Pedagogy of a Pandemic.
The Voice of
a High School Teacher
Merit Barroso Bravo
Escuela Secundaria
Técnica No. 84, Villa
de Etla, Oaxaca, México
meritbarroso_bravo@hotmail.com
Recibido:
03/06/2021
Aceptado:
06/07/2021
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.020
Resumen. Una profesora de
secundaria narra en tres momentos distintos los
sucesos que han marcado su devenir como mujer, madre y enseñante
durante la
pandemia por COVID-19. En un recorrido que transcurre entre la
sorpresa, la
incertidumbre y el desencanto, emerge la reflexión de que la
escuela ya no es
ni será la misma, no solo por la diferencia entre la
educación presencial y a distancia,
sino porque las vidas de todos y todas se han transformado, porque
muchos
escolares han dejado la escuela, más de cinco millones de
niños, niñas y
jóvenes. Afirma con contundencia ¡Este bicho tiene
aporofobia! en alusión a la
desigualdad social y la afectación a las personas en
situación de pobreza.
Reflexiona en torno a las distintas respuestas del profesorado y del
sistema
educativo, haciendo una fuerte crítica a la viabilidad y
resultados del modelo
“aprende en casa”. De ninguna manera es ajena a los efectos
de la pandemia en
los planos económico, laboral y educativo, pero se muestra
renuente a dar
credibilidad y adoptar soluciones que ubican la problemática
solo en el plano
de la voluntad y esfuerzo personal, sin reconocer que se trata de una
crisis
sistémica, que abarca a las instituciones sociales en conjunto.
La expresión de
emociones, vivencias y aprendizajes no esperados ante la ruptura de lo
cotidiano, así como la experiencia del confinamiento por
más de año y medio,
permiten avizorar una nueva subjetividad en los actores de la
educación, que
deberá ser tomada en cuenta en el eventual regreso a los
planteles escolares.
Palabras
clave. Pandemia COVID-19, Desigualdad
social, Aporofobia, Subjetividad, Educación en casa, Narrativa
docente.
Abstract.
In
three different moments, a secondary school teacher narrates the events
that
have marked her live as a woman, mom and teacher during the COVID-19
pandemic.
In a journey that takes place between surprise, uncertainty and
disenchantment,
she reflects that the school is no longer and will not be never the
same, not
only because of the difference between face-to-face and distance
education, but
because all lives have been transformed, and many schoolchildren have
dropped
out, more than five million children and young people. He affirms with
forcefulness: This bug, has aporophobia! Alluding to social inequality
and the
impact on people living in poverty. She reflects on the different
responses of
teachers and in the educational system, making a strong criticism of
the
viability and results of the "learn at home" model. She acknowledges the effects of the
pandemic
in the labor, economic
and educational spheres, but it is reluctant to give credibility and
adopt
solutions that locate the problem only at the level of will and
personal effort.
On the contrary, it is argued that it is about of a systemic crisis,
which
encompasses social institutions as a whole. The expression of emotions,
personal
experiences and unexpected learning in the face of the breakdown of
daily life,
as well as the experience of confinement for more than a year and a
half, allow
us to envision a new subjectivity in the actors of education, which
should be
taken into account in the eventual return to school grounds.
Keywords. Covid-19 pandemic, Social Inequality, Aporophobia;
Subjectivity; Home Schooling, Teaching Narrative.
No
recuerdo la fecha con certeza y quizá no quiero recordarla. Solo
vienen a mi
mente noticias y más noticias que se originan en China, de una
enfermedad con
potencial pandémico que se aproxima. Es un tipo de coronavirus y
anuncia la OMS
que inevitablemente se convertirá en pandemia.
Pandemia
¿qué es una pandemia? En puerta
tengo reunión con padres de familia y habrá que darles
información del tema,
los jóvenes harán preguntas y debo saber qué
responder con sentido científico.
Lo gugleo, miles de sitios me remiten
al punto, me quedo con el primero: Pandemia. Nombre femenino.
Enfermedad
epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a
casi todos los
individuos de una localidad o región. A todos los individuos
¡A todos!
La
pandemia del coronavirus nos va a alcanzar a todos. Sí, pero
ciertos colectivos
son más vulnerables al riesgo de complicaciones: personas de la
tercera edad,
obesas, diabéticas, hipertensas. De inmediato pienso en los
míos, mi madre, mi
esposo, mis hijas, yo misma.
Parece
que el virus tiene dedicatoria y se ensaña con quienes todos
siempre se
ensañan. Y más aún, con los casi dos millones de
pobres que, en el estado de
Oaxaca -uno de los más pobres de este México de pobres-,
no pueden quedarse en
casa. Con aquellos que no pueden atender el llamado de los poderosos celebrities e
influencers, que
desde sus mansiones de Beverly Hills,
con sus cuerpos fitness y epidermis blanca, exigen a los mexicanos
quedarse en
casa y de paso, en sus redes sociales reprenden al presidente del
país por
enviar un mensaje distinto.
Aporofobia, se llama
aporofobia, nos dice la filósofa española Adela Cortina
(2017). Rechazo por los
pobres. ¡Lo que nos faltaba! Este bicho tiene aporofobia, pero va
más allá,
porque no solo los rechaza, los excluye, los condena, los sentencia.
Soy
docente en una escuela secundaria en donde los padres de la gran
mayoría de los
alumnos viven al día: madres solteras que dejan al cuidado de
sus hijos a los
abuelos, campesinos de otros pueblos que encargan a sus hijos en casas
de
“gente acomodada” para que con trabajo puedan pagar su
sustento e ir a la
escuela. La mamá de Daniel, que
regresó
a Oaxaca, porque su esposo la maltrataba y las señoras que
sobreviven con la
venta de productos en la escuela. Magda la hermana de la muchacha que
por años
me ha ayudado en la casa y que ahora se recupera de un cáncer.
Gente que se ha
quedado sin trabajo y que tiene que salir para buscar el pan y llevar
de comer
a su familia.
Y así,
en esta escuela, con estos alumnos y con sus familias, un día de
pronto
amanecimos con la noticia de que teníamos que adelantar las
vacaciones, y con
prisa dejar actividades a los estudiantes, para empezar un camino lleno
de
incertidumbre, con relativa ansiedad por no saber cómo
vendrían los
acontecimientos. Hicimos lo que pudimos, o quizá no. Hablamos
con los jóvenes, con
quienes sin duda compartíamos sentimientos y pensamientos. Mi
papel en ese
momento era generar seguridad y confianza de que esto pronto
pasaría.
Después,
la ruptura fue casi total con mis alumnos, porque eso de
“aprender en casa”, fue
y sigue siendo una falacia. El mensaje reiterado de la
Secretaría de Educación Pública
y de su secretario con cifras halagüeñas de un programa que
al parecer, también
padece aporofobia.
Y así
transcurrieron los días, primero nos dijeron que el
confinamiento terminaría el
30 de abril, después que siempre no, que no volveríamos a
clases presenciales
en este ciclo escolar. La incertidumbre a veces se vuelve un calvario.
De
pronto el virus empieza a acercarse, ya tengo conocidos, después
familiares que
han enfermado, algunos han resistido y otros perdieron la batalla.
¡Dios mío!
Me repito a diario.
Hoy es
28 de junio, han pasado más de tres meses que la pandemia
comenzó. Me conecto
como casi todos los días a la conferencia del Dr. Gatell, con la
ilusión de que
hoy anuncie por fin que la curva de contagios se aplanó y con
ello, la normalidad volverá a
nuestras vidas, así
como la confianza, la certeza, la cercanía con los que
más quieres. Pero no, el
semáforo sigue en rojo y hoy 28 de junio de dos mil veinte la
tormenta no da
tregua, al contrario. Mientras tanto, nosotros, las mujeres, los
hombres, junto
al agua, luchando y esperando, junto al mar, esperando. Las olas
parecen decir
a la costa firme:
Todo
será cumplido.
Ha
transcurrido un año desde que se cerraron las escuelas. 365
días que no fueron,
ni serán como los días de otros años. El fantasma
del COVID aún está aquí, se
ha vuelto parte de nuestras vidas y por desgracia, también de
nuestros muertos.
Ya no sé cuántos son, ya no veo las estadísticas,
ya no escucho al Dr. Gatell y
sus conferencias vespertinas, ya no creo en su prospectiva.
¿Cuántas olas? ¿Cuántos
picos? ¿Cuántas veces el semáforo ha ido de
amarillo a rojo? Ya no lo sé y
quizá, ya no me interesa o quiero olvidarlo.
Hoy, mientras
tomo mi desayuno, en una rutina que se ha vuelto cómodamente
insoportable,
varías ideas revolotean mi mente. Hoy intento hacer un ejercicio
en mi imaginación
y volver a mi escuela, evocar lo que fue; los pupitres, la pizarra y
las
computadoras obsoletas, quizá tanto como sentí mi mente y
sus alcances para
enfrentar la enseñanza a distancia. Mi escritorio, las listas de
asistencia y
evaluación, esos dos elementos que parecen tan inofensivos;
empero, que suponen
el control y el poder sobre ellos y ellas: mis alumnos, mis alumnas. Me
pregunto ¿Por qué ese pronombre posesivo, mis?
Me escucho y me respondo con un eufemismo que me provoca una risa
nerviosa: no
es posesión por poder, sino por afectos, eso es.
Pero hoy, ese poder, esos afectos, llámenle
como quieran, han cobrado otro sentido. Mi entendimiento sobre ello no
es el
mismo, es más, ni siquiera alcanzo a comprenderlo o no quiero
hacerlo; porque
ese ejercicio obligadamente debe suponer una autocrítica y, en
consecuencia,
implica reconocer un mea culpa.
Arrancamos
un ciclo escolar 2020-2021 de manera muy irregular en un tiempo ya de
por sí
irregular. ¿Arrancamos? No arrancamos nada; porque durante este
año, el plural
nunca tuvo ni ha tenido sentido en nuestra escuela. Acciones aisladas,
sin una
propuesta, sin un proyecto, sin siquiera una buena intención
colectiva que nos
dignifique, que me dignifique como lo que soy o aspiro a ser, una
maestra de
secundaria. Podría repartir culpas, señalar a los otros
como responsables; pero
no, mi acción u omisión hoy la hago mía.
¿Cómo no hacerlo? Si mi hija, una joven
maestra de preescolar, me lo reclama a diario sin decir una sola
palabra. No
hay día en que ella se quede inactiva. Planea actividades para
los chiquitos,
se conecta vía Zoom con aquellos con quienes puede; y con
quienes no, diseña
periódicamente algunas guías, elabora videos y los graba
en una USB que hace
llegar a los padres para que trabajen con sus hijos. Se reúne
con sus
compañeras, valoran su accionar colectivo y en lo que pueden,
apoyan a los
padres. –Maestra, no logré
inscribir a
mi hija a la primaria y ya no encontré lugar. –Pero
¿cómo? No puede quedarse
fuera. Déjeme ver qué se puede hacer. Y sí, mi
hija tomó el teléfono, hizo
varias llamadas, expuso razones, tocó algunas puertas y la
niña quedó inscrita.
¡Ay! Otra lección para su madre, una lección para
otros compas. Ojalá no muchos
que, con la seguridad de un salario, de un plato en su mesa, optaron
por dejar
en esta pandemia que simplemente transcurra la vida.
Y en
este transcurrir pandémico, la escuela ya no es y no será
la misma. No solo por
la diferencia entre la modalidad cara a cara y a distancia; sino porque
muchos
de ellos, mis alumnos, mis alumnas, sencillamente ya no son, ya no
están en la
escuela, e irremediablemente han pasado a formar parte de las
estadísticas del
rezago, del abandono escolar. Más de cinco millones de
niños, niñas y jóvenes,
leo en un diario, han abandonado lo que hace un año aun
conocíamos como escuela,
y tres millones de ellos pertenecen al nivel de la educación
básica. ¿Los
motivos? el COVID-19 y la falta de recursos económicos; lo
repito: este
bicho tiene aporofobia
[1]
. Y, sin embargo, el
presidente y sus secretarios, se han llenado la boca con su proyecto
histórico
sin precedentes, así lo anunciaron, así lo repitieron una
y otra vez: “Aprende
en casa ha sido una propuesta de éxito a nivel mundial”.
Los estudiantes, según
ellos, están aprendiendo. Sus encuestas lo corroboran, 300 mil
maestros
aplauden el programa. ¡Patrañas! Al menos 115 millones de
pesos regalados a las
televisoras, que nos vendieron a los mexicanos una propuesta que no es
innovadora, ni en lo tecnológico, ni en lo pedagógico.
Estudiantes que se
aburren y no alcanzan a atender la clase más allá de
cinco minutos, y cuando se
atoran, cuando tienen dudas ¿Quién les responde? El
control remoto de la
televisión irremediablemente captura el 102, ese que nos lleva
al Canal de las Estrellas,
a la Rosa de Guadalupe. Pero la apuesta
del gobierno estuvo en las grandes empresas de la comunicación
¿podía ser de
otra manera? No, nuestro ex secretario de educación fincó
en Fundación Azteca
la llamada Nueva Escuela Mexicana, aunque con ello, se llevara entre
las patas
a las generaciones de niños, niñas y jóvenes. Y, con todo esto, nos quieren vender la idea
de un gobierno de izquierda. Les creí, voté por ellos. Me
repetí una y otra
vez, que es normal, que cambiar las cosas no es fácil,
“Roma no se hizo en un
día” ¡Ja!, pero estos llevan más de dos
años y el dinosaurio sigue ahí.
Es de
madrugada, el insomnio propio de la edad y del estrés
pandémico me asalta como
casi todos los días. Le echo un ojo al móvil y me topo
con Facebook. No sé si
sea mi percepción, pero se han vuelto más frecuentes las
publicaciones que
anuncian muerte y luto; dolor, aflicción y lágrimas de
las que dan cuenta los
emoticones. En mi caso, ayer hacíamos en familia un ejercicio de
recuento y al
menos son 12 familiares que se llevó el virus, algunos
más cercanos que otros;
pero, al fin familia, los conocí y su partida me afecta. Los
números globales
dicen que en México son más de 200 mil y en Oaxaca casi 4
mil; recurro a mi
lógica y calculo el triple. En estos números
¿Cuántos de ellos son docentes?
¿Cuántos son los padres de mis alumnos? Y
¿qué efectos tendrá este dolor
colectivo en la dinámica de la escuela que viene?
Un
escalofrío recorre mi cuerpo cuando escucho en la mañanera
el anuncio del presidente sobre la posibilidad de volver a
clases presenciales. La incertidumbre me asalta y me provoca una
emoción
indescriptible; tengo sentimientos y pensamientos encontrados.
Sí quiero volver
y reencontrarme con la escuela y con todo lo que representa; pero,
tengo muchos
temores, que no se reducen al miedo a contagiarme, porque
también nos han dicho
que antes de volver nos inmunizarán con la vacuna. Mi
tensión se concentra en imaginar
mi incapacidad para volver a convivir con los adolescentes de la
pandemia, esos
que de un día a otro se les encerró e imposibilitó
la cercanía con sus amigos,
compañeros, cuates. He leído que su salud mental, tanto
tal vez como la mía, se
vio afectada con el encierro y el aislamiento y eso se verá
reflejado en su
comportamiento. Lo comento con Paty, mi compañera y amiga con
quien a veces
converso por teléfono. –Tranquila, no te estreses,
recuerda, hoy más que nunca
debemos ser resilientes. Respira hondo y profundo. Yo me
descargué una
aplicación de mindfulness y me ha servido. Tú
deberías hacer lo mismo. –No
le contesto, pero me quedo pensando ¿resiliente yo y
cómo? ¿resiliencia? ¡¿mindfulness?!
¡Ay! Que me dispense mi amiga, pero esas palabras me suenan
chocantes. Creo que
son como píldoras para tolerar una sociedad que cada vez es
más injusta. No sé
por qué, pero me remite a pensar en el Mundo
Feliz de Aldous Huxley. En
el soma, esa droga de la felicidad
que evita a los habitantes de ese utópico y armónico
estado mundial que la
realidad les incomode. Muchas preguntas y pocas respuestas a esta
preocupación
que en momentos se torna angustiante. Creo que haré caso a Paty
y me descargaré
la aplicación. Aquí estoy: Dosis diaria
de inspiración, acepta los altibajos y utiliza tu poder de
sanación…
Cortina,
A. (2017). Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la
democracia.
Paidós.
[1]
Puede accederse al relato digital de ¡Este
bicho tiene
aporofobia! en https://www.youtube.com/watch?v=SwN-Yw_wZwk