Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación. ISSN 2525-2089

Deconstruyendo el estereotipo de la docente de preescolar
en tiempos de pandemia

Deconstructing the stereotype of the preschool teacher in times of pandemic

Nidia Alejandra Chincoya García

Instituto Estatal de Educación Pública,

 Jardín de Niños: "Lic. José María Castillo Velasco", México.

 ORCID   https://orcid.org/0000-0001-8877-3195

alejandrachincoyagarcia@gmail.com

Recibido: 09/05/2021

Aceptado: 28/06/2021

DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.022

Resumen. En esta narrativa, la autora, joven docente de preescolar en una zona rural de Oaxaca, México, se rebela frente al estereotipo instituido de la docente del preescolar. Reflexiona acerca de la vida en pandemia, para algunos bajo el resguardo de un techo y la seguridad del empleo, para otros, en la feroz lucha cotidiana por el sustento. A fin de cuentas, lo personal es político, tal como se evidencia en esta narrativa que desvela una cotidianidad emergente donde se exacerba la desigualdad social y se hacen patentes las contradicciones del rol que se impone a las mujeres, sobre todo a las educadoras ¿Será acaso que la capacidad de asombro está agotada o ya aceptamos con indiferencia el hecho de la muerte que ronda nuestras comunidades, sobre todo cuando toca la puerta de los desposeídos, de los sintecho, de los pobres? El discurso de la autora, enmarcado en el feminismo interseccional y en la pedagogía crítica, representa un recurso que abona a la reflexión del momento histórico que vivimos y a la necesidad de repensar el qué y cómo de una educación sustentada en la justicia social y cuestionadora del orden patriarcal que socava los derechos humanos.

Palabras clave. Pandemia-Covid-19, Educación emergente, Justicia social, Pedagogía crítica; Feminismo interseccional.

Abstract. In this narrative, the author, a young woman who is a preschool teacher in a rural area of ​​Oaxaca, Mexico, rebels against the instituted stereotype of the preschool teacher. She reflects on life in a pandemic, for some under the shelter of a roof and job security, for others in the fierce daily struggle for livelihoods. After all, the personal is political, as evidenced in her narrative that reveals an emerging daily life where social inequality is exacerbated and the contradictions of the role imposed on women, especially on educators, become apparent. Perhaps the capacity for astonishment is exhausted or we already accept with indifference the fact of death that haunts our communities, especially when it knocks on the door of the dispossessed, the homeless, the poor? The author's speech, framed in intersectional feminism and critical pedagogy, represents a resource that contributes to the reflection of the historical moment that we live. There is a need for rethink what and how of an education based on social justice and questioning the patriarchal order that undermines human rights.

Keywords. Pandemic-Covid-19, Emerging education, Social justice, Critical pedagogy, Transactional feminism.

 

 

Me despierto sin hambre. La luz irrumpe de lleno sobre mi cara desde una ventana desnuda. Remoloneo como un molusco agónico entre las almohadas, sin horarios, sin espías y me pierdo entre las noticias del día. Ahí afuera, como todos los días hay gente muriendo, los que no han muerto pelean por el agua, por el derecho a cruzar una frontera cuajada de balines, por sacar adelante la vendimia, tantos y tantos más seguro tienen hambre, pero yo no, yo no conozco el hambre.

Tomo el teléfono celular, mi ahora lugar de trabajo reside en una letanía de mensajes que jamás reciben respuesta. Comienzo los oficios del día; envío trabajos, ejercicios, actividades, explico los propósitos, y me dedico rogar por una respuesta que nunca llega, y a seguir rogando, rogar por norma, rogar por estrategia nacional, “que alguien piense en los niños” y convencerme de rogar sabiendo bien que para ellos, los de fuera, responder a esos mensajes sin identidad, no es prioritario; allá del otro lado de la pantalla, el receptor de mis planeaciones y materiales tiene otras cosas en la cabeza, otras urgencias, otros menesteres, está, efectivamente, pensando en los niños: hay que pensar en qué va a comer hoy ese niño, que necesita zapatos, que necesita leche, que necesita medicinas, hay que pensar en conservarle un techo a ese niño.

El teléfono se queda callado, nunca recibe respuestas desde el otro lado de la pantalla, y hoy menos que nunca, hoy ha muerto un hombre. Pero yo no lo sé; yo inicié mi día con el café negro que, por el precio no puede ser de comercio justo. Ahí, casual, tomándome la esclavitud de algún veracruzano, remojando el fruto de sus manos callosas con bollitos de mantequilla y con todo el privilegio de un plato caliente sobre la mesa y el sueldo seguro al alcance de una tarjeta. No tengo que salir, no tengo que salir, no tengo que salir.

Scrolleo la realidad desde la seguridad del aislamiento y la distancia, y ella me abofetea con pantallazos de migrantes morenos y chaparritos, cargando niños panzones de lombrices atados a la espalda, en una caravana de muerte que de tan larga se pierde en el horizonte, en un sopor de pesadilla, sudor y estropicio y el terror de que no lleven cubrebocas me atiza el cogote con hierros de marcar vacas. Ellos claro, tienen otros menesteres, mucho más apremiantes que el cubrebocas y el alcohol gel, pero no puedo alcanzar el estado de su pensamiento desde el calor de mi sillón mullido, barato, pero caliente. Me hundo en la brea sin fondo del resumir las injurias del mundo en un #hashtagMigrantes más eurocéntrico que el pan blanco y entonces puedo ver sin filtros las manos negras que emergen suplicantes desde el océano, intentando subir a un bebé igual de negro por la borda de un pequeño bote rescatista, ellos están perdidos en el Mediterráneo tanto como yo estoy perdida en mi terror, agarrada a las orillas del asiento, mientras ahí afuera ellos siguen agarrándose a las orillas de la vida. Tal como yo busco no poner un pie allá afuera, ellos están buscando salir. Tener miedo es un privilegio.

Aferrada al posabrazos de mi asiento, cierro las redes y cierro los ojos. Hago mi pedido online de las verduras de la semana, hoy más caras que la semana pasada, claro, porque la Central de Abasto de Oaxaca ardió en llamas y convirtió en ceniza los expendios de verdura y el ingreso de cientos de familias de mercaderes, como los padres de familia de mi comunidad escolar, que hoy sostienen carbones donde antes hubo generaciones de trabajo. Que posan delante de sus puestos consumidos en ceniza junto al gobernador del estado, que con su sonrisa perfecta los encuadra en el escenario promisorio de las dádivas fantasma, mientras debajo de la foto posteada en el diario online se acumulan los comentarios que tildan a los damnificados de oportunistas, de vivir del gobierno, de tener la culpa de su opresión, de no esforzarse lo suficiente para dejar de estar en la base de una pirámide que nos aplasta a todos, de subir el costo de sus mercancías por no saber “echarle ganas”. Aun así, yo puedo pagar el precio. Aquí no ha muerto nadie, pero allá entre los hortelanos y los mercaderes, entre los cargadores y los estribadores, hacinados en los pantanosos puntos ciegos de la meritocracia, hoy ha muerto un hombre.

Hoy ha muerto un hombre, su cuerpo yace tendido en la calle, a los pies de los autoproclamados guardias de un retén que, en un intento desesperado por frenar los contagios, a punta de mecates cierra el paso de los transeúntes que intentan desplazarse de una comunidad a otra en busca de atención médica y que es apenas la expresión más ínfima de la xenofobia generalizada que envuelve a los pueblos del mundo, un miedo irascible al forastero, al ajeno desconocido, y ahí debajo de ese talud del rechazo, yace él, el anónimo, pero yo no lo veo.

Yo poso la mirada frente al espejo que me devuelve la imagen de una mujer a medias, contraigo los dedos alrededor de los rollos de carne adiposa que se forman en mi vientre moreno, escuchando el comercial omnipresente que interroga “¿cansada de la flacidez? 150 productos para perder peso en esta cuarentena” “borra tus arrugas y rejuvenece diez años” “adiós a la celulitis, 100 rutinas de ejercicio sin salir de casa” “elimina el olor de tu vagina” “esconde tu regla” “aclara tu piel” “desaparece, reduce, pierde, elimínate mujer, bórrate del mapa, no envejezcas, no te cuelgues, no te aumentes, reduce tu cuerpo hasta la extinción, no seas sexual, sino sexualizable, que si hay algo que incrementar que sea tu capacidad de consumo, consume lo que sea necesario para lograr ser apetecible, mercable, consumible y desechable” me dicta la norma capital todo poderosa, y meto la panza, y escondo mis treinta, y me perfumo la vulva.

Bajo el dedo por la pantalla del móvil entre las rutinas de yoga que miro, pero nunca hago, y los zapatos que meto al carrito virtual, pero que al final nunca compro por miedo a que me traigan el COVID pegado en la envoltura, o pegado en el repartidor, o pegado de fábrica en el hacinamiento de les trabajadores textiles y manufactureros. Y le pego un chisguete de cloro a mi cerebro, para que no me devore la culpa del consumismo aspiracionista. Pero el espejo me acosa con su verdad absoluta, y entonces el miedo a morir ya no se reduce a un virus implacable, sino al vacío de morir insuficiente, vieja, de acabarme la piel que jamás pude aclarar, y huyo al portal de las colectivas feministas para que me reinicien el chip de corregirme la naturaleza en aras de “valer” para el mercado, para el capitalismo y el patriarcado.

Hoy un hombre yace en la banqueta, pero yo no tendré conciencia del hombre muerto sino hasta ya entrada la tarde, varias horas después de haber enviado los ejercicios y videos de actividades al grupo de padres de familia en WhatsApp. De cualquier manera, me toma mucho tiempo elegir y detallar toda la exigente y agotadora performance de la Miss del preescolar; poner de fondo la mejor pared de mi casa, procurando que nadie alcance a fisgonear mi hogar. Y mi mejor sonrisa, para que no se note la falta de contención emocional, que ruego al cielo nadie me pida. Que los colores del material sean vivos y no se me acuse de entenebrecerle el pensamiento a la infancia. No desentonar en la foca Ramona, que trabaja en el circo, y procurar que no se vea ni un rastro de piel, que cualquier día me llega una demanda por obscenidad o la dickpic de algún papá. En el ajetreo de la alienación del cuerpo y la supresión del ser sexuado, en el enaltecimiento la figura de la miss de azúcar, para comodidad de la moral educativa y del público, tengo poca cabeza para concienciar en los muertos

Tampoco me vale de mucho, entre la agenda violeta, veo los carteles de las muertas, las desaparecidas, las niñas de nadie, las que buscan las madres en un grito perpetuo y en el alborozo del “todas tenemos algo que aportar” lo veo; el cartel morado con mujeres levantando banderas que a voz en alto decreta “Soy la maestra de las niñas que jamás vas a tocar” soy la maestra, soy maestra, soy yo, ¿Soy la maestra de las niñas que jamás van a tocar? Entre el ser y no ser me doy cuenta que al tiempo presente yo no soy. Y quisiera ser, con todas mis ganas, qué no daría por ser y porque no las tocaran nunca, pero ese “Soy la maestra de las niñas…” está en tiempo presente, y el presente es perpetuo. Hago el recuento de mis intromisiones del presente como maestra y me caigo en sus pozos. Cuando he querido incluir mujeres no reconocidas en las conmemoraciones patrias, me han corrido del CTE. Cuando he querido ser paritaria y bajarle tantito al falocentrismo con los personajes históricos y por ahí incluir los aportes de mujeres a la historia, me han levantado reportes “los niños no están para eso” me dicen, los niños no están para saber que las mujeres aportan. Cuando he sugerido que los niños reciban los mismos regalos en navidad y día de los reyes, tipo una cuerda de saltar para todos, en vez del eterno desfile de trastecitos para las nenas y carritos para los nenes, se me ha acusado de querer convertir a las niñas en marimachas y a los niños en maricones. Y antes de nacer, la raquítica proeza muere aplastada en una avalancha de envolturas de regalo azules y rosas, que se reparten con los infantes divididos en dos filas determinadas por su genitalia inmencionable.

Cuando los padres de familia me han mandado mensajes de acoso y busco apoyo de mi superior administrativo inmediato, se me ha felicitado por ser tan guapa, por levantar suspiros, por ser joven, deseable, acosable, agredible, “halagada deberías estar”. Cuando he querido denegar el acceso de los padres a mi número personal por haber recibido fotografías de vergas se me ha acusado y culpado a mí por provocar que me las manden “usted no se da a respetar” y no me queda ni la gracia para tomármelo personal cuando veo la estadística mundial que culpa a las mujeres por salir de noche, por usar bragas de encaje, por tener sexo, por beber alcohol, por estar vivas, por tener una vagina que lubrica en medio de la violación, qué más da ya por tener WhatsApp. ¿“La maestra de las niñas que no vas a tocar”? Cuando he querido que se implementen pláticas de ESI con nuestros niños por parte de profesionales en el tema, se me ha acusado de querer corromper a la infancia, de intentar contaminarlos con mi incorregible cochambre mental, y cuando he dicho a mis alumnos que la vulva se llama vulva y el pene es pene, casi me corren por desgraciada, por sucia, por puta perra.

Qué más quisiera yo que ser la maestra de las niñas que jamás nadie va a tocar, es el sueño, pero la realidad es que soy la maestra de las niñas que cualquier día de estos amanecen muertas. Soy la maestra de un gremio que se llama a sí mismo revolucionario, y sale a las calles a abogar por sus derechos, pero que en la privacidad de la casa delega el trabajo doméstico y de cuidados en función de quién tiene útero y quién no, como un destino biológico inquebrantable, y fuera de las filas de las marchas del quince de mayo, cuestionan un movimiento que, al igual que el suyo hace marchas y pintas porque ¿Quiénes somos las mujeres para pintarrajear las paredes donde ellos orinan? “¿Y así piden respeto?” nos espeta el rancio arquetípico caballero de siempre, como si no mereciéramos el respeto de facto por ser seres humanos, y la señora del día con día culmina la frase “Luego por eso las matan”. En el medio tiempo que me deja disfrazarme de “mujer decente” para dar mis clases, soy la maestra que recibe en juntas de tutores a niñas maternantes, ya multíparas que pasan por muy poco la mitad de mi edad, casi todas dependientes económicas de su maltratador. Y ahí estaría yo, de ese lado sentada si mi familia hubiera tenido unos pocos pesos menos para ofrecerme salida, y me aferro con los dientes a una agrupación sindical que me ofrece un puesto fijo y la libertad de ser puta, sin hambre. Un gremio conformado por más de sesenta por ciento de mujeres, y que sin embargo, nunca ha sido representado por una mujer, mucho menos aún por una estructura ejecutiva paritaria, porque liderar es cosa de hombres, en las negociaciones de la revolución obrera y magisterial piden pene como pase de entrada, mientras en los campamentos de las bases se paran las maestras detrás de los anafres para preparar el alimento de una revolución que a ellas nunca se les traduce ni a Ilustración ni a Renacimiento, ahí están, en la primavera de 2013 hirviendo los frijoles, tal como las madres de sus abuelas los hirvieron para las huestes de la revolución antiporfirista, ahí estamos sirviendo los platos, poniendo la carne, nuestra carne, nuestra vida y ahí seguimos. La mayoría de los trabajadores de la educación en México son mujeres, la mayoría de ellas además de ejercer una identidad profesional como trabajadoras activas en la economía nacional, maternan, y de las que maternan, un tercio lo hacen solas, con la burla social sobre sus espaldas, aunque ellas nunca nada le hayan pedido al mundo, en cambio el mundo les pide seguir maternando, fuera de casa, en sus espacios de ejercicio profesional. Ellas no migran de una geografía a otra, pero su sudor y lucha migra de un hito nacional a otro, un paso adelante, con los niños a cuestas y la casa colgando, pero abajo, que a la mesa de las decisiones se sientan ellos, recién comidos y con la ropa limpia, ellos “los maestros revolucionarios”.

Soy la maestra de un gremio que nunca ha tenido una secretaria general, soy la maestra de un nivel educativo donde el noventa y tres por ciento de las trabajadoras son mujeres, porque en la educación preescolar los alumnos necesitan trabajo de cuidados, y los cuidados están tatuados en el destino de las personas con canal de parto. Y ahí estamos, aceptándolo, haciendo gala de lo buenas mujeres que somos, grabándonos en la piel una identidad que nos dicta ser dulces y buenas, y sumisas. Y entonces me descubro cerrándome hasta el más alto botón de la camisa antes de grabar mi clase virtual, en busca de la aprobación, de que el mundo me diga que también soy buena.

En el estado de la disidencia magisterial, el noventa y tres por ciento de las trabajadoras del nivel preescolar son mujeres, el porcentaje baja hasta el sesenta y siete por ciento cuando se trata del nivel primaria (aunque vuelve a subir a más del setenta por ciento cuando se cuenta a los docentes que atienden de primero a tercer grado, siguen siendo las mujeres quienes en su mayoría atienden a los grupos de menor edad) y sigue bajando hasta el cincuenta y dos por ciento en la educación secundaria, y sigue a la baja en los niveles medio superior y superior. La norma es clara, a mayor necesidad de cuidados más necesaria la presencia femenina y viceversa. Pareciera haber una especie de jerarquía invisible en la cual la construcción de conocimiento incluso a través del empirismo está monopolizado casi en lo absoluto por el profesorado masculino, y en esa imposición de identidades, ahí estamos las educadoras, confinadas a la dulzura y el maternaje de pequeños que no hemos parido, pero que acogemos en nuestro seno personal y profesional. Pareciera que las educadoras tenemos poco o nada qué decir después de cortar el fomi de nuestros adornos. Pero llevo tantos años siendo mujer, qué sería muy tonto no estar de mi propio lado.

 Cantando los saludos matutinos en el video de la video-clase me pregunto si estoy cantando para los niños o para alimentar el estereotipo que se tiene de mi profesión. Y me canso, me harto. Estoy harta de las educadoras, enferma de ellas, enferma de su pose de seres dulces que sólo saben hacer conejos de fomi. Estoy bastante harta de decir que soy maestra de preescolar y que la gente me refute “¡Ah! de preescolar” como una forma de dejar muy en claro que mi labor es distinta a la labor de un maestro varón de primaria, pues yo no enseño, sino cuido niños. Pareciera que las educadoras (así, invisibilizando a los pocos pero presentes seres no gestantes -varones- que se ganan el pan dando clase en nivel preescolar) nos tenemos ganada la etiqueta de cuidadoras, niñeras, somos las misses antes de ser las maestras, pareciera que a punta de conejos de fomi, manualidades con tubos de papel higiénico y mucha diamantina, nos ganamos con bombo y platillo no ser tomadas como docentes serias, menos como investigadoras, menos como generadoras de conocimiento.

       A lo largo de la historia de la educación parvularia, hay un patrón particular que emerge tajantemente en el caso de las maestras, aquello que con Froebel podía visualizarse como un espacio de poder (porque hay pocas cosas que empoderen tanto como la independencia económica y un espacio donde seas la autoridad) esa esfera laboral casi exclusivamente para mujeres, rápidamente se alineó a la causa moral universal, el sometimiento de la sexualidad femenina, la represión de libertades, la negación de las mujeres como seres sexuados… por el bien de los niños. El sometimiento de las mujeres trabajadoras de la educación en nombre de los niños, que se expresa de facto en la normativa interna de los planteles, donde sigue alineándose a una expectativa del deber ser de una “buena mujer” la prohibición de los colores oscuros, de los zapatos abiertos, la cantidad mínima aceptable de tela sobre el cuerpo de las maestras, las batitas con figurines que se les exige a ellas, pero no es un elemento necesario en la indumentaria del trabajador docente varón promedio, todo tiene más qué ver con la represión de la sexualidad que con el interés educativo y sobre esas bases, siempre dentro de ese margen se ha construido la imagen social de las educadoras. “las educadoras son dulces” porque cargan el peso de la expectativa social que les exige mostrarse sumisas. “Las educadoras” son todas mujeres porque se ha construido la idea de que solo las mujeres “saben” como cuidar un niño… en más de una lectura de las guías de estudio de la normal alcancé a leer que las educadoras eran todas mujeres porque a esa edad los niños están más apegados a la madre… como si los seres no gestantes fueran incapaces de asumir actitudes empáticas con otros seres humanos; los hombres no cantan, los hombres no bailan, los hombres no tienen paciencia, “ese amor”, “ese instinto” no es más que una apología para decir que a los hombres no les corresponde responsabilidad alguna para con los cachorros de la manada, que las mujeres en la sociedad seguimos teniendo un papel primitivo donde la única forma que tenemos para aportar a ella es dando el pecho a los infantes, y la vagina a los mayores, como yeguas de pie de cría. Soy maestra por una carrera que los hombres prácticamente no estudian porque atender niños que necesitan cuidado es cosa de mujeres, y aquellos que la estudian son perseguidos y señalados hasta en sus preferencias sexuales. Porque atentar contra la masculinidad prestándole atenciones a las indefensas crías del grupo es motivo de destierro para ellos, los pocos.

Las Tareas asignadas con base en la condición de género, la maestra mesera de los festivales, la maestra edecán de los eventos, la maestra bailarina, cuya naturaleza es ajena al papel de profesorado, se normaliza en el diario acontecer el trabajo docente para las mujeres, hasta convertirse en una expectativa. La exigencia del maternaje en el espacio docente que es claramente traducido en la relegación de las mujeres a los niveles educativos de mayor demanda de cuidados y la exigencia de protocolos de vestimenta que no se aplican a compañeros varones y la siempre vara de juicio de mucha mayor presión social sobre el comportamiento en áreas personales de desarrollo de las mujeres no es más que la expectativa de género que convierte un área de conocimiento como lo es la educación parvularia en el hervidero de la misoginia, un espacio donde las más jóvenes, nuestras niñas, pueden vernos a las más viejas siendo para la mirada externa, y no para nosotras mismas. Haciendo conejos de fomi, porque es lo que se espera de nosotros, que expresemos una feminidad servil. Pensar acerca de ello me ha tomado los últimos 9 años de mi vida y me ha revelado que en realidad decir que estoy harta de las educadoras es decir que estoy harta de lo que histórica y socialmente se ha hecho de ellas, de nosotras, por el hecho de ser mujeres, no me harta el canto del pájaro, me harta la canción de jaulas.

       ¿Cómo voy a ser así la maestra de las niñas que nadie va a tocar? Ojalá lo fuera, ojalá de mí dependiera, pero soy la maestra que llega a temblar de asco y miedo en su escritorio después de que la agredieran en la calle de camino al trabajo y puso la cara dulce que se nos exige de la puerta hacia adentro, mientras aún sentía tus manos asquerosas debajo de la falda. Soy la maestra que se te llevaste en el transporte público y nunca más volvió a su casa. Soy el cuerpo deshecho que abandonaste en el baldío, la que dejaste tiesa y fría en una zanja mal oliente. Soy la que no volvió a ver a sus hijos porque se atrevió a dejarte y le has puesto fin, soy la que grabas a escondidas en los festivales y reuniones de la escuela, soy las maestras que ya mataste. Soy la maestra que escucha “esa niña es una puta, esa niña no se respeta, esa niña anda de loca, ¿Dónde está la madre de esa niña?” en las reuniones técnico-pedagógicas. Ojalá llegara el día en que yo sea la maestra de las niñas que jamás nadie va a tocar, pero soy la maestra de las niñas que ya tocaste, que en este momento mientras explico la clase para la videocámara, no pueden ir a la escuela y están ahí encerradas contigo. Soy la maestra de las niñas que crecerán en un país donde una de cada tres ha sido tu víctima, donde la edad promedio de la primera agresión sexual es a los 9 años, donde todos los días matas a diez, y cualquier día esas diez son ellas. Soy la maestra de las niñas en peligro de muerte, la maestra de las niñas que ya mataste, soy. La maestra de las niñas que cualquier día de estos te llevas y nunca vuelven. La maestra que verá sus caras en los carteles de las colectivas feministas, y escuchará sus nombres en el grito perpetuo de las madres que buscan, esa soy. A menos que sea mi nombre el que se grite primero.

Tan sólo en el primer mes del año 2019, en México se registraron casi 300 muertes violentas (asesinatos) de mujeres cuyo móvil y forma encuadran en lo que se conoce actualmente como femicidio, siendo este la expresión más radical de la violencia sistemática y estructural contra las mujeres, y que dicha violencia como toda práctica sistemática se va normalizando a lo largo de nuestras vidas mediante expresiones más sutiles de limitación, invisibilización y asignación de roles y creencias a lo largo de nuestras vidas, y en esa condición de alarma ¿No debería fungir la escuela, en su raíz laica y democrática como salvaguarda y promotora del derecho a la vida? ¿No es entonces labor de la escuela, sobre todo de la escuela pública abogar por la defensa de la igualdad entre individuos en la consecución de la única meta de cualquier educación: ¿La construcción de sociedades justas, con garantía de equidad para todo ser humano? Y por tanto ¿No es tarea inequívoca de la educación luchar contra todo aquel sistema que promueva, invisibilice o normalice activa o pasivamente cualquier tipo de exclusión, discriminación o supremasía, mediante la oferta de mejores y más igualitarios modelos de sociedad?

Me despinto la boca color rosa Barbie mientras mascullo citas que leí en algún lado con la esperanza de que me devuelvan la gracia de planear la clase bajo los preceptos sagrados del sujeto histórico social que me dicta el santo PTEO, pero alineados a mi muy conveniente paradigma personal “Lo que aprendamos o dejemos de aprender durante la infancia nos acompañará para toda la vida. Gran parte de nuestra forma de ser se gestó mientras fuimos niños y niñas a través, por ejemplo, del juego, de la observación de quienes nos rodearon y de las experiencias que paso a paso y sin muchas veces darnos cuenta fuimos atesorando hasta conformar lo que somos hoy. Si desde niños educamos en la igualdad, tolerancia, inclusión y respeto, demostrando que hombres y mujeres somos valiosos y podemos aportar desde nuestras diferencias, nuestros niños y niñas establecerán vínculos de convivencia más armoniosos que favorecerán la forma en cómo se relacionen hoy y a futuro”. Pero la cita me revolotea en la cabeza solo para darme cuenta con desazón que la escuela hoy está cerrada, el complejo urbanístico escolar de la calle “Año internacional del niño” donde residen los planteles de preescolar a bachillerato apartados del bullicio del centro, el mercado y la carretera, en la última cuadra al noreste de la comunidad, donde los niños pueden transitar tranquilos a todo lo ancho de calle, entre sembradíos de lechuga y terrenos baldíos plagados de quiebraplatos azules, caminando a la vera de un grafitti de veinte metros en blanco y negro con la cara de Edgar Allan Poe, donde “No soporto la idea de que el universo tenga que destruirse cada vez que tú te marches” recita la pared blanca bajo un cielo tan azul que roba el aliento. Donde a todo lo largo del camino, se divisaban los carritos de tortas, memelitas, hamburguesas y los portales de las casas ofrecían dulces, fruta enchilada, peluches y regalillos típicos de novios primerizos, donde la cafetería improvisada en el jardín de una casa vecina se llenaba de niñas tomando malteadas, y una enorme heladeria abría sus puertas al sonar los timbres de salida, y los jovencitos se sentaban entre las florituras de herrería de la enorme casa blanca. Donde todo estaba hecho a su medida, pensado para ellos. Donde las escuelas propiciaban una convivencia de ensueño y eran al mismo tiempo un motor económico para los vecinos, hoy no existe más, con las escuelas cerradas, el complejo escolar está vacío y lo que de queda de la escuela está frente a mí, mirándome con su lente estática posada en un tripié y un aro de luz que compré para sentirme muy influencer, y su ausencia me deja claro que de cualquier manera, el video y las actividades no llegará a todos los padres de familia, claro, no todos tienen WhatsApp, pero tiene que ser así, se cuentan con media mano los que tienen una computadora y ninguno cuenta con conexión a internet. Por supuesto nadie devuelve las evidencias de trabajo, eso cuesta datos, y los datos cuestan dinero. El dinero entraba a San Antonino castillo Velasco por la puerta del baratillo, donde se auto emplean la mayor parte de los pobladores, que comercian ganado y la verdura de sus cosechas. Hoy esa puerta también se ha cerrado, después de un enfrentamiento con la Guardia Nacional que lleva la consigna de desbaratar las aglomeraciones, caldo de cultivo para los contagios. Y no me puedo imaginar la desesperación de los comerciantes, los padres de familia de mi grupo, para defenderlo a punta de palo y piedras, que aquí sólo hay de dos, arriesgarse al contagio y muerte por COVID, o matar a la familia de hambre. Es obvio que no haya evidencias, no van a gastar lo poco que queda en fichas de internet para el celular, y menos hoy. Hoy ha muerto un hombre.

La noticia me encuentra cobijada en mi cama, con el estómago lleno, me salta a la cara desde la pantalla del móvil, con la fotografía de un cuerpo en bermudas negras, tendido sobre la banqueta, a plena calle, con la luz del sol tatemándole la espalda. Tendido junto a unos pies partidos de trabajo y enfundados en huaraches de cuero recio: “Cae muerto a plena calle hombre con síntomas de COVID, frente a su padre en San Antonino Castillo Velasco” revista Proceso, 26 de mayo de 2020.

Y lo reconozco. O tal vez no. Pero lo que yo sepa o no es irrelevante. Allá donde mis niños, hoy falta un padre, un hijo, jefe de familia, un proveedor. Hoy como todos los días alguien falta en casa. Hoy ha muerto un hombre. [1]



[1] Sugerimos el visionado del relato digital personal (storytelling) de la autora Hoy ha muerto un hombre:

https://www.youtube.com/watch?v=O5ycM1Wf734&ab_channel=GIDDETUNAM