El papel de la filosofía de la naturaleza
en las encrucijadas de la física. Reflexiones al hilo de ejemplos de la física
del siglo XX
The Role of Philosophy of Nature at the
Crossroads of Physics. Reflections Following Examples of 20th Century Physics
Francisco José SOLER GIL
Universidad de Sevilla (España)
solergil@us.es
Palabras
clave: Método científico; filosofía de la naturaleza;
filosofía de la ciencia, aspectos filosóficos de la física cuántica; filosofía
de la cosmología, interdisciplinariedad.
Abstract: This article defends the thesis that
philosophy not only played an important role in the initial moments of the
formation of modern science, but currently continues to play an essential role
in scientific development. This role consists in the contribution of ideas and
arguments that motivate the exploration of new models and new lines of
research, beyond what is commonly accepted at any given time. So, without this
contribution of ideas, scientific progress stops, or at least slows down
significantly. The thesis defended is illustrated by considering various
examples taken from the developments of physics in the twentieth century.
Keywords: Scientific Method, Philosophy of Nature, Philosophy of Science,
Philosophical Aspects of Quantum Physics, Philosophy of Cosmology,
Interdisciplinarity.
1. Introducción
Es necesario mantener
viva la comunicación entre las facultades de ciencias y la de filosofía. Y lo
es no sólo por motivos de cortesía entre las distintas ramas del saber, ni por
el reconocimiento de servicios prestados antiguamente, en épocas en las que fue
precisa la filosofía como punto de partida para las ciencias experimentales, y
ni siquiera por una aspiración genérica a la unidad del conocimiento humano.
Todos esos motivos son, por supuesto, válidos. Pero importa subrayar que, más
allá de ellos, la comunicación entre las facultades de ciencias y la de
filosofía es necesaria en nuestro tiempo de cara al avance tanto de la
investigación científica como de la reflexión filosófica.
Afortunadamente van siendo
ya cada vez más numerosas las voces que trasmiten este mensaje. Sin ir más
lejos, recientemente (5 de marzo de 2019), la revista de la Academia Nacional
de Ciencias de los EEUU publicaba un artículo colectivo significativamente
titulado “Por qué la ciencia necesita la filosofía”.[1]
Este artículo se abría
con una cita de Albert Einstein que se ha convertido entretanto en un lema
común en las disertaciones sobre ciencia y filosofía. Puedo, por tanto, sumarme
a esta tendencia, e invocar también aquí, de entrada, dichas palabras:
El conocimiento del trasfondo histórico y filosófico
proporciona este tipo de independencia con respecto a los prejuicios de su
generación que la mayoría de los científicos están sufriendo. Esta
independencia creada por la visión filosófica es, en mi opinión, la marca de
distinción entre un mero artesano o especialista y un verdadero buscador de la
verdad.[2]
No obstante, es preciso
reconocer que resulta muy sencillo hablar en términos generales de la
importancia de la filosofía para estimular el progreso de las ciencias
naturales, y que, sin embargo, esta afirmación no deja de ser tomada, con
frecuencia, como mera concesión a lo “académicamente correcto”: a lo que hay
que decir para quedar bien en ciertas conversaciones. Una frase bonita, que no
tiene mucho que ver con la práctica real del científico, pero que tampoco
cuesta nada pronunciarla, y no compromete a nada.
Más fácilmente se puede
creer que la filosofía desempeñó un papel importante en el pasado. En el
proceso de constitución de las distintas disciplinas científicas. Sobre todo en
la etapa del gran despegue de la ciencia moderna entre los siglos XVI al XVIII.
Puesto que de la nada no sale nada, y el método y los temas de las ciencias
experimentales tuvieron que ir naciendo de reflexiones previas.
El mérito de la filosofía
como tronco materno del que brotarían las ramas del árbol de la ciencia se
concede sin discusión. Pero hoy en día, con las ciencias ya operando con
métodos bien establecidos, con un cuerpo de conceptos y teorías y modelos, con
procedimientos estándar de intercambio de informaciones, de adquisición de
nuevos datos, de financiación, de publicaciones etc., la actividad científica
se habría convertido en una esfera de la cultura tan sólo dependiente, por lo
que se refiere a su desarrollo, del marco político-económico que ha de
proporcionar los medios para su funcionamiento.
Apelar a un supuesto rol
actual de la filosofía como fecundadora del progreso científico se entendería
entonces como concesión retórica a una disciplina noble, pero venida a menos.
Algo así como un brindis a la “madre patria” de las ciencias naturales.
En las líneas que siguen
pretendo argumentar contra esta opinión. Me gustaría mostrar que, en efecto,
como Einstein apuntaba en la cita inicial, la marca de distinción entre un mero
especialista y un científico de primer orden se encuentra en la dimensión
filosófica que opera en el pensamiento de este último.
En el espacio de un breve
artículo no es posible entrar demasiado a fondo en los detalles de la
interacción entre física y filosofía que se da en el pensamiento de los
científicos más creativos, pero sí se pueden indicar algunos ejemplos
puntuales, que espero que ayuden a entender esta dinámica, y a entender también
su importancia.
Voy a referirme en
concreto a los efectos que determinados posicionamientos filosóficos de varios
físicos del siglo XX tuvieron en el desarrollo de su trabajo. Y para concretar
aún más, me ceñiré a ejemplos de tesis que se enmarcan en lo que se suele
denominar “filosofía de la naturaleza”, que es la parte de la filosofía que
trata de identificar los conceptos generales que nos permiten comprender la
estructura y el modo de ser de la realidad natural.
Por supuesto, no se trata
de las únicas cuestiones filosóficas que juegan un papel en el trabajo de los
físicos, y del resto de los científicos. La propia reflexión sobre la ciencia,
la llamada «filosofía de la ciencia”, no constituye una fuente menor de
impulsos orientadores de la actividad del investigador. Pero el centrarme en
ejemplos de ideas enmarcables en el ámbito de la filosofía de la naturaleza
simplificará la exposición.
Los ejemplos que he
elegido, y sobre los que necesariamente tendré que pasar con excesiva rapidez,
se refieren a dos de los procesos más creativos que han tenido lugar en la
física reciente: el desarrollo de la mecánica cuántica y el desarrollo de la
cosmología física actual.
El título del artículo
hace referencia a las «encrucijadas” de la física, porque lo característico del
desarrollo de las nuevas teorías es eso: la sensación que tienen los
protagonistas de dichos procesos de hallarse ante encrucijadas entre opciones
conceptuales. Caminos alternativos de los que no sabemos de entrada cuáles nos
van a permitir explicar mejor los nuevos fenómenos, y cuáles nos van a conducir
a callejones sin salida, o a rutas complicadas y problemáticas.
La tesis que defiendo en
este artículo es que, situados en tales encrucijadas, los físicos optan, al
menos en parte, sobre la base de ideas filosóficas acerca de cómo es la
naturaleza: de cuáles son sus rasgos más básicos, o más esenciales, en los que
hay que apoyarse a la hora de avanzar en el desarrollo de las nuevas teorías.
Antes de comenzar a
referirme a los ejemplos que he elegido para avalar esta tesis, me gustaría
subrayar que las ideas filosóficas de los físicos no siempre les conducen en
una buena dirección. Por el contrario, con frecuencia les hacen preferir
opciones que terminan dejándolos fuera de la corriente de avance de su
disciplina. Las ideas filosóficas, por tanto, no constituyen, de suyo, ninguna
garantía de éxito. Pero resultan de todos modos necesarias para impulsar el
trabajo de los físicos, aunque muchas veces ese trabajo se oriente hacia una
ruta equivocada. Las apuestas filosóficas son siempre arriesgadas. Pero ocurre
que sin ellas falta el impulso necesario para explorar marcos nuevos de
explicación de los fenómenos físicos. De ahí su importancia.
2.
Algunas ideas filosóficas de los padres de la física cuántica
Repasemos en primer lugar
algunas de las ideas filosóficas en las que se apoyaron los padres fundadores
de la física cuántica.[3]
El desarrollo de la
teoría cuántica es uno de los casos más fascinantes de despliegue estructural
de toda la historia de la física, puesto que en apenas 26 años desde la
publicación del trabajo inicial de Max Planck sobre el espectro de radiación
del cuerpo negro se logró desarrollar un formalismo físico-matemático que se ha
mostrado capaz de servir de base para la descripción de todos los fenómenos
relacionados con la base atómica y subatómica del mundo físico. Por supuesto,
desde mediados de la década de los veinte del siglo pasado han continuado los
avances en este campo (en especial el desarrollo de la mecánica cuántica
relativista, de la teoría cuántica de campos, de la teoría electrodébil, y del
actual modelo estándar de física de partículas). Pero la base formal de todos
estos desarrollos se puso en el primer cuarto del siglo XX. Y fue puesta en
parte por físicos que nunca llegaron a sentirse satisfechos con la obra en la
que habían colaborado tan decisivamente. El ejemplo más famoso es el del propio
Einstein. Pero antes de hacer referencia al caso de Einstein, puede ser
oportuno mencionar otro ejemplo tanto o más relevante: el de Erwin Schrödinger.
2.1 Las
ondas de Schrödinger
El interés que Erwin
Schrödinger (1887-1961) mostró durante toda su vida por la filosofía está bien
documentado, y testimoniado en numerosos textos por él mismo. En su escrito
autobiográfico «Mi vida”, cuenta que fue la lectura de Schopenhauer durante su
participación como oficial de artillería en la primera guerra mundial la que
despertó su entusiasmo por el pensamiento filosófico. Y dentro de este
pensamiento, ante todo una metafísica de raíz india. Como explica Juan Arana en
el capítulo “Panteísmo y sujeto: Erwin Schrödinger” de su obra “El Dios sin
rostro: Presencia del panteísmo en el pensamiento del siglo XX”:
Schrödinger, que no llegó a compartir el feroz
pesimismo schopenhaueriano, pensaba que tras el mundo de la Representación no
se ocultan los perversos engaños nihilistas de la Voluntad, sino una actividad
mental superior, como enseñan los maestros de la sabiduría oriental. Así pues,
cuando se dio cuenta de que la física podía descubrirle algo más que la
mediocre racionalidad del azar, empezó a creer en su validez para transportarle
hacia los umbrales de la metafísica.[4]
Por tanto, partiendo de
estas ideas, en el pensamiento filosófico de Schrödinger fueron madurando
algunas claves que determinarían la dirección de sus aportaciones al desarrollo
de la teoría cuántica. Entre las que cabe destacar las siguientes:
―Primacía de la mente
sobre la materia: El fondo de la realidad es actividad mental. La realidad
física es la manifestación (la «representación”) de esta actividad mental.
―Preferencia de una
visión ondulatoria de la materia, puesto que las ondas son menos «sustantivas”
que las partículas, y encajan mejor con la visión de lo físico como
manifestación de otra realidad más profunda.
―Creciente aprecio de una
visión determinista del mundo físico. Este determinismo sería manifestación de
la actividad profunda de la mente creadora de lo real, y no resultaría
incompatible con la libertad de esa mente, puesto que es ella la realidad
primera que se proyecta en el mundo.
―Búsqueda de una
eliminación completa de lo subjetivo en las descripciones físicas. Hay que
distinguir por completo el ámbito de lo objetivo, que es el de la
representación física del mundo, del ámbito de lo subjetivo, que es el de la
mente, que funda la objetividad.
Teniendo en mente estas
claves del pensamiento de Schrödinger, podemos entender su interés por
desarrollar un marco explicativo de los fenómenos físicos en forma de una
mecánica ondulatoria. Este interés se plasmaría en su formulación de la mecánica
cuántica, que significó un hito decisivo en el desarrollo de esta disciplina, y
que tiene como núcleo la denominada «Ecuación de Schrödinger”:
en donde H representa una función cuya forma
depende del tipo de sistema de que se trate. Se la denomina función
hamiltoniana, y puede ser entendida como operador de la energía del sistema,
siempre que H no dependa
explícitamente del tiempo. Y
Hasta aquí, cabe concluir
que la imagen filosófica de la naturaleza de Schrödinger le proporcionó un
impulso y una guía orientadora de su investigación con resultados muy
favorables. No obstante, esta misma imagen llevaría poco tiempo después al
físico austriaco a distanciarse de la disciplina que tanto había contribuido a
fundar. El distanciamiento se produjo a raíz de sus discusiones con Bohr,
Heisenberg y otros físicos que le mostraron la imposibilidad de interpretar las
ondas descritas por él como ondas físicas en un sentido mínimamente
inteligible. Y culminó sobre todo una vez que Born propuso la existosa
interpretación de las ondas de Schrödinger como codificaciones de la evolución
en el tiempo de la probabilidad de que al realizar mediciones de los
observables de un sistema cuántico se obtengan tales o cuales valores de las
medidas.
La imagen de unos
sistemas físicos sobre cuyas magnitudes observables sólo podía hablarse en
términos de probabilidades, y además probabilidades referidas a sucesos en los
que se mezclaba con el sistema un sujeto medidor del mismo, repugnaba
doblemente a Schrödinger, debido a sus planteamientos de filosofía de la
naturaleza. Pues por una parte el determinismo quedaba en cuestión, y por otra
parte se producía una mezcla de los aspectos subjetivos y objetivos de la
realidad, que él entendía que correspondían a planos completamente diferentes.
De este modo, la
biografía intelectual de Schrödinger nos proporciona un primer ejemplo de cómo
las ideas filosóficas de los físicos presentan este doble aspecto: pueden
ayudar decisivamente a orientar su investigación en direcciones prometedoras, y
pueden también conducirlo a un callejón sin salida.
Otro ejemplo aún más famoso
de esto nos lo proporciona la lucha de Albert Einstein contra la mecánica
cuántica en tanto que descripción completa de los fenómenos físicos.
2.2
Albert Einstein y la completitud de la descripción cuántica
La explicación del efecto
fotoeléctrico que Einstein propuso en 1905, basada en la idea de que la energía
de los rayos luminosos se transmitía en cuantos de energía discretos, reforzó
la hipótesis inicial de los cuantos de Planck, y contribuyó decisivamente a
orientar la investigación de los físicos en la dirección que llevaría a la
mecánica cuántica.
Sin embargo, una vez
formulada esta teoría, Einstein nunca pudo dejar de considerarla como una
descripción incompleta de los fenómenos físicos. Al principio trató incluso de
poner de manifiesto su inconsistencia, en sus famosos debates con Niels Bohr,
allá por los años 20 del pasado siglo. Pero Bohr consiguió superar estas
objeciones iniciales. Y a partir de ese momento, Einstein se concentró en
intentar demostrar que, si bien la teoría cuántica constituía una descripción
aceptable hasta cierto punto, dejaba en la sombra aspectos de la realidad que
tendrían que ser descritos por una teoría más profunda.
Su aportación más
interesante, en esta dirección, fue la formulación de un experimento mental, en
un artículo publicado junto con los físicos Boris Podolsky y Nathan Rosen en
1935. Inicialmente Einstein Podolsky y Rosen consideraron que este experimento
ponía de manifiesto una situación paradójica, que mostraba la insuficiencia de
la teoría. Por eso, el experimento propuesto por ellos aún se suele denominar
hoy “Paradoja EPR”.
Para hacernos una idea lo
esencial de este experimento consideremos un sistema cuántico que consta de dos
subsistemas. Si dicho sistema se encuentra en un estado puro que no se deja representar
como un producto de estados de sus subsistemas, entonces los mencionados
subsistemas no se encuentran en estados puros, sino que se describen mediante
estados-mezcla. En este caso, la teoría cuántica afirma que la medida de
determinadas magnitudes físicas en uno de los subsistemas influye en el estado
del otro subsistema, aun cuando ambos subsistemas se encuentren en el instante
de la medida tan separados uno de otro que no exista ya interacción alguna
entre ellos. Esta conexión de los estados posibles de los subsistemas trae
consigo correlaciones entre los resultados posibles de la medida de
determinadas magnitudes de dichos subsistemas. Estas correlaciones se denominan
usualmente “correlaciones–EPR” en honor de Einstein, Podolsky y Rosen.
Para estos autores, en
cualquier caso, la situación era paradójica, puesto que, si la descripción
cuántica fuera realmente completa, tendríamos que aceptar que se da una acción
a distancia instantánea entre los sistemas físicos correlacionados, que es algo
que en la imagen de la naturaleza de la mayor parte de los físicos de su tiempo
se consideraba inadmisible.
¿Y cuál sería entonces la
alternativa? Suponer que lo que desde la perspectiva de la mecánica cuántica
nos aparece como acción a distancia no es tal, sino que responde a la
operación, en cada uno de los subsistemas de ese sistema cuántico de variables
ocultas que determinan localmente los resultados de las medidas.
Este planteamiento dio
lugar a una larga búsqueda de “teorías de variables ocultas locales”, que ha
resultado infructuosa. Más aún, en 1964 el físico John Bell demostró que los
resultados de ciertas medidas en situaciones de correlaciones-EPR serían
diferentes de las que se calculan a partir de la mecánica cuántica si realmente
los procesos físicos que están teniendo lugar responden a variables ocultas de
carácter local. Desde entonces se han realizado numerosos experimentos, y todos
ellos han confirmado las predicciones de la teoría cuántica, de manera que hoy
en día son muy pocos los físicos que continúan albergando esperanzas de
encontrar tales variables ocultas.
En este punto es preciso
volver a Einstein, para indicar que la raíz profunda de su desconfianza en el
carácter completo de la descripción cuántica tenía un origen filosófico. A
sabe, lo que ocurre es que la visión de un mundo físico en el que el azar
pudiera jugar un papel real resultaba irreconciliable de cualquier forma con
sus convicciones spinozistas. Seguidor hasta el final de su vida de la
propuesta filosófica de Spinoza, Einstein concebía la naturaleza como un
despliegue necesario, en el que todo suceso pasado, presente y futuro se
hallaba necesariamente encadenado a los anteriores y posteriores.[5] La necesidad con la que los sucesos naturales
se iban siguiendo unos a otros expresaba la necesidad de Dios; de ese Dios
panteísta de Spinoza, que se identifica con la totalidad de la naturaleza, y
que es la única realidad sustantiva que puede existir: Dios, o Naturaleza, o
Sustancia. De ahí su famosa frase de “Dios no juega a los dados”, que tanto
desagradaba a Niels Bohr. Y de ahí otras numerosas profesiones de fe
determinista que se encuentran en sus escritos, como por ejemplo en “Mi imagen
del mundo”: “Pero el científico está persuadido de la causalidad de todos los
sucesos. Para él, el futuro no es menos necesario y determinado que el pasado”.[6]
Podría entonces
concluirse que el ejemplo de Einstein lo que realmente indica es que la
filosofía puede resultar un obstáculo para el físico en el desarrollo de su
labor científica. Y en cierto sentido es así. Pero, por otra parte, no
deberíamos minusvalorar el aspecto positivo de la actitud de Einstein de cara
al desarrollo de la teoría cuántica. Pues fueron precisamente sus intentos de
mostrar el carácter incompleto de la misma los que condujeron al diseño de los
experimentos que más confianza nos han proporcionado en lo contrario.
Este es un punto que me
gustaría subrayar, pues muestra que incluso una apuesta filosófica equivocada
puede resultar muy útil como inspiradora de líneas de investigación. Y, en el
fondo, la clave de la aportación de la filosofía al avance de la física va por
ahí: La filosofía inspira ideas, y, como consecuencia de las mismas, sugiere
líneas de investigación. Líneas que pueden terminar mostrando lo contrario de
lo que pretendían los que las iniciaron, pero que, en todo caso, fomentan el
progreso de la ciencia.
2.3
Otros tanteos filosóficos de los padres de la mecánica cuántica
Para concluir este
apartado, que no pretende ser en modo alguno exhaustivo, haré una referencia muy
de pasada a un par de conceptos filosóficos que sirvieron de punto de apoyo a
los padres de la mecánica cuántica, sobre todo después del desarrollo del
formalismo clásico de la teoría, cuando trataron de entender en profundidad el
significado de la herramienta físico-matemática que acaban de adquirir.
Uno de estos conceptos
filosóficos fue el concepto aristotélico de “potencia”:
He mencionado antes que
Schrödinger había tratado de comprender los sistemas cuánticos como ondas cuya
dinámica (determinista) vendría descrita por su ecuación. Esta idea fue
rechazada enseguida por diversas razones, entre ellas porque los paquetes de
ondas de Schrödinger tendían rápidamente a difuminarse por todo el espacio, y
no había forma de que se mantuvieran confinados en volúmenes lo suficientemente
pequeños como para dar cuenta del carácter corpuscular que parecían tener los
sistemas cuánticos en muchos experimentos de física de partículas. Por eso Max
Born, que estaba muy al tanto de estos experimentos ―entre otras razones
porque, como él mismo explicó cuando le concedieron el premio Nobel, su
instituto y el de James Frank, que estudiaba fenómenos de colisión de
electrones, estaban situados en el mismo edificio de la Universidad de
Gotinga―, propuso un enfoque alternativo: En lugar de considerar la función de
onda de Schrödinger como una onda física, se trataría de una función cuya
evolución en el tiempo describiría la evolución de la probabilidad de obtener
determinados resultados al medir las magnitudes observables de los sistemas
cuánticos.
Pues bien, uno de los
primeros físicos en adherirse a esta interpretación fue Heisenberg, y lo hizo
indicando su entronque con el concepto aristotélico de potencia. En palabras de
Max Jammer:
Heisenberg, que se adhirió pronto a las ideas de
Born, consideró necesario, ante el hecho de que esas ondas-ψ evolucionan en el
tiempo y se propagan en el espacio de acuerdo con la ecuación de Schrödinger,
no considerarlas como una mera ficción matemática, sino adscribirle algún tipo
de realidad física. Como Heisenberg escribió algún tiempo después, esas ondas
de probabilidad fueron concebidas por él como “una formulación cuantitativa del
concepto de δύναμις [posibilidad] o, en la versión latina posterior “potencia”,
de la filosofía de Aristóteles. El concepto de que los eventos no se encuentran
determinados de forma perentoria, sino que la posibilidad o “tendencia” de que
un evento tenga lugar tiene cierta clase de realidad ―un cierto tipo de
realidad intermedia, a medio camino entre la realidad masiva de la materia y la
realidad intelectual de la idea o la imagen―.[7]
Fue la posibilidad de
recurrir a un concepto tomado de la filosofía de la naturaleza de Aristóteles
el que convenció a Heisenberg, según su propio testimonio, de que la
interpretación de Born del significado de la función de onda de Schrödinger iba
bien encaminado. De nuevo, pues, nos encontramos con una idea filosófica sobre
el modo de ser de la naturaleza actuando como soporte para impulsar el trabajo
del físico en determinada dirección.
Como último ejemplo
tomado del desarrollo de la teoría cuántica, haré referencia a otra aportación
aristotélica que jugó un papel importante de cara a hacer aceptable la teoría
cuántica a físicos de primera fila que luego contribuirían a desarrollarla. Me
refiero en este caso a la distinción aristotélica entre propiedades
accidentales y propiedades esenciales.
Esta distinción resultó
importante para ayudar a entender que la teoría cuántica no implicaba un
abandono del realismo científico, y más concretamente que no implicaba
abandonar la idea de que los microbjetos descritos como sistemas cuánticos eran
realidades que podrían existir con independencia de la existencia de
observadores (humanos o no).
La duda sobre este punto
había surgido por el hecho de que en los fenómenos cuánticos lo que se observa
es el resultado de la interacción entre el objeto y el observador (o el aparato
de medida). Una interacción en la que, debido a las relaciones de incertidumbre
de Heisenberg, la perturbación introducida por el observador no puede ser
considerada en ningún caso como irrelevante. Esto había llevado a Bohr a
afirmar que “una realidad independiente en el sentido físico ordinario no puede
ser adscrita ni a los fenómenos ni a los observadores”.[8]
Muchos físicos
concluyeron entonces que aceptar la mecánica cuántica significaría renunciar a
una concepción realista de la naturaleza, y transformar la física en una
disciplina en la que subjetividad y objetividad quedarían fundidas en una
extraña mezcla. (De hecho, esta fue la razón principal de que Schrödinger se
apartara cada vez más de la disciplina que tanto había contribuido a
establecer).
Pero una vez más, la
filosofía de la naturaleza podía proporcionar conceptos útiles para salir de
este punto muerto. Y uno de los físicos que primero se dieron cuenta de ello
fue Max Born. Como explica Jammer:
El rechazo de un estatuto autónomo de los atributos
complementarios tales como la posición y el momento no implica necesariamente
un rechazo de la realidad objetiva del microobjeto al que se le pueden
adscribir tales atributos. [...]
Max Born subrayó repetidamente que, aparte de las
propiedades complementarias, los microobjetos pueden exhibir otras propiedades
que son invariantes de la observación: “A pesar de que un electrón no se
comporta en todo como un grano de arena, posee suficientes propiedades
invariantes como para ser considerado simplemente como real”.[9]
Es decir, lo que Born
indicó es que habría que distinguir entre por un lado las propiedades
intrínsecas, esenciales (tales como la masa en reposo o la carga eléctrica),
que no son contextuales, y permiten definir los objetos cuánticos como
individuos que pertenecen a clases de realidades naturales, y por otro lado las
propiedades dinámicas (tales como la posición y el momento), que sólo cabe
atribuirles a dichos objetos en determinados contextos experimentales. Las
primeras serían sus propiedades esenciales, y nos capacitarían para
considerarlos como entidades que existen con independencia de los observadores,
mientras que las segundas serían propiedades accidentales, que dependerían del
contexto.
Entre los numerosos
físicos que pudieron reconciliarse de este modo con la teoría cuántica cabe
mencionar, por ejemplo, al ruso Vladimir Fock, que luego contribuiría
decisivamente a desactivar los recelos contra esta teoría en la Unión
Soviética. Las reflexiones de Born sobre la existencia real de los objetos
cuánticos, basada en sus propiedades esenciales, le permitiría a Fock subrayar
en numerosas ocasiones “la objetividad de la descripción mecanocuántica y su
independencia con respecto al sujeto cognoscente”.[10]
Los ejemplos podrían
multiplicarse, pero creo que los mencionados son suficientes para afirmar con
cierto fundamento que un repaso a la historia del desarrollo de la teoría
cuántica muestra que las ideas filosóficas de los protagonistas de este proceso
contribuyeron decisivamente a impulsarlo.
Veremos ahora que algo
similar ocurrió también en el despliegue de la cosmología física contemporánea.
3.
Impulsos filosóficos en el desarrollo de la cosmología contemporánea
La cosmología física ha
sido uno de los mayores logros de la física del siglo XX. Ciertamente, en el
contexto de un artículo más extenso cabría apuntar a múltiples relaciones entre
la cosmología física y la filosofía, puesto que, como apuntó acertadamente Karl
Popper, la cosmología es “la más filosófica de todas las ciencias”.[11]
No tenemos tanto espacio
aquí. Pero sí que me gustaría apuntar con toda brevedad una serie de ideas procedentes
de la filosofía de la naturaleza que jugaron un papel en el proceso que llevó
desde la no existencia de esta disciplina a comienzos del siglo XX hasta el
establecimiento de un modelo físico estándar del universo ya consolidado hacia
mediados de la década de los setenta.[12]
Como veremos, esas ideas
unas veces iban en la dirección adecuada (desde el punto de vista de las ideas
cosmológicas vigentes), y otras veces no. Pero en cualquier caso sirvieron como
fuente de concepciones que tendrían que ser investigadas por los físicos. Y de
este modo propiciaron el avance de la cosmología.
Quizás una buena forma de
aproximarnos a este tema sea ir por etapas, repasando las ideas que jugaron un
papel en cada una de las fases del desarrollo de la disciplina, desde
principios del siglo XX hasta nuestros días. Vamos a hacerlo así en los
subapartados siguientes:
3.1 El
punto de partida: ¿Es imposible una ciencia cosmológica? Situación hasta 1917
A comienzos del siglo XX
la idea predominante entre los físicos era que la cosmología no es posible como
ciencia, ya que el universo no es concebible como totalidad. Es decir, que
tendríamos que conformarnos con hablar de unidades tales como el Sistema Solar,
o la Vía Láctea, que son algo así como subconjuntos de un conjunto que escapa
al poder de la razón. Un conjunto que tal vez no sea más que una palabra con la
que no se corresponde nada.
Esta idea se sostenía
ante todo en dos pilares, y los dos tenían un origen filosófico: El primero de
ellos era el postulado de la estaticidad de universo. Y el segundo era el
rechazo de Kant a la posibilidad de una ciencia cosmológica.
Por lo que se refiere al
primero, una de las ideas más extendidas a lo largo de la historia del
pensamiento, es la de la inmutabilidad del cielo. La sostuvieron los
pitagóricos, y Platón, y Aristóteles, pero su procedencia es con seguridad muy
anterior a la de la propia filosofía, puesto que responde a la experiencia
ordinaria: todo parece cambiar sobre la tierra, pero los astros permanecen
siempre igual, realizando sin principio ni fin sus movimientos, siempre
idénticos.
Por tanto, tras el
desarrollo de la física newtoniana se planteó la cuestión de cómo describir un
universo que obedeciera las leyes de Newton, y se supuso que, evidentemente, el
resultado tendría que ser un universo estático. Pero la imposibilidad de
encontrar una solución estática para este problema arrojó inicialmente dudas,
no sobre la estaticidad del universo, sino sobre la posibilidad de hacer
cosmología.
A este primer motivo
habría luego que sumar el impacto de la “Crítica de la Razón Pura” de Kant, una
obra en la que el filósofo alemán argumenta, entre otras cosas, que el
universo, considerado como conjunto de todos los fenómenos, no es un objeto de
la experiencia sino una idea de la razón pura. Y que, por eso, al intentar
aplicar al cosmos las categorías que aplicamos a los objetos ―entre las que
destaca la de causa―, caeremos en una serie de razonamientos contradictorios
pero igualmente válidos −las denominadas “antinomias de la razón”−, que nos
están indicando con nitidez que hemos tratado de llevar los conceptos más allá
de su límite de aplicación legítimo.
Con el problema de la
estaticidad por un lado, y la argumentación de Kant por otro lado, durante el
siglo XIX la renuncia a investigar el conjunto de los objetos físicos en tanto
que totalidad fue general. Podría por eso apuntarse aquí que, en este caso, lo
que estamos comprobando es que ciertas ideas filosóficas demoraban el
desarrollo de la cosmología. Y no sería falso el apunte, pero sí incompleto.
Pues también fueron ideas filosóficas las que lo activaron. Sin entrar ahora en
detalles en los que no puedo demorarme, baste recordar que el punto de partida
de la cosmología física lo proporcionó el modelo cosmológico propuesto por Einstein
en su famoso artículo de 1917 “Kosmologische Betrachtungen zur Allgemeinen
Relativitätstheorie”,[13] y recordar de paso la adscripción de Einstein
a la filosofía de Spinoza. Pues Spinoza identifica a Dios con la naturaleza y
también con la sustancia, entendida a la manera de Descartes: Aquella entidad
que existe por sí y cuyo concepto no necesita de otro concepto para ser
comprendido. Asumir esta concepción implicaba pensar el cosmos, la totalidad
física del mundo, como una entidad que tenía que tener una racionalidad global.
Una racionalidad completa, sin fisuras, y sin referencia a nada que no fuera
ella misma.
Y esta idea es la que se
plasma en el modelo cosmológico de Einstein: Un universo estático, inmutable, y
dotado de una racionalidad global que se expresa en las ecuaciones de la teoría
general de la relatividad.
3.2
Avances de la cosmología entre 1918 y 1948: Un universo dinámico
Si tuviéramos que resumir
en una sola idea lo ocurrido en el campo de la cosmología durante los treinta
años que siguieron a la publicación del modelo de Einstein cabría hacerlo
indicando que este fue más o menos el tiempo que necesitaron los físicos para
ir acostumbrándose a la idea de que el universo tal vez no fuera estático, sino
dinámico. Es decir, que tuviera un desarrollo, una historia. Y que tal vez esta
historia incluyera un punto de partida en un instante del pasado finito.
Este proceso de
adaptación avanzó por etapas:
―En primer lugar, en los
años que siguieron a la publicación del artículo de Einstein, se fueron
encontrando más y más soluciones cosmológicas de las ecuaciones relativistas.
Pero, de todas ellas, tan sólo dos ―la propuesta por el propio Einstein, y el
universo de De Sitter― cumplían el requisito de estaticidad que parecía de
entrada tan obvio. De hecho el matemático y cosmólogo ruso Alexander Friedmann
demostraría (en un trabajo de fecha tan temprana como 1922) que no existe
ninguna otra solución de las ecuaciones cosmológicas relativistas que verifique
dicho requisito. Y además ocurría que incluso en estas dos soluciones la
estaticidad descrita era altamente inestable, lo que le daba a ambos modelos un
carácter poco verosímil.
―En una segunda etapa,
que tuvo lugar durante los años 20 del pasado siglo, se descubrió la existencia
de otras galaxias, más allá de la Vía Láctea. Y además se descubrió la
existencia de un corrimiento al rojo de las líneas espectrales de la luz
procedente de las otras galaxias, que resulta proporcional a su distancia. Se
discutieron entonces diversas explicaciones del nuevo dato, pero pronto se vio
que la interpretación más fácil consistía en tomar el corrimiento al rojo como
resultado de que las galaxias se alejan unas de otras, con una velocidad mayor
cuanto mayor es su distancia relativa. Es decir, que el universo se encuentra
en un proceso de expansión... algo que Lemaître y Friedmann habían mostrado que
era justo el tipo de movimiento a gran escala del cosmos descrito por
soluciones muy simples de las ecuaciones de campo de Einstein.
―La tercera etapa del
proceso consistió en elaborar un modelo físico que no sólo partiera de aplicar
la teoría general de la relatividad al universo (considerado como un fluido
homogéneo e isótropo de galaxias) para explicar mediante este formalismo la expansión
del universo, sino que fuera capaz de deducir la actual composición material
del cosmos, y otros aspectos del universo a gran escala, a partir de las
condiciones físicas que debieron darse en las fases iniciales de la expansión.
Los primeros esbozos de este desarrollo explicativo los realizó Georges
Lemaître, pero fue culminado en 1948 en un famoso artículo sobre el origen
cosmológico de los elementos químicos, en el que Ralph Alpher y George Gamow
expusieron lo que después se ha conocido como la “teoría del big bang”.[14]
En estas tres décadas,
tal y como acabo de resumirlas, la investigación física en el campo de la
cosmología parece avanzar con un dinamismo propio. Y en buena medida fue así.
Pero los protagonistas del proceso no dejaban por ello de tener sus ideas
filosóficas sobre el universo, y estas, como de costumbre, jugaron un papel
perturbador pero al mismo tiempo importante para asentar los avances que se
iban produciendo.
De entrada hay que
reconocer que las nuevas ideas se abrieron paso a regañadientes. Si uno
consulta los escritos de los diversos autores que participaron en el
establecimiento de la cosmología física, encontrará una y otra vez el
testimonio de la insatisfacción, el desconcierto, y la reluctancia con la que
reaccionaron a la nueva visión del cosmos. H.N, Russell, en uno de los primeros
comentarios acerca de los descubrimientos de Hubble, comentará, por ejemplo:
“La noción de que todas las galaxias se encontraron inicialmente próximas es
filosóficamente bastante insatisfactoria”.[15]
También Eddington, que no
sólo fue uno de los principales impulsores de la aceptación de la teoría
general de la relatividad, sino que también contribuyó de modo decisivo a que
las ideas cosmológicas de Lemaître fueran conocidas, confesó: “Filosóficamente,
la noción de un comienzo del presente orden de la Naturaleza me resulta
repugnante”.[16]
Y asimismo Robertson,
otro de los cosmólogos más destacados de aquel periodo, declararía que, puestos
a aceptar un universo dinámico, sería al menos preferible centrarse en aquellos
en los que no se postula un comienzo del mundo en un punto del pasado finito,
ya que son “emocionalmente más satisfactorios”.[17]
E incluso el propio
Einstein, que había sido el iniciador del movimiento de estudio del universo
como un sistema físico sometido a las ecuaciones de campo de la relatividad
general, se mostró al principio muy reacio a la imagen del universo que iba
surgiendo de la línea de investigación que él había impulsado. Y en su rechazo,
como en el de otros, se percibía algo más que dudas metodológicas. En palabras
de Heller:
Lemaître nos cuenta que cuando estaba discutiendo
con Einstein la hipótesis del átomo primitivo, la reacción de Einstein fue: Non, pas cela, cela suggere trop la création
(no, esto no; esto sugiere demasiado la creación). Desde el mismo comienzo los
puntos de vista filosóficos interfirieron con el hacer cosmológico. Muchos
autores compartían con Einstein la resistencia a aceptar cualquier tipo de
comienzo del universo. Alguna gente actuaba así por buenas razones
metodológicas, pero algunos otros no trataron nunca de ocultar su actitud
antirreligiosa. Por ejemplo, en opinión de William Bonnor, los teólogos habían
aguardado largo tiempo a una ocasión tal como la de un estado superdenso al
comienzo del universo, porque ahora podrían afirmar que la descripción bíblica
de la creación es correcta, y que el obispo Usher se había equivocado tan sólo
en unos pocos años.[18]
En honor a Einstein es
preciso decir que, con el tiempo, y su actitud hacia la línea de investigación
que estaba de Lemaître se volvió mucho más abierta,[19] a pesar de que la idea de un instante inicial
del universo era como poco díficil de encajar con su propia visión spinoziana
del mundo.
Por las citas que acabo
de mencionar, parece en todo caso que tendríamos que concluir que por lo que se
refiere al desarrollo de la cosmología física, las ideas filosóficas más bien
estaban jugando a la contra que a favor del avance. Y, ciertamente, esto fue
así para una parte significativa de los investigadores que intervinieron en
este proceso. Pero es necesario tener en cuenta dos aspectos adicionales que
completan la pintura, y que nos permiten hacernos una mejor idea del papel de
las concepciones filosóficas en la investigación científica:
―En primer lugar, no
debemos perder de vista que precisamente la reluctancia de buena parte de los
físicos al escenario de un universo dinámico y con un posible origen temporal
jugó un papel estimulante, en el sentido de que muchos buscaron la forma de
descartar ese escenario, y desarrollaron ideas y argumentos físicos que, al ir
fallando, fortalecieron el modelo cosmológico vigente. Este aspecto es muy
interesante, pues nos muestra una vez más, como ya hemos visto en el caso de la
oposición de Einstein a la mecánica cuántica, que también las ideas filosóficas
adversas a un modelo físico contribuyen, en la mente de los físicos creativos,
a estimular el análisis del modelo en cuestión. Lo que redunda indirectamente
en el progreso de la investigación... aunque sea en la dirección contraria a la
que los investigadores desearían.
―Y en segundo lugar, no
debemos pasar por alto que también había protagonistas de este proceso que
contaban con herramientas filosóficas que les permitían entender mejor el
verdadero alcance que podría tener un acontecimiento con el del “big bang”. Y
concretamente Lemaître, con su sólida formación filosófica tomista, era uno de
ellos. Lemaître compartía la posición de Santo Tomás de Aquino, que ya en el
siglo XIII había defendido la tesis de que es imposible demostrar la finitud (o
la infinitud) del pasado. La idea que subyace al argumento de Santo Tomás ―y de
Lemaître― es sencilla: Si consideramos el universo en cualquier instante que se
nos ocurra, y tomamos nota del estado en el que se encuentra en ese instante, no
podremos encontrar, por más que indaguemos en las características de dicho
estado, ningún punto de apoyo que nos permita excluir, ni racional ni
empíricamente, la posibilidad de que el punto elegido haya sido de hecho el
primer instante del universo. Pero, del mismo modo, tampoco podremos excluir en
ningún caso, ni racional ni empíricamente, el que haya habido instantes
anteriores. Y esto es así porque no existe ninguna diferencia perceptible entre
el primer instante y todos los demás instantes del tiempo. Por eso, no hay
ciencia que pueda comprobar que un instante dado, por singular que nos parezca,
corresponde con seguridad al momento del primer fiat lux.
En consecuencia, Lemaître
opinaba que, si bien un cristiano podría suponer que la Gran Explosión coincide
con el instante de la creación del mundo, no cabe demostrar en rigor ese
supuesto. Pues uno siempre podría sostener la opinión alternativa de que el
cosmos ya existía antes de la Gran Explosión, y que, lo que a nosotros nos
parece un estado inicial tan especial, no es otra cosa que el inicio del
periodo de la historia del universo en el que nos encontramos actualmente.
3.3 Dos
hipótesis enfrentadas: La cosmología entre 1948 y 1965
He resumido hasta ahora
como un proceso continuo el que arranca del modelo cosmológico de Einstein y va
llevando, en pasos sucesivos hasta la publicación del modelo del “big bang” en
abril de 1948.
No obstante, la
resistencia de muchos físicos al escenario que se iba desarrollando en esta
línea de investigación, condujo, no sólo a la búsqueda de fallos en la misma,
sino a diversos intentos de articular una alternativa teórica: un modelo
cosmológico que tuviera en cuenta las ecuaciones de campo de la relatividad
general, y el dato de la expansión de las galaxias, pero que no implicara un
inicio del universo en el pasado finito, y que mantuviera en lo posible la idea
de la estaticidad del cosmos.
El más importante de
estos intentos fue el modelo cosmológico llamado “teoría del estado
estacionario”, propuesto por una serie de autores, entre los que destacaron
Fred Hoyle, Thomas Gold, y Hermann Bondi. La teoría del estado estacionario
estaba basada en lo que estos autores denominaron “principio cosmológico
perfecto”, según el cual, el universo a gran escala presenta siempre el mismo
aspecto, tanto en el espacio como en el tiempo. De manera que, puesto que se
observa un corrimiento al rojo de las galaxias, que sugiere su alejamiento
mutuo, debería generarse continuamente nueva materia, para mantener la densidad
global constante. Esto viola el principio de conservación de la
materia-energía, pero la tasa de creación requerida para el mantenimiento de la
densidad es tan baja, que el efecto no podría observarse en los laboratorios.
En cualquier caso, los
que favorecían este modelo estaban convencidos de que poseía ventajas
indudables con respecto al escenario de Lemaître y Gamow; siendo la principal
de ellas la no aparición de la pregunta cosmogónica: Si el universo no se ha
originado en un momento dado, sino que existe siempre igual eternamente, parece
que nos encontramos en un escenario que deja menos enigmas abiertos. Y además,
es obvio que el “principio cosmológico perfecto” responde al intuitivo supuesto
de la estaticidad esencial del universo, que el modelo del estado estacionario consigue
casar la expansión observada de las galaxias.
Ahora bien, en el fondo,
estas aludidas ventajas eran tales en relación con una cierta imagen filosófica
de la naturaleza (eterna e inmutable), que parecía quedar mejor protegida en el
contexto de la hipótesis cosmológica de Hoyle y sus compañeros.
De hecho, durante la
década de los cincuenta y la primera mitad de la década de los sesenta, las
discusiones en el campo de la cosmología estuvieron dominadas por
consideraciones de orden filosófico. El historiador de la cosmología Helge
Kragh resume la situación de este periodo con las siguientes palabras:
No
hay nada sorprendente en el hecho de que la cosmología en este periodo fuera
discutida desde una perspectiva filosófica, con el doble propósito de decidir
por un lado la estructura lógica y conceptual de la cosmología, y por otro
también las implicaciones más amplias en relación con el lugar del hombre en el
universo. Estos tópicos siempre han estado íntimamente conectados con la
cosmología, y en realidad han sido inseparables de ella durante la mayor parte
de su historia. El aspecto nuevo fue que con el surgimiento de la controversia
entre la cosmología relativista y la teoría del estado estacionario los tópicos
[filosóficos] se convirtieron también en importantes por lo que se refiere a la
relación interteórica entre las dos cosmovisiones. En ausencia de datos
observacionales cruciales, se prestó mucha atención hacia los fundamentos
filosóficos y las implicaciones de las teorías. La que presentara la base filosófica
más fuerte atraería nuevo apoyo y resultaría atractiva a un número mayor de
científicos. Y, por otra parte, si una de las teorías se mostrara como menos
científica que su rival ―juzgada por criterios que necesariamente tenían que
ser filosóficos― es probable que perdiera apoyo.[20]
En todo caso, este tipo
de discusiones sirvió como mínimo para ir captando el interés de un número
creciente de físicos, que consideraron que la controversia sólo podría
resolverse si se ampliaba la base de datos que pudieran utilizarse para
contrastar los modelos cosmológicos en disputa.
Y así, en la década de
los cincuenta y sesenta del siglo pasado se fueron desarrollando nuevos y más
potentes instrumentos de observación que permitieron comenzar a poner a prueba
la pregunta de si las regiones lejanas del universo poseen un aspecto similar a
las cercanas. Es, decir, la investigación se dirigió hacia la hipótesis de la
homogeneidad del universo. Y puesto que la velocidad de la luz es finita, la
observación de regiones remotas nos informa, no sólo acerca de la homogeneidad
espacial, sino también de la invariabilidad temporal ―exigida por el «principio
cosmológico perfecto”―, ya que la luz que llega a la Tierra desde tales
dominios, es la luz que emitieron las fuentes en el pasado. Ahora bien, lo que
dichas investigaciones mostraron es que el universo lejano (es decir, antiguo)
no era igual que el cercano. El número de radiofuentes, por ejemplo, no se
correspondía con la imagen de un universo invariable, pero sí con la de un
universo en evolución, tal y como sugería el modelo cosmológico de Lemaître y
Gamow.
Resultó además que los
cálculos de la edad de las estrellas más antiguas, realizados gracias al
desarrollo de modelos cada vez más precisos de la dinámica estelar,
proporcionaban para las mismas un valor que se encontraba en el mismo orden de
magnitud que la edad del universo calculada según el modelo de la Gran
Explosión.
Pero lo que realmente
supuso el espaldarazo definitivo al modelo cosmológico que hoy conocemos como
«modelo estándar” fue el descubrimiento, en 1965, de la radiación cósmica de
fondo, que es un fenómeno que no se conocía anteriormente, y que había sido
predicho por Gamow y sus colaboradores. Esa radiación no sólo fue descubierta,
sino que se comprobó que poseía justo las propiedades que se esperaba de ella.
A partir de ese momento,
la mayor parte de los especialistas aceptaron el modelo del big bang como
modelo cosmológico estándar.
3.4 La
situación actual
En la actualidad
contamos, pues, con un modelo cosmológico ampliamente aceptado, que es la base
para la mayor parte de las investigaciones que se desarrollan en este campo de
la física. Pero también ahora el atractivo de ciertas posiciones filosóficas
está actuando como impulsora de nuevas exploraciones.
Y así hay científicos
que, bien motivados por la idea de que la naturaleza no puede contener
singularidades, o bien motivados por el supuesto de que todas fuerzas de la
naturaleza son en realidad manifestaciones de una única estructura profunda, de
naturaleza cuántica, están tratando de impulsar nuevos modelos cosmológicos en
la línea de investigación conocida como cosmología cuántica. Que la motivación
de estos trabajos es principalmente filosófica puede intuirse ya por el mero
hecho de que hasta el momento no se ha encontrado ni un solo fenómeno que
requiera abandonar el marco de la cosmología relativista estándar. De modo que
se trata de investigaciones que parten de consideraciones teóricas sobre cómo
se espera que sean las leyes de la naturaleza. Y estas consideraciones entran
de lleno en el ámbito de la filosofía de la naturaleza.
Y lo mismo puede decirse
de los intentos actuales de elaborar modelos cíclicos del universo, y otras
propuestas cosmológicas que se discuten como alternativas a la cosmología
estándar.
4.
Consideraciones finales
Espero que los ejemplos
expuestos a lo largo de este artículo basten para entender mejor en qué sentido
la filosofía de la naturaleza sirve de estímulo para el progreso de las
ciencias naturales, y en particular para el progreso de la física. No se trata
de que la filosofía le dicte a la ciencia sus contenidos, sino que lo que
ocurre es que proporciona ideas y argumentos que motivan la exploración de
nuevos modelos y de nuevas líneas de investigación, más allá de lo comúnmente
aceptado en un momento dado.
Estos impulsos pueden
mover al investigador en direcciones acertadas o en direcciones erróneas, pero
en todo caso el esfuerzo por defender determinados planteamientos sobre el modo
de ser de la naturaleza termina con frecuencia dando frutos, ya sea en la
dirección buscada, o en otra quizás opuesta a las intenciones de los
investigadores, o en una dirección inesperada. Y así, de un modo o de otro, la
filosofía actúa como un motor del progreso científico. No necesariamente el
único motor, pero sin duda un motor importante, que no puede ser pasado por
alto.
Podríamos preguntarnos
entonces si hay que extraer de aquí alguna consecuencia. Y en mi opinión sí.
También en la opinión de los autores del artículo recientemente aparecido en la
revista de la Academia Nacional de Ciencias de los EEUU y que he mencionado al
comienzo de este texto.
De hecho, los autores de
dicho artículo, proponen al final del mismo toda una paleta de acciones que en
su opinión deberían emprenderse, y que van desde dar más espacio a la filosofía
en los congresos científicos hasta abrir secciones filosóficas en las revistas
científicas especializadas, pasando por incorporar filósofos en los
departamentos y centros de investigación científica, y establecer estudios
híbridos entre ciencia y filosofía. Y quizás podría plantearse también, dentro
de este espíritu, incorporar una sección filosófica en las academias de
ciencias...
Pero, se llegue más o
menos lejos en la implementación de tales propuestas, al menos creo que las
reflexiones de las páginas anteriores pueden ayudar a entender qué sentido
tiene decir que el progreso de la ciencia, no sólo en sus orígenes, sino
también en la actualidad, depende en parte de los impulsos que provienen de la
filosofía.
Bibliografía
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Soler Gil, Francisco José. Aristóteles
en el mundo cuántico. Granada:
Comares, 2003.
Soler Gil,
Francisco José. El universo a debate.
Madrid: Biblioteca Nueva, 2016.
El autor es doctor en filosofía por la
Universidad de Bremen (Alemania). Ha trabajado en el grupo de investigación de
filosofía de la física de la Universidad de Bremen y en el grupo de
investigación de astrofísica de partículas de la Universidad Técnica de
Dortmund. Es autor, entre otros libros, de El
universo a debate (Biblioteca Nueva, Madrid, 2016), Mitología materialista de la ciencia (Encuentro, Madrid, 2013), Discovery or construction? (Peter Lang,
Frankfurt, 2012), Lo divino y lo humano
en el universo de Stephen Hawking (Ediciones Cristiandad, Madrid, 2008) y Aristóteles en el Mundo Cuántico
(Comares, Granada, 2003). Ha sido coautor junto a Marín López Corredoira de ¿Dios o la materia? (Altera, Barcelona,
2008), y editor y coautor del libro Dios
y las cosmologías modernas (BAC, Madrid, 2005).
Recibido: 19 de mayo de 2019.
Aprobado para su publicación: 23 de junio de 2019.
2) Albert Einstein, Carta a Robert Thornton, carta inédita del 7 de diciembre de 1944
(EA 6-574), Einstein Archive, Hebrew University, Jerusalem.
3) El lector interesado en las cuestiones de
este apartado puede consultar, por ejemplo, mi ensayo: Francisco Soler Gil, Aristóteles en el mundo cuántico (Granada:
Comares, 2003).
4) Juan Arana, El Dios sin rostro: Presencia
del panteísmo en el pensamiento del siglo XX (Madrid: Biblioteca Nueva, 2003),
87-88.
5) Sobre la importancia del pensamiento de
Spinoza en Einstein, consúltese Juan Arana, El
Dios sin rostro, cap. 1.
12) Las ideas que voy a exponer
resumidamente aquí las he desarrollado con más extensión en mi ensayo Francisco
José Soler Gil, El universo a debate (Madrid:
Biblioteca Nueva, 2016).
13)
Albert Einstein, “Kosmologische Betrachtungen zur Allgemeinen
Relativitätstheorie”, en Preussische
Akademie der Wissenschaften, Sitzungsberichte, Teil 1 (Berlin, 1917),
142–152.
14)
Ralph A. Alpher, Hans Bethe y George Gamow, “The origin of chemical elements”, Physical Review 73 (7) 1. April (1948):
803–804.
15)
Citado en Helge Kragh, Cosmology and
Controversy (Princeton: Princeton Academic Press, 1996), 21.
18) Michael Heller, “Singularidad
cosmológica y la creación del universo”, en Francisco José Soler Gil (ed.), Dios y las cosmologías modernas (Madrid:
BAC, 2005), 132-133.