Philosophia 81/1 I 2021 I pp. 51 a 68                                                                                                                                                                                         CC BY-NC-SA 3.0 I ISSN 0328-9672 (impresa) I ISSN 2313-9528 (en línea)

ANTROPOCENTRISMOS Y POLÍTICA: Metamorfosis del antropocentrismo de mitad de escala al antropocentrismo concéntrico

Anthropocentrisms and Politics: Metamorphosis from mid-scale anthropocentrism to concentric anthropocentrism

 

 


Jorge MARTÍNEZ BARRERA

Universidad Católica San Pablo (Perú)

jemartinez@ucsp.edu.pe

 

Resumen: me propongo exponer sumariamente dos modelos de antropocentrismo. Uno de ellos, al que he llamado “antropocentrismo de mitad de escala”, alude, en grandes rasgos, a la posición de lo humano aparentemente predominante en el pensamiento antiguo y medieval. Los modelos de este antropocentrismo son Aristóteles y Tomás de Aquino. El otro modelo ha sido llamado “antropocentrismo concéntrico”; aquí los asuntos humanos ocupan una centralidad de características diferentes al anterior. Es el modelo aparentemente predominante en el pensamiento moderno y su desarrollo puede rastrearse entre Pico della Mirandola y Kant. De ambos modelos he intentado esbozar sus consecuencias políticas.

Palabras clave: antropocentrismo, política, Aristóteles, Kant.

Abstract: I propose to summarize two models of anthropocentrism. One of them, which I have called "mid-scale anthropocentrism", alludes, in broad strokes, to the apparently predominant position of the human in ancient and medieval thought. The models of this anthropocentrism are Aristotle and Thomas Aquinas. I have called the other model "concentric anthropocentrism"; here human affairs occupy a centrality of different characteristics compared with the previous one. It is the apparently predominant model in modern thought, and its development can be traced back to Pico della Mirandola and Kant. I have tried to sketch political consequences of both models.

Keywords: anthropocentrism, politics, Aristotle, Kant.

 

1. Introducción: centralidad de la persona

No hay prácticamente institución que, al referirse a sus objetivos, no haga alguna mención a la persona humana. En ese sentido las instituciones educativas católicas suelen insistir más que las otras sobre este asunto. Ciertamente, nadie discutiría la importancia que el concepto de “persona” tiene para la antropología cristiana, aun cuando no se podría afirmar que se trate de una noción original del cristianismo. También llama la atención el empleo inercial de la expresión “dignidad de la persona humana”. En realidad, se trata de dos conceptos, “dignidad” y “persona”, que pertenecen a contextos muy diferentes. El primero de ellos es empleado por primera vez, al menos para mi conocimiento, por Pico della Mirandola en su Oratio de hominis dignitate, compuesta a sus 23 años, a finales de 1486, y condenada por el Papa Inocencio VIII por considerar que contenía algunas proposiciones inaceptables por la ortodoxia católica.[1]

La referencia clásica a la persona, como es bien sabido, es Boecio. En el contexto de una discusión cristológica, el autor llega a una definición de la persona mediante un proceso lógico inobjetable y de evidente inspiración platónica.[2]

Por el hecho de ser Boecio un autor cristiano (probablemente incluso mártir) y por haberse ocupado de manera sistemática de este concepto, se podría pensar que debemos al cristianismo la introducción de esta noción capital en la historia de la filosofía. Sin embargo, el propio Boecio se encarga de advertirnos que “persona” es un muy pálido reflejo en la lengua latina de un vocablo griego que expresa con mucha mayor eficacia la realidad significada: hypóstasis. El autor incluso llega a lamentarse de la falta de tono filosófico del latín si lo comparamos con el griego:

<los griegos> mucho más claramente <que los latinos> llamaron hypóstasis a la subsistencia individual de una naturaleza racional, mientras que nosotros, debido a la falta de palabras apropiadas, hemos conservado el nombre que nos ha llegado, llamando persona a lo que ellos llaman hypóstasis. Pero Grecia, con su vocabulario más rico, da el nombre de hypóstasis a la subsistencia individual.[3]

La alusión a Boecio, pensador cristiano, tiene solamente el propósito de mostrar que él no ve ninguna dificultad en incorporar un concepto griego al frágil vocabulario filosófico latino, haciéndose cargo de las implicancias filosóficas de dicha importación. Y esto en el contexto de la nueva valoración de la persona propuesta por el cristianismo, derivada naturalmente de un contexto teológico completamente diferente al griego.

Lo que me propongo en esta exposición es introducir algunos elementos que permitan precisar más la expresión “centralidad de la persona”, y examinar dos posibles modelos de “centralidad” que podrían relacionarse con sendos modos de entender su proyección política. Ciertamente no pretendo establecer conexiones causales, pero sí al menos algunas simultaneidades entre las respectivas teorías antropológicas y sus posibles correlatos políticos. Soy consciente de que la Antropología Filosófica, como un sector de la Filosofía, es una disciplina relativamente reciente, pero no es a los aspectos sistemáticos de esa disciplina a lo que deseo referirme. Mi propósito es mucho más modesto, y consiste en relacionar una determinada concepción del hombre con una determinada idea de la política.

2. El primer modelo de antropocentrismo: mitad de escala

 Dicho lo anterior, quisiera proponer entonces, muy sumariamente, dos “modelos” de centralidad de la persona. Uno de ellos, al que por comodidad me permitiré llamar “clásico”, se refiere a un antropocentrismo de mitad de escala. Quiero decir que para este modelo el hombre es central, pero con una centralidad entendida como una posición intermedia entre entes superiores y entes inferiores. Quisiera resumir este modelo en Aristóteles y Tomás de Aquino.

Quisiera también sugerir la idea de que las consecuencias políticas de un antropocentrismo de mitad de escala remiten a una fundamentación de los órdenes normativos, especialmente jurídicos, en un principio suprapolítico e intangible por la voluntad humana. En el caso de Aristóteles, ese principio es el concepto de lo justo por naturaleza, o derecho natural, el cual, a mi juicio, no puede identificarse con una procedencia divina de eso justo por naturaleza. No es éste el lugar para responder la pregunta acerca de si hay o no una supremacía de lo justo por naturaleza (physikón díkaion) sobre lo justo político (politikón díkaion), ya que Aristóteles dice explícitamente que lo justo político puede ser natural o convencional (nomikón = legal-positivo),[4] pero sí es lo suficientemente claro que eso justo por naturaleza posee una dignidad superior a lo justo positivo, es decir, a lo que Aristóteles llama explícitamente “derechos humanos” (anthrópina díkaia).[5] Estos últimos son indignos de los dioses.[6]

Y en el caso de Tomás de Aquino, ese principio constituye cierto avance respecto de Aristóteles, o por lo menos una perspectiva al mismo tiempo semejante y diversa si la comparamos con la del Estagirita. La semejanza con Aristóteles está en el hecho de que el principio legitimante último de los órdenes normativos no es asunto de la voluntad humana, o de un convenio. Y la diferencia está en que para el Aquinate sí interviene la razón divina. En efecto, para Tomás de Aquino, la ley natural es aquel fundamento, esto es, un concepto desconocido por Aristóteles, aunque esa ley natural no es otra cosa que la misma razón divina participada en nosotros. Para resumirlo, diré que este antropocentrismo, examinado en Aristóteles y Tomás de Aquino, antropocentrismo de mitad de escala, coincide en la necesidad de una fundamentación extra subjetiva de los órdenes normativos. La diferencia está en que para Aristóteles no es posible, o por lo menos no está claramente sugerida una procedencia divina de ese principio, mientras que para Tomás de Aquino no es posible referirse a él sin mencionar a Dios.

Quisiera citar aquí un par de textos importantes, relativos a esa fundamentación, en donde se ven esas diferencias entre Aristóteles y Tomás de Aquino.

Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1134b 18 - 21:

Lo justo político se divide en natural y legal. Es natural lo que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no, y legal la de aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo.

Mientras que Tomás de Aquino escribe en Suma contra los Gentiles, III, 116:

“El fin de toda legislación es que el hombre ame a Dios.”

Este antropocentrismo clásico, cuyo origen no es estrictamente hablando cristiano sino aristotélico, es uno suscrito también por los pensadores cristianos, aunque no mencionen explícitamente al Estagirita en este asunto. Se trata de una centralidad de lo humano que se desprende de varias afirmaciones de Aristóteles, por ejemplo, en la Ética a Nicómaco. El pasaje que citaré a continuación está referido a la jerarquía de los saberes prácticos comparados con los especulativos. ¿Por qué la política y la prudencia no son los saberes más elevados?, se pregunta Aristóteles. Lo serían si el hombre fuera lo más excelente en el universo, pero no lo es, y la dignidad de los conocimientos, como ya lo ha indicado en otros pasajes, no depende de la exactitud con que se expresen sino de la nobleza de los objetos considerados. Cito el pasaje de Ética a Nicómaco, 1141a 18-22:

(…) la sabiduría (sophía) será intelecto (noûs) y ciencia (epistéme), como si dijéramos la ciencia capital (kephalén) de <las cosas> más valiosas (timiotáton). Sería absurdo (átopon) considerar la política o la prudencia como <el saber> más valioso (spoudaiotáten) si el hombre no es lo mejor (áriston) del mundo (kósmo).

Para Aristóteles hay otras cosas de naturaleza mucho más divina que el hombre, como es “evidentísimo” (phanerótata) por las que constituyen el mundo (Ética a Nicómaco, 1141a 34 – 1141b 1).[7]

Esto significa que el más elevado de los saberes humanos en ningún caso podría ser la política. Por eso, Anaxágoras, Tales y otros como ellos, que podrían no tener una reputación de hombres sensatos (phrónimous), eran considerados sin embargo como “sabios” (sophoùs). Ellos no se interesan en sí mismos ni en los bienes estrictamente humanos (anthrópina agathà), sino en cosas admirables (thaumastà) y divinas (daimónia), ciertamente inútiles (áchresta) si se las considera en su ordenación a las cosas puramente humanas. La sabiduría (sophía) es el más perfecto de los saberes (epistemôn), pues se ocupa de los asuntos más nobles (timiotáton), los cuales en ningún caso son los políticos.[8]

Ya hacia el final de Ética a Nicómaco vemos su oposición a la enseñanza sofística cuando afirma que, puesto que somos hombres, no debiéramos vivir “humanamente”, es decir, no encerrar nuestras perspectivas finalísticas detrás de las fronteras humanas. Es probable que lo apuntado aquí sea la doctrina de Protágoras, para quien la medida de los asuntos humanos es humana:

Si por lo tanto la mente es divina respecto del hombre también la vida según ella es divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino, en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que esté a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; en efecto, aun cuando es pequeño en volumen, excede con mucho a todo lo demás en potencia y dignidad.[9]

Vemos en estas líneas, y en general en toda la teoría de la finalidad aristotélica, al menos en lo relativo a la filosofía de las cosas humanas, como la llama él, que la idea del hombre como un fin en sí mismo es un cuerpo extraño. Creo que podemos hablar de cierto “descentramiento teleológico” que impide adoptar el postulado de la autofinalidad, y obviamente esto debe trasladarse a la dimensión política. Cuando el Estagirita habla de la ciudad como de una entidad “autosuficiente”, me parece que no se refiere tampoco a una autofinalidad de la pólis. Diría que es Marsilio de Padua quien en el primer parágrafo del cap. IV del Libro 1 de su Defensor pacis distorsiona seriamente esta idea aristotélica de la autarquía política llevado por su necesidad de atacar al Papa Juan XXII. El alcance de la autarquía, tal como Aristóteles la concibe, tiene un propósito muy distinto al que Marsilio le atribuye.

Para decirlo en términos muy resumidos, la autarquía le sirve a Marsilio para desestimar la necesidad de la intervención de la Iglesia en los asuntos políticos. No puede haber ninguna institución por encima de la ciudad política. Para Aristóteles en cambio la autarquía señala la última de las posibilidades asociativas humanas capaz de poner a los ciudadanos en la vía de la vida feliz, que es una vida de plenitud virtuosa y un prolegómeno al bíos theoretikós, como puede leerse en la Política.[10]

Así entonces, la comunidad política que verdaderamente lo es, y no sólo nominalmente, visto el tipo de viviente que el hombre es, debe ser una conforme a la naturaleza. Ésta no es otra que aquella cuyo primer interés es la promoción de la virtud cívica.[11] No es casual que la virtud más importante, visto el carácter de la finalidad humana, sea una en la cual el bien pueda definirse como un bien del otro y a la vez ser la más perfecta de las virtudes:

Es la virtud más perfecta porque es la práctica de la virtud perfecta, y es perfecta porque el que la posee puede usar de la virtud para con otro, y no sólo en sí mismo (…). Por lo mismo, también la justicia es, entre las virtudes, la única que parece consistir en el bien ajeno, porque se refiere a los otros.[12]

Y agreguemos que el mejor régimen político es aquel orientado por esta virtud, independientemente de la forma constitucional que se dé.

Este esquema se repite en Tomás de Aquino, ciertamente con desarrollos mucho más complejos, pero conservando la idea de la justicia como la virtud central. De hecho, la cuestión acerca de la justicia es la más extensa en toda la Suma de Teología. La novedad, en todo caso, es la aparición de un concepto desconocido por Aristóteles, o en todo caso desestimado: el de bien común. No es casual que para el Aquinate la virtud moral más importante, es decir, la justicia, tenga como objeto el bien común, y que el bien común político sea una participación del bien común que es Dios.

La coincidencia con Aristóteles está en la salida de sí, en la tácita negación de un postulado de autofinalidad.[13] La diferencia se halla en el objeto de la más importante de las virtudes morales, diferencia que depende de sus respectivas perspectivas teleológicas últimas. Para decirlo con todas sus letras, el Dios en el que piensa y al que ama Tomás de Aquino también es un bien común. El Dios en el que piensa y sólo piensa Aristóteles,[14] no parece tener una vinculación directa con la filosofía práctica, y por lo tanto con la política.

En suma, creo que no sería exagerado llamar a esta antropología clásica, la del antropocentrismo de mitad de escala, una antropología de la persona. No obstante, si queremos profundizar en las consecuencias políticas de ese modelo antropológico, deberíamos ir bastante más allá de las limitaciones teológicas que podrían traer aparejadas la definición de Boecio.

3. El segundo modelo: antropocentrismo concéntrico

 Me referiré ahora, también de manera muy esquemática, al otro modelo antropológico en donde también hallamos una centralidad de la persona. En este caso, necesitaríamos recurrir a una corrección terminológica para entendernos mejor. Propongo sustituir, para la mejor comprensión de este segundo modelo de antropocentrismo, el concepto de persona por el de sujeto. En este modelo ya no se trata de un antropocentrismo de mitad de escala, sino de un antropocentrismo concéntrico, en donde no se niega explícitamente que el hombre no sea lo mejor del universo, pero sí parece hacerse lugar a una concepción cosmológica en la cual el universo entero parece estar orientado en función del hombre. Dicho sea de paso, resulta paradójico que una cosmología geocéntrica como la clásica, pueda ser perfectamente compatible con una antropología no antropocéntrica, y que una cosmología no geocéntrica se acomode muy bien con una antropología antropocéntrica.[15]

Paso por alto, en honor a la brevedad, el complejo proceso histórico-cultural que lleva a este cambio de paradigma, el cual tiene en Marsilio de Padua a uno de sus más importantes promotores, y en Hobbes y Kant a sus fiadores.

Respecto de Marsilio, ya he mencionado su uso ilegítimo del concepto aristotélico de autarquía con una finalidad que era imposible prever por Aristóteles. Es probablemente Marsilio el autor que más expresamente aborda el asunto de la secularización, al sostener que de los dos órdenes de finalidades a los que el hombre parece estar destinado, es decir, el mundano y el celeste, los filósofos han demostrado con toda claridad en qué consiste el primero.[16] En cambio, respecto del segundo, nos han dejado en la más completa penumbra. Es pertinente señalar que los autores “secularizantes” no apuntan a una negación de la perspectiva escatológica ultrahistórica; todos ellos se declaran devotos cristianos. Lo que ellos niegan es que ese enfoque pueda o deba tener algún tipo de articulación con la gestión de los asuntos políticos. Nos encontramos, en todo caso, en el otro extremo del agustinismo político. Así pues, la secularización no consiste en una negación de los fines celestiales, para usar el vocabulario de Marsilio, sino en el quiebre de su posible comunicación con el mundo intramundano. Los asuntos antropológicos y los políticos están muy entremezclados en Marsilio, pero es evidente que su interés primordial está en la entronización de las cosas políticas. La ciudad política se cierra sobre sí misma y pasa a ser soberana, y con esto se produce un enorme reacomodamiento teleológico de los asuntos humanos.

Y justamente, ese concepto de lo “soberano” es uno empleado por Thomas Hobbes en su Leviatán, publicado en 1651, para definir al Estado. Por cierto, la soberanía hobbesiana difiere del modo como solemos entenderla hoy, en la medida en que parece apuntar más bien a que el Estado no habrá de reconocer ninguna potencia extranjera superior a sí mismo. Naturalmente, la potencia extranjera en la cual piensa Hobbes es la Iglesia de Roma. En la obra de Hobbes vemos una preocupación sistemática mayor a la de Marsilio, aunque posiblemente la intención de este no haya sido la producción de un texto académico o filosófico. Esa mayor sistematicidad de Hobbes puede verse en que el punto de partida para su reflexión política es, precisamente, una antropología. La primera parte del Leviatán se titula, justamente, “Sobre el hombre”, y lo que ahí vemos confirma claramente la renuncia a una teleología trascendente.

El hombre es una bestia salvaje cuyo único interés es él mismo. Su fin es principalmente su propia conservación y a veces sólo su delectación, escribe en el cap. XIII del Leviatán, donde se habla precisamente de la condición natural del género humano. Está dotado, por lo menos, de cierta capacidad intelectual que le permite darse cuenta de que, si no se asocia con otros, esta misma vida corre un serio peligro. Naturalmente, esa asociación no es en principio producto de un impulso natural, sino sólo un dictado de la conveniencia. De ahí que este hombre centrado en sí mismo sólo puede poner en pie una convivencia política cuya finalidad sea la seguridad. Esta seguridad debiera llevar a la prosperidad y a la posibilidad de desarrollar una activa vida comercial. Así pues, seguridad y prosperidad son los objetivos principales de esta nueva institución, el Estado, que no puede mantenerse sino por la fuerza.

Está claro, en todo caso, que es preciso romper con la tradición aristotélico-escolástica, que es para Hobbes una fuente inagotable de mentiras. Escribe en Leviatán, cap. XLVI:

Creo que pocas cosas pueden decirse más absurdamente en filosofía natural que lo actualmente llamado ‘metafísica aristotélica’, ni cosa más repugnante al gobierno que lo dicho por Aristóteles en su Política, ni más ignorantemente que una gran parte de sus Éticas.[17]

El mismo Rousseau, alguien que no suscribe esta pesimista visión antropológica hobbesiana, escribirá:

¿Cuál es el fin de la asociación política? Es la conservación y la prosperidad de sus miembros. ¿Y cuál es el signo más seguro de que ellos se conservan y prosperan? Es su número y su población (…). Aquel gobierno bajo el cual un pueblo disminuye y se marchita es el peor. Calculadores, ahora se trata de vuestro asunto. Contad, medid, comparad”.[18]

Finalmente, quisiera citar brevemente al autor que más claramente sostiene esta centralidad antropológica concéntrica: Immanuel Kant.

En los Fundamentos de la Metafísica de las costumbres, Segunda Sección, están los pasajes que nos interesan expuestos con toda claridad, pero antes de examinarlos brevemente, podemos decir que también con él aparece de manera contundente un concepto muy empleado en la moderna teoría de los derechos humanos: el de la dignidad de la persona. Por cierto, sería muy ilustrativo rastrear los orígenes de este concepto, el cual podemos asociar con la cosmovisión moderna. Recordemos que es Pico della Mirandola, en su célebre Discurso sobre la dignidad del hombre, condenado por el Papa Inocencio VIII, quien probablemente abre el camino a la reflexión kantiana, en el sentido de hacer de la dignidad un constitutivo específico de la naturaleza humana.

La idea central de la dignidad humana es pensada en torno a un postulado casi explícitamente rechazado por los clásicos: el de la autofinalidad. La naturaleza racional es llamada “persona” porque es un fin en sí misma. Ignoro el modo en que Kant llega a esta conclusión, aunque probablemente se trate de una reflexión algo superficial acerca de la etimología del término. Es decir, por el solo hecho de que las naturalezas racionales no son medios o artefactos, no parece seguirse necesariamente que sean un fin en sí mismas. Y esto sin mencionar la necesidad de distinguir de qué “naturalezas racionales” hablamos, ya que, si se trata del hombre, es evidente que no podemos atribuirle un fin semejante al de Dios.

Pues bien, yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para el uso a discreción de esta o aquella voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus acciones, tanto en las dirigidas a sí mismo como también en las dirigidas a otros seres racionales, siempre a la vez como fin (…) Los seres cuya existencia descansa no en nuestra voluntad, ciertamente, sino en la naturaleza, tienen sin embargo, si son seres irracionales, solamente un valor relativo, como medios, y por ello se llaman cosas; en cambio, los seres racionales se denominan personas, porque su naturaleza ya los distingue como fines en sí mismos.[19]

La verdadera dignidad humana depende de la autofinalidad, e incluso esa dignidad, en Kant necesariamente asociada también a la moralidad, implica el postulado de la autolegislación. Recordemos en este punto que, para Tomás de Aquino, por ejemplo, en el Tratado de la Ley de la Suma de Teología (Ia-IIae, q.93, a.5c.) había escrito: “nadie, propiamente hablando, impone una ley a sus actos”. Pero veamos lo que escribe Kant: “la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que a la que da a la vez él mismo”.[20]

Esto recuerda mucho a una fórmula hobbesiana y también a Rousseau, en la medida en que deberíamos hallar un medio para convivir en una buena sociedad mediante el respeto a la ley, pero esa ley debe ser una que nos damos a nosotros mismos. Kant era un lector cuidadoso de Hobbes y Rousseau, como sabemos.

Llegados entonces al final de este bosquejo de antropocentrismos, recordemos cuál es la proyección política esperable en este segundo modelo. La idea de una institución basada en el contrato no es ajena aquí, pero Kant prefiere hablar de una constitución republicana, en la cual cada uno, siguiendo sus propias inclinaciones, contribuya sin embargo al bien del conjunto. Eso debiera poder hacerse, nos dice enigmáticamente Kant, incluso en un pueblo de demonios. Y esto porque el fin del Estado no es hacer buenas a las personas.

El problema de la Constitución del Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, por muy fuerte que suene (siempre que éstos tengan entendimiento), y se formula de la siguiente manera: «Organizar a un cierto número de seres racionales que para su supervivencia exigen finalmente leyes generales, donde sin embargo cada uno de ellos en secreto tiende a eludirlas, e instituir su Constitución de manera que, a pesar de que sus tendencias privadas sean opuestas, éstas se contengan mutuamente para que en su comportamiento público el éxito sea el mismo que si no tuvieran esas malas tendencias». Debe de tener una solución este problema. Pues no se trata de la mejora moral del ser humano, sino sólo del mecanismo de la naturaleza; la tarea está en saber cómo se puede utilizar dicho mecanismo en el hombre para orientar la oposición de las tendencias no pacíficas de un pueblo de manera que se obliguen a sí mismos a someterse a leyes coactivas, debiendo generar así la situación de paz en la que las leyes tienen fuerza (énfasis mío JM).[21]

4. Breves consideraciones conclusivas

Quisiera insistir en que las reflexiones precedentes no tienen más aspiración que la de ofrecer una posible pauta hermenéutica antropológico-política, cuyo esquematismo es evidente. No obstante, estimo que esa pauta podría ser muy útil para prevenir un uso indiscriminado de la expresión “centralidad de la persona”. He sugerido entonces, en este breve escrito, tener en cuenta dos posibles centralidades de lo humano cuya mutua articulación se revela muy problemática, especialmente si se las observa en su amplificación política. Me parece importante también no perder de vista la posibilidad de que, aun cuando la descripción de estos dos modos de referirme al lugar axial de lo humano ha acudido a un análisis histórico, ambos esquemas, a saber, el antropocentrismo de mitad de escala y el antropocentrismo concéntrico, no debieran pensarse sólo desde lo histórico, sino como posibilidades siempre actuales y en constante interacción. Y, por cierto, tampoco he pretendido que ambos antropocentrismos son igualmente meritorios a la hora de concretarse en proyectos políticos comprometidos con la plenitud esperable y realista de los asuntos humanos. Estimo que uno de ellos, el de mitad de escala, hace más justicia a todo proyecto político implicado con una más razonable expectativa de perfección humana. La figura antropológica que he querido subrayar aquí es la de la persona, y quisiera proponer una reflexión acerca de ella que la desarraigue del contexto cristológico en que fue acuñada, sin que ello implique menoscabar su valor. Ciertamente, es bastante dudoso que Boecio haya pensado ese concepto en su posible proyección práctica, como de hecho lo hacen quienes actualmente lo emplean, pero lo cierto es que asistimos a innumerables discusiones en el ámbito de la bioética, por ejemplo, en donde el concepto de persona no parece dar los frutos que de él se esperan. Ni qué decir de los ámbitos ya más cercanos a la filosofía política. A pesar de ello, estimo que se trata de una noción mucho más fecunda que la de sujeto, que preferiría emplear para referirme a la figura antropológica del antropocentrismo concéntrico. Michel Foucault había insistido una y otra vez a lo largo de sus escritos que debíamos entender al sujeto como “sujetado”, empleando un juego de palabras en francés perfectamente traducible al español.[22] Se podrá o no estar de acuerdo con este sujet assujetti del que habla el ensayista francés, pero no puede negarse que él ve en esta figura antropológica un cierto deterioro.

Tal vez, el antropocentrismo de mitad de escala con su noción de persona convenientemente repensada sea el puente hacia un ordenamiento de la convivencia civil regida por un objetivo al que podríamos llamar, siempre y cuando asumamos el compromiso de pensar qué entendemos por él, bien común.

Bibliografía

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Boethius, The Theological Tractates. With an English Translation by H. F. Stewart and E. K. Rand and S. J. Tester (Cambridge, Mass.: Harvard University Press – London: William Heinemann Ltd., 1978).

Brague, Rémi La sagesse du monde (París: Librairie Arthème Fayard, 1999). Hay traducción española de José Antonio Millán Alba (Madrid: Ediciones Encuentro, 2008).

Foucault, Michel, Dits et écrits II (Paris: Gallimard, 2001); Histoire de la sexualité: La volonté de savoir (París: Gallimard, 1976).

Hobbes, Thomas, Leviatán. Edición preparada por C. Moya (Introducción) y A. Escohotado (traducción) (Madrid: Editora Nacional, 1979).

Kant, Immanuel Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Edición bilingüe y traducción de José Mardomingo (Barcelona: Editorial Ariel, 1999).

Kant, Immanuel, Sobre la paz perpetua. Introducción y traducción de Kimana Zulueta Fülscher (Madrid: Ediciones Akal, 2011). Ver también Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua. Presentación de Antonio Truyol Sierra. Traducción de Jesús Abellán (Madrid: Tecnos, 1998).

Marsilio de Padua, El defensor de la paz. Estudio preliminar, traducción y notas de Luis Martínez Gómez (Madrid: Tecnos, 1989).

Martínez Barrera, Jorge, “Filosofía y vida filosófica”, en Philosophia, N° 72 (2012).

Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre (Oratio de hominis dignitate). Traducción de Luis Martínez Gómez (Editor digital: RLlull). Otra traducción de Pedro Quetglas: Discurso sobre la dignidad del hombre (Barcelona: Promociones Universitarias, 2002).

Rousseau, Jean-Jacques, Du contrat social, en Oeuvres politiques. Éd. de Jean Roussel (Paris: Bordas: 1989).

Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Prima Pars. (Madrid: BAC, 1978).

 

 

El autor es Licenciado en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo y Master of Arts y Dr. en Filosofía por la Université catholique de Louvain (Bélgica). Actualmente se desempeña como Profesor a tiempo completo en la Universidad Católica San Pablo, de Arequipa (Perú). Ha publicado cinco libros y más de 70 artículos en revistas especializadas. Sus intereses son la Filosofía Medieval, la Bioética y la Filosofía Política.

 

 

Recibido: 3 de octubre de 2020.

Aprobado para su publicación: 1 de noviembre de 2020.


[1]) Pico della Mirandola, Oratio de hominis dignitate. Hay varias traducciones, entre ellas, la de Luis Martínez Gómez, el traductor de Marsilio de Padua: De la dignidad del hombre (Editor digital: RLlull: ePub base r1.2); también: Pedro Quetglas, Discurso sobre la dignidad del hombre (Barcelona: Promociones y Publicaciones Universitarias, 2002).

[2]) “Naturae rationabilis individua substantia”. Contra Eutychen et Nestorium, p. 84. La edición que empleo es: Boethius. The Theological Tractates with an English Translation by H. F. Stewart and E. K. Rand and S. J. Tester. Cambridge (Mass.): Harvard University Press – London: William Heinemann Ltd. 1978.

[3]) “Longe vero illi signatius naturae rationabilis individuam subsistentiam hypostáseos nomine vocaverunt, nos vero per inopiam significantium vocum translaticiam retinuimus nuncupationem, eam quam illi hypóstasin dicunt personam vocantes; sed peritior Graecia sermonum hypóstasin vocant individuam subsistentiam”. Ibid., 86.

[4]) Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1134b 18. Edición bilingüe y traducción por María Araujo y Julián Marías (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1981).

[5]) Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1135a 4.

[6]) Ibid. 1178b 7 – 18: “Creemos que los dioses poseen la máxima bienaventuranza y felicidad; ¿qué acciones será preciso atribuirles? ¿Actos de justicia acaso? ¿No parecería ridículo ver a los dioses hacer contratos, restituir depósitos, y hacer todas las demás cosas de este género? ¿Actos de valor, resistiendo peligros y afrontando riesgos porque el hacerlo es noble? ¿Acciones generosas? ¿Y a quiénes darán? Sería absurdo que también ellos tuvieran dinero o cosa semejante. Sus acciones templadas, ¿en qué consistirían. ¿No sería el atribuírselas una alabanza grosera, puesto que los dioses no tienen deseos bajos? Aunque las recorriéramos todas, siempre nos parecerían pequeñas e indignas de dioses las circunstancias de las acciones.”

[7]) “(…) también hay otras cosas de naturaleza mucho más divina que la del hombre, como es evidentísimo por las que constituyen el universo.”

[8]) Ética a Nicómaco, 1141a 15 – 1141b 9.

[9]) Ética a Nicómaco, 1177b 30 – 35.

[10]) Respecto de este tipo de vida, me permito remitir a Jorge Martínez, “Filosofía y vida filosófica”, en Philosophia, N° 72(2012): 69-74.

[11]) Política, 1280b 5 – 8: “(…) todos los que se interesan por la buena legislación (eunomías) indagan acerca de la virtud y la maldad cívicas. Así resulta también manifiesto que la ciudad que verdaderamente lo es, y no sólo de nombre, debe preocuparse de la virtud (…)”. Empleo la edición bilingüe y traducción de Julián Marías y María Araujo (Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1970).

[12]) Ética a Nicómaco, 1129b 30 – 1130a 4.

[13]) Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Ia-IIae, q.2, art. 5c: “Manifestum est autem quod homo ordinatur ad aliquid sicut ad finem: non enim homo est summum bonum. Unde impossibile est quod ultimus finis rationis et voluntatis humanae esset conservatio humani esse”.

[14]) En este punto cabría hacer algún matiz, pues el dios al cual se refiere Aristóteles mueve “en cuanto es amado” (kineî dè hóos eroómenon). Metafísica, XII, 7, 1072b 3. El problema es que se trata de un amor no correspondido, cosa triste si las hay.

[15]) Ver al respecto, Rémi Brague, La sagesse du monde (París: Librairie Arthème Fayard, 1999. Hay traducción española de José Antonio Millán Alba (Madrid: Ediciones Encuentro, 2008).

[16]) Marsilio de Padua, El defensor de la paz. Estudio preliminar, traducción y notas de Luis Martínez Gómez (Madrid: Tecnos, 1989), Libro 1, cap. 4.

[17]) Thomas Hobbes, Leviatán. Edición preparada por C. Moya (Introducción) y A. Escohotado (traducción) (Madrid: Editora Nacional, 1979).

[18]) Jean-J. Rousseau, Du contrat social, en Oeuvres politiques. Éd. de Jean Roussel (Paris: Bordas: 1989). Livre III, cap. 9 (la traducción del pasaje es mía).

[19]) Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Edición bilingüe y traducción de José Mardomingo (Barcelona: Editorial Ariel, 1999), p. 187 (correspondiente a las pp. 428-429 de la edición de la Ak, Bd. IV.

[20]) Ibid.,199 (Ak, Bd. IV, 434).

[21] Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua. Introducción y traducción de Kimana Zulueta Fülscher (Madrid: Ediciones Akal, 2011), 72-73. Ver también Immanuel Kant, Sobre la paz perpetua. Presentación de Antonio Truyol Sierra. Traducción de Jesús Abellán (Madrid: Tecnos, 1998), “Introducción”.

[22]) Cfr. Michel Foucault, Dits et écrits II (Paris: Gallimard, 2001); Histoire de la sexualité: La volonté de savoir (París: Gallimard, 1976).