Rubén Peretó Rivas, Evagrio Póntico y la acedia. Peter Lang, Berna, 2018,
178 pp.
Santiago Hernán VÁZQUEZ
Universidad Nacional de Cuyo
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas (Argentina)
santiagohernanvazquez@gmail.com
El
libro de Peretó Rivas está distribuido armónicamente en seis capítulos que van
descendiendo espiraladamente al nudo del asunto, dejando en el camino
precisiones y datos de gran interés que tanto sirven para tener un conocimiento
general del período patrístico, cuanto para aproximarnos a las líneas maestras
del pensamiento evagriano. En este sentido, estamos frente a un trabajo que,
además de ser un estudio completo sobre el tema de la acedia en Evagrio Póntico
y sus posibles y actuales líneas de estudio, resulta un excelente y muy útil
manual de introducción al pensamiento evagriano.
El primer capítulo
presenta una síntesis bien calibrada de la vida y la formación del monje del
Ponto, deteniéndose en los hechos y personajes que signan su vida y configuran
la matriz de la cual surgirá su obra. Es de destacar aquí el análisis de la
herencia de los Padres Capadocios, principales maestros de Evagrio; la
cuidadosa síntesis del delicado tema del origenismo, y el detenimiento en un
tema fundamental para comprender la naturaleza de la obra evagriana. Nos
referimos al rol que ocupa en la vida y obra de Evagrio el locus en el que realiza la mayor parte de su obra: el desierto y,
particularmente, la celda. Detenerse en este tópico constituye uno de los
grandes aciertos de la primera parte de esta obra, principalmente cuando se
tiene en cuenta que muchos de los estudiosos del pensamiento evagriano han
prescindido deliberadamente de su consideración, acentuando unilateral y
distorsivamente la condición de “filósofo” del Póntico.
Pero si hay algo que nos
gustaría subrayar de esta primera parte es la interpretación que hace el autor
de la crisis vital que tuvo Evagrio a sus 37 años y que desemboca en su entrada
definitiva a la vida monacal. Estando en Jerusalem, huyendo de Constantinopla
por un problema amoroso, Evagrio endurece su corazón y vive hacia afuera, muy
preocupado en la elegancia en el vestir y haciendo gala de su talento de
orador, nos relatará Peretó Rivas en una amena síntesis biográfica. Hacia esa
época cae enfermo gravemente: la enfermedad agotó su cuerpo. A la luz de la
posterior curación que sobreviene por la palabra de la anciana Melania, quien
lo empuja a abrazar la vida monástica, Peretó Rivas se anima a plantear que lo
que sufrió Evagrio fue una profunda depresión que tenía su causa en la
contradicción en la que vivía: lo que el célebre psiquiatra austríaco del siglo
XX, Igor Caruso, hubiera llamado un deseo
incompatible, donde el principio
bueno flirtea con el malo y el malo querría apropiarse de las ventajas del
bueno. En efecto, Evagrio siente angustia y ansiedad “frente a esa brecha
entre sus ideales y el de sus amigos, por un lado, y su vida concreta por otro”
(p. 10). Es oportuno recordar aquí que Evagrio había sido amigo íntimo y
discípulo nada más y nada menos que de los Padres Capadocios, y había
participado con ellos en las disputas contra el arrianismo.
Nos permitimos subrayar
esta hipótesis del autor, pues esta tensión vivida por Evagrio entre el alto
ideal religioso y las concesiones y negociaciones permanentes que se hacen con
las pasiones, resultará al cabo una de las principales preocupaciones de su
reflexión donde fructificará una de sus más importantes enseñanzas.
Ya en el segundo capítulo
se abordan los principales aspectos de la antropología evagriana. También nos
encontramos aquí con el mérito de la síntesis cuidadosa que no traiciona el
pensamiento del autor estudiado y no omite ningún tema de importancia. Tenemos
de este modo un recorrido completo por los principales aspectos del pensamiento
evagriano en lo que se refiere a su visión del hombre como nous caído, a sus amplias y minuciosas descripciones de las
amenazas que en tal estado se ciernen sobre él (logismoi y pasiones), y a su concepción del cristianismo como el
remedio de la enfermedad del alma en cuanto itinerario de retorno. Un aspecto a
subrayar de esta parte del libro es el modo en el que se presenta la concepción
evagriana de praxis ética y contemplación. Si bien éstas conforman –en el marco
del itinerario cristiano– un circuito de causalidad recíproca que conduce al
conocimiento de Dios, la obtención de la virtud –la praxis ética– resulta una
condición excluyente para el conocimiento. Y aquí conocimiento es gnosis,
contemplación de los lógoi de las
cosas, vibración del alma frente a la esencia musical de todo lo creado, cual
una cuerda bien tensada y ya en sintonía con la música escondida del cosmos.
Hecha esta necesaria
contextualización que nos ofrecen los primeros capítulos, la obra desciende,
ahora sí, al tema de la acedia. Lo hace en cuatro capítulos que, iniciándose en
una prolija arqueología del término (con páginas de gran interés acerca del
cuidado de la sepultura en el mundo clásico y judeocristiano), culminan en un
elenco de las posibles respuestas al mal que designa este concepto. No faltan
aquí importantes advertencias acerca de la complejidad del fenómeno, de la
dificultad de asir su núcleo y expresar, en una suerte de definición, su
verdadera realidad.
Esta difícil tarea la
realiza el autor mediante aproximaciones sucesivas que contemplan los diversos
contextos en los que Evagrio habla del tema y las precisiones diversas que
sobre él da a lo largo de toda su obra.
Hacia el final de esta
ardua tarea de conceptualización y antes de afrontar el tema de las respuestas
a la acedia, el análisis desemboca en el concepto de eutonía y su opuesto, atonía,
como las categorías definitivamente resolutivas a la luz de la cuales se puede
pensar una especie de definición de la acedia evagriana que contemple todos los
matices con los que el monje del Ponto la describe.
De este modo la acedia
viene a ser una renuncia imposible al camino de la propia plenitud, un estado
por el cual el alma, a consecuencia de tener como precepto la propia
satisfacción, pierde su tensión natural hacia Dios.
“Tened cuidado –decía un
atormentado testigo de la acedia del siglo XX, el novelista francés François
Mauriac– de que los sentidos no usurpen los derechos del corazón y del
espíritu, y reclamen también una satisfacción infinita”. He aquí el drama
nuclear de este mal al que da nombre ese ignorado e importantísimo monje del
siglo IV, Evagrio Póntico. Los sentidos usurpan hoy los derechos del corazón y
buscan una satisfacción infinita. Y así el hombre, como un monje desertor
extraviado en el desierto, se aferra al consuelo menguante de innumerables
oasis infértiles. Las pasiones desorbitadas y sin el cauce natural que les dan
las virtudes (que constituyen la disposición katà phýsin de la parte pasional del alma), inventan miles de
pretextos para garantizar su satisfacción. Y así se convocan todos los demonios
restantes, porque, como dice Evagrio, la acedia los contiene a todos: cólera,
rivalidades, ambición, lujuria, glotonería, vanagloria.
No hay que esforzarse
demasiado para ver que este demonio es el que ha tomado posesión de los hombres
de esta época, como lo señalan, por cierto, los diversos estudiosos del tema de
la acedia que han surgido en el siglo XX, entre ellos, Giorgio Agamben en su
obra “Estancias”. De allí también la importancia de este libro de Peretó Rivas.
En el panorama oscuro que
deja esta aproximación que nos permite la obra del autor argentino, una
pregunta queda planteada: ¿es posible escapar a las demandas ocultas y
enmascaradas de las pasiones? Esas, cuya repetida satisfacción lleva
inexorablemente a la acedia. Solo el hombre virtuoso, el santo, el abba, el humilde y manso gnóstico puede
darnos el criterio. Éste es, en el esquema evagriano, aquel a quien se la ha
dado –después de un largo recorrido en el desierto de la practiké– la ciencia escondida de los seres. Por medio de ella
reconoce, desarticula y desvela la gramática pasional que subyace a los logismoi.
Al hombre que busca a
Dios, y que gime bajo el peso de sus pasiones con el peligro siempre presente
de que lo posea imperceptiblemente el astuto demonio meridiano, solo le queda
el camino de la virtud, del criterio del sabio y, por sobre todas las cosas, la
oración. En definitiva, dirá Peretó Rivas hacia el final, “el conjuro para
alejar la tristeza y permanecer en el gozo, sabiéndose y sintiéndose vivo o en
tensión hacia Dios, es la proseyché,
la oración” (p.129). Allí el alma conoce al Dios que la purifica con agua pura
y que muestra su fuerza en la debilidad.