Deconstructing
the stereotype
of the preschool teacher in times of
pandemic
Nidia Alejandra Chincoya
García
Instituto Estatal de
Educación Pública,
Jardín
de Niños: "Lic. José María
Castillo Velasco", México.
alejandrachincoyagarcia@gmail.com
Recibido:
09/05/2021
Aceptado:
28/06/2021
DOI:
https://doi.org/10.48162/rev.36.022
Resumen.
En esta narrativa, la autora,
joven docente de preescolar en una zona rural de Oaxaca, México,
se rebela
frente al estereotipo instituido de la docente del preescolar.
Reflexiona
acerca de la vida en pandemia, para algunos bajo el resguardo de un
techo y la
seguridad del empleo, para otros, en la feroz lucha cotidiana por el
sustento.
A fin de cuentas, lo personal es político, tal como se evidencia
en esta narrativa
que desvela una cotidianidad emergente donde se exacerba la desigualdad
social
y se hacen patentes las contradicciones del rol que se impone a las
mujeres,
sobre todo a las educadoras ¿Será acaso que la capacidad
de asombro está
agotada o ya aceptamos con indiferencia el hecho de la muerte que ronda
nuestras comunidades, sobre todo cuando toca la puerta de los
desposeídos, de
los sintecho, de los pobres? El discurso de la autora, enmarcado en el
feminismo interseccional y en la pedagogía crítica,
representa un recurso que
abona a la reflexión del momento histórico que vivimos y
a la necesidad de
repensar el qué y cómo de una educación sustentada
en la justicia social y
cuestionadora del orden patriarcal que socava los derechos humanos.
Palabras
clave. Pandemia-Covid-19,
Educación
emergente, Justicia social, Pedagogía crítica; Feminismo
interseccional.
Abstract. In this narrative, the author, a young woman who
is a preschool teacher in a rural area of Oaxaca, Mexico, rebels
against the instituted stereotype of the
preschool teacher. She reflects on life in a pandemic, for some under
the
shelter of a roof and job security, for others in the fierce daily
struggle for
livelihoods. After all, the personal is political, as evidenced in her
narrative that reveals an emerging daily life where social inequality
is
exacerbated and the contradictions of the role imposed on women,
especially on
educators, become apparent. Perhaps the capacity for astonishment is
exhausted
or we already accept with indifference the fact of death that haunts
our
communities, especially when it knocks on the door of the dispossessed,
the
homeless, the poor? The author's speech, framed in intersectional
feminism and
critical pedagogy, represents a resource that contributes to the
reflection of
the historical moment that we live. There is a need for rethink what
and how of
an education based on social justice and questioning the patriarchal
order that
undermines human rights.
Keywords.
Pandemic-Covid-19, Emerging education, Social justice, Critical
pedagogy, Transactional feminism.
Me
despierto sin hambre. La luz irrumpe de lleno sobre mi cara desde una
ventana
desnuda. Remoloneo como un molusco agónico entre las almohadas,
sin horarios,
sin espías y me pierdo entre las noticias del día.
Ahí afuera, como todos los
días hay gente muriendo, los que no han muerto pelean por el
agua, por el
derecho a cruzar una frontera cuajada de balines, por sacar adelante la
vendimia, tantos y tantos más seguro tienen hambre, pero yo no,
yo no conozco
el hambre.
Tomo el
teléfono celular, mi ahora lugar de trabajo reside en una
letanía de mensajes
que jamás reciben respuesta. Comienzo los oficios del
día; envío trabajos,
ejercicios, actividades, explico los propósitos, y me dedico
rogar por una
respuesta que nunca llega, y a seguir rogando, rogar por norma, rogar
por
estrategia nacional, “que alguien piense en los
niños” y convencerme de rogar sabiendo
bien que para ellos, los de fuera, responder a esos mensajes sin
identidad, no
es prioritario; allá del otro lado de la pantalla, el receptor
de mis planeaciones
y materiales tiene otras cosas en la cabeza, otras urgencias, otros
menesteres,
está, efectivamente, pensando en los niños: hay que
pensar en qué va a comer
hoy ese niño, que necesita zapatos, que necesita leche, que
necesita medicinas,
hay que pensar en conservarle un techo a ese niño.
El
teléfono se queda callado, nunca recibe respuestas desde el otro
lado de la
pantalla, y hoy menos que nunca, hoy ha muerto un hombre. Pero yo no lo
sé; yo
inicié mi día con el café negro que, por el precio
no puede ser de comercio
justo. Ahí, casual, tomándome la esclavitud de
algún veracruzano, remojando el
fruto de sus manos callosas con bollitos de mantequilla y con todo el
privilegio de un plato caliente sobre la mesa y el sueldo seguro al
alcance de una
tarjeta. No tengo que salir, no tengo que salir, no tengo que salir.
Scrolleo
la realidad desde la seguridad del aislamiento y la distancia, y ella
me
abofetea con pantallazos de migrantes morenos y chaparritos, cargando
niños
panzones de lombrices atados a la espalda, en una caravana de muerte
que de tan
larga se pierde en el horizonte, en un sopor de pesadilla, sudor y
estropicio y
el terror de que no lleven cubrebocas me atiza el cogote con hierros de
marcar
vacas. Ellos claro, tienen otros menesteres, mucho más
apremiantes que el
cubrebocas y el alcohol gel, pero no puedo alcanzar el estado de su
pensamiento
desde el calor de mi sillón mullido, barato, pero caliente. Me
hundo en la brea
sin fondo del resumir las injurias del mundo en un #hashtagMigrantes
más eurocéntrico
que el pan blanco y entonces puedo ver sin filtros las manos negras que
emergen
suplicantes desde el océano, intentando subir a un bebé
igual de negro por la
borda de un pequeño bote rescatista, ellos están perdidos
en el Mediterráneo
tanto como yo estoy perdida en mi terror, agarrada a las orillas del
asiento,
mientras ahí afuera ellos siguen agarrándose a las
orillas de la vida. Tal como
yo busco no poner un pie allá afuera, ellos están
buscando salir. Tener miedo
es un privilegio.
Aferrada
al posabrazos de mi asiento, cierro las redes y cierro los ojos. Hago
mi pedido
online de las verduras de la semana, hoy más caras que la semana
pasada, claro,
porque la Central de Abasto de Oaxaca ardió en llamas y
convirtió en ceniza los
expendios de verdura y el ingreso de cientos de familias de mercaderes,
como
los padres de familia de mi comunidad escolar, que hoy sostienen
carbones donde
antes hubo generaciones de trabajo. Que posan delante de sus puestos
consumidos
en ceniza junto al gobernador del estado, que con su sonrisa perfecta
los
encuadra en el escenario promisorio de las dádivas fantasma,
mientras debajo de
la foto posteada en el diario online se acumulan los comentarios que
tildan a
los damnificados de oportunistas, de vivir del gobierno, de tener la
culpa de
su opresión, de no esforzarse lo suficiente para dejar de estar
en la base de
una pirámide que nos aplasta a todos, de subir el costo de sus
mercancías por
no saber “echarle ganas”. Aun así, yo puedo pagar el
precio. Aquí no ha muerto
nadie, pero allá entre los hortelanos y los mercaderes, entre
los cargadores y
los estribadores, hacinados en los pantanosos puntos ciegos de la
meritocracia,
hoy ha muerto un hombre.
Hoy ha
muerto un hombre, su cuerpo yace tendido en la calle, a los pies de los
autoproclamados guardias de un retén que, en un intento
desesperado por frenar
los contagios, a punta de mecates cierra el paso de los
transeúntes que
intentan desplazarse de una comunidad a otra en busca de
atención médica y que
es apenas la expresión más ínfima de la xenofobia
generalizada que envuelve a
los pueblos del mundo, un miedo irascible al forastero, al ajeno
desconocido, y
ahí debajo de ese talud del rechazo, yace él, el
anónimo, pero yo no lo veo.
Yo poso
la mirada frente al espejo que me devuelve la imagen de una mujer a
medias,
contraigo los dedos alrededor de los rollos de carne adiposa que se
forman en
mi vientre moreno, escuchando el comercial omnipresente que interroga
“¿cansada
de la flacidez? 150 productos para perder peso en esta
cuarentena” “borra tus
arrugas y rejuvenece diez años” “adiós a la
celulitis, 100 rutinas de ejercicio
sin salir de casa” “elimina el olor de tu vagina”
“esconde tu regla” “aclara tu
piel” “desaparece, reduce, pierde, elimínate mujer,
bórrate del mapa, no
envejezcas, no te cuelgues, no te aumentes, reduce tu cuerpo hasta la
extinción, no seas sexual, sino sexualizable, que si hay algo
que incrementar
que sea tu capacidad de consumo, consume lo que sea necesario para
lograr ser
apetecible, mercable, consumible y desechable” me dicta la norma
capital todo
poderosa, y meto la panza, y escondo mis treinta, y me perfumo la
vulva.
Bajo el
dedo por la pantalla del móvil entre las rutinas de yoga que
miro, pero nunca
hago, y los zapatos que meto al carrito virtual, pero que al final
nunca compro
por miedo a que me traigan el COVID pegado en la envoltura, o pegado en
el
repartidor, o pegado de fábrica en el hacinamiento de les
trabajadores textiles
y manufactureros. Y le pego un chisguete de cloro a mi cerebro, para
que no me
devore la culpa del consumismo aspiracionista. Pero el espejo me acosa
con su
verdad absoluta, y entonces el miedo a morir ya no se reduce a un virus
implacable, sino al vacío de morir insuficiente, vieja, de
acabarme la piel que
jamás pude aclarar, y huyo al portal de las colectivas
feministas para que me
reinicien el chip de corregirme la naturaleza en aras de
“valer” para el
mercado, para el capitalismo y el patriarcado.
Hoy un
hombre yace en la banqueta, pero yo no tendré conciencia del
hombre muerto sino
hasta ya entrada la tarde, varias horas después de haber enviado
los ejercicios
y videos de actividades al grupo de padres de familia en WhatsApp. De
cualquier
manera, me toma mucho tiempo elegir y detallar toda la exigente y
agotadora
performance de la Miss del preescolar; poner de fondo la mejor
pared de
mi casa, procurando que nadie alcance a fisgonear mi hogar. Y mi mejor
sonrisa,
para que no se note la falta de contención emocional, que ruego
al cielo nadie
me pida. Que los colores del material sean vivos y no se me acuse de
entenebrecerle el pensamiento a la infancia. No desentonar en la foca
Ramona,
que trabaja en el circo, y procurar que no se vea ni un rastro de piel,
que
cualquier día me llega una demanda por obscenidad o la dickpic
de algún papá.
En el ajetreo de la alienación del cuerpo y la supresión
del ser sexuado, en el
enaltecimiento la figura de la miss de azúcar, para comodidad de
la moral
educativa y del público, tengo poca cabeza para concienciar en
los muertos
Tampoco
me vale de mucho, entre la agenda violeta, veo los carteles de las
muertas, las
desaparecidas, las niñas de nadie, las que buscan las madres en
un grito
perpetuo y en el alborozo del “todas tenemos algo que
aportar” lo veo; el
cartel morado con mujeres levantando banderas que a voz en alto decreta
“Soy la
maestra de las niñas que jamás vas a tocar” soy la
maestra, soy maestra, soy
yo, ¿Soy la maestra de las niñas que jamás van a
tocar? Entre el ser y no ser
me doy cuenta que al tiempo presente yo no soy. Y quisiera ser, con
todas mis
ganas, qué no daría por ser y porque no las tocaran
nunca, pero ese “Soy la
maestra de las niñas…” está en tiempo
presente, y el presente es perpetuo. Hago
el recuento de mis intromisiones del presente como maestra y me caigo
en sus
pozos. Cuando he querido incluir mujeres no reconocidas en las
conmemoraciones
patrias, me han corrido del CTE. Cuando he querido ser paritaria y
bajarle
tantito al falocentrismo con los personajes históricos y por
ahí incluir los
aportes de mujeres a la historia, me han levantado reportes “los
niños no están
para eso” me dicen, los niños no están para saber
que las mujeres aportan.
Cuando he sugerido que los niños reciban los mismos regalos en
navidad y día de
los reyes, tipo una cuerda de saltar para todos, en vez del eterno
desfile de
trastecitos para las nenas y carritos para los nenes, se me ha acusado
de
querer convertir a las niñas en marimachas y a los
niños en maricones.
Y antes de nacer, la raquítica proeza muere aplastada en una
avalancha de
envolturas de regalo azules y rosas, que se reparten con los infantes
divididos
en dos filas determinadas por su genitalia inmencionable.
Cuando
los padres de familia me han mandado mensajes de acoso y busco apoyo de
mi
superior administrativo inmediato, se me ha felicitado por ser tan
guapa, por
levantar suspiros, por ser joven, deseable, acosable, agredible,
“halagada deberías estar”. Cuando he querido denegar
el acceso de los padres a
mi número personal por haber recibido fotografías de
vergas se me ha acusado y
culpado a mí por provocar que me las manden “usted no se
da a respetar” y no me
queda ni la gracia para tomármelo personal cuando veo la
estadística mundial
que culpa a las mujeres por salir de noche, por usar bragas de encaje,
por tener
sexo, por beber alcohol, por estar vivas, por tener una vagina que
lubrica en
medio de la violación, qué más da ya por tener
WhatsApp. ¿“La maestra de las
niñas que no vas a tocar”? Cuando he querido que se
implementen pláticas de ESI
con nuestros niños por parte de profesionales en el tema, se me
ha acusado de
querer corromper a la infancia, de intentar contaminarlos con mi
incorregible
cochambre mental, y cuando he dicho a mis alumnos que la vulva se llama
vulva y
el pene es pene, casi me corren por desgraciada, por sucia, por puta
perra.
Qué más
quisiera yo que ser la maestra de las niñas que jamás
nadie va a tocar, es el
sueño, pero la realidad es que soy la maestra de las
niñas que cualquier día de
estos amanecen muertas. Soy la maestra de un gremio que se llama a
sí mismo
revolucionario, y sale a las calles a abogar por sus derechos, pero que
en la
privacidad de la casa delega el trabajo doméstico y de cuidados
en función de
quién tiene útero y quién no, como un destino
biológico inquebrantable, y fuera
de las filas de las marchas del quince de mayo, cuestionan un
movimiento que,
al igual que el suyo hace marchas y pintas porque
¿Quiénes somos las mujeres
para pintarrajear las paredes donde ellos orinan? “¿Y
así piden respeto?” nos
espeta el rancio arquetípico caballero de siempre, como si no
mereciéramos el
respeto de facto por ser seres humanos, y la señora del
día con día culmina la
frase “Luego por eso las matan”. En el medio tiempo que me
deja disfrazarme de
“mujer decente” para dar mis clases, soy la maestra que
recibe en juntas de
tutores a niñas maternantes, ya multíparas que pasan por
muy poco la mitad de
mi edad, casi todas dependientes económicas de su maltratador. Y
ahí estaría
yo, de ese lado sentada si mi familia hubiera tenido unos pocos pesos
menos
para ofrecerme salida, y me aferro con los dientes a una
agrupación sindical
que me ofrece un puesto fijo y la libertad de ser puta, sin hambre. Un
gremio
conformado por más de sesenta por ciento de mujeres, y que sin
embargo, nunca
ha sido representado por una mujer, mucho menos aún por una
estructura
ejecutiva paritaria, porque liderar es cosa de hombres, en las
negociaciones de
la revolución obrera y magisterial piden pene como pase de
entrada, mientras en
los campamentos de las bases se paran las maestras detrás de los
anafres para
preparar el alimento de una revolución que a ellas nunca se les
traduce ni a Ilustración
ni a Renacimiento, ahí están, en la primavera de 2013
hirviendo los frijoles,
tal como las madres de sus abuelas los hirvieron para las huestes de la
revolución antiporfirista, ahí estamos sirviendo los
platos, poniendo la carne,
nuestra carne, nuestra vida y ahí seguimos. La mayoría de
los trabajadores de
la educación en México son mujeres, la mayoría de
ellas además de ejercer una
identidad profesional como trabajadoras activas en la economía
nacional,
maternan, y de las que maternan, un tercio lo hacen solas, con la burla
social
sobre sus espaldas, aunque ellas nunca nada le hayan pedido al mundo,
en cambio
el mundo les pide seguir maternando, fuera de casa, en sus espacios de
ejercicio profesional. Ellas no migran de una geografía a otra,
pero su sudor y
lucha migra de un hito nacional a otro, un paso adelante, con los
niños a
cuestas y la casa colgando, pero abajo, que a la mesa de las decisiones
se
sientan ellos, recién comidos y con la ropa limpia, ellos
“los maestros
revolucionarios”.
Soy la
maestra de un gremio que nunca ha tenido una secretaria general, soy la
maestra
de un nivel educativo donde el noventa y tres por ciento de las
trabajadoras
son mujeres, porque en la educación preescolar los alumnos
necesitan trabajo de
cuidados, y los cuidados están tatuados en el destino de las
personas con canal
de parto. Y ahí estamos, aceptándolo, haciendo gala de lo
buenas mujeres que
somos, grabándonos en la piel una identidad que nos dicta ser
dulces y buenas,
y sumisas. Y entonces me descubro cerrándome hasta el más
alto botón de la
camisa antes de grabar mi clase virtual, en busca de la
aprobación, de que el
mundo me diga que también soy buena.
En el
estado de la disidencia magisterial, el noventa y tres por ciento de
las
trabajadoras del nivel preescolar son mujeres, el porcentaje baja hasta
el
sesenta y siete por ciento cuando se trata del nivel primaria (aunque
vuelve a
subir a más del setenta por ciento cuando se cuenta a los
docentes que atienden
de primero a tercer grado, siguen siendo las mujeres quienes en su
mayoría
atienden a los grupos de menor edad) y sigue bajando hasta el cincuenta
y dos
por ciento en la educación secundaria, y sigue a la baja en los
niveles medio
superior y superior. La norma es clara, a mayor necesidad de cuidados
más
necesaria la presencia femenina y viceversa. Pareciera haber una
especie de
jerarquía invisible en la cual la construcción de
conocimiento incluso a través
del empirismo está monopolizado casi en lo absoluto por el
profesorado
masculino, y en esa imposición de identidades, ahí
estamos las educadoras,
confinadas a la dulzura y el maternaje de pequeños que no hemos
parido, pero
que acogemos en nuestro seno personal y profesional. Pareciera que las
educadoras tenemos poco o nada qué decir después de
cortar el fomi de nuestros
adornos. Pero llevo tantos años siendo mujer, qué
sería muy tonto no estar de
mi propio lado.
Cantando
los saludos matutinos en el video de
la video-clase me pregunto si estoy cantando para los niños o
para alimentar el
estereotipo que se tiene de mi profesión. Y me canso, me harto.
Estoy harta de
las educadoras, enferma de ellas, enferma de su pose de seres dulces
que sólo
saben hacer conejos de fomi. Estoy bastante harta de decir que soy
maestra de
preescolar y que la gente me refute “¡Ah! de
preescolar” como una forma de
dejar muy en claro que mi labor es distinta a la labor de un maestro
varón de
primaria, pues yo no enseño, sino cuido niños.
Pareciera que las
educadoras (así, invisibilizando a los pocos pero presentes
seres no gestantes
-varones- que se ganan el pan dando clase en nivel preescolar) nos
tenemos
ganada la etiqueta de cuidadoras, niñeras, somos las misses
antes de ser
las maestras, pareciera que a punta de conejos de fomi, manualidades
con tubos
de papel higiénico y mucha diamantina, nos ganamos con bombo y
platillo no ser
tomadas como docentes serias, menos como investigadoras, menos como
generadoras
de conocimiento.
A
lo largo de la historia de la educación parvularia, hay un
patrón particular
que emerge tajantemente en el caso de las maestras, aquello que con
Froebel
podía visualizarse como un espacio de poder (porque hay pocas
cosas que
empoderen tanto como la independencia económica y un espacio
donde seas la
autoridad) esa esfera laboral casi exclusivamente para mujeres,
rápidamente se
alineó a la causa moral universal, el sometimiento de la
sexualidad femenina,
la represión de libertades, la negación de las mujeres
como seres sexuados… por
el bien de los niños. El sometimiento de las mujeres
trabajadoras de la
educación en nombre de los niños, que se expresa de facto
en la normativa
interna de los planteles, donde sigue alineándose a una
expectativa del deber
ser de una “buena mujer” la prohibición de los
colores oscuros, de los zapatos
abiertos, la cantidad mínima aceptable de tela sobre el cuerpo
de las maestras,
las batitas con figurines que se les exige a ellas, pero no es un
elemento
necesario en la indumentaria del trabajador docente varón
promedio, todo tiene
más qué ver con la represión de la sexualidad que
con el interés educativo y
sobre esas bases, siempre dentro de ese margen se ha construido la
imagen
social de las educadoras. “las educadoras son dulces”
porque cargan el peso de
la expectativa social que les exige mostrarse sumisas. “Las
educadoras” son
todas mujeres porque se ha construido la idea de que solo las mujeres
“saben”
como cuidar un niño… en más de una lectura de las
guías de estudio de la normal
alcancé a leer que las educadoras eran todas mujeres porque a
esa edad los
niños están más apegados a la madre… como
si los seres no gestantes fueran
incapaces de asumir actitudes empáticas con otros seres humanos;
los hombres no
cantan, los hombres no bailan, los hombres no tienen paciencia,
“ese amor”,
“ese instinto” no es más que una apología
para decir que a los hombres no les
corresponde responsabilidad alguna para con los cachorros de la manada,
que las
mujeres en la sociedad seguimos teniendo un papel primitivo donde la
única
forma que tenemos para aportar a ella es dando el pecho a los infantes,
y la
vagina a los mayores, como yeguas de pie de cría. Soy maestra
por una carrera
que los hombres prácticamente no estudian porque atender
niños que necesitan
cuidado es cosa de mujeres, y aquellos que la estudian son perseguidos
y
señalados hasta en sus preferencias sexuales. Porque atentar
contra la
masculinidad prestándole atenciones a las indefensas
crías del grupo es motivo
de destierro para ellos, los pocos.
Las
Tareas asignadas con base en la condición de género, la
maestra mesera de los
festivales, la maestra edecán de los eventos, la maestra
bailarina, cuya
naturaleza es ajena al papel de profesorado, se normaliza en el diario
acontecer el trabajo docente para las mujeres, hasta convertirse en una
expectativa. La exigencia del maternaje en el espacio docente que es
claramente
traducido en la relegación de las mujeres a los niveles
educativos de mayor
demanda de cuidados y la exigencia de protocolos de vestimenta que no
se
aplican a compañeros varones y la siempre vara de juicio de
mucha mayor presión
social sobre el comportamiento en áreas personales de desarrollo
de las mujeres
no es más que la expectativa de género que convierte un
área de conocimiento
como lo es la educación parvularia en el hervidero de la
misoginia, un espacio
donde las más jóvenes, nuestras niñas, pueden
vernos a las más viejas siendo
para la mirada externa, y no para nosotras mismas. Haciendo conejos de
fomi,
porque es lo que se espera de nosotros, que expresemos una feminidad
servil.
Pensar acerca de ello me ha tomado los últimos 9 años de
mi vida y me ha
revelado que en realidad decir que estoy harta de las educadoras es
decir que estoy
harta de lo que histórica y socialmente se ha hecho de ellas, de
nosotras, por
el hecho de ser mujeres, no me harta el canto del pájaro, me
harta la canción
de jaulas.
¿Cómo
voy a ser así la maestra de las niñas que nadie va a
tocar? Ojalá lo fuera, ojalá
de mí dependiera, pero soy la maestra que llega a temblar de
asco y miedo en su
escritorio después de que la agredieran en la calle de camino al
trabajo y puso
la cara dulce que se nos exige de la puerta hacia adentro, mientras
aún sentía
tus manos asquerosas debajo de la falda. Soy la maestra que se te
llevaste en
el transporte público y nunca más volvió a su
casa. Soy el cuerpo deshecho que
abandonaste en el baldío, la que dejaste tiesa y fría en
una zanja mal oliente.
Soy la que no volvió a ver a sus hijos porque se atrevió
a dejarte y le has
puesto fin, soy la que grabas a escondidas en los festivales y
reuniones de la
escuela, soy las maestras que ya mataste. Soy la maestra que escucha
“esa niña
es una puta, esa niña no se respeta, esa niña anda de
loca, ¿Dónde está la
madre de esa niña?” en las reuniones
técnico-pedagógicas. Ojalá llegara el día
en que yo sea la maestra de las niñas que jamás nadie va
a tocar, pero soy la
maestra de las niñas que ya tocaste, que en este momento
mientras explico la
clase para la videocámara, no pueden ir a la escuela y
están ahí encerradas
contigo. Soy la maestra de las niñas que crecerán en un
país donde una de cada
tres ha sido tu víctima, donde la edad promedio de la primera
agresión sexual
es a los 9 años, donde todos los días matas a diez, y
cualquier día esas diez
son ellas. Soy la maestra de las niñas en peligro de muerte, la
maestra de las
niñas que ya mataste, soy. La maestra de las niñas que
cualquier día de estos
te llevas y nunca vuelven. La maestra que verá sus caras en los
carteles de las
colectivas feministas, y escuchará sus nombres en el grito
perpetuo de las
madres que buscan, esa soy. A menos que sea mi nombre el que se grite
primero.
Tan sólo
en el primer mes del año 2019, en México se registraron
casi 300 muertes
violentas (asesinatos) de mujeres cuyo móvil y forma encuadran
en lo que se
conoce actualmente como femicidio, siendo este la expresión más radical de la
violencia
sistemática y estructural contra las mujeres, y que dicha
violencia como toda
práctica sistemática se va normalizando a lo largo de
nuestras vidas mediante
expresiones más sutiles de limitación,
invisibilización y asignación de roles y
creencias a lo largo de nuestras vidas, y en esa condición de
alarma ¿No
debería fungir la escuela, en su raíz laica y
democrática como salvaguarda y
promotora del derecho a la vida? ¿No es entonces labor de la
escuela, sobre
todo de la escuela pública abogar por la defensa de la igualdad
entre
individuos en la consecución de la única meta de
cualquier educación: ¿La
construcción de sociedades justas, con garantía de
equidad para todo ser
humano? Y por tanto ¿No es tarea inequívoca de la
educación luchar contra todo
aquel sistema que promueva, invisibilice o normalice activa o
pasivamente
cualquier tipo de exclusión, discriminación o
supremasía, mediante la oferta de
mejores y más igualitarios modelos de sociedad?
Me despinto la
boca color rosa Barbie mientras
mascullo citas que leí en algún lado con la esperanza de
que me devuelvan la
gracia de planear la clase bajo los preceptos sagrados del sujeto
histórico
social que me dicta el santo PTEO, pero alineados a mi muy conveniente
paradigma personal “Lo que aprendamos o dejemos de aprender
durante la infancia
nos acompañará para toda la vida. Gran parte de nuestra
forma de ser se gestó
mientras fuimos niños y niñas a través, por
ejemplo, del juego, de la
observación de quienes nos rodearon y de las experiencias que
paso a paso y sin
muchas veces darnos cuenta fuimos atesorando hasta conformar lo que
somos hoy.
Si desde niños educamos en la igualdad, tolerancia,
inclusión y respeto,
demostrando que hombres y mujeres somos valiosos y podemos aportar
desde
nuestras diferencias, nuestros niños y niñas
establecerán vínculos de
convivencia más armoniosos que favorecerán la forma en
cómo se relacionen hoy y
a futuro”. Pero la cita me revolotea en la cabeza solo para darme
cuenta con
desazón que la escuela hoy está cerrada, el complejo
urbanístico escolar de la
calle “Año internacional del niño” donde
residen los planteles de preescolar a
bachillerato apartados del bullicio
del centro, el mercado y la carretera,
en la última cuadra al noreste de la comunidad, donde los
niños pueden
transitar tranquilos a todo lo ancho de calle, entre sembradíos
de lechuga y terrenos
baldíos plagados de quiebraplatos azules, caminando a la vera de
un grafitti de
veinte metros en blanco y negro con la cara de Edgar Allan Poe, donde
“No
soporto la idea de que el universo tenga que destruirse cada vez que
tú te
marches” recita la pared blanca bajo un cielo tan azul que roba
el aliento.
Donde a todo lo largo del camino, se divisaban los carritos de tortas,
memelitas, hamburguesas y los portales de las casas ofrecían
dulces, fruta
enchilada, peluches y regalillos típicos de novios primerizos,
donde la
cafetería improvisada en el jardín de una casa vecina se
llenaba de niñas
tomando malteadas, y una enorme heladeria abría sus puertas al
sonar los
timbres de salida, y los jovencitos se sentaban entre las florituras de
herrería de la enorme casa blanca. Donde todo estaba hecho a su
medida, pensado
para ellos. Donde las escuelas propiciaban una convivencia de
ensueño y eran al
mismo tiempo un motor económico para los vecinos, hoy no existe
más, con las
escuelas cerradas, el complejo escolar está vacío y lo que de queda de la escuela está frente
a mí,
mirándome con su lente estática posada en un
tripié y un aro de luz que compré
para sentirme muy influencer, y su ausencia me deja claro que de
cualquier
manera, el video y las actividades no llegará a todos los padres
de familia,
claro, no todos tienen WhatsApp, pero tiene que ser así, se
cuentan con media
mano los que tienen una computadora y ninguno cuenta con
conexión a internet.
Por supuesto nadie devuelve las evidencias de trabajo, eso cuesta
datos, y los
datos cuestan dinero. El dinero entraba a San Antonino castillo Velasco
por la
puerta del baratillo, donde se auto emplean la mayor parte de los
pobladores,
que comercian ganado y la verdura de sus cosechas. Hoy esa puerta
también se ha
cerrado, después de un enfrentamiento con la Guardia Nacional
que lleva la
consigna de desbaratar las aglomeraciones, caldo de cultivo para los
contagios.
Y no me puedo imaginar la desesperación de los comerciantes, los
padres de
familia de mi grupo, para defenderlo a punta de palo y piedras, que
aquí sólo
hay de dos, arriesgarse al contagio y muerte por COVID, o matar a la
familia de
hambre. Es obvio que no haya evidencias, no van a gastar lo poco que
queda en
fichas de internet para el celular, y menos hoy. Hoy ha muerto un
hombre.
La
noticia me encuentra cobijada en mi cama, con el estómago lleno,
me salta a la
cara desde la pantalla del móvil, con la fotografía de un
cuerpo en bermudas
negras, tendido sobre la banqueta, a plena calle, con la luz del sol
tatemándole la espalda. Tendido junto a unos pies partidos de
trabajo y
enfundados en huaraches de cuero recio: “Cae muerto a plena calle
hombre con
síntomas de COVID, frente a su padre en San Antonino Castillo
Velasco” revista
Proceso, 26 de mayo de 2020.
Y lo
reconozco. O tal vez no. Pero lo que yo sepa o no es irrelevante.
Allá donde
mis niños, hoy falta un padre, un hijo, jefe de familia, un
proveedor. Hoy como
todos los días alguien falta en casa. Hoy ha muerto un hombre.
[1]
[1]
Sugerimos el visionado del relato digital personal
(storytelling)
de la autora Hoy ha muerto un hombre:
https://www.youtube.com/watch?v=O5ycM1Wf734&ab_channel=GIDDETUNAM