Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación, ISSN 2525-2089

El cine y el cielo

Cinema and the sky

 

Gonzalo Gutiérrez Urquijo

Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad (CIECS)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina.

g.gutierrezurquijo@gmail.com

Recibido: 15/10/2020

Aceptado: 17/12/2020

 

Resumen. Desde una perspectiva bergsoniana que iguala materia e imagen, el presente trabajo emprende una investigación de la relación posible entre dos tipos de imágenes: la producida por la observación astronómica del cielo y la imagen cinematográfica. Mediante el ejemplo de la observación de un eclipse –simulacro astronómico de equívoca realidad– nos preguntamos por los cambios en las concepciones históricas del cielo. Presuponemos, para ello, una paradójica relación entre el cielo y el pensamiento que, tomando prestada la idea levistraussiana del significante flotante, pone ambos términos en un estado de relación inconmensurable. A partir de este esquema, pasamos a analizar las consecuencias del reconocido tropo según el cual el nacimiento de la modernidad descansaría en el desfondamiento de las jerarquías y orientaciones del Cosmos aristotélico. Evaluando nuestra situación contemporánea mediante una incapacidad para extraer sentido del cielo –producto, a su vez, de la moderna uniformización del Cosmos– nos vemos conducidos a tomar la lectura deleuziana de Bergson como guía para encontrar en el arte cinematográfico una posible salida frente al impasse contemporáneo, es decir, frente a la necesidad de enfrentar una herencia moderna caracterizada por la homología estructural entre el dualismo ontológico y naturalismo epistemológico.

Palabras clave. Cielo, Cine, Imagen, Pensamiento.

 

Abstract. From a Bergsonian perspective that equals matter and image, this work undertakes an investigation of the possible relationship between two types of images: images produced by astronomical observation and cinematic images. Through the example of the eclipse –an astronomical event of misleading reality– we begin asking about historical changes in the conceptions of the sky. For this purpose, we presuppose a paradoxical relationship between sky and thought which, borrowing the Levistraussian idea of a floating significant, puts both terms in a state of immeasurable relationship. From this scheme, we move on to analyze some consequences of the well-known trope according to which the birth of modernity would rest on the breaking down of the hierarchies and orientations of the Aristotelian Cosmos. Evaluating our contemporary situation through an inability to extract meaning from the sky, we are led to take Deleuze’s reading of Bergson as a guide to find in cinema a possible way out of our contemporary impasse: the modern heritage that lies in a structural homology between ontological dualism and epistemological naturalism.

Keywords. Sky, Cinema, Image, Thought.


Introducción


¿Qué ven quienes contemplan hoy en día un eclipse? Siendo un fenómeno eminentemente negativo, cuya etimología indica un abandono o una desaparición, no es extraño que en ellos se proyecte más de lo que se refleja. Ya Aristóteles los utilizaba como ejemplo de una realidad sensible no entitativa, accidente o acontecimiento sin materia: “¿Cuál es la causa del eclipse, cuál es su materia? No la hay, más bien es la luna el sujeto afectado” (Met. 1044B 10; 1994, p. 355). Así, fuera del contorno de los planetas, esta proyección de sombras no revela más que la latente amenaza de que los astros solapen sus trayectorias y se engullan entre sí. No resulta difícil imaginar la zozobra que nuestros antepasados pudieron experimentar ante la súbita penumbra de un eclipse, el advenimiento de una atmósfera irreal, el desconcierto de los animales y las inesperadas variaciones del clima. Aún sedimentada por siglos de progresos astronómicos, la irracional pervivencia de este miedo y esta fascinación explicarían –al menos para el sentido común– que el fenómeno merezca todavía nuestra atención. Y sin embargo, dado que el cielo que se contemplaba ayer no reviste hoy la misma significación, cabría poner en duda este motivo. De hecho, quienes todavía creen en el poder de los astros se abstienen de exponerse a su interposición. Para el resto de las personas, el fenómeno no es más que una espuria irregularidad. Los noticieros la reportan como un evento singular y la gente se reúne, quizás sin saber por qué, pero ávida de atestiguar la fugaz agencia de un universo tan desencantado como infinito.

Hablando entonces con propiedad, quienes hoy en día contemplan un eclipse no ven nada; absolutamente nada. Si dirigen al cielo su inconsciente inquietud, nada les responde. A diferencia de otros fenómenos astronómicos, ni siquiera la belleza los justifica. En el caso de los eclipses, hay un flagrante contraste entre el interés que revisten y el sentido que reportan, como si lo que en realidad se eclipsara fuese la posibilidad de extraer algún signo de las tinieblas a las que nuestra mirada se asoma.

Sin embargo, quizás haya en esta falta de sentido algo que merezca ser pensado. Algo que, resistiéndose al pensamiento, lo fuerza a ir más allá, pues concierne a su inmemorial relación con el cielo. Si bien las ideas surgen de un interior más profundo que el de nuestra conciencia, podría decirse que aquello que las suscita proviene de afuera. Y como no es pensable un afuera más vasto que el del espacio exterior, la figura del cielo inmenso o la noche estrellada representa para el pensamiento una suerte de privilegiado objeto imposible. Liberando allí deseos e ignorancias, nuestros presupuestos adquieren toda su extensión; es sobre el cielo que se proyecta la película que nos hacemos de la realidad. Por ello, si el asombro antecede al conocimiento, el cielo emplaza el asombro y libera un significante que flota por encima de nuestra capacidad de significarlo. Así se constituye, según decía Levi-Strauss: “la servidumbre de todo pensamiento finito, pero también la prenda de todo arte, toda poesía, toda invención mítica y estética” (1979, p. 40).

Una porción de totalidad se desploma entonces del cielo al pensamiento. Pero al ser inabarcable y abierto –y por ende virtual– no constituye su exterior sin antes forzarlo a emerger desde dentro, marcándolo con el signo de una íntima necesidad. Las ideas podrán surgir de la Tierra, pero a medida que vagan, errantes, pierden sus ataduras y remontan al cielo sin dejar más que la huella de lo que las ha abducido. Así, para el pensamiento, la primordial ambivalencia de este espacio radica en ser, al mismo tiempo, aquello que no puede ser pensado por sí mismo y aquello que, para nosotros, no puede ser sino pensado. Al desbordar de tal forma la imaginación, el afuera suscita en efecto un pensamiento, pero un pensamiento que ninguna brújula podrá ubicar en el campo de lo sensible. Sucede como si la extraña afinidad entre universo y pensamiento sólo pudiese ser revelada a condición de que el primero se hurte en tanto idea, dejando la conciencia colmada y absorta, pero huérfana de un término mayor para sus analogías. ¿No será entonces la incapacidad de pensar el firmamento lo que impide ver o sentir algo en los eclipses?


El desfondamiento del cielo


Ahora bien, aunque permanezca siempre en el horizonte, esta particular relación entre inconmensurables no es la única forma mediante la cual ambos términos gravitan entre sí. También la imagen moderna del pensamiento se construyó a partir de un desfondamiento del cielo, a saber, la destrucción del antiguo Cosmos divinizado por parte del universo infinito. Según un conocido tropo, el proyecto racionalista del siglo XVII europeo se erigió al borrar la línea de demarcación entre la física celeste y la terrestre; el ser y el devenir. Como es sabido, la geometrización del espacio y la matematización de la naturaleza emergieron entonces como herramientas de una racionalidad cuya orientación prescindía de todo eje cosmológico (Koyré, 2000, p. 181).

Aquello que mejor ejemplifica el cambio de paradigma es la concepción de movimiento. Un movimiento sin fin ni finalidad, tal como el que modela la noción de inercia, supone la posibilidad de abstraer un cuerpo de su entorno físico y considerarlo como algo que se realiza en un espacio homogéneo, asimilable al espacio ideal de la geometría euclidiana. A menudo se presenta esta concepción como un progreso, sin embargo, desde la perspectiva de las cosmovisiones, Koyré (1999) ha argumentado que, frente a la negativa aristotélica a identificar el espacio de la geometría con el espacio del Cosmos, la metafísica de esta mutación representa un retorno al platonismo. ¿No es al menos extraño que sea una vuelta al platonismo lo que ulteriormente habilitó un monismo naturalista como el las modernas ciencias occidentales?

Durante mucho tiempo, la modernidad se dio un porvenir basado en la certeza de la calculabilidad de un estado futuro a partir del presente. Pero cabría preguntar qué significa “mucho tiempo” en un universo que –según calcula la ciencia– data de 13800 millones de años. Si fue una uniformización de la imagen del universo lo que marcó la nueva era, la inmensidad de los ciclos astronómicos revela lo insignificante de nuestras escalas y nos fuerza a adoptar otras perspectivas sobre el tiempo. Así, por grandilocuente que el relato moderno haya sido, tampoco es necesario exagerar su importancia: ya casi no se oyen ecos de las loas a la modernidad y su profusión de descubrimientos, aunque sea cierto que ellos apuntalan hasta hoy nuestra fe en la ciencia y el pensamiento experimental. En esta situación, es posible que nunca hayamos sido del todo modernos (Latour, 2007), pero sin duda hay quienes lo han sido menos que otros. Nuestro problema consiste, hoy en día, en hacer algo con la difusa contaminación de una herencia que ya no sabemos a quién atribuir. Parecería ser que el progreso moderno se ha quedado sin espectadores ni beneficiarios; que no sólo no hay adónde ir, sino que no hay tampoco dónde permanecer. Sucede como si hubiésemos llegado al fin del tiempo en la imposibilidad de prolongarlo, al límite del espacio en su saturada capacidad de superpoblación.

Nos hemos quedado sin cielo y sin tierra; poco importa saber cuál se derrumbó primero y sobre quién. La obsesión moderna con el conocimiento podría explicarse a posteriori por la fuerza de sus evidencias –y por nuestra capacidad de tolerarlas, incluso cuando arrastran al pensamiento por fuera de sus goznes. Pero también es cierto que el origen moderno siempre puede ser retrotraído en el tiempo. Para Blumemberg (2008), por ejemplo, tal obsesión fue producto de la crisis teológica de finales del siglo XV, causada a su vez por el declive de la cosmología aristotélica y el auge del nominalismo. Por otra parte, tampoco faltan fundamentos alternativos o contra-fundamentos, como el que reserva el nombre de Spinoza (Negri, 1994). Mejor aún, proliferan hoy en día las protestas contra la filiación moderna o la mera necesidad de un fundamento (Marchart, 2009).

En este contexto, creemos que un pensamiento planetario (Axelos, 1964) puede representar para nosotros una posible vía de escape frente a nuestro impasse contemporáneo. Con sus regularidades y sus anomalías, la astronomía provee desde antaño a la humanidad con una materia prima tan necesaria para la ciencia como para la mitología. Es factible, entonces, asentar nuestro punto de partida en esta zona de indeterminación capaz de abonar ambos caminos. A partir de allí, la pregunta por la relación entre la imagen del cielo y la del pensamiento puede ser especificada de la siguiente manera: ¿Cómo es que el espacio que recubre la Tierra ha servido de soporte o modelo para el espacio abstracto del pensamiento? Y, al mismo tiempo, ¿cómo es que el pensamiento se ha figurado el espacio donde accede a su afuera? No en vano la geometría –vertiente sensible de la matemática– lleva en su prefijo el nombre de nuestro planeta; aunque luego se haya elevado a otros dominios, es de ellos que cabe preguntar si se encuentran más acá o más allá del cielo.

Según afirma su cantinela, la heroica racionalidad moderna habría sido conducida a liberarse de sus lastres mitológicos a través de un camino hilvanado por una misma intuición: la fuerza de un cuerpo que cae en un espacio sin orientación. Sin embargo, el encuentro de dos cuerpos en movimiento guardaría un vasto reservorio de sorpresas. De Galileo a Einstein, la relatividad del movimiento respecto al marco de referencia constituyó un nuevo encuadre del espacio que dispensa los cuerpos de toda ponderación extrínseca y a la materia de toda jerarquía. Esta misma relatividad, no obstante, pondría en crisis la estructura del espacio y la medida del tiempo que se suponían absolutos. Si Descartes hizo de la geometría la herramienta apropiada para el análisis matemático de lo que acontece a toda figura, Newton, por su parte, absolutizó el tiempo y el espacio geométrico para que ningún movimiento dependa ya de un marco de referencia subjetivo. Sin embargo, cuando la teoría de la relatividad permitió comprender cómo la propia geometría del espacio puede ser deformada por las fuerzas que lo ocupan, podría decirse que la relación entre continente y contenido se vio invertida. Según el muy leibniziano principio de Mach –al que Einstein se había apegado– el espacio no es más que una abstracción de la relación entre los cuerpos que lo ocupan; de allí que no haya lugar para el axioma de un espacio absoluto y que la inercia de un cuerpo dependa de la masa de todos los cuerpos del universo (Barbour, 2001). Si la forma del espacio determina el movimiento de la materia, también la materia (y otras formas de energía) afectan al espacio y al tiempo. Podría alegarse que este saber jamás hubiese sido posible sin el desarrollo matemático de abstracciones tales como las geometrías no euclidianas, pero la mutua dependencia de ambos descubrimientos podría también señalar que la separación entre un espacio lógico y uno real nunca pueda ser llevada a término. En referencia a Minkowski, responsable del ente geométrico con el que el tiempo es absorbido en una cuarta dimensión del espacio, Einstein decía lo siguiente: “Desde que los matemáticos han invadido mi teoría de la relatividad, ni yo mismo la entiendo" (Unizcker, 2015).

Para finales del siglo XIX, la ciencia occidental se consideraba casi acabada. Ya no había más misterios en el mundo. Sin embargo, sabemos qué tan imprescindible es esperar lo inesperado para reconocerlo cuando llega. Como prueba de esta hubris moderna, las primeras décadas del siglo XX dieron lugar a una serie de impresionantes descubrimientos que habrían de multiplicarse con el correr del tiempo, al punto de que ni siquiera hoy hemos terminado de medir sus implicancias filosóficas. A partir de entonces, lo que sí pudo decirse es que el modelo clásico –mecanicista y determinista– ya no resultaba adecuado para dar cuenta de la naturaleza, al menos en los extremos de las escalas con las que diferenciamos lo grande y lo pequeño.


Las ruinas del futuro


Si se nos concede que la relación entre espacio exterior y pensamiento es, como afirmamos, problemática; que la imagen inconsciente del cielo y el trasfondo impensado del pensamiento solapan sus bordes; si además se acepta que esta relación es históricamente mutable y que, según el gran relato de la modernidad, nuestro universo infinito es el trasfondo de un Cosmos que ya no pudo sostener sus jerarquías; entonces es pertinente preguntar por el cielo que modelamos hoy, es decir, por el cielo que nos modela. Si algo de él permanece, quizás se deba a su persistente propiedad dérmica; a su calidad de pantalla osmótica por donde se cruzan, como meteoros, temporalidades diversas. De todas maneras, aunque afirmemos, con Lawrence (2006), que hemos perdido el Cosmos y que recuperarlo es vital, no sabríamos con certeza qué buscar allí. No parece posible simplemente volver atrás, pues el retorno a un pasado mitológico no haría más que ocluir la figuración de un futuro distinto. A riesgo de generalizar, diríamos que nuestra época está sedienta de nuevos paradigmas, pero que al mismo tiempo sospecha de los peligros totalizantes de cualquier cosmovisión. Contemplándose al borde de un abismo, emplazándose en el límite de un colapso, tanto el porvenir como lo arcaico se sustraen de toda familiaridad con el presente; parece imposible dar con un punto de apoyo para torcer la dirección de la inercia contemporánea. En la actualidad, la única certeza universal consiste en una evaluación relativa: cuanto más indagamos el universo, menos valen nuestras certezas. Cuanto más explota el hombre la naturaleza, más se le muestra ésta como vasta e indiferente a sus propias condiciones de vida.

Aún si de manera negativa, este problema mantiene todavía un vínculo con el afuera; de allí que quepa todavía indagar la moderna destrucción del cielo. Como dice Montebello, heredamos un Cosmos dos veces decapitado, sin vida y sin consciencia (2015, p. 17). Como decía Whitehead, nuestro universo se ha bifurcado en dos realidades: la de las cualidades primarias reales y las secundarias subjetivas (Stengers, 2002, p. 23). Si es sobre el fondo oscuro de la noche que se pierde nuestra más íntima realidad, podemos sospechar que también allí encontraremos sus restos. Por eso, a fin de desmontar la trampa de la herencia moderna, sopesemos ahora aquél “retorno” al platonismo que conduciría a nuestra epistemología naturalista. Para que tan bizarro ensamblaje sea posible, es necesario que una operación de doble pinza haga del dualismo y del substancialismo posiciones ontológicas complementarias. Como podría esperarse, Descartes representa en este sentido un ejemplo crucial. Mediante la escisión de la realidad en sustancia extensa y sustancia pensante, el filósofo creía salvaguardar la realidad del pensamiento, aunque de hecho asentaba las bases para la uniformidad ontológica que el paradigma fisicalista requeriría. Cuando el pensamiento adopta el sitio de un sujeto activo y la naturaleza se vuelve dócil a sus operaciones, lo que se pierde es la propia posibilidad de comprender su realidad común, es decir, su nexo. Tal como denunció Maine de Biran en su momento, el pecado cartesiano consiste en atribuir el mismo carácter sustancial al pensamiento y a la materia. Aunque se conciba el primero como inmaterial e inaprensible, nada impide que sea tratado con la misma “razón material” con la que se trata a la sustancia extensa (Montebello, 2015, p. 15). Pensándolo bien, quizás sean estos mismos caracteres negativos los que sustraen al pensamiento de su propia autoafección. Si el proceso de fisicalización de la vida y el espíritu abarca el íntegro horizonte de la modernidad, debemos recordar que, como todo horizonte, éste nunca es alcanzado por completo. Así, el dominio sobre la naturaleza es paradójicamente asegurado por un eclipse total del pensamiento respecto a su propia realidad, así como en relación al universo que lo engloba. Unas mismas condiciones epistemológicas sostienen una antropología que entiende a la humanidad bien como una excepción incalculable, bien como una regularidad insignificante. En términos prácticos, es lo mismo ser únicos en el universo a estar perdidos en un oscuro y marginal rincón. La aparente contradicción teórica no paraliza en lo más mínimo el trabajo de antropomorfización de la vida y desantropomorfización de la especie.

Confundiendo así lo importante con lo trivial, mezclando lo ordinario y lo singular, no es extraño que los problemas vitales sean tan difíciles de formular. No faltan, por suerte, quienes denuncian que la vida es mucho más que la humanidad y la humanidad mucho más que el hombre. Por ello, si es preciso disolver esta cristalización cerebral que el hombre es, cabría intentar alcanzar el paisaje donde se encuentra ausente, es decir, aquel fondo negro donde pensamiento y universo se confunden. Según Deleuze y Guattari (2005), tanto el arte como la ciencia y la filosofía comparten este fondo como una suerte de espalda común. Allí hormiguean unos problemas que, sin confundirlas, las vinculan. ¿Qué otros abordajes nos ofrecen estas disciplinas frente al problema de la pérdida del cielo?


El cine y el espíritu


Suele decirse que ir al cine es como entrar en un nuevo universo. Si la película es lo suficientemente buena, puede que altere nuestra percepción, al punto de ya no saber si es al mismo mundo al que luego retornamos. Pero, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra; en qué puede el cine ayudarnos a pensar el universo? Siendo capaz de poner en duda qué vemos como mundo, su encanto debe consistir en hacernos sentir y pensar cosas allí donde parecía no haber nada. Más aún, en la medida en que su trabajo sobre la percepción redibuja el límite de nuestra experiencia, quién sabe si no es incluso capaz de movernos a actuar de maneras imprevistas –o al menos indicarnos cuando ya no queda otra opción.

Podría objetarse, no obstante, que estas razones aplican también a todas las artes; que sin el vínculo necesario entre el tiempo histórico y las condiciones materiales de su nacimiento, tales razones permanecen todavía fortuitas. Sin duda el cine precisa manufacturar, tanto como las demás artes, una suerte de otro mundo dentro del mundo, un espacio virtual que horada la superficie de la imagen real. Como ellas, requiere también un signo propio y particular; un sentido que parece ser irreal y estar, no obstante, en el mundo. Pero además (y de manera quizás colateral) el cine “hace del mundo mismo un irreal o un relato”; con él, “el mundo pasa a ser su propia imagen” (Deleuze, 2008, p. 89). No sería extraño, por tanto, que la elevación cinematográfica del mundo al estatuto de imagen contenga profundas consecuencias para la imagen moderna del pensamiento.

En vistas de nuestro problema, es de notar que el nacimiento del cine coincide con la crisis de la herencia dualista. Entre otros factores sociales y tecnológicos propios del cambio de siglo, el cine contribuyó a una proliferación de movimientos en la consciencia y a la reproducción de imágenes en el mundo (Deleuze, 2008, p. 87). De esta manera gestaba la imposibilidad de mantener el mundo de las imágenes en la conciencia y el de los movimientos en el espacio. La aparición del cine parece entonces colmar una vacilación propia del siglo, pues se instala en el callejón sin salida de la oposición entre materialismo e idealismo. Se trata, en definitiva, de una nueva oportunidad de reunión para la materia y la luz, para la conciencia y la cosa, aunque estos términos vayan a adoptar sentidos radicalmente diferentes a los usuales. Como dice Bouillon, hay algo verdaderamente heraclíteo en el séptimo arte (2016, p. 65): al manipular el fuego y gestar movimientos de luz, el cine ilumina el invisible trasfondo donde los opuestos tensan el arco de nuestra realidad.

Según Montebello (2015), mientras la ciencia moderna capturaba en la reflexión el movimiento, codificándolo en el espacio vacío y uniforme de las tres (y luego cuatro) dimensiones, la renuncia de la filosofía a abandonar el lugar del cielo se transformó también en una renuncia a pensar el movimiento. Frente a este escenario, el advenimiento del cine materializa una secreta afinidad entre el pensamiento, el movimiento y la imagen: fenómenos cuya elusiva realidad no basta para hacerlos desaparecer tras las abstracciones que pretenden explicarlos. Más bien al contrario, es su contingente coincidencia la que –bajo la forma de una indiscernibilidad– conduce hacia a la propia matriz donde la distinción fue forjada. Como ha sido sugerido, el cine hibrida de manera novedosa una serie de categorías entre las que se encuentran la técnica y la estética. En la medida en que las técnicas no son solamente modos de producción sino que también materializan modos de percepción (Chateau, 2010, p. 19), la emergencia del cine como “tecnestética” sutura la división entre la teoría del arte y la teoría de la percepción, dificultando la clásica división entre una aisthesis objetiva y otra subjetiva. Artaud, por ejemplo, afirmaba que el cine es un excitante inigualable en tanto actúa directamente sobre la materia gris del cerebro. El que el cine sea un simulacro de simulacros no le impide materializar ideas en lo más profundo del cuerpo (Bouillon, 2017, p. 61).

Como dijimos, la súbita expansión de las ciencias y el conocimiento de la vida dinamitó, durante la primera mitad del siglo XX, los marcos tradicionales en los que su propio progreso se inscribía. Si la cesura teórica de un universo vacío de cielo nace de aquella homología estructural entre un dualismo estricto y un monismo hecho a medida de quien conoce, la necesidad de pensar la emergencia de lo nuevo encuentra en el cambio de siglo una suerte de breve pero inesperado impulso. Además del cine, no pocas filosofías entendían que, a la luz de estos nuevos saberes, los residuos del dualismo reclamaban un debate metafísico; un debate que, para estar a la altura de su tiempo, no debía ceder ni ante la ciencia ni ante la metafísica clásica (Montebello, 2015, p. 11).

Como si la intensidad de sus ideas sólo pudiese continuarse en un gesto irracional, se piensa a menudo que estas filosofías –muchas de ellas de inspiración vitalista– buscaban reencontrar un lugar en el Cosmos disputando a las ciencias naturales cierto terreno del saber. Por el contrario, son ellas las que, las más de las veces, denuncian que la culpa del malentendido recae en la filosofía; que es en su propio terreno donde se expresa la urgencia. Lejos de sumirse por ello al conocimiento científico, la filosofía es capaz de encontrar en esta debilidad su fortaleza. Mediante una sincera cuota de ignorancia, ella parece despertar en el pensamiento la necesidad de retomar y continuar el pensamiento que la ciencia misma suscita. Si en esta tarea la filosofía precisa también del arte, ello se debe a que ninguna disciplina es capaz de colmar en su propio campo el afuera que las emplaza.

Quizás sea Bergson quien mejor articuló esta demanda propia del siglo que nace, pues fue él quien transformó la tarea de la filosofía al suplantar el problema de lo eterno por el de la novedad: ¿Cuáles son las condiciones necesarias para el surgimiento de lo nuevo? Para Deleuze, Bergson es el primer moderno en filosofía, y por eso sus ideas no pueden sino acompañar los hallazgos científicos de su tiempo (aunque también es cierto que, como muchos han señalado [Barnard, 2011, p. 84], su pensamiento se anticipó a un importante número de descubrimientos). Tal como subraya Deleuze, lo que se pone en juego en esta actitud frente a la ciencia es nada menos que la orientación de la filosofía en general:

pues no basta decir que la filosofía está en el origen de las ciencias, de las que fue madre, sino que hay que preguntar por qué, cuando ellas son ya adultas y están bien constituidas, sigue habiendo filosofía, qué es aquello para lo cual la ciencia no basta. (Deleuze, 2005b, p. 32)

Aceptando de plano que la ciencia proporciona un conocimiento objetivo, la actitud filosófica más común ha sido la de abandonar las cosas, renunciando a rivalizar y adoptando una reflexión crítica sobre el conocimiento provisto. Sin embargo, existió a principios de siglo “otra metafísica” (Montebello, 2015) que pretendía restaurar “otra relación con las cosas, y por tanto otro conocimiento” (Deleuze, 2005b, p. 32). Esta posición es la que justamente llama al debate; y es en sus inquietudes donde se deja sentir el alcance cosmológico de la situación de alienación espiritual post-moderna o, en otras palabras, nuestro constante eclipse. Y es que, en efecto, ¿cómo deducir la esencia de la inteligencia de una naturaleza que no es otra cosa que su doble espacial? ¿Sobre qué habríamos de apoyarnos para reflexionar sobre la naturaleza de la vida y de la mente si no es sobre una naturaleza abstracta y geométricamente unificada por parte de la misma inteligencia? Siguiendo a Montebello, diremos que el ímpetu de esta otra metafísica pretende remontar, mediante una insaciable curiosidad, la explicación del mundo impuesta de manera uniforme por la ciencia, saldando así la grieta entre lo inorgánico y orgánico que constituye una falsa unidad intelectual (2015, p. 48).

 En Materia y memoria, de 1896, Bergson afirma la realidad del espíritu y la realidad de la materia, pero indaga su diferencia de manera que las dificultades del dualismo se ven disueltas en gran medida. Para ello elabora un concepto de materia que refuta tanto la posición realista como la idealista, pues no la reduce a la representación ni la vuelve algo distinto. El nexo de esta operación descansa en la noción de imagen: “una cierta existencia que es más que lo que el idealismo llama una representación, pero menos que lo que el realismo llama una cosa” (Bergson, 2006, p. 25-26). La solución de continuidad entre la materia y la imagen se encuentra en el movimiento; en la materia como imagen-movimiento. ¿Por qué sería inmóvil una representación e incolora la materia? La fuerza de esta posición radica en afirmar que el movimiento pertenece a la imagen como dato inmediato, es decir, que hay tanto movimiento en el mundo de los objetos como en el de las imágenes de nuestra experiencia.

El punto de partida parece humilde y se reclama del sentido común, pero pronto nos conducirá a un universo extraño. En principio, se trata de aceptar la idea corriente según la cual lo que percibimos se encuentra allí donde lo percibimos; que es al menos tan real como la experiencia de percibir. Es cierto que esta idea supone al menos dos cosas: el mundo y nuestra experiencia, pero lo singular radica en cómo se deduce una de otra. A partir de los trabajos de Einstein, Bergson compara la materia con la luz afirmando que las cosas mismas son luminosas, que es en cada vaivén de la materia que la naturaleza saca una foto instantánea (2006, p. 52). Al no haber más que una diferencia cinética entre la materia y la luz, la percepción, la imagen y el movimiento se pertenecen de manera inmediata. Sobre este plano en que las imágenes “obran y reaccionan unas sobre otras en todas sus partes elementales” (Bergson, 2006, p. 33), resulta claro que la conciencia no podría misteriosamente emerger del cerebro, pues él no es más que una imagen entre otras. Por el contrario, son las imágenes mismas las que perciben; es el átomo el que piensa. Al transmitirse el movimiento que las constituye, las imágenes-movimiento ponen en juego una percepción pura, igualable de derecho a la materia. Para Bergson, la percepción que existe en una mínima porción de materia es infinitamente más vasta y completa que la nuestra (2006, p. 62).

Al postular entre la materia y la percepción un vínculo análogo al del todo y la parte, la propuesta de Bergson también invierte aquella idea tradicional según la cual la conciencia o el espíritu serían sede de una luz inmaterial que ilumina el objeto, aclarando su inherente opacidad material y engendrando entonces la representación. No es necesario iluminar una cosa para obtener su representación, pues ya la materia es luminosa de por sí. Por el contrario, lo que se precisa es más bien oscurecer parcialmente el objeto según uno de sus varios aspectos, aquél que nos interesa. Para Bergson, la conciencia es entonces una suerte de pantalla negra donde se espesa la transparente fluidez material, revelando así el ángulo de la fotografía que más útil resulta a nuestro cuerpo.

Como habrá podido notarse, el segundo elemento fundamental de la propuesta de Materia y memoria es el cuerpo. De la universal variación de las imágenes-movimiento, la única verdadera novedad es proporcionada por un tipo particular de imágenes “cuyo tipo me es suministrado por mi cuerpo” (2006, p. 34). Embebido en el universal chapoteo de la materia y la luz, sólo el cuerpo propio es capaz de establecer un intervalo entre el movimiento recibido y el movimiento ejecutado. Pero esta novedad de la imagen viviente no presenta ninguna diferencia de naturaleza respecto al movimiento original. Se trata, por ello, de una concepción del cuerpo que no debe justificar su vínculo con el universo pues, siendo idéntico al plano de inmanencia de las imágenes, ellas constituyen la propia condición de posibilidad de su experiencia. Es en este sentido que, para Bergson, “ni los nervios ni los centros nerviosos pueden condicionar la imagen del universo” (2006, p. 35).

Quizás no sea casual que, a medida que la filosofía de Bergson es rescatada del olvido, el panpsiquismo devenga una opción teórica cada vez más pertinente. De Nagel (1979) y Chalmers (2015) a Viveiros de Castro y Danowski (2019), esta posición otorga una respuesta articulada al hard problem de la consciencia. Más allá de su delirante apariencia, el panpsiquismo conlleva la ventaja de prescindir de un misterioso salto epifenoménico mediante el que nuestro cerebro engendraría la experiencia subjetiva (Chalmers, 2009). Incluso Meillassoux –cuyo realismo especulativo censuraría por “subjetalista” esta posición (2015, p. 89) – subraya la importancia del carácter sustractivo de la teoría bergsoniana de la percepción pura, al punto de afirmar que sólo una deducción de la conciencia por sustracción material, sin postularla como un suplemento, permite acometer una ontología plenamente inmanente (Meillassoux, 2008, p. 72). El anti-kantismo bergsoniano radica, para Meillassoux, en comprender la percepción como una ascesis antes que como una síntesis (2008, p. 74). En este sentido, quizás no sea exagerado decir que el panpsiquismo representa hoy en día una de las posibles derivas para un materialismo realizado.

Con estas ideas en mente, volvamos a la cuestión del cine. Según Deleuze, la concepción bergsoniana de la materia como imagen movimiento implica una visión del universo “como cine en sí, como metacine” (2008, p. 92). Y es que, como dijimos, la conciencia surge en relación al universo; su propia condición descansa en el movimiento del mundo. Siendo la materia de derecho percepción, la conciencia de hecho sólo emerge por ralentización, por enfriamiento (2008, p. 97). De allí que, tanto para la conciencia humana como para las imágenes en sí, el universo es como un cine cósmico: gigante agenciamiento maquínico de imágenes-movimiento.

Se recordará, sin embargo, que en 1907 Bergson lleva adelante en La evolución creadora una crítica frontal al naciente arte cinematográfico, acusándolo de reproducir una concepción ilusoria del movimiento contra la cual toda su filosofía se enfrenta (Bergson, 2007). ¿Representa entonces la apreciación deleuziana una contradicción, una lectura forzada? Por el contrario, esta tensión es esclarecedora respecto de las potencialidades que las lecturas habilitan a través del tiempo. Fiel a una concepción estratigráfica del tiempo filosófico (Deleuze y Guattari, 2005), la lectura deleuziana de Bergson se despliega en un tiempo no lineal donde las tesis de Materia y memoria anticipan los ulteriores desarrollos del cine; y donde la crítica de La evolución creadora sirve para profundizar en la naturaleza de un movimiento imperceptible que sólo el arte y la filosofía son capaces de presentar al pensamiento.

Desde el comienzo de su primer libro sobre cine, la exposición de Deleuze se articula alrededor de la cuestión de las tres tesis bergsonianas sobre el movimiento. La primera, la más conocida, justifica la crítica a la “ilusión cinematográfica”, pero es también la más superficial: una mera introducción a las demás. Según ella, se trata de operar una tajante distinción entre el movimiento y el espacio recorrido (Deleuze, 2008, p. 13). Mientras el espacio es infinitamente divisible, hay algo indivisible en el movimiento concreto y real. Por ínfimo que sea el corte con el que distinguimos las posiciones de un espacio recorrido, el movimiento siempre se realizará en el intervalo imperceptible, ocupándolo de un salto en un tiempo menor al mínimo de tiempo pensable. En este sentido, el movimiento jamás podrá recomponerse con posiciones o instantes inmóviles. Si a este error le cabe el nombre de “ilusión cinematográfica”, ello se debe a que también el cine produce un movimiento a partir de fotogramas inmóviles que desfilan ante nuestros ojos a tal velocidad que su intervalo deviene imperceptible.

Por su parte, la segunda tesis amplía el espectro de este error, pues afirma que no existe una sino dos maneras erróneas de reconstruir el movimiento a partir del espacio. La manera antigua procede por momentos privilegiados, por poses que alcanzan el acmé en una imagen móvil de la eternidad. La moderna, por el contrario, refiere el tiempo al instante cualquiera y procede a analizar el movimiento a través de momentos equidistantes. “El cine parece sin duda el hijo de último de este linaje”, dice Deleuze, pues, como dijimos, su reproducción del movimiento se da “en función de instantes equidistantes elegidos de tal manera que den impresión de continuidad” (Deleuze, 2008, p. 18). Podría decirse que el cine abona, en este sentido, la idea según la cual el movimiento es capaz de ser desmenuzado en momentos discretos. Según esta concepción, el tiempo no sería más que una ilusión. Para que las leyes científicas funcionen en todo el universo por igual, es necesario que el futuro y el pasado se encuentren anidados en cada instante (Barbour, 1999). Sin embargo, en la medida en que la tarea de la metafísica moderna consistía, para Bergson, en explicar cómo es que efectivamente surge la novedad de la experiencia consciente en medio de un tiempo científicamente inerte, la propia novedad del cine podría prolongarse en una problematización de este tiempo que falta, abriendo el todo cerrado de la ciencia hacia la sustancial producción de novedad por la que la filosofía aboga.

En sus comienzos, el cine utilizaba el mismo aparato para registrar y para proyectar sus imágenes. Las tomas, por tanto, eran fijas; y el tiempo de reproducción parecía abstraído de unas imágenes cuyos planos, formalmente inmóviles, eran solamente espaciales. En estas condiciones –dice Deleuze– era normal que el cine imite la percepción natural y reproduzca sus ilusiones (2008, p. 15). Sin embargo, en la medida en que la técnica cinematográfica evoluciona hacia el montaje, la movilidad de la cámara y la separación de la proyección y la toma, el cine conquista una originalidad capaz de materializar, contra todo pronóstico, la tercera de las tesis bergsonianas. Según ésta, el movimiento no es más que la expresión superficial de un cambio más profundo: la duración, creación continua de imprevisible novedad (Bergson, 2007). Así, no sólo el instante es un corte inmóvil del movimiento sino que, en mayor profundidad, el movimiento es un corte móvil de la duración (Deleuze, 2008, p. 22). Sucede como si el movimiento tuviese dos caras, una tendida hacia el espacio y otra hacia el tiempo. Es cierto que el movimiento es una traslación en el espacio, pero cada vez que hay traslación de partes en el espacio, dice Bergson, hay también cambio cualitativo en el todo. Y nuestra situación es tal que, aunque seamos capaces de sentir el cambio temporal y cualitativo, no percibimos del movimiento más que su aspecto espacial. De todas formas, en la medida en que es condición de la percepción, la duración constituye también su destino: dando la percepción, el cambio sustancial es tanto lo que no puede ser percibido como lo que da a percibir y, por tanto, lo que no puede sino ser percibido; lo que fuerza la percepción más allá de sus límites ordinarios hacia el campo trascendental donde se constituye, fracturando la percepción espacial y elevándola hacia su dimensión superior: el tiempo (Montebello, 2008, p. 19). Este movimiento-duración, imperceptible e inimaginable, es la dimensión espiritual del planteo de Bergson. Y es ello lo que el cine en sus mejores momentos nos otorga: una imagen que, lejos de estar fijada en las cosas, extrae de ellas una movilidad pura capaz de hacernos sentir el tiempo. En este sentido, se trata del efecto inverso al del eclipse en un cielo desencantado: mientras que éste implica una superposición espacial que simula por un momento un tiempo muerto, la superposición de imágenes propia del cine devuelve a la conciencia el elemento diferencial del tiempo.

Este tiempo recobrado al que nos conduce la aventura bergsoniana no se ordena como la línea de la sucesión ordinaria, sino más bien como una curva, como un vaivén que de un lado se arrebola y del otro se arremolina. La verdadera diferencia ya no pasa entre la conciencia y la materia, sino entre la materia y la memoria. Según intentamos explicar, el argumento del comienzo de Materia y memoria apuntaba a afirmar que los recuerdos no pueden conservarse ni en el cerebro ni en ninguna otra parte del cuerpo. Para ello sería a su vez preciso que le cerebro tuviera el poder de conservarse a sí mismo; “sería preciso conferirle a un estado de la materia, o incluso a la materia en su totalidad, ese poder de conservación que habríamos denegado a la duración” (Deleuze, 1987, p. 55). Es por esta razón que los recuerdos se conservan en sí mismos, y que la duración misma es memoria. Contrariamente a la opinión establecida, el tiempo no destruye nada; el tiempo es en sí mismo indestructible. La memoria ha dejado de ser una propiedad psicológica para devenir el nombre propio de la ontología. Es el presente el que es psicológico, pues delimita la utilidad como medida de la percepción somática. Así, la paradoja bergsoniana del tiempo consiste en afirmar que en realidad es el pasado el que es, pues se conserva; a diferencia del presente, que no deja de pasar. Es el presente el que ya fue, mientras que el pasado todavía es mientras dura. Es el pasado el que desde siempre ya era. Este pasado en general, ontológico, extrapsicológico e inconsciente, no se constituye después de haber sido presente, pues ¿cómo llegaría un nuevo presente si el anterior no pasase al mismo tiempo que es presente? Así, el pasado es contemporáneo del presente que ha sido (Deleuze, 1987, p. 59). En cierto sentido, el pasado no es lo que fue, sino que lo que en todos lados está pasando de un momento a otro. El pasado se espesa y se conserva, y así la totalidad del tiempo se encuentra contraída en cada una de sus capas, sedimentada en cada uno de sus estratos. Es a través de este pasado puro y virtual que distintos presentes relativos pueden conectarse, buscarse y resonar; y no para rememorar tiempos mejores, sino para lograr alcanzar y dar consistencia a aquel impulso imperceptible que frente a la percepción ordinaria se deshace como la espuma.

Según una primera impresión, el tiempo bergsoniano es principalmente un alegato de la continuidad, de lo indivisible. Pero también cabe decir que esta continuidad está llena de aperturas, de conexiones y de atajos; de desdoblamientos por donde comunican informaciones de las más diversas temporalidades. La duración misma implica una pluralidad de duraciones heterogéneas.


Conclusión: el cine, el cielo, el tiempo


Hacia el final de La imagen-tiempo, Deleuze afirma que “el tiempo hace ver la estratigrafía del espacio” (2005, p. 359). Puede que allí se esconda el nexo entre el cine y el cielo que buscamos desde un principio pues, en efecto, el cielo es el límite exterior entre la imagen-movimiento y la imagen-tiempo. La primera constituye el tiempo empírico de la sucesión, “el curso del tiempo” con su inaprensible presente que pasa a través de la relación extrínseca entre el pasado y el futuro. Pero en los extremos de esta imagen asoma, no obstante, una representación metafísica de la unidad temporal, una imagen indirecta del tiempo. Sea en su mínima unidad como intervalo de movimiento, sea en la sublime totalidad del año platónico, la imagen-movimiento descansa, como decíamos, en una imagen-tiempo imperceptible.

Asimismo, tal como el cine materializa la memoria, el cielo es una pantalla donde se graba el pasado. Vemos allí estrellas inexistentes cuya luz transita todavía el vacío. De igual manera, si nos alejásemos de la Tierra más rápido que la luz, comenzaríamos a ver su pasado y la historia de la Tierra se reproduciría hacia atrás. Sin duda, la ciencia nos dice que esto es imposible; pero ello no quita que el espacio vacío del universo permita realizar lo más extraños experimentos mentales. Demente máquina de tiempo, la imagen celeste es entonces escenario de todo tipo de movimientos aberrantes. El cielo mismo se revela como una de las más altas potencias de la imaginación, preservando así un ambiguo estatuto: mítico y científico a la vez. Si entendemos la mitología como indicación de la existencia de un espacio lógico del que ningún término lógico puede dar cuenta, como señalamiento de un fondo de absoluta indeterminación que emplaza toda determinación posible (Zizek y Gabriel, 2009, p. 20), entonces el cielo nunca puede ser un espacio indiferente y exterior. El cielo como afuera radical involucra directamente nuestra historia, pero también la arrastra hacia sus extremos.

Mucho antes de nuestras naves espaciales, ya los antiguos navegaban a su manera el universo, pues el conocimiento del ciclo de la precesión de los equinoccios fue compartido por las más antiguas y diversas culturas sobre la Tierra. Frente a este trayecto de 25920 años, durante el cual nuestro Sol gira en torno al centro de la galaxia, la diferencia entre un anclaje heliocéntrico y uno geocéntrico deviene, en términos de imagen, por completo insignificante. ¿No es cuanto menos extraño que hoy en día nos encontremos en una situación extrema, sin Tierra y sin cielo, justo cuando este ciclo se encuentra en su último umbral? Lejos de ceder ante oráculos y supersticiones, lo que intentamos hacer notar es la necesidad de atender al sedimento de temporalidades que este metacine cósmico conserva. No tanto para preservarlos, pues se conservan en sí, sino para relativizar los marcos imaginarios de nuestras propias temporalidades y devenir capaces de dar a nuestra duración concreta una consistencia que nos permita resistir la fuerza disolutiva de un cosmos cuya relación con lo humano colapsa.

Tal como un cine a cielo abierto, como un cine del afuera, la ida y la vuelta al cosmos guarda quizás la posibilidad de alterar la imagen de lo que significa pensar, pues implica una suerte de ciencia ficción del pasado; una deformación y un desdoblamiento de la línea del tiempo. Lo impensable del cielo nos fuerza entonces a pensar más allá de las formas en las que se materializa la vida en nuestro planeta. Si el cine trajo consigo una proliferación de imágenes que transformó la percepción, ¿habrá en el cielo algo capaz de ampliar los límites de nuestra conciencia?


Referencias


Aristóteles (1994). Metafísica. Gredos.

Axelos, K. (1964). Vers la pensée planétaire. Le devenir pensée du monde et le devenir monde de la pensée. Les éditions de Minuit.

Barbour, J. (1999). The end of time. The next revolution in physics. Oxford University Press.

Barbour, J. (2001). The Discovery of Dynamics. A study from a Machian point of view of the discovery and the structure of dynamical theories. Oxford University Press.

Barnard, W. (2011). Living consciousness. The metaphysical vision of Henri Bergson. Suny press.

Bergson, H. (2006). Materia y memoria. Ensayo sobre la relación entre el cuerpo y el espíritu. Cactus.

Bergson, H. (2007). La evolución creadora. Cactus.

Blumemberg, H. (2008). La legitimación de la Edad Moderna. Pre-textos.

Bouillon, A. (2016). Gilles Deleuze et Antonin Artaud. L'impossibilité de penser. L’Harmattan.

Chalmers, D. (2009). The Two-Dimensional Argument Against Materialism. En Beckermann, McLaughlin y Walter (eds.), Oxford Handbook of the Philosophy of Mind, (pags. 313-39). Oxford University Press.

Chalmers, D. (2015). Panpsychism and Panprotopsychism. En Alter y Nagasawa (eds.), Consciousness in the Physical World: Perspectives on Russellian Monism (pags. 246–276). Oxford University Press.

Chateau, D. (2010). Estética del cine. La marca editora.

Deleuze, G. (1987). El bergsonismo. Cátedra.

Deleuze, G. (2005). La imagen-tiempo: estudios sobre cine II. Paidós.

Deleuze, G. (2005b). Bergson: 1859-1941. En La isla desierta y otros textos (pags. 31-44). Pre-Textos.

Deleuze, G. (2008). La imagen-movimiento: estudios sobre cine I. Paidós.

Deleuze, G. y Guattari, F. (2005). ¿Qué es la filosofía? Anagrama.

Gabriel, M. y Zizek, S. (2009). Mythology, madness and laughter. Subjectivity in german idealism. Continuum.

Koyré, A. (2000). Estudios de historia del pensamiento científico. Siglo XXI.

Koyré, A. (1999). Del mundo cerrado al universo infinito. Siglo XXI.

Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica. Siglo XXI.

Lawrence, D. H. (2006). Apocalipsis. Losada.

Levi-Straus, C. (1979). Introducción a la obra de Marcel Mauss. En Mauss, M., Sociología y antropología (pags. 13-42). Editorial Tecnos.

Marchart, O. (2009). El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. Fondo de Cultura Económica.

Meillassoux, Q. (2008). Soustraction et contraction. À propos d'une remarque de Deleuze sur Matière et mémoire. Philosophie n° 96, p. 67-93. DOI 10.3917/philo.096.0067

Meillassoux, Q. (2015). Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia. Caja Negra.

Montebello, P. (2008). Deleuze, philosophie et cinéma. Vrin.

Montebello, P. (2015). L’autre métaphysique. Presses du réel.

Nagel, T. (1979). Panpsychism. En Mortal Questions (pags. 181–195). Cambridge University Press.

Negri, A. (1994). Spinoza subversif. Variations (in)actuelles. Éditions Kimé.

Stengers, B. (2002). Penser avec Whitehead. Une libre et sauvage création de concepts. Éditions du Seuil.

Unzicker, A. (2015). Einstein’s lost key. How we overlooked the best idea of the 20th century. CreateSpace Independent Publishing Platform.

Viveiros de Castro, E. y Danowski, B. (2019). ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los medios y los fines. Caja Negra.