Dossier

Lenguaje y política: lenguajes de frontera[1]

Language and Politics: Languages of Borderland

Martha Palacio Avendaño
Universidad de Alcalá, España

Lenguaje y política: lenguajes de frontera[1]

Millcayac, vol. XII, núm. 22, pp. 1-17, 2025

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 02 Febrero 2025

Aprobación: 07 Julio 2025

Resumen: El objeto de este texto es aproximarse a la idea de frontera que planteó la feminista chicana Gloria Anzaldúa en Borderlands/La frontera. The New Mestiza (1987). En contraste con la noción geopolítica de frontera como un espacio defensivo, G. Anzaldúa presenta una lectura de este espacio como morada. El texto reconstruye los elementos que explican de qué modo hablar de frontera remite a un marco de comprensión sobre la experiencia de habitar entre dos mundos y la cual da lugar al proceso de formación de la identidad política colectiva de los chicanos y del feminismo chicano. En suma, el texto espera demostrar de qué modo la idea de frontera en Anzaldúa plantea un marco de comprensión para abordar la interseccionalidad en los procesos de constitución de una nueva voz política.

Palabras clave: justicia, frontera, feminismo, chicanos, lenguaje.

Abstract: This paper deals with the idea of borderlands proposed by Chicana feminist Gloria Anzaldúa in Borderlands/La frontera. The New Mestiza (1987). In contrast to the geopolitical notion of the border as a defensive space, G. Anzaldúa suggests that borderlands is a dwelling place. The paper focusses on the elements that explain why borderlands implies a framework of understanding the experience of living between two worlds, and it is a social and political condition that enables the process of the collective identity political formation of Chicanos and Chicano feminism. In sum, the text wants to show how Anzaldúa's idea of borderlands poses a framework for understanding intersectionality in the process to create a new political voice.

Keywords: justice, borderlands, chicano feminism, language.

Which collectivity does the daughter of a darkskinned mother listen to?

(Anzaldúa, 1987:78)

Introducción

Al hablar de la identidad colectiva de los chicanos me refiero a una identidad que es en parte el resultado de un cruce entre distintos tipos de injusticia y los cuales implican para su correcta comprensión aludir al espacio en sentido geográfico. La referencia a la geografía resulta aquí fundamental porque forma parte de la articulación de esas representaciones de injusticia y ayuda a observar tanto el modo en que se refuerzan, así como la tensión a partir de la cual se plantea su reivindicación.

Aludir al espacio está basado en dos asunciones. La primera de estas tiene que ver con el lugar desde el cual se habla o el locus de la enunciación. El segundo, y más fundamental, refiere a la forma en que un espacio es construido y la manera en que él forma parte de un proceso de socialización[2]. El espacio que es habitado no está creado de antemano, más bien es el resultado de la interacción entre quienes conviven y se encuentran en él; como resultado de esa interacción el espacio define los límites en que ella tiene lugar del mismo modo en que ésta condiciona el espacio. A partir de aquí se puede decir que la habitabilidad es una relación dinámica entre las condiciones físicas e institucionales del espacio. La interacción entre los elementos y las personas que configuran ese espacio es lo que lleva a entender el acto de morar como una situación social; y, en consecuencia, la frontera como un espacio defensivo -entre ellos y nosotros- se ve desplazado por la frontera como una morada.

En el trabajo de Gloria Anzaldúa aparecen reunidas la cuestión del lugar de la enunciación y la del espacio como resultado de procesos sociales complejos. La visibilidad de ambas cuestiones permite considerar la espacialidad como parte de las condiciones de la justicia social (Harvey, 1996; Massey, 1997; Smith, 1992; Soja, 2010)[3]. Esta es la razón por la que resulta pertinente hablar de “lenguajes de frontera” ya que nos permite aludir a las formas de vida que se producen en las fronteras como espacios de intercambio, de conflicto, de entrecruzamiento y en los que se disputa la realidad del territorio y la imaginación sobre la comunidad que enmarcan. Como parte de ello, lenguajes de frontera también alude a los problemas del uso de la lengua como representación paradigmática de morar en la frontera y pone de relieve la colisión entre diferentes gramáticas de la justicia que cristalizan en la necesidad de articular desde allí una voz como proyecto político.

En este sentido, asistimos en el trabajo de Gloria Anzaldúa a una resignificación del espacio desde tres situaciones clave que explicitan el por qué la frontera es una morada y no un espacio defensivo. Un primer lenguaje de frontera que la significa como una herida; luego, la frontera tiene el significado de puente entre los espacios que ella separa; y, por último, la frontera se significa como interseccionalidad de las formas de opresión. Los tres lenguajes conforman un tejido que permite identificar el marco de comprensión de una experiencia colectiva que, si bien cristaliza en la persona de Gloria Anzaldúa y el colectivo chicano, quizá no quede agotado en ella, sino que pueda abrir vías interpretativas sobre la relación entre la identidad política, el territorio, la soberanía y el Estado[4].

Un camino que atraviesa: la frontera

Gloria Anzaldúa nació en el Valle del Río Grande en 1942 y murió en California en el año 2004. Se definió a sí misma como chicana, marxista, feminista, lesbiana y fue tanto activista social como académica.

El amplio marco de intervenciones que realizó durante su vida marcó su negativa de asumir un solo registro con el cual identificarse. Esta negativa de ser identificada bajo cualquier etiqueta la condujo a presentar la identidad como una continua construcción entre elementos dispares que, en su caso, vendrían a forjar una trayectoria vital inserta en la historia del colonialismo. Reclamó así la pluralidad más que la unidad del yo[5] y optó por resignificar la herencia colonial como parte de su biografía. Al reunir ambas cuestiones le fue posible señalar algunas de las tensiones del proyecto político al que quiso dar voz y así apuntar la importancia de tener suficiente coraje como para señalar a su vez sus puntos ciegos.

Borderlands/La Frontera, La conciencia de la nueva mestiza, publicado en 1987, forma parte de ese proyecto. Se trata de un libro sobre la realidad social, cultural y política de los chicanos en clave autobiográfica. El elemento biográfico se torna imprescindible a la hora de ilustrar los diferentes modos de sujeción que experimenta el colectivo y, en particular, aquellos relativos a la construcción del género femenino, así como a la experiencia del deseo lesbiano.

El relato en primera persona permite mostrar la diversidad de hebras que constituyeron su vida, sus múltiples filiaciones que aparecen ante el lector como trozos de tejido dispares que podrían causar algo de estupor. Si bien la urdimbre se mantiene firme en su tensión para darle paso a esos trozos de tejido, la propia tensión hace sentir que los hilos de la urdimbre estén prestos a quebrarse. Esta metáfora nos sirve de ayuda para ilustrar que las diversas posiciones vitales que asumió la autora forjan una identidad que requiere asumir la ambigüedad como origen de su forma de vida, pero también como posibilidad de alcanzar otro modo de aproximarse a la realidad social en que está incardinada y por la que también es quien es.

Borderlands trata de ello, de la experiencia de estar atravesado entre un lado y otro, de habitar la frontera y de ser habitado por la frontera como una condición que moldea la forma de morar a la vez que la hace posible. De ahí que “La frontera” sea vivida como apertura, herida, mezcla, desarraigo, y las formas de vida que se construyen en esta cesura pertenezcan a cada uno de los lados que separa sin que ninguno de los dos las agote ni puedan tampoco reconocerlas como parte de ellos.

La frontera no es ni el aquí ni el allá, sino estar entre los dos; no es un limbo de la identidad, sino una manera distinta de morar y que las palabras de Gloria Anzaldúa describen con claridad: “A veces no soy nada ni nadie. Pero hasta cuando no lo soy, lo soy” (Anzaldúa, 1987: 63). La conciencia de la nueva mestiza de que nos habla la autora es ese alguien a quien la frontera habita y quien no espera ni aspira a cerrar la cesura.

¿Estamos listos para vivir de este modo, entre dos tierras que nos expulsan y para las que somos abyectos, impuros? Quizá no, porque no hay que estar listos, sencillamente nacemos allí, moramos allí y todo cuanto tenemos es una frontera. Sin embargo, mientras unos crecen a su abrigo y otros se la representan como el espacio franqueable para una vida en paz, otros ven en ella la salvaguarda de su propiedad, el límite entre los indeseables y nosotros.

La frontera como espacio está lleno de historias como de matices y por ello ha resultado ser un concepto fructífero para ayudar a pensar tensiones sociales. En el caso que nos ocupa, la frontera es resultado de un proceso social y las tensiones que le dieron origen se reproducen en el colectivo de los chicanos y moldea de distintas formas las biografías de sus miembros. Esa determinación sobre las vidas de los individuos no supone una clausura, sino las condiciones de posibilidad gracias a las cuales los habitantes de la frontera también recrean ese espacio, lo construyen y lo resignifican. La resignificación pasa por el proyecto de articular una voz que pueda dar cuenta de esa experiencia. En este caso, morar en la frontera es una herida a la vez que una esperanza, se trata de un horizonte de lucha inacabado entre la reconciliación con la herida y la tensión que subyace vivir en ella. La nueva mestiza, de la que Gloria Anzaldúa nos habla, es el esfuerzo por abrir paso a una nueva conciencia, dar cuenta del modo en que las señas de una identidad nos la muestran como la sedimentación de distintos procesos socioeconómicos. En este caso, el carácter híbrido de la mestiza no está desligado del conflicto geopolítico que llega a hundir sus raíces en el descubrimiento de América en 1492 y al que autores como Aníbal Quijano identifican como el momento de emergencia

de la colonialidad del poder[6]: la configuración de un sistema-mundo que en aquel entonces introdujo la categoría de raza como criterio de diferenciación para legitimar la opresión de Occidente sobre los pueblos que colonizara.

La frontera como una herida

El límite entre la América Anglosajona y la América Latina está situado geográficamente en el Valle del Río Grande donde nació Anzaldúa, y ha sido una de esas zonas tantas veces disputada en la historia. La primera vez lo fue por España en 1815-1821, después por México en 1836 y, más adelante, fue el escenario de la batalla entre México y Estados Unidos en 1846-1848. En la actualidad destaca por la violencia contra los migrantes del sur hacia el norte, siendo un espacio defensivo reforzado por la construcción de un largo muro que define las líneas geopolíticas del continente americano y que nos oculta otros modos de vivir ese espacio, diferentes al afán de proteger la soberanía territorial[7].

La población que hoy reside allí es deudora de ese pasado de conquista y colonización, y por eso sabe que los mexicano-tejanos representan cerca de seis generaciones de las que no puede decirse que sean estadounidenses de segunda generación ni que estén desarraigados. En la actualidad son ciudadanos estadounidenses, pero formaron parte de los pueblos originarios de América, posteriormente sometidos al imperio español y más adelante formaron parte del Estado mexicano. Como ciudadanos estadounidenses que son se reconocen a su vez como mexicanos-norteamericanos, invocan a México como parte de su cultura y al hacerlo recuerdan la venta del territorio del Norte de México a los Estados Unidos a través del tratado de Guadalupe-Hidalgo del 2 de febrero de 1848 (Bosch, 2005; Fuentes, 1992; Zinn, 2005).

El establecimiento de esta frontera física como hecho histórico es lo que para sí mismos definiría su desarraigo, reforzado por las formas de producción económica localizadas en la región. No debe entenderse el desarraigo como la carencia de lazos con los Estados Unidos y el anhelo por ser mexicano. El desarraigo tiene que ver con las formas diferenciadas de pertenecer a cada uno de los lados: ciudadanía en los Estados Unidos, lazos culturales con México e históricos y sociolaborales con ambos Estados.

Los mexicano-norteamericanos son la base social que da origen al movimiento político chicano durante el decenio de los años sesenta que tuvo como punto de apoyo para su organización al sindicato de trabajadores del agro (United Farm Workers: UFW) liderado por César Chávez, trabajador de los cultivos de la uva, y cuya movilización logró la mejora de sus condiciones laborales incluidos inmigrantes mexicanos y de países de América Central principalmente (Zinn, 2005: 614-615; Anzaldúa, 1987: 63)[8].

Los chicanos se organizan e identifican en un primer sentido a partir del hecho de haberse visto obligados a transitar entre dos culturas y asumir ser de aquí y de allí, reconocer que son la herida abierta hacia el Sur y la conquista y ampliación desde el Norte[9].

En palabras de Gloria Anzaldúa: “La Frontera entre los Estados Unidos y México es una herida abierta donde el Tercer Mundo raspa contra el primero y sangra. Y, antes de formarse una costra vuelve la hemorragia, la sangrevida de dos mundos que se fusionan para formar un tercer país, una cultura fronteriza” (2015: 61)[10].

El desarraigo cede ante la herida de un colectivo que mira de modo bifronte, que se ha reconocido como clase trabajadora y como mestizo, que encarna los efectos geopolíticos de la ampliación imperial. Su hogar es el lugar mítico llamado Aztlán, el territorio habitado por sus ancestros que hoy se divide entre dos Estados sobre los que, sin embargo, se superpone una realidad sociocultural compartida que tanto niega el vínculo entre la nación y la lengua del mismo modo que rompió la pretensión de una comunidad política racialmente homogénea. Aztlán vive en la memoria de su colectivo, pero la realidad de pertenecer a dos mundos de forma simultánea desafía a la unidad que el vínculo jurídico de la ciudadanía representa en este caso y que no se reduce a una experiencia subjetiva, sino a un proceso histórico en que el modo de ser de cada uno de sus mundos requiere excluir al otro para poder identificarse.

La herida puede datarse en la historia, pero como apunta Anzaldúa sangra de nuevo porque la raspadura también alude a la experiencia de ser ciudadanos de segunda categoría sostenida en el enfrentamiento de dos lógicas que horadan la posibilidad de representar solo una de estas tanto en lo privado como en lo público, individual y colectivamente.

La cultura de frontera apunta a ello. A convivir a través de una tercera opción entre oposiciones construidas histórica y socialmente. La cultura de frontera es la opción de atravesar e irrumpir en el conocimiento, en la definición de las claves interpretativas sobre una experiencia de marginación y expolio y que como todo saber tendrá que probar su validez, aunque a ello se deba añadir la de su legitimidad por haber sido producido fuera de los canales y centros hegemónicos de producción del conocimiento. Aquellos que fueran tomados como objeto de estudio reclaman su voz para señalar quiénes han sido y qué esperan.

La cultura de frontera surge de un aparente desarraigo y se propone como un camino de tránsito.

La frontera como puente

Hablar de cultura de frontera re-significa la geopolítica que estableció la herida y que se disemina en diversos momentos de la vida de nuestra autora. De esta forma, también su escritura se nos aparece quebrada, la estructura de Borderlands/La Frontera está construida para reflejar la condición fronteriza, para hacerla sentir al lector/a aproximándole a la situación de estar atravesado/a. Se trata de un libro de difícil lectura que se divide en dos partes claramente diferenciadas. La primera de ellas intitulada “Atravesando fronteras/Crossing Borders” es un discurso en prosa sobre qué es y cómo se crea una feminista chicana lesbiana y marxista. La segunda parte se titula “Un agitado viento/Ehécatl, The Wind” y muestra esa misma construcción a través del recurso poético.

La primera parte traza un recorrido que va de la historia político-económica en la frontera hasta definir la conciencia de la nueva mestiza (The New Mestiza). El recorrido se desarrolla en seis puntos: los elementos históricos y económicos que condicionan el morar en la frontera; los mecanismos de control para definir los roles de género; el imaginario religioso, resultado de un proceso de aculturación que cristaliza en el sincretismo y a partir del cual se lanza a la búsqueda de las deidades de origen indígena; la emergencia de una lengua y su reconocimiento para validar una experiencia comunicable; la importancia de la escritura como testimonio y proceso de ruptura–transformación de lo impuesto; y, finalmente, el interés en una suma de lealtades que haga posible construir un proyecto de transformación social más amplio.

En la segunda parte se dibujan letra a letra las imágenes más vívidas del tráfico de seres humanos y el de las drogas; la contratación a destajo de los trabajadores agrícolas; el ultraje a la homosexualidad masculina y a la femenina; el deseo y el amor lesbianos; y, la importancia de no perder el horizonte de la reivindicación de justicia por parte de las mujeres chicanas.

La estructura del libro en estas dos partes resulta ya sintomática de la propuesta de Anzaldúa. Al no poder afirmar que el libro esté situado en un solo registro, puede decirse que nos ofrece su visión de cómo pueden cruzarse la prosa y la poesía; de cómo mezclar diferentes lenguas de uso de la autora (inglés, español, náhuatl); incluso lenguajes relativos a su posición social como activista y académica (Alarcón, 2002: 113-126; Keating, 2006: 5-16).

Aquí la frontera no aparece como infranqueable, no es un territorio geográfico, es un espacio literario que irrumpe y socava la unidad de su forma estallando en trozos, desplegando la autobiografía y la historia de los chicanos, recuperando la cultura oral y transcribiéndola. Con todo, el estallido en trozos de la forma mantiene la unidad del relato, lo que permite que la frontera se convierta en un puente, en una invitación a mirar al otro lado, a cada lado, a dejarse ver y tocar desde cada lado, a pensar en qué sentido el carácter híbrido del mestizaje niega que éste sea la sutura de una herida. La frontera y la conciencia mestiza son una tensión que no requiere ser superada porque esa tensión es la que permite trazar el puente entre dos y hasta tres universos a los que pertenece.

La autorreflexión de Anzaldúa al hilo de su autobiografía debe prevenirnos de ver aquí una sencilla descripción de anécdotas y recuperación de historias locales que, sin embargo, revelan acontecimientos de orden global y hacen referencia a las ideologías que los pusieron en marcha. Borderlands/La frontera narra, evalúa, canta, compone poesía y en cada uno de estos actos en los que da cuenta de lo que significa habitar en ese espacio geográfico, recrearlo como una realidad que duele, pero también como un imaginario, la autora compone un marco de comprensión. Un marco que haga posible, por un parte, pensar esa experiencia y su historia, la de habitar un territorio de conflicto, un territorio de paso, mientras, de otra, se le impone reconocer su cultura como una mezcla en la que no cabe definir un solo registro. Se trata del proceso de forjar una voz y, al hacerlo, que sirva de puente entre un lado y otro, que pueda constituir ese espacio nuevo llamado frontera, que la re-signifique; una voz que busca hacerse oír a cada lado pugnando porque el reconocimiento de ese nuevo marco de comprensión forme parte también de las dos culturas: de la mexicana y de la estadounidense. De ahí que Gloria Anzaldúa diga que, de la raspadura entre un lado y otro, emerge un tercer país: la cultura de frontera.

El sujeto colectivo que habla por mediación de Anzaldúa lo hace en nombre de la frontera como metáfora para introducir el esfuerzo de construir un proyecto político basado en la solidaridad. El puente también quiere ser esto, pensar en la construcción de esa solidaridad a través de proyectos diferenciados que denuncian los modos de sujeción que socavan el ejercicio de la autonomía moral y política, con especial atención a la de los chicanos y a la de los migrantes. De ahí que la nueva mestiza surja de ejercitar el pensar desde la frontera con el que se dilucida la opresión y la violencia que viene de fuera así como las dinámicas de autodesprecio (Fanon, 1965; Memmi, 1971) resultado de la introyección de “patrones de valor institucionalizados” (Fraser, 1997; Fraser y Honneth, 2008). Los mestizos, hijos del legado colonial, han de pasar por ese tránsito en que consiste reconstituirse bajo una luz diferente, superando la primera negación de querer ser como el otro, y el peligro de una autoafirmación que se encierre en sí misma. El desafío de la frontera es mantener la tensión, no superarla, la herida no se cierra, se convive con ella, se mora en ella: “Dentro de nosotras, y dentro de la cultura chicana, las creencias comunes de la cultura blanca reprueban las creencias arraigadas en la cultura mexicana y ambas reprueban las creencias de la cultura indígena.” Y luego añade: “La nueva mestiza se enfrenta a todo ello mediante la tolerancia ante las contradicciones, la tolerancia ante la ambigüedad. Aprende a ser india dentro de la cultura mexicana, a ser mexicana desde el punto de vista anglo. Aprende a hacer malabares con las culturas.” (Anzaldúa, 2015: 138-139)[11].

El esfuerzo de Gloria Anzaldúa pasó por señalar como parte de un proyecto político el reconocer que la construcción de una subjetividad opera en un marco institucional determinado, internalizando tensiones sociales y reproduciéndolas bajo la forma del autodesprecio, por una parte; y, de otra, asumiendo una biografía social y personal que dejara ver de qué modo a partir de ese autodesprecio también es posible elaborar formas de resistencia.

La tensión entre autodesprecio y resistencia conforma un puente que va de la comprensión de las formas de injusticia y su carácter transversal a la propuesta de una solidaridad que se hago cargo de la especificidad de las condiciones de la que surge. No se trata de un proyecto acabado, sino aún en ciernes a la hora de interpretar y hacer visible la reproducción social de la vida en la frontera.

La frontera como intersección de las formas de la opresión: la economía, el género y la raza

Dentro de los elementos socio-económicos que moldean la identidad política de los chicanos y los sitúan en la estructura social, nuestra autora recupera los siguientes: las formas de expolio de sus tierras, la parcelación del terreno y modificación del ecosistema en manos de la industria agroalimentaria a partir de 1930, la creciente dependencia del mercado estadounidense, la introducción de las maquiladoras (mano de obra textil de las grandes marcas -ese conjunto de deslocalización y explotación en el Sur global que emplea sobre todo a mujeres jóvenes)[12], la crisis financiera mexicana a mediados de los años 80[13], que representó la ventaja de cruzar la frontera para adquirir alimentos más baratos; hasta llegar a la descripción de los espaldas mojadas, del tráfico de seres humanos, los riesgos de las mujeres indocumentadas y las prácticas habituales de la patrulla de migración.

Anzaldúa destaca, en segundo lugar, la opresión que durante los años ochenta aún operaba sobre las mujeres a través de imposiciones culturales sobre su comportamiento. La mujer chicana debería estar calladita, ser obediente, dedicarse a la maternidad, y condicionar su sexualidad manteniendo la dicotomía entre madre/prostituta. Las mujeres también se veían presionadas a no abandonar su pueblo, a garantizar la pervivencia de su comunidad a través de la constitución de una familia siguiendo el modelo patriarcal, se les condiciona para que rechacen la opción de elegir la universidad bajo el argumento del peso que ello tendría en la economía familiar y las desventajas que representaría para la autorrepresentación del colectivo; esto es, alguien que no ha respetado las reglas de su “tribu”, que reniega de lo que es.

En tercer lugar y referido a la “raza”[14], la autora se centra en los rasgos que se les atribuyen en virtud del elemento indígena y la desvalorización social operantes tanto hacia dentro como desde y hacia afuera del colectivo. El indio es débil, perezoso, incapaz, torpe, sucio, apela a lo sobrenatural, carece de un punto de vista lógico que sea claro y distinto, su racionalidad es ajena a lo occidental, y ve lastradas sus opciones de “progreso”. ¿Cómo enfrenta esto Anzaldúa? Reinterpreta la idea del pensador mexicano José Vasconcelos[15] de una raza cósmica y cuyo valor consiste en que esta raza, al ser el resultado de una mezcla entre el indio, el europeo y el negro, se encontraría mejor pertrechada para navegar entre distintas aguas y no romperse ante la ambigüedad.

Esta ambigüedad es la que Anzaldúa busca mantener y no superar porque ella será la puerta de entrada para su autorreconocimiento como parte de una subjetividad colectiva que conoce dos y hasta tres formas de acercarse a la realidad y darle sentido, formas diferentes de morar que la atraviesan. Anzaldúa, sin embargo, se remite al imaginario simbólico de las prácticas religiosas que le permitan abrazar la ambigüedad vista como una contradicción. Para ello va en busca de la cultura náhuatl y su imaginario religioso que le permite definir el estado Coatlicue, una suerte de apertura al shamanismo, a un estado-facultad en que sea posible el proteismo, ser de cualquier otro modo y trasladar la herida y la ruptura de lo que denomina “un terrorismo íntimo” hacia la esperanza de crear un puente, comunicar experiencias y dotarse de una voz como respuesta al miedo de ser ajena/o dentro de la propia conciencia.

En consecuencia, Anzaldúa se da a la tarea de luchar con el lenguaje y por el lenguaje en contra de la lengua estandarizada. Nuestra autora quiere validar una especie de lengua impura, la jerigonza entre inglés y castellano, ese lenguaje de frontera que hace que las chicanas no se atrevan a hablar castellano con los castellanos parlantes y que entre ellas prefieran incluso el inglés para evitar corregirse a cada paso; pero el inglés también se contamina en sus bocas y la corrección vuelve al acecho. Ante ello, Anzaldúa reclama que esa lengua salvaje, wild tongue, no se calle, sino que sea hablada porque esa lengua es la herramienta en que se narra una forma de vida, que cuenta en la acción un modo de morar, aunque el precio sea el desconcierto del otro. Con todo y ello el Chicano Spanish se habla. Es una lengua fruto de una experiencia situada geopolíticamente y hablarla forma parte del proyecto de autoconciencia de lo que denomina la Raza (algo muy parecido a un estado del alma), de la transformación que evitará la ruptura a que se ve sometido quien ha de decidir entre dos lógicas que no pueden agotar la forma de enfrentarse y hacerse cargo del mundo que le rodea.

Así nos dice:

El español chicano nació de la necesidad de identificarnos como un pueblo aparte. Necesitábamos una lengua con la cual pudiéramos comunicarnos entre nosotros, un lenguaje secreto. Para algunas de nosotras, el lenguaje es una homeland, nuestra tierra, que nos es más próxima que el suroeste estadounidense, pues muchos chicanos y chicanas hoy en día viven en la parte central y en el este del país. Y debido a que somos un pueblo complejo y heterogéneo, hablamos muchas lenguas. Algunas son: 1. Inglés estándar; 2. Inglés de clase trabajadora y jerga; 3. Español estándar; 4. Español mexicano estándar; 5. Español norteño; 6. Español chicano (Texas, Nuevo México, Arizona y California tienen variaciones regionales); 7. Tex-Mex; 8. Pachuco (o caló) (Anzaldúa, 2015:115-116).

Y luego añade:

La identidad étnica es la gemela de la identidad lingüística: yo soy mi lengua. Si no me siento orgullosa de mi lengua, no estoy orgullosa de mí misma. Si no acepto y valido el chicano, el español texano, el tex-mex y todas las otras lenguas que hablo, no me valido a mí misma. Hasta que no tenga la libertad de escribir de manera bilingüe y cambiar códigos sin tener que siempre traducir, mientras todavía tenga que hablar inglés o español cuando preferiría hablar espanglish, y mientras tenga que ajustarme a quienes hablan inglés en lugar de que ellos se ajusten a mí, mi lengua no tendrá validez (Anzaldúa, 2015:119).

El trabajo de Anzaldúa por dotarse de una voz que hable de esta experiencia constituye, como en el caso análogo del feminismo, realizar un gesto de autonomía, de proteísmo: decidir ser otra/o, una nueva que no haya sido impuesta, que no sea una herencia que pese como un lastre sino que, por el contrario, recupere la fuerza liberadora de jugar en el límite. Se trata de evitar hablar la lengua del poderoso, sortear las reglas de los roles, asumir el objeto y la experiencia del amor lesbiano, vivir en la fragilidad y superar el miedo, el miedo de traicionarse de nuevo y no ser capaz de forjar un espacio distinto. Un espacio que no instaure de nuevo la dualidad entre opresor y oprimido, que no se sitúe en la reacción, pues reaccionar sólo forma parte del proceso de adquirir conciencia, pero lo que importa es la acción, configurarla:

En el camino hacia una nueva conciencia tendremos que de algún modo abandonar la orilla opuesta, sanar de algún modo la división entre dos combatientes mortales, a fin de llegar a estar en ambas orillas a la vez y, así, podremos ver al unísono a través de los ojos de la serpiente y del águila… Cuando decidimos actuar y no reaccionar el número de posibilidades se amplía (Anzaldúa, 2015:138-139).

La frontera es entonces ese espacio distinto que sirve para no estar atrapado bajo la mirada del ojo arrogante, al decir de Marilyn Frye (1983) al hablar de la experiencia y la necesidad de una voz feminista, y que en el caso que nos ocupa recupera el punto de vista situado, localizado geográficamente que también interpela al feminismo de clase media blanco y le recuerda que la experiencia de la mujer de color es distinta, que la opresión tiene otras dimensiones que inciden en que el proceso de liberación sea más complejo y que el problema que no tiene nombre: “la cuestión femenina”, deba atender a esas especificidades sin que pierda el sentido colectivo por la emancipación.

La frontera como creación de ese espacio nuevo de que hablara Anzaldúa es entonces: económica, política, de género, epistémica, lingüística. Ella es el resultado de un ejercicio de poder, de la objetividad de la sujeción y su introyección que modifica la autopercepción al punto de generar autodesprecio, lo que dificulta aún más la organización colectiva en un esfuerzo de transformación social.

De ahí que Borderlands/ La Frontera consista en crear el espacio apropiado para fungir de puente y evitar que las diferencias socaven la posibilidad de un movimiento social transversal, para romper la lógica de identidades como etiquetas y dislocarla. No se trata de negar la diferencia, ni de su defensa porque sí, teniendo en cuenta la pluralidad de la experiencia humana en abstracto, sino de no esencializarla. La diferencia vehicula una experiencia, constituye una subjetividad a nivel individual y colectivo, ponerla en valor o darle su justo valor es asumir los límites que supone para el ejercicio de la igualdad ciudadana.

Hay que ser capaces de ver las diferencias culturales como resultado de procesos históricos y sociales complejos y que, a su vez, como demuestra el caso de Anzaldúa, también son el resultado de cómo nos relacionamos con el espacio y en el espacio: qué experiencias y subjetividades se generan allí, qué procesos de socialización tienen lugar en ese sitio concreto[16] y qué tensiones se establecen para transformarlo a través de la acción colectiva.

El trabajo de Anzaldúa muestra el orden de las relaciones que dificultan reconocerse como sujeto con derecho a tener voz, deja ver con claridad el modo en que ella adquiere autoconciencia de la sujeción y la responsabilidad en que consiste escribir, hablar y nombrar la experiencia propia, la experiencia que en consiste vivir en la frontera y morar en ella, dar testimonio como un proceso por forjar una voz propia.

La problemática de la que da cuenta y a la que quiere nombrar, la experiencia que busca hacer inteligible, la lengua que busca inaugurar para ampliar el registro de lo audible –de lo que puede ser oído- constituye, tanto ayer como hoy, una forma privilegiada de entender y acercarse a realidades que se reproducen en los intersticios en los que se niegan las opciones de la autonomía privada y pública, allí donde el predominio de la defensa entre unos y otros elude la mirada de quien mora ese espacio.

Los lenguajes de frontera son modos de acercarnos a la construcción de un puente y vivir en la tensión que representan; tensión que es su condición de posibilidad a la vez que ilustra el desafío en contra del desgarro entre ser uno/a y otro/a.

Estar atravesado, vivir entre, habitar y ser habitado por la frontera definen el marco de comprensión que Anzaldúa presenta como efecto de su testimonio autobiográfico, una historia de vida que quiere ampliar las opciones de lo posible a través de la conciencia de lo dado. En un ejercicio de imaginación por un proyecto social transversal, que ilumine las formas de opresión que se refuerzan mutuamente, ella nos convoca a transitar por la ambigüedad, a reunir las gramáticas de la justicia y dejar que el pensamiento vivo hable con su lengua salvaje, la que irrumpe y brota cuestionando lo habitual.

Como dijera María Lugones:

Ver la colonialidad es ver a la vez al jaqi, a la persona, el ser que está en un mundo de significado sin dicotomías, y a la bestia, como ambos reales, ambos compitiendo bajo diferentes poderes de supervivencia. De este modo, ver la colonialidad es revelar la misma degradación que produce dos interpretaciones de la vida y un ser interpretado por ellas. La sola posibilidad de tal ser reside en su habitar plenamente esta fractura, esta herida, donde el sentido es contradictorio y a partir de esta contradicción se construye nuevamente un nuevo sentido (Lugones, 2011:114).

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Este texto fue escrito originalmente en castellano y traducido al francés como capítulo de libro: Palacio Avendaño, Martha (2019). Langage et Polítique: Langages de Frontière, en VERMEREN, Patrice; LLEVADOT, Laura y VALLS BOIX, Juan Evaristo (eds). (2019). Penser avec les lèvres. La philosophie contemporaine à l’épreuve de la langue. Paris: L' Harmattan, pp. 195-209. La autora agradece a las editoras de la revista por la publicación inédita de la versión original en español que ahora se acompaña de las traducciones de Norma Cantú de Borderlands /La Frontera... de 2015 y otras modificaciones menores. A pesar de que entre la edición del libro en francés y la versión en español de este capítulo han pasado algunos años y se han sucedido algunos cambios en las circunstancias históricas que contextúan el trabajo, les editores han decidido privilegiar el respeto a la versión original, salvo algunas referencias que se indican a pie de página.
[2] Geógrafos como Henri Lefebvre en 1974 y posteriormente David Harvey, Neil Smith (1954-2012) y Dorian Massey (1944-2016), entre otros que también siguieron al autor francés, han defendido que el espacio es un producto social y como tal es fruto de procesos estructurales complejos. El espacio no es un continente vacío, sino que forma parte del contenido y la forma de abordar la justicia social. Ver Lefebvre, H. (1974). La production de l’ espace. Paris: Anthropos.
[3] Edward Soja (1940-2015) apuntó a la idea de una justicia espacial; aunque el término nos parece problemático, logra mostrar que la dimensión del espacio es clave para pensar la justicia social a partir de la acción de los movimientos sociales de la ciudad de Los Ángeles, los cuales han logrado cambiar la agenda urbanística de la ciudad en un sentido transformador.
[4] Trazar este vínculo forma parte de un proyecto en curso, por lo pronto bástenos la sugerencia en la medida en que la idea de frontera como morada pueda sugerir otro modo de enfrentarnos a las dificultades que el vínculo entre territorio e identidad política suscita hoy a la hora de pensar en una justicia global.
[5] Véase Butler, Judith (2006: 320-322), donde comenta el trabajo de G. Anzaldúa en relación con la transformación social.
[6] La noción colonialidad del poder, acuñada por A. Quijano, forma parte del corpus del pensamiento poscolonial. El autor W. Mignolo (2003) se refiere a ella en su trabajo y la reinterpreta desde su versión del pensar decolonial, mientras que la autora feminista M. Lugones (2011) la revisa críticamente señalando la invisibilidad de género a que está sometida.
[7] Sobre las amenazas a la soberanía en una época de globalización y el afán por construir muros que nos brinden la sensación de que estamos a salvo, véase la reconstrucción que hace W. Brown (2015).
[8] Véase también E. Soja (2010), cuyo relato del activismo social en Los Ángeles ilustra la fuerza social del sindicato y de qué modo abrió vías claves para un trabajo comunitario sobre las condiciones de vivienda, educación y transporte en dicha ciudad.
[9] La ampliación y expansión geopolítica según el modelo civilizatorio configuró buena parte de la geopolítica del Siglo XIX (Agnew, 2003). A la expansión de los Estados Unidos para asegurarse la conquista de México se le llamó el “Destino manifiesto”, expresión usada por el periodista John L. O' Sullivan en 1845 para legitimar la conquista del Sur de los Estados Unidos a través de la idea de que la nación norteamericana debía extender la libertad hacia los pueblos más débiles. Hay pocas diferencias entre esa doctrina y las que en la actualidad siguen imperando, aún cuando en la geopolítica se invoquen cambios en los modelos de expansión del territorio y vulneración de la soberanía de otros Estados. El modelo de reorganización puede haber cambiado pero el arma ideológica se mantiene intacta.
[10] La película Salt of the Earth, de 1954, dirigida por Herbert J. Biberman y escrita por Michael Wilson refleja las condiciones laborales de los mexicanoamericanos a mediados del siglo XX.
[11] Las cursivas corresponden a redondas en la traducción para señalar el uso del castellano por parte de G. Anzaldúa en el original de 1987.
[12] La película de la directora Patricia Cardoso del año 2006 Las mujeres de verdad tienen curvas es una muestra de en qué consiste el sistema de las maquiladoras y los costes sociales que acarrea para la vida de las mujeres.
[13] "…la crisis financiera en 1982, a partir de una creciente fuga de capitales provocada por la caída del precio de petróleo, el cierre del crédito internacional, y la devaluación de la moneda en febrero de [ese mismo año]", Castro, Enrique "Hablando de la crisis de 1982 y la estatización bancaria" en: http://www.paradigmas.mx/hablando-de-la-crisis-de-1982-y-la-estatizacion-bancaria-2/ publicado en febrero 21, 2012. Consultado el 10 de enero de 2016.
[14] La noción de raza debe entenderse en este contexto como alejada de los rasgos fenotípicos, ya que alude a los elementos históricos que vinculan al colectivo situado en el valle del río grande, pero también a los elementos culturales que permiten reconocer a otros situados al sur del valle como miembros de la raza.
[15] El proyecto de José Vasconcelos está enmarcado en la historia de las ideas de América Latina y forma parte de aquel que a finales del siglo XIX buscó pensar cuál era la identidad de esta región tras el proceso de independencia de la corona española. Se trató de un esfuerzo por darle sentido a la historia y al horizonte de futuro de esa región.
[16] Como apunta la geógrafa Dorian Massey: “[…] it is necessary to recognise ‘difference’, though as always unachieved, but also to examine its conditions of production – the constantly changing power-relations through which identity/difference is established. And part of that examination, …, will be an exploration of the conditions of production of the spatialities of identity –the spatial forms, negotiations and relations on which identities (in part) rest.” (Massey, 1997: 115).

Notas de autor

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