, en 1931, la verdad anagramática de la vida americana lo lleva a Guido a analizar, pioneramente, la obra de Aleijadinho[24], el escultor mineiro descubierto por los modernistas brasileños en 1924, y que también sería estudiado, en 1939, por Mario José Buschiazzo. Desarrolla Guido tales ideas, en 1932, en un curso sobre “Arqueología y estética de la arquitectura criolla” (que imparte en el Colegio Libre de Estudios Superiores, esa réplica de la Escuela de Frankfurt que el fundador también de la original buscaba orientar, en Buenos Aires, hacia una occidentalización social y política de la cultura argentina). En realidad, Guido entendía que había dos aspectos de la transculturación americana a la que, con Ricardo Rojas, llamaba “Eurindia”: de un lado, la Eurindia arqueológica y, del otro, la Eurindia viva, de que eran buenos ejemplos la pintura mural mexicana y los rascacielos americanos. Defendiendo la teoría de lo háptico-óptico de Riegl, aclimatada por Wölfflin, el arquitecto rosarino pretendía, como los surrealistas, captar una nueva edad de oro, otorgándole a las masas urbanas renovadas mitologías monumentales[25]. Es en ese sentido que se refiere al barroco brasileño como una forma de tropicalismo[26], prefigurando las tesis de una cultura trans- atlántica que leeremos, más adelante, en Ángel Rama o Paul Gilroy, ya que Guido veía, en el artista y arquitecto criollo, un fantástico ejemplo de la potencia creadora de Eurindia73[27]. Para Guido, pues, el Aleijadinho era el símbolo del artista pautado por el deseo de salvación, fuerza inconsciente de su obra, que lo transformaba en fundador de una tradición específica en el arte americano. Aleijadinho era, al fin de cuentas, el hombre inscripto en el círculo-cuadrado de la identidad americana.
Un juicio como ese, más allá de referirse al pasado, la tradición a la que hemos hecho referencia, era también un juicio acerca del vacío y del presente. Era un espejito invertido desde el cual se vislumbraba el mundo de la guerra y de la inminente globalización del posguerra, un mundo al que Guido veía como un momento transicional hacia una nueva reunión del arte de vanguardia con la historia y el mito, “enderezándose hacia la reconquista del hombre auténticamente americano y a la reconquista de la tierra”, una idea que, en diversas inflexiones, podría ser subscripta, en el campo del marxismo, por Mariátegui o Astrada74[28]. Al llegar ese momento, auguraba Guido, los nuevos artistas latinoamericanos tendrían, en el Aleijadinho, es decir, en un lisiado deforme, “una de sus más certeras imágenes tutelares”[29]. Y, precisamente, para acelerar esa “dramática cruzada” del arte americano, Guido se lanza, en 1940, al “Redescubrimiento de América en el arte”76[30], obra de la cual, precisamente, Lezama Lima tomaría un concepto clave en su elaboración acerca de “La expresión americana”: el de contraconquista, que con las inocultables tintas católicas e hispánicas, incluso integristas, de la reconquista y la cruzada, acompañaba a Guido desde su pionero ensayo de 1931. No nos olvidemos, además, que los análisis contrastivos entre el Aleijadinho y el indio Kondori, antes de leerlos en “La expresión americana”, están presentes no solo en el “Redescubrimiento de América en el arte”, de Guido, sino también en ciertos trabajos de la corriente teórica a la que el arquitecto era afiliado. En efecto, la primera descripción de la iglesia de San Lorenzo de Potosí fue realizada por Pedro Juan Vignale cuando, a las órdenes de Martín Noel, emprenden un viaje de relevamiento a la región altiplana.
Ambos autores, Noel y Guido, reunirían luego tales esfuerzos en los dos gruesos volúmenes de “La arquitectura mestiza en las riberas del Titikaca”, publicación que la Academia Nacional de Bellas Artes incluyó en la serie Documentos de arte colonial sudamericano, entre 1952- 1956. Es en esa obra en que Guido precisa los alcances de la arquitectura barroca mestiza. No es esa construcción una mera solución de trasplante sino voluntad de forma mestiza animada por espíritu indígena. No es fortuito entonces que, en ese esfuerzo por reconstruir la ascendencia, no falte tampoco, en la obra de Guido, el relato utópico, semejante a la “Historia Kiria” de Figari, plasmado en forma de novela, “La ciudad del puerto petrificado. El extraño caso de Pedro Orfanus”, que el arquitecto edita en 1956 con el nombre de Onir Asor, mero anagrama lineal de rosarino. Debajo de nuestros pies, nos persigue otro yo, al revés, fósil y petrificado.
Ángel Guido, como antes de él Carl Einstein, no en vano amigo de Lam y Carpentier, parecen acatar no solo las lecciones de Wölflin o Simmel, sino algunas precisiones elaboradas por Adolf von Hildebrand, en “El problema de la forma en las artes plásticas” (1893), es decir, la diferencia entre das Malerische, lo pictórico y das Plastiche, lo plástico. De esa mezcla de géneros provendría una carga emocional que abolía la clásica tridimensionalidad del arte occidental, otorgándole al arte de vanguardia otra síntesis del sentido y la forma, ideas que atrajeron particularmente a Freud, lector de “Negerplastik”. Si a esto se suman las ideas de Alois Riegl sobre la voluntad artística (Kunstwollen), se entiende mejor lo que Eckart von Sydow señalaba, en “El despertar del arte primitivo”, que Worringer, Einstein y, ¿por qué no? Guido expresan, a través de la voluntad de absoluto, la angustia de lo moderno.
A pesar de su occidente cristiano, Ángel Guido nos dice que lo propio es africano. Por esos mismos años, un sociólogo crítico del funcionalismo autonomista como Gilberto Freyre sostenía, en “Interpretación del Brasil”, una versión semejante con relación al Aleijadinho, leído en clave casi acefálica, muy cercana por cierto a la posición de Guido y al cine surrealista de Buñuel. En el artista transcultural residiría, para Freyre, la revelación histórica y política de una identificación del transgresor con el potencial sadismo revolucionario de los mártires cristianos. Es decir que el Aleijadinho era casi, para decirlo con la metáfora de Glauber Rocha, dios y el diablo en la tierra del sol, la imagen de Cristo-Sade que avanza al final de La edad de oro. Kant con Sade. Mário de Andrade –oscilando entre la exaltación transcultural, que, a través de Fernando Ortiz, lo unía a Gilberto Freyre y, por otro lado, el vivo deseo de una modernidad racionalista, cuyo emblema, el edificio de la Biblioteca Municipal (donde el mismo Andrade se desempeñó como secretario de cultura de San Pablo) ilustraba, antes de la guerra, un reportaje de La Nación sobre el Brasil moderno–Andrade era, como escritor- funcionario77[31], uno de los más ardorosos defensores no solo de ese sino de otro edificio-cuerpo del nacionalismo autoritario de Getulio Vargas, el mítico edificio del Ministerio de Educación y Cultura, en Río de Janeiro, donde encontramos la huella de Le Corbusier, Lúcio Costa, Niemeyer o Jacques Lipchitz78[32], todos juntos plasmando un emblema de la modernidad en los márgenes, una auténtica profecía de la aún inexistente Brasilia. No hay, sin embargo, mayor contradicción entre escoger esos íconos racionalistas y defender un proyecto civilizatorio fusional, porque tanto Mario José Buschizazzo como Lúcio Costa o Ángel Guido también veían los rascacielos de Manhattan como realización del pujante abstraccionismo de mezcla americana79[33]. Consciente de esa fusión, Guido no duda en proyectar, además, el funcional Monumento a la Bandera. Antes de ver en esta opción una renegación del programa fusional neobarroco, recordemos que, entre los surrealistas, el rascacielos fue interpretado, más de una vez, con una óptica tácitamente copulante, tal como lo explicita Michel Leiris en el artículo publicado, en 1930, por la revista Documents: “Rascacielos. Como todo lo que está dotado de valor exótico, los altos buildings americanos se prestan, con una insólita facilidad, al juego tentador de las comparaciones. La más inmediata es sin duda la que transforma estas construcciones en modernas Torres de Babel. Pero por vulgar que sea tal identificación, tiene sin embargo el interés [...] de confirmar el contenido psicoanalítico de la expresión rasca-cielos (gratte-ciel) [...]. Pero por lo demás el acoplamiento azaroso de estas dos palabras, el verbo «rascar» (gratter) por una parte y el sustantivo «cielo», evoca en seguida una imagen erótica, donde el building, el que rasca, es un falo más neto todavía que la Torre de Babel y el cielo que es rascado –objeto ansiado de dicho falo–, la madre deseada incestuosamente, como sucede con todos los ensayos de rapto de la virilidad paterna[34].”
Pero, cabe preguntarse, ¿de dónde provenían tales ideas? De la certeza, creo, de que, en un mundo como el colonial, dominado, según Mário de Andrade, “por el culto de la autoridad”, es la gran iglesia barroca, riquísima por sus dorados y adornos tallados, el espacio donde, entre el púlpito y el altar, se mueve libremente el letrado autónomo, que “supo darle a la piedra suave una grandeza pesada que contrasta con la riqueza barroca de los detalles”81[35]. Es decir que, en el marco de un “culto de la autoridad”, o sea, de una teología política a lo Carl Schmitt, alguien como Aleijadinho se destaca por el desvío de su lenguaje transgresivo, aún cuando, “como para la escultura egipcia, para la asiática y hasta para la gótica es imposible establecer–pondera Andrade– si ciertos presumibles defectos de las obras del Aleijadinho son realmente defectos, tal es la forma en que se imponen como características efusivas de su arte”[36]. En pocas palabras, técnica europea y fuerza telúrica se fusionan, una vez más, armónicamente, en la (eugenética) profanación americana.
Ahora bien, para que esa fusión sea posible son indispensables los mediadores, los intercesores. En el ya citado diccionario crítico de la revista Documents (nº 6, 1930), Michel Leiris se refiere a los ángeles como esas entidades que allanan el acceso a lo absoluto. Ilustran su artículo no solo un grabado de un previsible códice español del siglo XII, sino un fotograma de la película “The Green Pastures”, con el actor negro Wesley Hill interpretando al arcángel Gabriel. El ángel, como nos lo mostrará también Walter Benjamin, es un factor de redención. Tanto en las “Tesis sobre filosofía de la historia” como en el “Fragmento político-teológico”, Benjamin propone que el Reino no es el telos de la dynamis histórica y no puede, por tanto, ser propuesto como meta sino como final, de allí que el orden de lo profano no deba erigirse sobre la noción de Reino divino sino de felicidad, clave de la decadencia de todo lo terreno.
De algún modo, tales concepciones político-teológicas se entroncan con cierta corriente anti-historicista que, a partir de Guido, nos es posible reconocer en sus lectores y contemporáneos de América latina. En 1956, por ejemplo, Beatriz Guido publica la novela y enseguida compone el guión de “La casa del ángel”, la película de Leopoldo Torre Nilsson, quien ya había tratado de la angélica venganza femenina en “Días de odio” (1954), una versión de “Emma Zunz”, el cuento de Borges. Gonzalo Aguilar afirma que esa es la obra de Nilsson en que la temporalidad está más escindida entre el presente del relato de la protagonista y el pasado del flash-back narrativo, “tal vez porque es la más cercana a la caída del peronismo, tal vez porque la modernidad no se anunció todavía en el horizonte”. En ese sentido, dice Aguilar, “el presente es el momento no- narrativo, aprisionado por la repetición y el rito vacío [...]; y el pasado es la genealogía de ese presente inmóvil. Mientras lo pre-moderno se desarrolla con dramaticidad y cierta progresión narrativa, el presente se encuentra estancado en la repetición”. Una de las cuestiones técnicas más relevantes en la película, sin embargo, es el abandono, en el plano musical, de la síncresis, en beneficio de lo que podríamos llamar de anácrisis, gracias a la partitura de Juan Carlos Paz, divulgador local de las ideas de John Cage[37].
Dos años después de esa película, Beatriz Guido compone una alegoría narrativa del país que concluye, justamente, en 1945, con el peronismo: “Fin de fiesta”. El texto se abre, de manera sintomática, con dos epígrafes. En la primera cita, Borges traza una ambivalente escena de zoé. Es la estrofa final de un poema de “Luna de enfrente”, “El general Quiroga va en coche al muere”. Dice: “Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, / se presentó al infierno que Dios le había marcado, / y a sus órdenes iban, rotas y desangradas, / las ánimas en pena de hombres y caballos”. En la segunda cita, Ángel Guido, padre de la escritora, fija una premisa de la estética violenta de América Latina, llamando al continente, con una fórmula digna de Alejo Carpentier, “novela de novelistas”. Tales apropiaciones salvacionistas del archivo cultural compartido la sitúan a Beatriz Guido en ese umbral tan ambivalente en que podemos encontrar a otros artistas, como el mismo Carpentier o Glauber Rocha[38]. Diríamos, en pocas palabras, que, contra la autonomía, valor supremo para, entre otros, el grupo Sur, aquellos artistas diaspóricos de la fusión contrarreformista tienden a pensar la cultura, a partir de la imagen, como pathos. De esa vertiente provienen algunas de las mejores películas de Glauber, como la imaginada “América Nuestra” (que acabaría transformándose en “Terra em transe”, en 1967, y “A Idade da Terrra”, de 79) o la posterior y censurada “História do Brasil” (1971-4), filmada de hecho a partir de archivos cinematográficos, en Roma y La Habana[39].
Hay, sin embargo, en esa fórmula de expresión babélica que es “La casa del ángel”, una peculiar concepción recurrente y nihilista de la historia que interesa destacar. Torre Nilsson, estéticamente un in-fans, construye “La casa del ángel” a partir del relato de Beatriz Guido quien, a su vez, dedica la obra “a mi padre”, denunciando, sin embargo, en la ficción, la opresión de la protagonista en el interior de la casa paterna, la casa de un político conservador. “La casa del ángel” no es otra cosa sino la casa de Ángel (Guido). El significante se volverá productivo y emblemático al designar la casa estética de la pareja: la productora de sus películas será, sintomáticamente, Producciones Ángel. Más recientemente, en 1998, el hijo de Nilsson, el cineasta Pablo Torre, filmó una obra irónicamente titulada “La cara del ángel”, en que la casa se había transformado en un lugar de torturas y el ángel aludía al angélico rostro del represor por antonomasia, el capitán Astiz, de semblante tan perversamente inocente y rubio como el de la protagonista de “La casa del ángel”, cuya intrigante belleza fue decisiva para la elección de la actriz, Elsa Daniel, en nada semejante a las ingenuas del cine argentino de género en los 50. El anacronismo nos impone así la tarea de leer los artefactos culturales en red. Leemos la ficción de un arte nacional pero también una novela familiar narrada como materia pública y política.
¿Cómo evaluar esas ficciones elaboradas por el arquitecto Guido y que, en su momento, se reciclan en textos canónicos como “La expresión americana”? Para ensayar una respuesta, quisiera recordar que, ya a principios del 900, Adolf Loos escribió un ensayo sobre ornamento y delito. La fórmula se consolidó a tal punto que, en 1911, Broch se sintió en la obligación de condenar ese lugar común de la crítica. Ni siquiera Massimo Cacciari, más cerca de nosotros, parece darse cuenta de que la posición de Loos representa la adopción de una estética, para no decir de una ética, mimético-representativa, de algún modo celebratoria de la realidad referencial. Franco Rella reputa esa actitud de simple platonismo perverso, al proponernos la idea de la racionalidad capitalista como lo inexorable de la estructura real. No se ve así que el ornamento ya no busca, como en el barroco, mostrar la riqueza de la realidad sino que, al contrario, el ornamento señala una verdad más allá de lo real. Persigue un pas au delà.
El otrora compañero del Che Guevara, Regis Debray, ha argumentado, recientemente, en “Dios, un itinerario”, que, en el pasaje a los nuevos medios de comunicación, lo divino cambia de manos: pasa de los arquitectos a los archivistas y deja de ser monumento para ser documento. “El Absoluto anverso-reverso es una dimensión ganada, dos en lugar de tres”. Debray trabaja a contramano de Agamben, interesado, por el contrario, en subrayar que el capitalismo global debe más a la teología de lo que puede reconocer la vana filosofía. El resultado, para su autor, es la obtención de una sacralidad plana, “milagrosa como un círculo cuadrado”. Esa fórmula, como admite Debray, reconcilia el agua y el fuego, la movilidad y la lealtad, la itinerancia y la pertenencia. Por lo demás, con un Absoluto en caja, es decir, con un Dios bien guardado, “el sitio de donde se viene importa menos que el sitio a donde se va, a lo largo de una historia dotada de sentido y dirección”.
Peter Sloterdijk, que recoge ese pensamiento, lo asocia a la búsqueda, del último Derrida, por algún tipo de sobrevivencia monumental, la ilusión piramidal de los antiguos egipcios[40]. La reaparición del concepto de sobrevivencia, que encontramos en Tylor o Warburg y, por ese intermedio, en Benjamin o Didi-Huberman, es una de las nociones rectoras del problemático campo reconstructivo, ya que plantea, sin duda, una serie de riesgos, al pretender que lo eterno quede ligado, en lo sucesivo, a lo efímero, mientras lo mortal y perecedero acceda al rango de mero vehículo de lo inmortal[41]. Quizás una de las consecuencias sea, justamente, la de asociar así la modernidad a una actitud, como la llamaría Compagnon[42], antimoderna, en que la modernidad es arrastrada por la corriente histórica, aunque sin llegar a lamentar lo pasado. Ese moderno, libre hasta el extremo de poder cuestionar a la misma modernidad, es crítico de la idea de Revolución, es escéptico ante el Iluminismo, es éticamente pesimista y, con un argumento abiertamente teológico, no deja de reconsiderar el pecado original. Es esa, justamente, a mi modo de ver, la modernidad antimoderna de Ángel Guido. Ella nos ayuda a armar –y no es poco mérito– una genealogía local del posfuncionalismo.
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Notas
433. Cito el fragmento integral: “GRATTE-CIEL. — Comme tout ce qui est doué d'une valeur d´exotisme, les hauts buildings américains se prétent, avec une insolente aisance, au jeu tentant des comparaisons. La plus immédiate est sans doute celle qui transforme ces bátisses en modernes tours de Babel. Mais, pour vulgaire que soit un tel rapprochernent, il a cependant I'intérét (en raison même de son immédiateté) de confirmer le contenu psychanalytique de l'expressíon
« gratte-ciel ».Une des innombrables versions de l'histoire de la lutte du fils contre le père est le récit biblique relatif a l'érection de la tour de Babel. Comme dans le mythe des Titans, on y trouve l´essai d'escalader le ciel — c'est-à-dire de détroner le père, de s'emparer de sa virilité — suivi de l'écrasement des révoltés: castration du fils par son père, dont il est le rival. Par ailleurs, l'accouplement, mime hasardeux, de ces deux mots: le verbe « gratter » d'une part et d'autre part le substantif « ciel », evoque aussitôt une image érotique, où le building, qui gratte, est un phallus plus net encore que celui de la tour de Babel et le ciel, qui est gratté — objet de convoitise du dit phallus — la mere désirée incestueusement, amsi qu'elle l'est dans tous les essais de rapt de la virilité paternelle. Autant que l'ornement grandiose des cités nord- américames et que les instruments d´un luxe et d'un confort jusqu'à ce jour inconnus en Europe, les gratte-ciel sont donc des merveilleux et modernes symboles, tant pour le nom que pour la forme, d'une des plus graves constantes humaines: celle qui fut cause du meurtre de Laius par son fils, du desastre final de Phaeïon, voire de certains bouleversements sociaux et de bon nombre d´inventions, le complexe d´Edipe qui est, sans contredit possible, un des plus puissants facteurs d'évolution ou, si l´on y tient, de " progrès ", puisqu'il implique un désir non moins de remplacement que de joyeuse démolition...— M. L. »