El
profesor de
posgrado se despertó temprano
The
Graduate Professor
Woke up Early
Luis
Porter
Universidad
Autónoma
Metropolitana, México.
Recibido:
01/08/2021
Aceptado:
20/10/2021
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.032
Resumen. Este cuento es una composición
literaria en la que se intenta criticar agudamente las costumbres y
vicios de
muchos profesores y profesoras que en una planta académica
avejentada
proliferan haciendo inconmensurable daño a los que pasan por sus
manos. El cuento
tiene una intención moralizadora, lúdica y más que
nada, burlesca, aparte de lo
dramático. Es decir, se trata de una sátira. El
protagonista es un profesor que
alguna vez hizo en Londres su doctorado, siguiendo un proceso que lo
expuso a
múltiples presiones y humillaciones. Ya en su patria tiene la
convicción que es
su turno para hacer con otros lo que hicieron con él, (un
criterio
lamentablemente muy común) discriminar a los que no coinciden
con el perfil
británico que el protagonista creyó haber introyectado.
Enfundado en su atuendo
decimonónico, reflejo devoto de la imagen de su padre y abuelo,
(los mismos que
lo iniciaron en el ritual de las humillaciones), ese día se
prepara como
sinodal de una defensa de tesis de un alumno cuya imagen, clase social
y
presencia desencadena en él, el resentimiento y rechazo que ha
acumulado a lo
largo de su vida. Suponemos que dicho candidato no pasará la
prueba con los
arcaicos estándares que este profesor aplicará.
Palabras
clave: Docencia universitária,
Narrativa, Cánones arcaicos.
Abstract. This story is a literary
composition to sharply criticize the habits and vices of many
professors who
proliferate in an aging academic plant, doing immeasurable harm to
those who
pass through their hands. The story has a moralizing, playful and
burlesque
intention, apart from the drama. Therefore, it is a satire. The
protagonist is
a professor who long time ago did his doctorate in London, following a
process
that exposed him to multiple pressures and humiliations. Back in his
homeland,
he is convinced that it is his turn to do with others what they did
with him,
(an unfortunately common criterion). His aim is to discriminate against
those
who do not match the European profile that he wrongly believed he had
introjected. Clad in his nineteenth-century attire, a devout reflection
of his
father and grandfather images, (the same who initiated him in the
ritual of
humiliations), that day he prepares as a synodal for a thesis defense
of a
student whose image, social class and presence unleashes all resentment
and
rejection that he accumulated throughout his life. We assume that the
candidate
will not pass the test under the archaic standards that the professor
will
finally apply on him.
Keywords: University teaching,
Narrative, Archaic canons.
El profesor de posgrado se
despertó
temprano. Se quitó la pijama como todas las mañanas y se
dirigió hacia al baño
para darse su ducha de todos los días, aunque este no era un
día como los
otros, este era el día programado para una “defensa de
tesis”, ese instante
supremo en la carrera de alguien, en el que todas sus teorías
acerca de las
deficiencias de los candidatos se confirmaban. El sería el
director del jurado.
Salió rápidamente del baño. Tras él, como
persiguiéndolo, salió una nube
olorosa a talco y after
shave.
El profesor de posgrado
observó con el
rabillo del ojo la ropa que le habían dejado en el mueble
antiguo especialmente
diseñado para esos menesteres. Era un mueble percha que
había conservado
después de su divorcio, logrando que siguiera presidiendo su
vestidor. Se
aprestó a vestirse, acicalado como siempre, cuidando el detalle.
Se puso la
ropa interior con rapidez porque odiaba estar desnudo. Se miró
al espejo y
sonrió. —Comenzaré, se dijo con una infantil
ironía, por los antecedentes. —ja
ja, carraspeó, este es el “estado del arte”, de puro
algodón peinado, aunque
algo raído después de tanta plancha. Le gustaba sentir la
ropa deslizándose por
su cuerpo. —Seguiré con la metodología, es
importante conocer de antemano los
pasos a seguir.
De pie, frente al espejo,
desprendió
cuidadosamente del gancho de madera, que llevaba el sello de aquella
antigua
sastrería de la calle Gante, su camisa blanca. Miró con
incomodidad la etiqueta
donde constaba que el 30% era poliéster. —Está bien
almidonada, se dijo, tiene
la consistencia propia de un marco teórico estricto. Se la puso
con esa mezcla
de gusto y escalofrío que produce la tela fría guardada
en el ropero. Los puños
y el cuello parecían de cartulina. —Se parecen a la camisa
que el abuelo lucía
en la foto que tenía sobre su escritorio. La foto del destello
de sol congelado
en el tiempo, pensó poéticamente. Era una foto que
veneraba. La había colgado
entre el espejo y sus diplomas, perfectamente enmarcados en madera de
laca
morada. — “Burgundy is the color”, declamó en
voz alta, imitando el tono inglés
que había escuchado tanto durante su estancia en Londres. Se
puso las
mancuernas de perlas. —Mis “gemelos”, se dijo, imitando a un amigo argentino que le recordaba
a su
venerado padre. Las mancuernas no podían ser más
adecuadas para el blanco de la
desgastada tela de su camisa, algodón y polyester que él
prefería percibir como
pesado lino. —Me abotonaré el marco teórico,
volvió a decirse, era de los que
repetían el mismo chiste muchas veces… y se reían
como si fuera la primera vez.
Mientras iba de un botón al ojal y así al siguiente, se
repetía de soslayo
aquella idea de lo inútil que era un botón sin ojal o un
ojal sin botón.
Práctica y teoría, teoría y práctica,
decía, en una asociación de ideas que
veía como señal de su ingenio.… “¡Bien abotonado y se me
para bien derechito!.”, le llegaba un eco de la voz de su padre observándolo con
severidad mientras se
vestía para ir a la escuela primaria.
No podía evitar
relacionar cada botón con un
autor: — Weber, venga aquí a su ojal; Veblen,
mñetase aquí en su ojal;
Vigotsky, derechito al ojal… y así hasta cerrar por
completo su níveo marco
teórico. Cada ojal era la ilustración práctica de
dichos enunciados, una
referencia bibliográfica planteada al mejor estilo APA. Lo
tenía todo bien
claro, no podía entender cómo y por qué los
estudiantes se resistían a entender
algo tan simple, y reincidían una y otra vez en aplicar esos
subjetivos,
inasibles y anti-científicos métodos cualitativos.
—“estudio etnográfico”,
musitaba con claro desprecio a las libres interpretaciones a las que se
prestaban esos métodos, o a lo improbable de las entrevistas
abiertas sin
estructura alguna. Estaba ahora ante los pantalones. —Los
pantalones, si, esa
prenda tan simbólica, que definía perfectamente bien el
género, y ahora… bueno…
se había desnaturalizado al colmo de que ya lo usaban
indistintamente hombres y
mujeres. —Las mujeres insisten en salirse del lugar al que la
historia las
había destinado, se dijo como cuidando de que nadie lo
escuchara, tenía claro
el riesgo que esa opinión implicaba.
—Comenzaré por la
pierna derecha, se dijo,
como quien plantea correctamente la pregunta de investigación.
—Ahora prosigo
con la izquierda, y me sigo con las proposiciones y algún
supuesto. Agregó
soltando una carcajada absolutamente fuera de escala. —Cada
premisa dibuja una
clara línea vertical, dijo mirando desde arriba la verticalidad
de la raya que
la diestra planchadora había dejado en cada manga del
pantalón. — Cada pierna
es una verdadera columna, sin dobleces… declaró,
ignorando por completo a sus
rodillas y las demás articulaciones. —Son detalles
técnicos, lo que cuentan son
las dos firmes estacas norte-sur, huellas de la plancha pesada.
Automáticamente
efectuó ese gesto tan masculino que consiste en meter los
pulgares bajo la
pretina para sopesar sus preguntas básicas, haciendo que las
valencianas
pegaran contra sus bases conceptuales, como si se tratara de las
cortinas
metálicas de aquel próspero negocio que su padre tuvo que
declarar en quiebra y
clausurar por fin. Se sopesó el pantalón que colgaba de
unos anticuados
tirantes, de la misma manera que los perros se sacuden cuando se
incorporan o
preparan para alguna actividad. —Lo hacen para mejorar su riego
sanguíneo y
tonificar sus músculos. En el caso humano, pensó sin
detenerse en ello, incluye
el mejor acomodo de los testículos. Los
testículos… no son otra cosa que
receptáculos, como lo es un frasco de tinta Pélikan del
que surgía la materia
prima con la que componía sus manuscritos. — ¡Pura
testosterona! - se decía -
¿qué mejor marca que la que me nace de los huevos? - le
preguntaba con cierto
desparpajo al espejo, donde su figura ya había tomado identidad,
rehusando de
cuajo los cartuchos de “toner” que su impresora le obligaba
a comprar, tan
lejano al profundo azul de aquellas lapiceras. —Mi Parker, mi
Parker, repetía
monótonamente como quien eleva una oración o un mantra al
espacio sideral.
A la derecha, en el perchero del
ropero,
colgaban su colección de cinturones, piel de cocodrilo, piel de
ante, hebillas
cromadas, repujadas, finamente elaboradas. Seleccionó uno.
—Uno que. no pese
mucho, y comenzó a pasarlo por cada hebilla del pantalón.
Se dio cuenta que
había elegido ese viejo y gastado cinturón que
había comprado en sus años de
licenciatura en aquella tienda de charrería del primer cuadro
llamada La
Palestina. —Quedaba en en 5 de Mayo. —¿Por
qué siempre escojo este mismo
cinturón? La cuestión es que le gustaba fajarse con ese
cinturón, y fajarse era
la palabra que mejor le acomodaba. No se hubiera considerado un hombre
cabal
sin ese cinturón bien firme y apretado alrededor de su cintura.
Era un cinturón
artesanal, tejido en un estado ganadero del norte: Durango o Chihuahua,
con
cueros vacunos quizás de la raza Shorthorn, Althusser, Foucault
o Harnecker. —Creo
que es un Harnecker auténtico. ¿Dónde
podría encontrar hoy un cinturón así? Se
preguntó…en ninguna parte, dijo en voz alta
gritándole al espejo, como si su
otro yo fuera su enemigo. Y lo es, se dijo, lo es. Pero prefirió
no seguir
adelante en esa línea de pensamiento. Siempre le pasaba que al
ajustarse el
cinturón a la cintura, se sentía como un torero girando
en ese remolino a que
obliga envolverse en una ancha faja. ¡Bien fajado!... podía escuchar
el lejano eco de la voz de su padre. ¡siempre bien fajado, que para eso es usted un
hombre!...
—Mis zapatos… son
mis fundamentos, se dijo,
creyéndose original y hasta sutil. —Me pondré los
de gamuza, que en mi caso es
mi mejor marco conceptual. Reconoció sin pronunciar palabra que
sus zapatos de
gamuza estaban ya demasiado desgastados. —Ya no los puedo
cepillar con el
“brush” de alambre de cobre. Se contuvo. Odiaba reconocer
que el tiempo pasaba
tan rápido. Estos zapatos los compré en Londres, se dijo,
como si esa razón les
impidiera envejecer. Se puso de pie y dio dos pequeños brincos.
Le gustaba
pisar una y otra vez el suelo con la firmeza propia del que tiene una
clara definición
del problema. Comparar vestirse con el índice de una tesis era
parte de su
sentido del humor.
—Me pondré el saco
de tweed, se dijo, como
si tuviera muchas opciones. Estaba en el instante justo para agregar
las
hipótesis y revisar la metodología. Es decir, se tradujo
a si mismo, en el
bolsillo superior mi pañuelo bordado con mis iniciales y en el
ojal una flor.
Al menos eso pensaba, sabiendo de que se trataba simplemente de
variables
independientes. No estaba seguro de tenerlas a la mano. Como en su
país no
existía el invierno, y no se usaba sobretodo, él
había logrado convencerse que
se trataba de una carencia típica de los países del
tercer mundo, y que por lo
tanto jamás prescindiría, sin importar la estación
climática, a las que su país
no hacía caso alguno, de su pesado abrigo de pelo de camello.
—Este sobretodo
encierra y abriga las conclusiones y recomendaciones con las que me
daré por
vestido.
Se asomó por la ventana y
vio sobre la
techumbre de los vecinos, caer vertical un sol deslumbrante y caluroso.
Le
resultó indiferente. —No importa, se dijo,
ajustándose unos guantes de
cabretilla en los diez dedos de sus dos manos. —Estos equivalen,
se dijo, a las
reglas de ortografía y la sintaxis, materia de la correctora de
estilos que
llevaba en su corazón. —En eso me declaro bisexual, se
dijo sonriendo
picarescamente, dentro mío vive una hermosa y cruel correctora
de estilo. Un
estudiante de posgrado con faltas de ortografía es inadmisible,
intolerable,
in-ti-tu-la-ble... se repetía entre dientes creando un murmullo
que la criada
desde la cocina podía reconocer: —El profesor ya
está casi listo, se decía en
voz baja la “muchacha” mientras sacudía el
portafolios y alistaba el paraguas,
aunque todos supiéramos que en época de secas se trata de
un objeto poco útil,
pero él lo usaba igual, porque nada podía quedar fuera
del ceremonial, y menos
en un personaje que actuaba como un cura pronto a salir a dar misa y
escuchar
las confesiones de sus feligreses.
Se miró al espejo,
salió a su cuarto, de
allí pasó a la sala, de soslayo pudo ver sobre la mesa
del comedor su desayuno
humeante…y tomando del aparador si antiguo monóculo, se
lo puso sobre el ojo
derecho, y apuntó, como si mirara por un catalejo, hacia la
mesa. —Todo tiene
el color del cristal con que se mira, musitó, pensando en las
fakes news, López
Dóriga, Loret o ese otro, que al menos como reconocimiento se
vestía como
payaso, llamado Víctor Trujillo. Sentándose frente al
omelete recién servido
puso el monóculo a un lado. —Es una herencia del abuelo,
que es decir, es un
legado de nuestro árbol genealógico. Un cristal que se
ajustaba al ojo sin
reparo, lejos de pensar que pudiera ser algo extemporáneo o
fuera de moda, el
monóculo simbolizaba todos los esfuerzos y sacrificios que sus
años de estudio
le habían costado. Cogió el pocillo de café bien
negro, y le dio el primer
sorbo, mientras en contra de su voluntad le venían a su mente
los años de
doctorado. No podía deshacerse de ellos. Bastaba alguna
asociación de ideas,
para que esos recuerdos regresaban a él una y otra vez. Sin
poder evitarlo, en
primer plano apareció el rostro, o más bien la boca de su
hoy distante esposa,
imprecándolo porque mientras él se sumergía en
libros, cursos y exámenes, ella
tenía que lidiar con los chicos, el súper y la ropa.
Recordaba las noches en
que se escabullía hacia su improvisado estudio en el basement para escribir a máquina durante largas horas los
“papers”
en inglés. Venía a sus oídos el repiquetear de la
máquina, que atravesaba los
entrepisos de madera hasta llegar a los indignados oídos de su
esposa que odiaba
verlo progresar a base de sacrificios. Ella no sabía, pero
intuía, como ocurre
con las mujeres, que significaba ese inapresable inglés que
ninguno de los dos
logró dominar por mas cursos que tomaron. Aparecía su
tutor asignado, que le
advertía una y otra vez, que su inglés cargaba con la
anti-sajona estructura de
frases largas, donde ni el verbo, ni el sujeto, ni el predicado,
podían
identificarse sin trabajo, con ese tono inverosímil asociado al
barroco propio
de la manera de hablar latinoamericana. —No way, my dear friend, you
have to go direct to the point. No rounds, no
lateral meanings!… le
decían una y otra vez. El inglés se estructura de otra
forma.
Eso fue algo que nunca puso superar. Ya iba a mitad de su taza de
café cuando
todavía entraban a su cabeza imágenes de las
negociaciones humillantes que
debía sostener con aquel profesor y esa investigadora de origen
hindú que
rechazaban su inclinación por lo que ellos llamaban “tocar
el violín” en lugar
del punto y aparte. —“Period”!…
“Full stop”!… “New Paragaph”!… le
vociferaban hartos de su necedad y obstinación. Punto y aparte,
punto y aparte,
escuchaba en sus noches de insomio, en ese tono petulante inglés
que tanto
admiraba y al mismo tiempo repudiaba. Aquellas discusiones que
estuvieron a
punto de arruinarle su promedio y afectar su beca, simplemente porque
su inglés
no les gustaba.
Recordaba también los
viajes en el
subterráneo, (que con realismo sajón allá le
llamaban “tubo”), desde el
suburbio lejano donde había conseguido un diminuto departamento
de obrero,
hasta la facultad en pleno centro de Londres. Miraba con indiferencia
la
presencia remota del río que los artistas llamaban Thames y que
para él no
significaba nada. El barrio de Chelsea y la tienda Liberty cuya
historia,
ofertas y objetos en venta le estaban vedados. Todo eso tan ajeno que
era la
atmósfera cotidiana de su propio posgrado. Por fin logró
despejarse la mente
—¿Cómo puede ser que sea yo tan rencoroso? se
preguntaba en un raro arranque de
humanidad que se diluía pronto al volver a ponerse su
monóculo, que era el
instante culmine que completaba su abordaje científico,
ciertamente riguroso,
que reunía su cuerpo de investigación, su anteproyecto,
su informe final, su título
tentativo, su resumen, sus índices, y por fin, como si se
tratara de una corona
en forma de escafandra, su bibliografía. —¡La
bibliografía!, gritaba casi,
mientras la criada recogía los platos, acostumbrada a ver al
profesor hablando
solo. —La bibliografía, si, ¡Qué realizado me
siento con la larga lista de libros
leídos y referidos que cargo aquí, aquí,
decía tocándose el pecho. —Es
francamente una bibliografía interminable. Y, aunque hizo lo
posible por
detenerla, como en una pantalla gigante apareció la imagen de la
oficina de
correos en London, donde dejó las cajas de libros que
mandaría a México, para
conservarlos. —Es casi como comprarlos de nuevo, así de
caro está el flete, y
eso que van en barco!... levantó la cabeza y miró hacia
la sala, allí estaba,
alineada en sus largos libreros, toda su biblioteca refugiada en la
sombra,
acosada por la humedad. Libros que ya no releería, pero que eran
sus mejores
testigos de años de esfuerzos. Era su biblioteca real, virtual,
subjetiva, la
que estaba alineada en su memoria, y había por fin llegado a
ocupar el lugar de
todas sus vivencias, de todas sus experiencias, algunas casi diluidas,
otras
para siempre presentes. Los libros ocupaban el lugar de las novias que
no tuvo
y de las amantes que temió llegar a tener. Todo lo sublimaba y
hoy sus libros
inclinados como naipes se confundían con las voces y los
consejos que seguía
recibiendo de su padre y de su abuelo, desde sus imágenes
aprisionadas en
marcos laqueados con color burgundy. Sus ancestros, esas voces
internas, que
mientras él daba de pié el último sorbo al
café, antes de salir hacia el examen
de grado en el que sería juez, le repetían al oído
una y otra vez las viejas
consignas que él llamaba su “bagaje de valores”.
Se quitó el
monóculo por un instante como
ensayando un gesto que de todos modos dominaba, pero que enfatizaba su
“prestancia” mientras recibía de la criada sus
imprescindibles anexos: el
portafolio y su paraguas. Subió a su automóvil para
dirigirse a la universidad
donde solía ser sinodal, y que en ésta ocasión
fungiría como director de tesis.
—He logrado tener disciplina, se decía, sabiendo que era
un orgullo incompleto,
porque lo que su maestro le había recomendado siempre era
equilibrar libertad y
disciplina. En el gran salón lo esperaban sus colegas y sentado
en el eje
central, pudo identificar al amedrentado candidato. No le tomó
mucho tiempo
reconocer en su imagen su pusilanimidad, su vulnerabilidad, su
inconsistencia,
sus libros leídos a medias, su lejanía de lo que era
rigor, entrega,
sacrificio. —Estos alumnos viven en la comodidad, en el apapacho,
por eso son
así, débiles, flojos, informales… Este,
prosiguió hablándose a sí mismo, es
otro más que se atrevía a pretender completar su posgrado
para hacerse cargo de
ese título nobiliario objeto de ambición desmedida
alentada por las tontas
políticas nacionales que estaban llevando a que cualquiera
pudiera ser doctor
en estos días. —No es tan fácil, no es tan
fácil… se repetía, —¡Antes
pasarán
por sobre mi cadáver! pensaba sin poder contener una sonrisa que
contradecía su
súbito enojo. Los colegas observaban con sorpresa esa inusitada
sonrisa en el
rostro del eximio profesor, quien al sentarse y recobrar su seriedad
usual,
provocó con todo propósito, un largo silencio.
Sabía que el silencio era
imprescindible para imprimir a la ceremonia la seriedad y rigor que
requiere y
reviste. Sabía que el silencio terminaría de hundir al
candidato en la más
profunda zozobra. En su mente pudo escuchar su propia voz repitiendo
con
esotérica monotonía: - “resumen,
introducción, antecedentes, definición del
problema, objetivos, hipótesis, justificación, bosquejo
de fundamentos,
fundamentos, método, resultados, conclusiones, recomendaciones,
consultas
realizadas, anexos”… Nunca se quedaba solo, tenía
una cantinela metodológica
que le servía de coro permanente. Cuando el silencio se hizo lo
suficientemente
largo y pesado, le dio una mirada rápida al capítulo
final, releyó sus
anotaciones al margen de las respuestas a las preguntas secundarias,
recordó
las dificultades que se vislumbraban en el logro de objetivos y en su
descripción,
los resultados de las hipótesis, el contraste entre los
fundamentos y los
resultados o implicaciones teóricas, sin olvidar como se
habían presentado las
recomendaciones reconociendo las limitaciones a la que se había
tenido que
sujetar la tesis. Pero de todo, lo que más subrayaba y le
molestaba eran las
faltas de ortografía, esas si, imperdonables. Levantó la
vista y se puso el
monóculo. En el salón sólo se oía el
zumbido intermitente de un ventilador que
nadie sabía dónde se apagaba.
A través de su cristal lo
primero que vio
fue la camiseta sin mangas que el candidato vestía, sus
pantalones de
mezclilla, los incongruentes sneakers-trainers running Nikes
importados,
destellando colores y para colmo con los cordones sueltos. Mientras
paseaba por
esa indumentaria, sus miradas se encontraron. El estudiante no la
sostuvo. El
profesor de posgrado, no movió la mira, como si se tratara de un
arma larga
apuntando al delincuente. Desde su investidura de director,
intentó imaginar a
este individuo que hoy pretendía recibir la aceptación
que le otorgaría un
título, caminando por Chelsea en el ambiente londinense de los
años setenta que
tanto recordaba. Intentó imaginarlo en Hyde Park, frente a la
fachada de la
Nacional Gallery, sentado en la mesa de roble de un restaurante
céntrico, o
caminando sobre los adoquines de Birmington Ave. pero nada
coincidía con esa
extraña imagen local, regional, cuya mirada había logrado
escapar y quedar
perdida en el espacio, con tribulación y vértigo. El
profesor de posgrado, en
esta ocasión director de la mesa, el de mayor jerarquía
que los sinodales ahí
presentes, emitió por fin ese gesto mínimo, como una leve
mueca que partía de
su boca y apenas si lograba llegar un poco más allá de la
comisura de sus
labios. Con ese gesto y como apretando la lengua contra los labios, dio
vuelta
una de las páginas de la tesis, miro con atención su
propia anotación, volvió a
mirar al candidato, y eso bastó para que todos los presentes,
los sinodales,
los familiares, los colegas y amigos, el encargado del café y
del proyector, la
secretaria que se quedó para no hacer ruido con la puerta,
supieran que el
candidato no saldría adelante en la defensa de su tesis.
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