Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación, ISSN 2525-2089

El dilema pedagógico: ¿comprender o juzgar?

Una dificultad educativa cotidiana

The pedagogical dilemma: Understanding or judging?

An everyday educational difficulty

Carlos Germán Juliao Vargas

Corporación Universitaria Minuto de Dios, Colombia.

cgjuliao@gmail.com

Recibido: 09/07/2020

Aceptado: 27/10/2020

Resumen. Este artículo de reflexión plantea la decisión implícita en el acto educativo y, sobre todo, evaluativo: ¿comprender o juzgar? Á partir de un hecho educativo cotidiano se plantea la alternativa filosófica e irresoluble entre el determinismo y la libertad, proponiendo un enfoque compatibilista que significa que pese a que la acción humana individual hace parte de cadenas (vínculos) causales, somos libres de quebrar o innovar en cualquiera de los eslabones de dichas cadenas, posibilitando así la responsabilidad moral y la ética, y permitiendo un acto realmente formativo. Los aportes de Descartes y Kant, así como de Pestalozzi y Makarenko permitirán proponer la educación como anticipación en un contexto preciso.

Palabras clave. Evaluación, determinismo, libertad, enfoque compatibilista, educación como anticipación.

Abstract. This reflection article raises the implicit decision in the educational act and, above all, evaluative: understand or judge? Based on an everyday educational fact, the philosophical and irresolvable alternative between determinism and freedom is proposed, suggesting a compatibilist approach that means that although individual human action is part of causal chains (links), we are free to break or innovate in any of the links of these chains, thus enabling moral responsibility and ethics, and allowing a truly formative act. The contributions of Descartes-Kant, as well as Pestalozzi and Makarenko will allow to propose education as an anticipation in a precise context.

Keywords. Evaluation, determinism, freedom, compatibilist approach, education as anticipation.


“Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo” (B. Franklin)


Normalmente las decisiones que tomamos van precedidas por un proceso de evaluación. Aunque muchas veces no nos damos cuenta, lo cierto es que habitualmente estamos evaluando decisiones, acciones, opiniones, creencias y objetos, entre muchas más cosas. Pero ¿qué es evaluar? Se define la evaluación como aquella acción que permite estimar, apreciar o calcular el valor de algo; evaluar consiste en atribuir un valor a algo o a alguien, en función de un proyecto implícito o explícito; y en el campo de la educación, se la concibe como la estimación de los conocimientos, aptitudes y rendimiento de los aprendices. Que la evaluación es fundamental en todo proceso educativo no se discute, pero sí es discutible el modelo de evaluación a aplicar, y, sobre todo, cuando el acto de evaluar se convierte en juicio o se limita a certificar algo. Al respecto muchos opinan que, con una evaluación comprensiva e interpretativa, donde el evaluar surja de la observación del contexto, el quehacer educativo será realmente fructífero: siempre que nos fijamos en algo, el juicio valorativo y la percepción se entremezclan; por ello, podemos enfocar la evaluación como como proceso y experiencia, o como medición, que se enriquecen recíprocamente pese a que pueden contradecirse o ser difíciles de combinar (Stake, 2006): “En educación se trata de acciones humanas, mejor de interacciones, y no de fabricación de nada, mucho menos de sujetos objetivados por muy competentes que lleguen a ser” (Juliao, 2013, p. 215).


1. Un hecho cotidiano en una institución educativa cualquiera


El hecho podría ocurrir en cualquier institución educativa: Carlos llega tarde a clase por novena vez consecutiva. Como el profesor no lo deja entrar, va a la oficina del coordinador de grupo quien se muestra receloso. Entonces Carlos comienza a justificarse: su padre está desempleado y cada vez anda más borracho; además, cada noche debe acostar a su hermana menor desde que su mamá encontró trabajo limpiando oficinas; por otra parte, él no está motivado para llegar a tiempo pues los maestros siempre llegan tarde; y en cuanto a la clase de esa mañana, era de química y él no comprende nada de esta materia. Asimismo, el profesor le había dicho que ya había acumulado tantas fallas que no podría recuperarse. En esas circunstancias, ¿por qué castigarlo por su retardo?

La escena, lo reconozco, es sarcástica y cínica; pero lo que me interesa aquí, es que es estructuralmente posible y, en ese sentido, totalmente trivial. Por otra parte, es también un hecho concreto y pide una respuesta precisa. El coordinador de grupo tendrá que reaccionar y, de algún modo, tomar una decisión que implica una evaluación. Haga lo que haga - e incluso si no hace nada – eso será una decisión, y tendrá un impacto, no solo sobre el estudiante, sino además sobre la conducta de sus compañeros, las actitudes de los profesores y, de algún modo, sobre la vida cotidiana de la institución educativa e incluso sobre el sistema educativo y las teorías pedagógicas. Por eso pienso que este hecho educativo, cotidiano y banal, merece una reflexión praxeológica, pues la pedagogía es una “teoría de la acción educativa, en el sentido de una disciplina praxeológica. Es decir que la pedagogía es una teoría práctica, a la vez reflexiva y prospectiva, o sea, orientada hacia el futuro” (Juliao, 2013, p. 58), siempre delimitada por dos principios rectores: la educabilidad o plasticidad humana (todos pueden aprender) y la libertad o autonomía humana (nadie puede obligar a otro a aprender), que conforman esa contradicción pedagógica intrínseca que hace que el oficio de maestro sea necesario pero imposible de ejercer, pues siempre se vacila entre educar como domesticar o como emancipar. Entonces, ¿comprender para perdonar o juzgar para castigar?


2. Entre determinismo y libre albedrío: ¿comprender o juzgar?


El problema fundamental de la cuestión que está en el trasfondo de esta situación es, en palabras de Gibert-Galassi, el siguiente: “Mientras que para hacer ciencia necesitamos del postulado hipotético del determinismo ontológico, para hacer humanidad, necesitamos del postulado hipotético de la existencia del libre albedrio” (2009, p. 260). Crear ciencia y hacer “humanidad” son, ciertamente, labores distintas, si bien pueden relacionarse en las ciencias sociales y en la pedagogía. Particularmente, porque las ciencias sociales (y la pedagogía) usan la hipótesis del libre albedrío para decir que la sociedad (y la educación) puede ser reconstruida o rediseñada de mejor forma, como sistema determinístico artificial[1]. La cuestión de cómo reconocer la acción libre es simple: cualquier modificación en los vínculos causales de los dispositivos de un sistema social, que termine redefiniéndolos o reconstruyéndolos intencionalmente, supone la acción del libre albedrío, individual o colectivo. Detrás de esto presumo un enfoque compatibilista[2], que significa que pese a que la acción humana individual hace parte de cadenas (vínculos) causales, somos libres de quebrar o innovar en cualquiera de los eslabones de dichas cadenas. Y ello posibilita la responsabilidad moral y la ética, y permite un acto realmente formativo.

Entonces, y para el hecho educativo planteado, se podría dar un tratamiento teórico y clásico en términos de “juzgar o comprender”, moviéndonos entre dos opciones: el respeto a la ley colectiva o la atención a la historia particular de cada uno. Pero hacerlo plantea un problema praxeológico pues supone elegir entre dos actitudes excluyentes y, definitivamente, ubica al educador ante una duda ontológica dado que las dos perspectivas se podrían justificar; y asumir una de ellas implica, de hecho, sentirse culpable ante la exigencia de la otra; elegir una es sacrificar la otra.

Supongamos que se quiere eludir esta alternativa ¿qué podría hacer el educador? ¿Cómo valoraría la situación? Voy a intentar desplazar la cuestión. Digamos que, desde la perspectiva del estudiante o aprendiz, dos posturas son posibles: (a) considerarlo como sujeto determinado y limitado por las influencias externas ejercidas sobre él, o (b) postular su libertad irreductible a dichas influencias, y su capacidad para resistirlas y superarlas.

Hablo aquí de “postura” y no de “posición”, pues creo que las convicciones teóricas son una cosa y el punto de vista desde el cual uno decide hablar y actuar es otra cosa. Y en educación, esta diferencia es fundamental: yo puedo estudiar cómo funcionan los aprendizajes desde el punto de vista estrictamente cognitivo (aquí hablo de “postura”) sin negar por decreto la afectividad o el contexto que he decidido no considerar por método (lo que sería, entonces, una “posición”). Ser sagaz y modesto, pedagógicamente y al mismo tiempo, consiste en no creer que una postura, cuando genera resultados (que son, en el mejor de los casos, modelos de inteligibilidad), puede convertirse legítimamente en posición. Dicho de otra forma, y para el ejemplo que nos concierne, se trata de no imponer una elección metafísica al educador, obligándolo a optar teóricamente entre el determinismo y el libre arbitrio; lo sustancial es captar las posturas que podría asumir y sus efectos frente a su proyecto y quehacer educativos. Y el enfoque compatibilista señalado antes facilita esta tarea.


3. Dos posturas: filosofía tradicional y ciencias humanas


Las dos posibles posturas teóricas son aquella del filósofo clásico y la del profesional de las ciencias humanas. Desde la filosofía, el modelo que escojo es Descartes, por aquello que dijo de la libertad en su cuarta Meditación y, sobre todo, por sus aportes al respecto en sus cartas. Es conocida la definición de la cuarta Meditación:

(La voluntad o el libre albedrío) consiste tan sólo en que tenemos libertad para hacer o no hacer una cosa (es decir, afirmarla o negarla, propiciarla o evitarla), o más bien, consiste en que no nos sentimos determinados por ningún poder exterior al decidir afirmar o negar, propiciar o evitar, aquello que nos propone el entendimiento. (1994, p. 45)

La libertad consiste, pues, en elegir lo que nos propone el entendimiento como bueno y verdadero; no es la apatía ni la arbitrariedad, sino el sometimiento positivo de la voluntad al entendimiento. Por eso, “la principal perfección del hombre consiste en poseer libre albedrío, y esto es lo que le hace digno de elogio o de censura” (1953 Principios de la filosofía I.37)[3].  También destaco que Descartes distingue entre la “libertad indiferente” (cuando el sujeto puede elegir entre dos opciones sin que predomine ningún deseo y sin usar del juicio: la elección aquí será siempre aleatoria) de la “voluntad ilustrada” donde el saber, lejos de mitigar la libertad, la refuerza y la efectúa. Para él, el ejercicio de la libertad, en su grado máximo, está en la suspensión del juicio (poniéndolo entre paréntesis), es decir, en aquella capacidad de rechazar la evidencia en aras del quehacer de la razón crítica; y está asimismo en la posibilidad de resistir al tiempo al poder de las apariencias, como a las propias inclinaciones y a las influencias externas. Esta forma destacada de la libertad, que siempre podemos ejercer, hace que, paradójicamente, cuando decido actuar conforme a mi razón, obedeciendo voluntariamente a las normas sociales, o incluso dejándome influenciar por lo externo, yo permanezco libre. Pues “siempre nos está permitido apartarnos de la persecución de un bien claramente conocido, o de admitir una verdad evidente, con tal de que pensemos que es bueno atestiguar mediante esto la libertad de nuestro arbitrio” (1953 p.14, Carta de febrero 9 de 1645 a Mesland). Ciertamente, Descartes admite que esto es muy difícil, pero añade que, “hablando de modo absoluto, lo podemos”. Ahí estaría la existencia de lo que Jankelevich llamará “nolonté[4] que supone que el hombre es libre, incluso en las situaciones donde está más determinado.

Esta postura de la filosofía clásica es legítima en educación: en efecto, si mi tarea consiste en contribuir al surgimiento de la libertad del otro, tengo que responsabilizarlo de sus actos, porque, hablando absolutamente, al margen de todas las influencias que sufra, él podría siempre hacer otra cosa. ¿Cómo alguien llegaría a la libertad si no es interpelado como sujeto libre incluso antes de serlo? Ciertamente, yo puedo considerar, a otro nivel, que la persona todavía no está constituida como sujeto y entonces aún no sería capaz de resistir a las influencias externas. Descartes, aquí, prefigura a Kant (2007) y la afirmación de que nada es más terrible que la reducción del hombre a “lo patológico”, por eso, la razón

Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente, como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a todos los seres racionales. (2007, p. 61)

Si quiere que surja esta “razón práctica”, el educador entonces sitúa, primero ficticiamente, un espacio entre el resultante de las fuerzas interiores y exteriores que padece el sujeto y el resultado de su propia voluntad: ese espacio es “la conciencia”. El maestro hace posible una distancia gracias a la cual, al final, el resultado (la acción del sujeto) no se reduce a la resultante del conjunto de influencias ejercidas sobre él. Y, si quiere realmente ayudar a que emerja un sujeto, se distancia de su propia consideración sobre el aprendiz para que éste pueda realizarla en sí mismo. Y la palabra “consideración” hay que entenderla aquí en sus dos sentidos: forma de considerar y estimación que uno tiene sobre alguien; imagen que se tiene de él, testimoniada por las actitudes frente a él; y opinión positiva frente al esfuerzo de mostrarse digno. Entonces, aquí está justificada la postura filosófica; incluso hace parte del quehacer educativo como pretensión fundadora.

Esto no deslegitima, sin embargo, la postura que podría asumir un educador atento a los aportes de las ciencias humanas. ¿Cómo abstraer, en efecto, los fenómenos sicológicos y sociológicos capaces de explicar los actos de alguien? ¿No sería idealista decretar abstractamente su inexistencia o suponer que un niño podría, él solo, resistir y reversar, mediante su voluntad, todas las presiones sicológicas y sociales que puede sufrir? ¿El supuesto de la libertad no tiene acaso el riesgoso efecto de poner toda iniciativa fuera de aquello que uno quiere realizar, reforzando así la fatalidad? Finalmente, ¿la postura filosófica no remite a un aprendiz ideal, una ficción, una especie de “sujeto filosófico”? ¿El filósofo cartesiano no termina así, en alianza con Rousseau, imaginando un Emilio huérfano (no tener padres suprime el peso de las influencias familiares), con buena salud (no podrá excusar sus debilidades detrás sus enfermedades), procedente de un medio distinguido y afortunado (tendrá las cosas de este mundo por usarlas con libertad)?

Pestalozzi (2009) experimenta el problema de este idealismo, en sus intentos educativos en Neuhof, y sobre todo en Stans, con el peso de la miseria, la terrible realidad del hambre y de la enfermedad, pero también del dolor que ellas engendran[5]. El estudiante soñado nunca existe en la realidad cotidiana; y la postura filosófica siempre enfrentará la resistencia de aprendices concretos que no pueden ser decretados como sujetos de razón esperando que eso les otorgue milagrosamente un mejor futuro. Ciertamente, el filósofo afirmaría que se podría hacer “de modo absoluto”; pero eso termina siendo deshonesto pues desconoce el peso de las injusticias y proclama una igualdad de derecho insostenible: nuestro coordinador de grupo no puede ignorar la realidad sociocultural en la que vive su estudiante y tratarlo, desde un principio filosófico abstracto, como a su compañero de clases a quien su madre despierta todas las mañanas llevándole el desayuno a la cama.

Esto se percibe en Thierry (1986), quien llega a la enseñanza con ideales laicos y convicciones anarquistas (propias de quien piensa que la libertad está ya ahí y solo requiere expresarse) cuando descubre niños herederos de toda una historia dada; creyendo que sólo tenía que encender una llama para enardecer las conciencias, se enfrenta a realidades de toda clase: la pasividad de los estudiantes, el facilismo, las burlas y muchas otras inclinaciones naturales. Y aquí llegamos al punto crítico (casi podría decir al “punto de fusión” donde coexisten en equilibro posturas diversas) del quehacer educativo: cuando el educador se encuentra con la resistencia del niño o adolescente a su voluntad para educarlo; cuando aterriza en su negativa, cuando experimenta que “el aprendizaje no se decreta”, pero sin, por ello, renunciar a su oficio de maestro. Y Thierry tiene la sabiduría de suspender el encanto libertario (Meirieu, Prefacio a Thierry 1986). Hay que entender lo que ocurre aquí, la inquietud que desactiva el angelismo filosófico sin hacer que el educador caiga en el cinismo realista de quien abandona la cuestión educativa a su suerte y se escuda bajo la reproducción mimética de algunos elegidos. Y entonces adopta un punto de vista materialista, no tanto como una metafísica determinista (posición teórica que establece en abstracto la preeminencia de la materia sobre el espíritu) sino como aceptación vital de la irreductibilidad del otro a la idea que uno se hace de él y por él.

Es esto lo que permitirá vislumbrar, detrás de la ardua cuestión de la amonestación o castigo (atribuir la responsabilidad de un hecho reprobable a una persona), la preocupación contextualizada de la anticipación (prever, anteponer, superar, adelantar, hacer que algo ocurra antes del tiempo). Nuevamente, ¿comprender o juzgar?, ¿evaluar un hecho pasado o anticipar un logro futuro como consecuencia de una evaluación comprendida como proceso formativo y no simplemente como certificación?


4. Para salir del problema: educar como anticipación en su contexto


Todos sabemos que la educación es un asunto de anticipación: si uno espera que los niños sepan hablar para hablarles, ellos nunca aprenderían a hablar. Pero la anticipación no siempre logra practicarse de modo global. Al respecto destaco lo que Pienda (2000) afirma

El hombre es un ser internamente dividido. Está dividido ontológicamente entre lo que es por anticipación y lo que puede llegar a ser. Se siente dividido existencialmente. Se siente a la vez naturalmente sociable e insociable, como dice Kant; o naturalmente bueno y culturalmente corrupto, como dice Rousseau; o naturalmente malo y convencionalmente sociable, como sostiene Hobbes; o naturalmente neutro, como afirma B. Russell; o naturalmente libre e históricamente corrupto como sostiene la tradición cristiana.

El ser humano es proyecto, pregunta, apertura, anticipación. Y por eso todos experimentamos esa tensión entre lo que tendemos a hacer naturalmente y lo que voluntariamente queremos hacer[6]. Y la acción educativa no puede obviar esta realidad. El coordinador de grupo de nuestro caso debe anticipar algo de la libertad del estudiante que llega sistemáticamente tarde; no puede considerarlo como atrapado definitivamente en una situación de la que él sólo sería el producto; pero no puede, tampoco, abstraer lo que él conoce de dicha situación, pues perdería todo crédito a sus ojos y no podría educarlo. Y esto es así porque, en la acción educativa, no hay anticipación sino en una contextualización concreta.

Aquí se pudiera evocar la zona de desarrollo próximo tal como fue descrita por Vygotsky (1978)[7]. Pero prefiero, desde la reflexión pedagógico-praxeológica, presentar el carácter específico de la pareja “anticipación-contextualización” donde la acción del docente es el nudo articulador (Merieu 1995). Esta dupla expresa una de las tensiones constitutivas de la acción educativa: ser a la vez proyecto de socialización (a través de la transmisión del acervo cultural de saberes, prácticas y valores) y proyecto de formación de individuos situados y autónomos (con su subjetividad, su historia, sus problemas, sus intereses y deseos). Esto siempre que se cuente con la función mediadora del maestro como articulador entre lo heredado (prescrito, impuesto, planeado) y lo que los sujetos concretos que son los estudiantes puedan construir con su ayuda como usos aplicados y sentidos (Bruner, 1997).

Por eso propongo releer el conjunto de la obra de Makarenko (1967) cuyo planteamiento, en este punto, me parece ejemplar: los adolescentes de la colonia Gorki son gradualmente tratados como sujetos responsables, pero “sobre acciones y en marcos determinados”. Es claro que no son ángeles; algunos de ellos aterrorizan a los habitantes del pueblo cercano. Makarenko tiene que, al comienzo, defenderlos e incluso amenazar a los policías que sospechan de ellos: les da confianza, sin duda apresuradamente, hasta ser su garante. ¿Pero cómo podría lograr que progresaran si no les ofrece algo de perdón?

Y sin embargo Makarenko no se queda ahí y, aunque los protege de las autoridades, con sus colonos no es cómplice. Todo lo contrario, asume con fuerza su autoridad y se pone en la tarea de organizar un trabajo de “desprendimientos”: “El sistema de desprendimientos especiales hacía la vida de la colonia muy intensa y plena de interés, por la alternancia de las funciones de trabajador y de organizador, del ejercicio de la autoridad y de la subordinación, de la acción colectiva e individual” (1967 p. 221). Nada diferente a la organización metódica de las situaciones (a la medida de los concernidos), donde les pide comprometerse de modo que reivindiquen paulatinamente sus propios actos y busquen mejorar; se trata de interpelar un sujeto, pero en un contexto que él comprende y puede manejar. El educador no pide imposibles a alguien abstracto que podría misteriosamente emanciparse por sí mismo; él construye situaciones para que el sujeto asuma responsabilidad, anticipando así una voluntad y proporcionando los medios para ejercerla.

Interesante cómo, en la colonia, se gestionan desde ese principio los incidentes y los delitos. La historia de Oujikov, el ladrón, es ejemplar (1967, pp. 653-663): primero Makarenko lo protege ante una posible venganza de sus compañeros; luego organiza un proceso ante el consejo, avalando su desarrollo y reservándose su derecho de veto. Ahí se expresan las posiciones antagónicas entre quienes piden una sanción ejemplar presumiendo la absoluta libertad del ladrón (“Puesto que actuó como un perro, hay que construirle una perrera y que aprenda a ladrar”), y aquellos que apelan a la indulgencia negando su responsabilidad (“Él ha vivido con nosotros durante más de un año y sin embargo roba. Eso significa que lo hemos educado mal (...), que no se le ha prestado la atención que requería (…) Hay que elegir quienes lo van a tomar bajo su protección y ayudarlo”). El tribunal delibera y condena a Oujikov a un mes de encierro, sin uso de la palabra. Makarenko decide aplicar la sentencia, pese a la desaprobación de otros maestros, y lo justifica así: “Veamos, este Oujikov es detestado en la colonia. La sanción tendrá por efecto, primero, introducir, por un mes entero, una nueva forma, legal, de relaciones. Si Oujikov soporta esta cuarentena, la estima hacia él debería incrementarse”. Pero Oujikov no aguanta un mes. Después de un corto periodo sufre claramente de soledad. Entonces su actitud cambia poco a poco: “Él comienza a mirar durante horas a los niños, a meditar y a soñar”. Un día, pide permiso para hablar con Makarenko quien se niega firmemente. Decide entonces escribir sobre la vida del campo, e incluso no responde a quienes le dirigen la palabra: “Yo no puedo hablarles. Se requiere la autorización del jefe”. Este caos de interacciones que se expresan y miden sus fuerzas permanentemente da lugar a un cierto ritual (Imbert 1994 pp. 15-31). Existe un marco, decisiones legítimas, reglas que prohíben y autorizan: el adolescente es considerado responsable de sus actos, castigado en consecuencia, pero ubicado en un contexto donde puede surgir progresivamente. La situación lo lleva a reflexionar; la prohibición lo autoriza, justamente, a una palabra auténtica; y aquí está la médula de la construcción identitaria, la condición para que una persona se reivindique desde sus propios actos. Una nueva asamblea general de la colonia reexamina el caso y decide que, dada la evolución del comportamiento de Oujikov, se puede ahora amnistiarlo.

En el fondo no hay nada extraordinario en la pedagogía de Makarenko; nada diferente a lo que se realiza en torno del “consejo” en la pedagogía cooperativa; nada esencialmente inaudito frente a lo que ocurre con las “situaciones-problemas” (Meirieu, 2009 pp. 193ss) o en la “pedagogía diferencial” o la “pedagogía praxeológica”. Un sujeto articula y desarticula su propia historia; utiliza un espacio que le proponen para reivindicarse; se reconoce y se supera, asume lo que es y decide en qué quiere convertirse; elige, en función de lo que sabe hacer; y aprende a hacer lo que aún no sabe hacer. Y porque se halla en una situación pedagógica, su libertad logra construir un espacio donde auto reconocerse (Meirieu, 1995, 1998). Rechazando tanto la abstracción de un sujeto filosófico tácitamente independiente de toda realidad psicológica y social (como el psicologismo o el sociologismo que atascan a la persona en sus determinaciones), el pedagogo propone al educando un espacio social donde disponga de elementos para reconstruirse. Él configura una actividad o una institución en las cuales la persona puede explorar nuevos roles y hacerse intencionadamente responsable. Él redimensiona el contexto de anticipación de la libertad, para que esté a la medida de lo que el estudiante puede asumir.

En realidad, se podría decir que todo quehacer educativo tiene primero esta función: espacio provisorio encerrado, limitado para que la persona no se pierda, rico en recursos diversos para que pueda encontrar los medios para expresarse, pero marco vacío, asimismo, para que su gesto no sea definido previamente; espacio socializado, en fin, para que la mirada del otro interpele su libertad y le permita reivindicarse autónoma y progresivamente con sus propias acciones.


5. Volviendo al trivial hecho educativo del inicio


Hay ahí, sin duda, una sencilla lección para nuestro coordinador de grupo confrontado al reincidente estudiante que llega tarde, que podría expresarse en la siguiente frase: “Entiendo que tu no puedas evitar las dificultades sociales y escolares que se te presentan; sin embargo, debo hacer respectar una regla, válida para todos”. Hasta ahí, no hace nada particularmente educativo. “Pero comprometámonos ahora en algo que te permitirá crecer: fijemos en común una situación, una actividad que tú todavía no controles, pero que puedas realizar: en dicho contexto, yo te consideraré como un sujeto libre y responsable de sus actos”. Ciertamente, el maestro tiene conciencia de que se asumen riesgos, precisamente, porque nada asegura que el aprendiz será capaz de hacerlo. Pero, hay que arriesgarse a comprender antes de juzgar.

Es que el maestro, como lo dice Hameline, refiriéndose a la evaluación, debe “navegar por valoración”, sin rechazar ingenuamente todo cálculo. Se trata de mostrarse humano en las cosas humanas porque lo humano es inevaluable. Primero por honestidad. Luego, por conciencia de su precariedad. Nuestra tarea es valorar a los estudiantes en el sentido de garantizar la valoración de sus aprendizajes: medir, tomar la medida e inevitablemente, ser medido dentro de una valoración recíproca (1987, p. 204). Hay que tener en cuenta que, en un proceso educativo praxeológico y evaluativo,

La materia bruta de la praxeología es la realidad cotidiana o fenoménica, el mundo de la vida, los acontecimientos, hechos y gestos de las personas que viven (practican) en el campo disciplinar en cuestión y que ejercen ahí una actividad especializada. Esta base empírica se caracteriza por ser particular, individual y contingente. Ella es el lugar por excelencia de lo vivido, del presente, de lo subjetivo, la sensibilidad, lo existencial, del gesto y la palabra. La praxeología es el lugar del trabajo, la producción, la tecnología y la técnica; es el campo de la relación del ser humano con la naturaleza y la realidad material. Pero es también el lugar privilegiado de la creación, del juicio, del gusto y del arte, por contraste con la conducta estrictamente productiva. (Juliao, 2017 p. 78)

Por eso, para que las prácticas educativas de una persona o colectivo sean aceptadas y su valor sea reconocido, tienen que descansar sobre bases sólidas. Es decir que cualquier práctica debe someterse a dos criterios complementarios que le otorguen seguridad, garantía, certeza: (a) el epistemológico, que verifica la validez de los métodos usados por la persona o colectivo para arribar al resultado buscado, y (b) el axiológico, que examina las reglas de conducta o normas morales que justifican la acción. Es claro que antes de los dos criterios de validez está el nivel praxeológico (las acciones, las prácticas cotidianas que someteremos a los dos criterios) y que en el trasfondo de todo el proceso valorativo está el nivel ontológico, el de la “identidad profunda”, conformado por las creencias, los marcos de comprensión y análisis, las cosmovisiones:

Figura
El modelo filosófico. Fuente: elaboración del autor (Juliao, 2017, p. 76)

Figura El modelo filosófico. Fuente: elaboración del autor (Juliao, 2017, p. 76)


Referencias


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Descartes, R. (1953). Oeuvres et lettres. Pléiade.

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García, A. (2008). “Descartes: La “res cogitans” y la libertad” en A Parte Rei. Revista de filosofía 59, págs.1-13. Consultada en http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/ninet59.pdf

Gibert-Galassi, J. (2009). “Entre el determinismo y el libre albedrío en el mundo social. El principio socioantrópico” en Eikasia. Revista de Filosofía, año IV, 26, págs.259-280. https://www.researchgate.net/publication/28317996_Entre_el_determinismo_y_el_libre_albedrio_en_el_mundo_social_El_principio_socioantropico

Hameline, D. (1987). “De l'estime”, en CEPEC, L'évaluation en questions. ESF.

Hume, D. (2004). Investigación sobre el entendimiento humano. Akal.

Imbert, F. (1994). Médiations, institutions et lois dans la classe. ESF éditeur.

Jankélévitch, V. (1957). Le Je-ne-sais-quoi et le Presque-rien. PUF.

Juliao, C. (2013). Una pedagogía praxeológica. Uniminuto.

Juliao, C. (2017). La cuestión del método en pedagogía praxeológica.Uniminuto.

Kant, E. (2007). Fundamentación de la metafísica de las costumbres.

Makarenko, A. (1967). Oeuvres, tomo 1. Editions du Progrès.

Meirieu, P. (1995). Le pédagogie entre le dire et le faire. ESF éditeur.

Meirieu, P. (1998). Frankenstein Educador. Ed. Laertes.

Meirieu, P. (2009). Aprender, sí. Pero ¿cómo?  Octaedro.

Mosterín, J. y Torretti, R. (2002). Diccionario de lógica y filosofía de la ciencia. Alianza Editorial.

Pestalozzi, J.E. (2009). Como Gertrudis enseña a sus hijos: Ensayo de cartas con directivas a las madres que enseñan a sus hijos. PPU.

Pienda, J. A. de la. (2000). “La Utopia de la Paz de las Paces” en ’Ilu. Revista De Ciencias De Las Religiones, (5), 125-144. https://revistas.ucm.es/index.php/ILUR/article/view/ILUR0000120125A

Sartre, J. P. (1998). El existencialismo es un humanismo. Losada.

Stake, R.E. (2006). Evaluación comprensiva y evaluación basada en estándares. Grao.

Thierry, A. (1986). L'homme en proie aux enfants. Magnard.

Vygotsky, L. S. (1978). Pensamiento y lenguaje. Paidós.

 

 

 

 



[1] Cuando hablo de determinismo (Mosterín y Torretti, 2002, pp.162-164), asumo que al decir “sistema determinístico” se habla de un sistema cerrado y, precisamente, el sistema biológico que da origen al libre albedrío y al hecho educativo, a saber, el sistema nervioso central, es cerrado. Desde mi punto de vista aquí está la explicación de aquella poética frase de Sartre (1998), cuando describe al ser humano como un “ser condenado a ser libre”.

[2] Este enfoque plantea que las ciencias sociales manejan una solución errónea del problema libertad del agente – determinismo de la estructura. Rechaza tanto la teoría voluntarista (centrada en la libertad) como la naturalista (centrada en el determinismo), que se excluyen entre sí. Y propone una filosofía de las ciencias sociales “sistémica realista”, fundamentada en la idea de que el actuar individual está conectado con la estructura que lo cobija, por lo que las regularidades existen por todas partes. Pero también existen el indeterminismo y la libertad, que equivalen a la desconexión de los agentes individuales con los sistemas sociales, de estructura supraindividual. Y esto es posible porque la realidad es una estructura ontológica de múltiples niveles. Por eso se postula una conexión entre libertad y determinismo, tanto a nivel psicológico individual como a nivel social (Gibert-Galassi, 2009). Este enfoque, según su mayor defensor David Hume (2004), simplemente sugiere que el libre albedrío y el determinismo son compatibles, pues los actos de albedrío no son causados (ni siquiera misteriosamente como Kant sostiene) aunque sí son influenciados por nuestras opciones (según lo determinado por nuestras creencias, deseos, y por nuestro carácter). El libre albedrío parece necesitar del determinismo, porque de lo contrario el agente y la acción no estarían conectados.

[3] Un análisis minucioso del concepto “libre albedrío” indicaría que es un término complejo que no significa nada o que significa tanto como el de “círculo cuadrado”. Cuando Aristóteles señala que “se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación” (Ética Nicomaquea 1113a) dice que sólo se elige lo que se percibe como bueno y que elegirlo demuestra que así lo parecía, de modo que no se puede elegir contra lo mejor a sabiendas. También Spinoza es claro en este punto cuando dice que entre dos bienes se elige el mejor y entre dos males el menos malo (Tratado Teológico-Político II, §§ 7 y 11). O sea que, y de acuerdo con Sócrates, “nadie elige el mal voluntariamente” o con plena conciencia, pues, por definición, el mal es lo que aborrecemos, y nadie elige lo que aborrece. Gran parte de las contradicciones en que incurre Descartes en esto se relacionan con la ambigüedad en el uso que hace del concepto de libertad, que entiende de cinco formas distintas: (a) como indiferencia cuando los pronunciamientos de la voluntad se producen sin que el sujeto tenga motivos para decidirse por un objetivo u otro; (b) como voluntariedad; (c) como voluntad sometida al determinismo del bien presentado por el entendimiento (intelectualismo socrático); (d) como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir un bien; (e) como capacidad para elegir libremente las acciones predeterminadas por Dios de modo necesario. Ver al respecto García 2008.

[4] Esta expresión tiene que ver con la “nolición” o acto positivo de no querer, opuesto a la volición considerada como querer positivo, y distinto de la simple ausencia de volición. Es el poder de negación o de rechazo debido a la voluntad. En la medida en que la volición es un acontecimiento que puede o no llegar, hay una facultad de querer que se actualiza cuando se usa, y permanece virtual cuando uno se abstiene; en ese sentido general el poder expresa una simple posibilidad lógica de voluntad o nolonté: el hombre es un ser voluntario capaz de no querer, o mejor es un ser voluntario que no siempre está queriendo (Jankélévitch, 1957, p. 228).

[5] Al igual que sus predecesores, Comenius y Rousseau, Pestalozzi creía que la solución a las contradicciones y la pobreza en la sociedad se debían buscar en una buena educación, en la que se aprende yendo “de lo más fácil a lo más difícil”: el aprendizaje comienza al observar los hechos, continúa con el desarrollo de la conciencia, para finalizar en el discurso, la medición, el dibujo, la escritura y el conteo de números.

[6] Esta división antropológica siempre ha sido denunciada y muy diversamente valorada en la historia del pensamiento, dentro y fuera de nuestra tradición cultural. Su reconocimiento ha sido y sigue siendo determinante en la creación de muy variados métodos educativos para superarla. Cada orden religiosa, cada corriente mística, cada sistema educativo, tiene entre sus tareas fundamentales la de superarla. Para figuras tan conocidas en Occidente como Pablo, Agustín, Pascal, etc. ha sido parte substancial de su pensamiento. La teología católica he ha dedicado amplias reflexiones en sus tratados teológicos y también en las declaraciones doctrinales de sus Concilios. 

[7] El concepto de zona de desarrollo próximo, introducido por Lev Vygotski desde 1931, es la distancia entre el nivel de desarrollo efectivo del alumno (lo que puede hacer por sí mismo) y su nivel de desarrollo potencial (lo que podría lograr hacer con ayuda educativa). Este concepto sirve para delimitar el margen de incidencia de la acción educativa y es una evidencia del carácter social del aprendizaje. Vygotski utilizó el término andamiaje para referirse al apoyo temporal que ofrecen los adultos (ya sean padres, profesores o maestros) al niño para que este cruce la zona de desarrollo próximo.