Bibliotecas escolares, maestros
y difusión
de la lectura en Norpatagonia (1884-1930)
School Libraries,
Teachers and the
Diffusion of Reading in Norpatagonia (1884-1930)
Magalí
Mayol
Universidad
Nacional del
Comahue, Argentina.
Recibido:
31/10/2021
Aceptado:
20/12/2021
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.040
Resumen.
En los años finales del siglo
XIX, funcionarios estatales de la educación señalaron que
era necesario
establecer bibliotecas en las escuelas de la Norpatagonia (Territorios
Nacionales de Río Negro y Neuquén), como medios de
propagar el “amor por la
lectura”. Sus destinatarios fueron diferenciados en tres grupos:
el alumnado,
el magisterio y la comunidad local. Este trabajo aborda las relaciones
entre
las bibliotecas escolares y el segundo grupo, centrándose en la
figura de
maestros y maestras como receptores y difusores de la acción
bibliotecaria. Por
un lado, ante la negativa percepción que las autoridades
tenían respecto de
estos sujetos y el medio donde se desempeñaban, se esperaba que
estas
bibliotecas funcionaran como instrumentos para su formación y
capacitación,
mejorando los conocimientos y prácticas de enseñanza. Por
otro lado, se encargó
a cada docente la tarea de transmitir hábitos de lectura a la
comunidad,
mediante la constitución misma de la biblioteca escolar y la
realización de
actividades de difusión de la lectura entre el alumnado y sus
familiares.
Palabras
clave. Bibliotecas escolares,
Historia de la educación, Norpatagonia, Lectura, Maestros.
Abstract.
In the late 19th century, state education
officials pointed out the need
to establish libraries in schools in Norpatagonia (National Territories
of Río
Negro and Neuquén) as a means of propagating the "love of
reading".
The target groups were divided into three groups: students, teachers
and the
local community. This paper deals with the relationship between school
libraries and the second group, focusing on the figure of teachers as
recipients and disseminators of library action. On the one hand, given
the
negative perception that the authorities had of these subjects and the
environment in which they worked, these libraries were expected to
function as
instruments for their education and training, improving knowledge and
teaching
practices. On the other hand, each teacher was entrusted with the task
of
transmitting reading habits to the community, by setting up the school
library
itself and carrying out activities to spread reading among the students
and
their families.
Keywords.
School Libraries; History of education;
Norpatagonia; Reading; Teachers.
Enseñemos a leer, a
leer bajo todas sus
faces, con toda la posible preparación, para leer con fruto
[…]
y cambiaremos
los destinos del país, sustituyendo al pueblo que han dejado
promancaes,
españoles y araucanos, inepto para el progreso,
un pueblo capaz
de seguir al
mundo industrial moderno en la rápida marcha que lleva.
“Los maestros de
escuela”
Domingo F. Sarmiento, octubre
de 1852[1]
Entre finales del siglo XIX y
las primeras
décadas del XX, funcionarios estatales educativos manifestaron
interés en
establecer bibliotecas escolares en los Territorios Nacionales de
Neuquén y Río
Negro. En este trabajo nos proponemos realizar una aproximación
a esos
discursos, centrándonos en las relaciones que se
establecían entre este tipo de
bibliotecas, la lectura y los maestros y maestras de la Norpatagonia.
Presidentes del Consejo Nacional
de
Educación (en adelante CNE) y diversos inspectores de
Territorios consideraron
necesario que estas bibliotecas estuviesen destinadas a tres
públicos lectores.
Aparecían así diferenciados el alumnado, el magisterio y
los vecinos y vecinas
de la localidad. Sin embargo, el lugar primordial fue asignado al
cuerpo
docente.
Maestros y maestras fueron
pensados al mismo
tiempo como receptores y difusores de la acción bibliotecaria.
Lo primero, en
virtud de considerar la potencial función formativa o
capacitadora que las
bibliotecas escolares podían ejercer sobre ellos. Lo segundo, al
depositar en
manos de cada docente la responsabilidad de crear y sostener la
biblioteca así como
también de transmitir hábitos de lectura tanto a sus
estudiantes como a la
comunidad adulta. En este sentido, en el presente artículo
buscamos, por un
lado, exponer algunas de las razones que llevaron a sostener la
necesidad de
establecer bibliotecas en las escuelas para uso principal –aunque
no exclusivo-
del magisterio. Por otro, describir las acciones que maestros y
maestras debían
desarrollar en y desde las bibliotecas escolares con el objetivo de
difundir la
lectura.
Como ha señalado
Nicolás Arata (2014; 2019),
el campo de la historiografía educativa argentina no cuenta con
un extenso
desarrollo bibliográfico sobre bibliotecas escolares o
políticas estatales
dirigidas a la formación de maestros y maestras como lectores.
Con esta
investigación, iniciada recientemente, buscamos contribuir,
desde una mirada
regional, a la historia de las relaciones entre la escuela, la lectura
y el
magisterio. Para su realización hemos recurrido principalmente
al análisis
documental y al cruce de fuentes, entre las cuales se destacan los
informes
anuales que el CNE presentaba ante el Ministerio de Instrucción
Pública,
especialmente las secciones dedicadas a las bibliotecas escolares y a
la
educación común en los Territorios Nacionales; la
publicación oficial El
Monitor de la Educación Común; Digestos de
Instrucción Primaria y
compilaciones de leyes y normativas educativas.
Organizamos el artículo
en cuatro apartados.
En el primero presentaremos algunas líneas generales acerca de
la inclusión de
las bibliotecas escolares en el sistema educativo argentino y su
reglamentación, tanto a nivel nacional como
regional-norpatagónico. Luego, nos
ocuparemos de desarrollar los motivos por los cuales estas bibliotecas
fueron
consideradas instrumentos de formación de la docencia
norpatagónica. En un
tercer momento, describiremos algunas de las acciones que el magisterio
debía
realizar para la difusión de la lectura. Para finalizar,
plantearemos algunas
conclusiones elaboradas a partir de estos primeros abordajes.
En la Argentina, la
construcción de los
sistemas educativos y bibliotecarios comenzó a finales del siglo
XIX. En
paralelo iniciaron también sus articulaciones, ya que ambos
formaron parte de
las principales estrategias desplegadas para la concreción del
proyecto de
modernización sociocultural que fue impulsado por la elite
liberal gobernante
en el marco del proceso de construcción del Estado nacional
(Planas, 2017).
Como señala Paula
Spregelburd (2012), se
confió en la lectura como un canal de civilización y
moralización de la
población. Al reconocer su potencialidad para la
nacionalización y
homogeneización de una población heterogénea y en
crecimiento, se definieron
las políticas de alfabetización, de promoción de
la lectura y de expansión de
la circulación de textos. Sería a través de la
acción los libros, considerados
instrumentos civilizadores fundamentales, y de la práctica
lectora, que las
nuevas generaciones se vincularían con la cultura letrada.
Fue en este marco que se
enlazaron escuela y
biblioteca: “la primera era considerada como una etapa formativa
básica,
esencial y prioritaria; la segunda, como una instancia de refinamiento
y sofisticación,
pero fundamental para sostener los rudimentos enseñados en las
aulas” (Planas,
2017, p. 33). A las escuelas correspondía la tarea de difundir e
inculcar el
“amor a la patria”, la conciencia y la identidad nacional,
mientras que en las
bibliotecas recaía la tarea de acompañar y complementar
esa acción desde la
esfera de la cultura escrita. De esta manera, inclusive sosteniendo sus
respectivas autonomías, los sistemas bibliotecario y educativo
fueron diseñados
en una profunda imbricación.
En este proceso pueden
señalarse algunos
hitos centrales, como la sanción de la ley 419 de
Protección a las Bibliotecas
Populares en el año 1870, la sanción de la ley 1.420 de
Educación Común en 1884
y la creación de la Biblioteca
Nacional
del Maestro[2] (en
adelante BNM), consolidada como tal hacia 1889. Los textos de las
normativas
indicarían que el eje estuvo colocado en las bibliotecas
populares, ya que no
sólo contaron con una ley propia sino que además fueron
incluidas en la
legislación educativa[3],
mientras que en esta última las escolares no fueron mencionadas.
Sin embargo,
es posible situar en este período el inicio de su
constitución en el sistema
educativo. En su desarrollo ejercieron gran impacto, por un lado, la
expansión
del sistema de instrucción primaria. Por el otro, el impulso que
la ley 419
supuso en la fundación de diversos tipos de bibliotecas en el
país, entre ellas
las escolares (Parada, 2013).
Pese a este inicial vacío
normativo, se
observa un interés en la creación de bibliotecas
escolares, manifestado
discursivamente por parte del funcionariado estatal educativo. Las
primeras
indagaciones documentales señalan que esta preocupación
tenía origen en una
percepción crítica de la situación educativa
nacional, que se buscaba atenuar
con este tipo de medidas. Por un lado, los censos escolares y las
visitas de
inspección daban cuenta de una enseñanza deficitaria de
la lectura y la
escritura en las escuelas argentinas que, además, se consideraba
insuficiente
por sí sola: a los niños y niñas también
había que formarlos en el hábito y
amor por estas prácticas. Sin embargo, para ello se
requería que el maestro
realizara lecturas en el aula. Por otra parte, se estimaba necesario
que el
magisterio entrase a una “vida de estudio” que le
permitiese mejorar en su
tarea, para lo que debían tener libros y material de consulta a
disposición.
Era en estos puntos donde debían intervenir las bibliotecas
escolares,
consideradas “una de las más seductoras formas en que se
desarrolla y crea el
gusto de la lectura” (Educación Común en la
Capital, Provincias y
Territorios Nacionales durante el año 1885, 1886, Tomo I, p.
69; en
adelante Educación Común), tanto entre alumnos como docentes.
En este
sentido, las bibliotecas escolares se fueron incorporando en distintas
versiones
de reglamentos, planes de estudio y circulares sancionados y dispuestos
posteriormente a la ley 1.420. Si bien hemos accedido a algunas
normativas
previas, que no incluimos en este trabajo porque su ámbito de
aplicación se
circunscribía a la Capital Federal, resaltamos el Reglamento
General para
las escuelas públicas de la Capital y Territorios Nacionales,
del año 1889.
Éste fue el primero de su tipo que, al menos por el momento,
hemos encontrado
donde se determinaba la organización y el funcionamiento de
estas bibliotecas
en las escuelas territorianas. En el título VIII, denominado
“Biblioteca y
Archivo”, se establecía:
Art. 175. En cada escuela
habrá una
biblioteca que se formará con un ejemplar de los textos usados y
con las obras
que a ella destinen las autoridades o los particulares.
Art. 176. Ninguna obra donada
será incluida
en la biblioteca sin que haya sido antes examinada por el Consejo
Escolar del
Distrito o por el Director de la escuela, quienes rechazarán las
que juzguen
contrarias a la moral.
Art. 177. La biblioteca
estará a cargo del
Director de la escuela, el que será responsable de las obras que
contenga.
Art. 178. Deberá llevar un
catálogo de los
libros existentes en la biblioteca, clasificados metódicamente y
expresando: el
número de orden de cada obra, su título, autor,
encuadernación, procedencia y
fecha de ingreso a la biblioteca.
Art. 179. Los libros de la
biblioteca se
pondrán a disposición de los alumnos que deseen verlos,
en la hora que sigue a
la terminación de las clases.
Art. 180. Los maestros pueden
llevar a su
domicilio libros de la biblioteca, por el término de diez
días, bajo recibo y
siendo responsables en caso de pérdida o deterioro de ellos. Los
padres o
tutores de los niños pueden también llevar libros a sus
casas, en las mismas
condiciones. (Educación Común…
años
1889-90-91, 1892, Tomo I, p. 254) [4]
En este reglamento no se
hacían distinciones
entre las bibliotecas de escuelas situadas en los territorios o en
capital,
sino que por el contrario debían tener el mismo funcionamiento.
Sin embargo,
nuevamente en el plano discursivo, se planteaban prácticas y
objetivos
diferenciados según se hiciera referencia a uno u otro espacio.
Así, para los
territorios se proyectaba:
Que la biblioteca sea el centro
de reunión
del vecindario; que el maestro fomente el amor a la lectura, al
estudio, a los
placeres intelectuales; que, terminada la hora de la escuela, pueda el
vecino,
en la noche, en el día de fiesta, acercarse a la biblioteca de
la escuela y
encontrar a mano, ya el libro útil que le adelante conocimientos
sobre sus
propias tareas, ya el que simplemente lo recrea, despertando en su alma
el amor
a lo bueno. (Educación Común…
Año 1887, 1888,
p. 330)
Las bibliotecas establecidas en
Norpatagonia, fueran escolares, populares o públicas,
tenían como principal
tarea la transmisión del “amor por la lectura”, cuyo
carácter debía ser
civilizatorio y nacionalizador, al igual que el mandato de las escuelas
(Zaidenwerg, 2016). En esta línea, en la documentación
que hemos analizado, las
bibliotecas escolares eran caracterizadas como “instituciones
auxiliares” de la
escuela. No constituían órganos independientes sino que,
al ser uno de sus
componentes, compartían sus lineamientos.
En 1905, Mariano Arancibia,
Inspector
Seccional a cargo del Territorio de Neuquén, señalaba que
eran las escuelas
“las únicas instituciones capaces por la acción del
libro de unificar las
tendencias que, como corrientes hoy por hoy, toman diferentes rumbos
por la
diversidad de la población” (Educación
Común… Años 1904 y 1905, 1907,
p. 255). Por
ello, al igual que se pretendía acercar la escuela al pueblo a
través de
actividades en las que intervinieran vecinos y vecinas, como
sucedía con los
actos y conmemoraciones escolares, se buscaba que las bibliotecas
escolares se convirtieran
en los “centros culturales” de las localidades donde
estaban situadas. La
aspiración era que a ellas accediera toda la comunidad:
estudiantes, docentes y
familias. Sin embargo, como adelantamos, la tarea central recaía
en los
maestros y maestras.
Al momento en que se
sancionó la ley 1.420 e
inició el proceso de construcción del sistema educativo
argentino, en la
Norpatagonia la mayoría de la población vivía en
espacios rurales, era
analfabeta y de origen extranjero –mayoritariamente chileno- e
indígena. La
Patagonia misma era un extenso territorio que había sido
recientemente anexado
al Estado argentino por medio de las campañas de conquista del
ejército y que,
mediante la ley 1.532, había sido dividida en los denominados
“Territorios
Nacionales”, entidades jurídicas sin autonomía,
bajo la dependencia directa del
Estado central (Ruffini, 2007).
En este contexto, el Estado
buscó consolidar
su dominio y, entre otros dispositivos, utilizó el sistema
educativo como un
instrumento de control y homogeneización. Su objetivo era
“inculcar a la nueva
población sentimientos de pertenencia y orgullo de ser
argentinos” (Méndez,
2011, p. 19). Sin embargo, el proceso de institucionalización de
la educación
común en esta región fue lento y conflictivo, como
investigaciones previas han
resaltado (Teobaldo, García et al., 2000; Teobaldo y
García, 2002;
Teobaldo, 2011; Zaidenwerg, 2016). Entre las problemáticas
centrales que se
enfrentaron figuró aquella centrada en el cuerpo docente.
Diversos inspectores que
recorrían la
Norpatagonia sostenían que “respecto a calidad, son las
escuelas de las
Gobernaciones lo que son los maestros que las dirigen. En general, no
educan,
sólo instruyen imperfectamente” (Educación
Común… Años de 1894-1895, 1896,
Tomo I, p. 183). Si
bien se resaltaba la tarea del magisterio como fundamental para el
progreso de
la educación, muchas veces se sostenía asimismo que los
llamados “apóstoles
modernos” eran un obstáculo para ese desarrollo. Los
informes oficiales
constantemente señalaban el alto porcentaje de maestros no
titulados y de
nacionalidad extranjera que se desempeñaban en la región.
De acuerdo con la
concepción dominante en la época, estos rasgos afectaban
negativamente el
avance de la educación y el carácter nacional que se le
pretendía otorgar.
Además, señalaban que las características
geográficas del territorio y los
rasgos socio-culturales de las poblaciones que lo habitaban
entrañaban
perjuicios específicos sobre el cuerpo docente:
El aislamiento geográfico
y social, la
naturaleza del lugar y otras causas imprimen en el espíritu del
maestro una
idiosincrasia particular, lo invitan estas fuerzas a una cierta dejadez
en la
adquisición de nuevos conocimientos, predisponiéndole a
seguir rumbos que la
pedagogía debe rechazar. (Educación
Común… Años 1904 y 1905, 1907, p. 254)
Las autoridades educativas
conocían estas
situaciones y consideraban que sus consecuencias eran perniciosas para
la
expansión y el correcto funcionamiento de la escuela
común. No obstante, las
soluciones no eran sencillas.
Por un lado, como han
señalado Mirta
Teobaldo y Amelia García (2002), no sólo la cantidad de
egresados de las
escuelas normales que se iban fundando en el país era
insuficiente para cubrir
una creciente demanda nacional, sino que su distribución era
sumamente dispar a
nivel nacional. Había un rechazo generalizado a la posibilidad
de ejercer el magisterio
en los Territorios debido a las difíciles condiciones a las que
se debía hacer
frente para asentar la escuela en estas “apartadas regiones de la
República” y
a lo escaso que resultaban los sueldos percibidos. Por otra parte, las
distancias geográficas de la mayor parte de las localidades
territorianas
respecto de los principales centros urbanos y la deficiencia en medios
de
comunicación y transporte, eran resaltadas como dificultades a
la hora de
esbozar prácticas que permitiesen a los maestros perfeccionarse.
En este contexto, los informes
de inspección
reiteraban las deficiencias que en relación a la lectura,
escritura y formación
pedagógica tenían quienes se desempeñaban como
docentes en esta región. En
1891, el inspector de Territorios Raúl B. Díaz
advertía que en estos espacios
“los maestros no solamente carecen (en su mayor parte) de
preparación técnica y
especial, sino que permanecen completamente ajenos al movimiento
pedagógico
operado dentro y fuera de la República: no leen, ni mucho menos
escriben” (El
Monitor, núm. 206, 31 de diciembre de 1891, p. 135).
Más de una década
después, en 1905, el
mencionado inspector seccional Arancibia, luego de realizar durante
ocho meses
un recorrido por el territorio neuquino y la localidad de San Carlos de
Bariloche,
en Río Negro, se expresa en términos similares:
“los maestros que actúan por un
largo tiempo en los Territorios no es difícil se mantengan
estacionados
intelectualmente, que las teorías pedagógicas se olviden
y que las experiencias
diarias no las tomen en cuenta para la enseñanza" (Educación
Común…
Años 1904 y 1905, 1907, p. 254).
Veinte años más
tarde, a mediados de la
década de 1920, se continuaban sosteniendo estas impresiones:
“el aislamiento
de toda fuente de cultura que sufren la mayoría de los
Directores y maestros
que ejercen en las apartadas regiones de los Territorios argentinos,
pone a
aquéllos en grave riesgo de cristalizarse o retrogradar su
preparación” (Educación
Común… Año 1925, 1927,
p.
114).
Sin embargo, era una tesis
ampliamente difundida
que “no habrá escuelas buenas sin maestros buenos”,
como manifestaba el
inspector Díaz en 1890. Por ello, como forma de atenuar la
ausencia de
formación pedagógica de quienes no poseían
título y el estancamiento de quienes
sí contaban con él, desde fines de la década de
1880 se propuso la formación de
bibliotecas en las escuelas de la región. Como ha
señalado Zaidenwerg (2016),
el libro fue un elemento fundamental en el campo educativo argentino,
no sólo
por su función de enseñar a leer y moralizar a
niños y niñas, sino también
porque “devino la principal fuente de información de
maestros y maestras
especialmente tras completar su formación profesional” (p.
141). En este
sentido, hemos de resaltar que, de todos modos, en las fuentes
consultadas no se
postuló que la acción de las bibliotecas escolares
reemplazaría la formación
docente de las escuelas normales. Por el contrario, eran consideradas
dispositivos complementarios.
En términos generales, se
sostenía que en
estas bibliotecas los libros no debían abundar en cantidad ni en
variedad.
Continuamente se repetía que debían tener “pocos y
buenos”. Alcanzaba con que
las escuelas poseyeran obras que respondiesen “a las necesidades
inmediatas de
los maestros, alumnos y vecinos; los textos hasta tres ejemplares y las
obras
de consulta, según su utilidad” (Digesto de
Instrucción Primaria, Tomo
I, 1908, p. 297). En este sentido, las autoridades educativas
consideraban que
las “necesidades inmediatas” del magisterio serían
cubiertas con obras
“selectas” de pedagogía e ilustración general
que permitieran que “los maestros
se preparen más y mejor en sus funciones” (Educación
Común… Años 1909-1910, 1913,
p. 326). En cuanto a la selección, se señalaba que la
BNM, institución ubicada
en la Capital Federal y que constituía un elemento central en el
esquema del
CNE, tendría entre sus principales objetivos asumir la
dirección de las
bibliotecas tanto escolares como populares de los Territorios
Nacionales y ocuparse
de dotarlas de “buenos libros” (Arata, 2014). Según
afirmaban los informes de
inspección publicados en El Monitor, “nadie
necesita más que los
maestros de las Gobernaciones de esas guías en sus tareas
profesionales” (El
Monitor, núm. 265, 31 de agosto de 1895, p. 211).
Por otra parte, no se negaba la
posibilidad
de que en estas bibliotecas se accediera a los libros por razones
recreativas o
de esparcimiento personal. Precisamente, la lectura era considerada una
actividad “decente” en la cual maestros y maestras
podían distraerse de sus
tareas, aunque sólo por un instante. Sin embargo, en el
período aquí analizado,
el énfasis siempre estuvo colocado en la necesidad de que los
libros y los
conocimientos que ellos aportaban tuvieran un carácter
utilitario. También se
señalaba que debían atenerse a las pautas de moralidad y
nacionalidad. Los
distintos reglamentos a los que hemos tenido acceso indicaban esto
último como
un requisito excluyente para su ingreso al fondo escolar. En caso
contrario, el
director de la institución, figura que debía asumir la
responsabilidad
principal sobre la biblioteca, debía rechazarlos.
Las bibliotecas escolares
debían funcionar a
partir de estos lineamientos generales. A través de los libros
que ellas
poseerían, y en combinación con las conferencias
pedagógicas a las que docentes
y directivos debían asistir, se lograría acercar
“estímulos intelectuales” a
los maestros y maestras de la región. Se convertirían
así en medios de
“infiltrar en el espíritu de los maestros nuevas ideas,
vigorizar el cerebro,
cuyas vías de ideación, por decirlo así,
permanecen obstruidas por la falta de
gimnasia mental” (Educación Común…
Años 1904 y 1905, op. cit.), lo cual,
según las autoridades educativas, predominaba en la
Norpatagonia.
Como hemos adelantado, se
pretendía que las
bibliotecas escolares constituyeran los “centros
culturales” de sus localidades
y que los maestros y maestras norpatagónicos fueran los
difusores de la acción
bibliotecaria. A éstos se asignó la tarea de difundir el
hábito de la lectura
en la comunidad, tanto infantil como adulta. Para lograr este objetivo,
debían
desarrollar determinadas actividades y prácticas en y desde las
bibliotecas de
las escuelas. En este tercer momento, describiremos algunas de esas
acciones.
Como primera cuestión, se
hace necesario
señalar que las tareas encargadas a maestros y directivos no se
circunscribieron a las específicas prácticas de lectura.
El fundar, sostener,
organizar y atender las bibliotecas escolares también formaron
parte del
repertorio de acciones que el magisterio debía desplegar. Desde
el primer
momento, la responsabilidad en la apertura y el mantenimiento material
de este
tipo de bibliotecas no recayó única ni principalmente en
el CNE, aunque éste
por ley tuviera la obligatoriedad de proveer de libros a quienes no
podían
comprarlos. Según ha señalado Leda García (2019),
en lo que respecta al
financiamiento de las bibliotecas escolares “la
legislación no previó un
presupuesto especial y adecuado para su organización y
sostenimiento” (p. 48).
En relación con esto, por
un lado, diversos
reglamentos (como el transcripto previamente) daban lugar a la
intervención de
asociaciones, autoridades y particulares para la constitución de
los fondos.
Por otro, las autoridades educativas alentaban constantemente la
participación
del cuerpo docente y de la sociedad civil -los “vecinos
caracterizados” de las
localidades- en su creación y sostenimiento. Por ello mismo,
desde fechas
tempranas, los informes y la prensa educativa se hicieron eco de este
tipo de
intervenciones.
Así, en la sección
de noticias de El
Monitor, en el año 1894, se incluía la
descripción del viaje que un maestro
rionegrino había realizado hacia la Capital Federal con la
intención de comprar
libros para la biblioteca escolar. Se destacaba en dicha ocasión:
Se encuentra entre nosotros el
Director de la
escuela mixta de Coronel Pringles en el territorio del Río
Negro, quien viene
animado del mejor espíritu y se ocupa en estos momentos de
reunir algunas obras
con el objeto de formarse una biblioteca en la escuela que dirige. (El Monitor, núm. 241, 15 de enero de
1894, p. 581)
Asimismo, la presencia de estas
observaciones en los informes aumenta a medida que transcurren los
años,
especialmente una vez iniciado el siglo XX. Los inspectores de
Territorios
destacaban la activa intervención tanto de maestros y directivos
como de
vecinos en la constitución de las bibliotecas escolares. En este
sentido, “la
enseñanza era concebida no sólo desde la estricta
definición de la escuela,
sino que tomaba en consideración también su
relación con la sociedad, en la que
la institución se fundaba” (Zaidenwerg, 2016, p. 169). Se
afirmaba que “cuando
el pueblo coopera en su propia cultura, la escuela aumenta su prestigio
y se
realizan con más amplitud y éxito las iniciativas
educacionales” (Educación
Común… Años 1911 y 1912, 1914, p. 362). Por
ello, se sostenía como una
necesidad fundamental que la sociedad civil interviniera, aportando
materialmente para el progreso de la escuela, pero también
acercándose a ésta
para ser receptora de sus beneficios. El papel principal era asignado,
de todos
modos, al magisterio: sería la escuela, a través sus
maestros y maestras, la
que originaría dichas prácticas.
En cuanto a las bibliotecas
escolares, era
la escuela la que propiciaba o tomaba la iniciativa en su
fundación y fomento.
Y ello lo hacía siempre por intermedio de sus directivos o
docentes, quienes
con “raro empeño” o “entusiasmo”
propiciaban el “espíritu de asociación” y
convocaban a la población a acercar libros y a leer. Olivio J.
Acosta, en su
exposición sobre el estado de la educación común
en el territorio rionegrino
durante los años 1906 y 1907, daba cuenta de estas situaciones
enfáticamente.
Señalaba este inspector:
Quiero cerrar este informe con
una nota
simpática para la acción de la escuela y de los maestros
que la sirven,
denunciadora de mejores frutos y de poderosos estímulos para
perseverar con fe
en la obra iniciada.
Extendiendo sus beneficios a un
campo más
vasto, la escuela ha propiciado, por intermedio de sus directores, la
fundación
de bibliotecas escolares, con servicio para la población del
lugar donde se
hallan, y estos esfuerzos se han coronado de un éxito lisonjero,
en Viedma,
Conesa y Gral. Roca, donde quedaron instaladas, y cuentan con obras de
importancia para la lectura popular, donadas por los vecindarios y
reparticiones públicas cuya cooperación se
solicitó. (Educación Común…
Años 1906 y 1907, 1909, p. 161)
De esta manera, según
indicaban las
autoridades, iniciaba la tarea de estas “pequeñas
bibliotecas” y del
magisterio. Acto seguido, era deber de maestros y maestras realizar
lecturas en
clase, porque de ese modo se despertaría en el educando el
interés por los
libros y la lectura. Era para lograr esto que se hacía necesario
establecer la
biblioteca de la escuela, ya que
Si el preceptor tuviera en ella
libros de
educación que lo ilustren, de geografía y viajes que
despierten la curiosidad
del niño, de aventuras guerreras que lo interesen, de moral, de
poesía, que
venga de los lejanos tiempos o de nuestros días, los libros de
mucha
imaginación que lo entretengan, y que se deben a la primera
edad, ya que tienen
tan próximo el tiempo en que tendrán al frente las duras
realidades de la vida,
es evidente que el niño se retiraría de la escuela, con
el amor y el hábito de
la lectura. (Educación Común…Durante
el
año 1885, op. cit., pp. 69-70)
Una vez terminadas las horas de
clase, los
niños y niñas habrían adquirido el hábito
lector y volverían a sus hogares
haciendo “activa propaganda” a favor del libro. De ese
modo, se estaría
difundiendo la lectura y atrayendo hacia ella a la población
adulta de la
localidad. Así, intervenía en este punto la noción
del “sujeto lector ampliado”
que tenían los libros escolares: sus destinatarios no se
limitaban a la
población infantil escolarizada o
en
proceso de escolarización, sino que incluía
también a sus familiares adultos
(Spregelburd, 2012).
Asimismo, en forma paralela se
proponía la
apertura de la biblioteca a la comunidad. El objetivo era que maestros
y
directivos llevaran a cabo actividades culturales, no exclusivamente
restringidas a la lectura y la escritura, con el objetivo de moralizar
e
instruir a la población. Mediante estas acciones, las
autoridades buscaban que
se aprovechara el lugar destacado que el magisterio tenía en sus
respectivas
localidades. Como señalan Liliana Lusetti y Cecilia Mecozzi
(2021), maestros y
maestras poseían un capital simbólico que les
permitía ser asociados al
progreso y a la cultura, enseñados en el interior de la escuela,
pero también
fuera de ésta.
Los principales
propósitos de la biblioteca
–y museo- escolar fundada en 1905 en Chos Malal, Territorio de
Neuquén,
siguieron estos preceptos. Según el relato que del evento de
apertura realizó
el inspector Arancibia, se aspiraba con ella a estimular la lectura
libre,
crear hábitos de estudio e interesar a los niños en
lecturas variadas. También
se pretendía “acercar el pueblo a la escuela” para
que la población adulta
encontrase, mediante la lectura, conocimientos científicos que
pudieran aplicar
en las “industrias” en las que se desarrollaban (Educación
Común… Años 1904
y 1905, op. cit., pp. 254-255). Todo ello, mediante la atenta
vigilancia
del maestro de grado y, especialmente, de la figura del director de la
escuela.
Posteriormente, este tipo de
prácticas
fueron reglamentadas. La circular del 24 de enero de 1907, dirigida a
las
escuelas de Territorios y Colonias, contó, entre sus distintas
secciones, con
una dedicada a las bibliotecas escolares. En la misma, se habilitaba a
los
directivos para
Congregar a vecinos del punto
donde esté la
escuela, niños y adultos, en las horas más convenientes
con fines morales,
instructivos y sociales; leer, resolver problemas, desarrollar temas
importantes de actualidad, con excepción de política y
religión, y comentarlos,
entonar canciones patrióticas, dar algunas clases de lectura y
escritura a
niños analfabetos, etc. (Digesto de
Instrucción Primaria, op. cit.)
Del mismo modo, se les
permitía invitar
transeúntes o viajeros distinguidos para que realizaran
conferencias. Por su
parte, se facultaba a los maestros y maestras, pero también al
estudiantado más
adelantado y a las personas del pueblo que “se sientan
capaces”, para que
desarrollasen aspectos de los programas. Finalmente, se señalaba
que se
indicarían los libros que podían ser llevados a domicilio
y se estipulaba que
su lector, al devolverlos, debía dar una explicación
verbal o escrita de la
obra, para despertar así el estímulo de los demás
concurrentes de la
biblioteca.
Siguiendo estos lineamientos,
según
indicaban las autoridades, sería la manera en que se
lograría que las
bibliotecas escolares tuvieran al maestro “como su agente para
propagar el
gusto por la lectura” (Educación Común…
Año 1887, 1888, p. 330).
Durante el recorrido propuesto,
nos ocupamos
de los discursos producidos por funcionarios estatales de la
educación sobre
las bibliotecas escolares y sus relaciones con el cuerpo docente de la
Norpatagonia. El eje del análisis estuvo centrado en figuras con
algún grado de
autoridad dentro del sistema educativo que se estaba construyendo: las
autoridades del CNE y, especialmente, los inspectores de Territorios,
personajes
fundamentales para la puesta en marcha de la escuela pública en
la Norpatagonia
(Teobaldo, 2011).
El proceso de
institucionalización de la
escuela común en los Territorios de Neuquén y Río
Negro fue sinuoso. En él, las
bibliotecas escolares no constituyeron una de las problemáticas
o
preocupaciones principales. Pese a ello, se les asignó un papel
de relativa
importancia, el cual estuvo profundamente articulado con el primordial
rol
asignado al magisterio para el “progreso” de la
educación.
Por un lado, estas bibliotecas
fueron
postuladas como un instrumento o dispositivo fundamental y necesario
para la
formación y capacitación
pedagógico-científica de quienes enseñaran en las
escuelas de la región, contaran o no con título. A
través de las bibliotecas
escolares, los maestros y maestras podrían ponerse en contacto
con los
conocimientos de diverso tipo que poseían los libros –que,
por ser precisamente
diversos, debían atenerse a las normas morales y nacionales. Se
sostenía que de
ese modo el magisterio lograría tener una mayor calidad,
redundando, a su vez,
en una mejora de la enseñanza en la región. Sin
reemplazar el principal espacio
de formación docente, constituido por las Escuelas Normales, las
bibliotecas y
sus libros actuarían contrarrestando la ausencia de
formación pedagógica y el
estancamiento de quienes enseñaban en las escuelas de la
Norpatagonia.
Asimismo, a partir de la
acción
bibliotecaria, estos maestros y maestras estarían
“protegidos” frente a las
negativas influencias que la geografía y las poblaciones
norpatagónicas podrían
ejercer –y de hecho, según los informes, ejercían-
sobre la escuela pública y
sus docentes.
Por otra parte, estas
bibliotecas fueran las
encargadas de inculcar hábitos lectores y valores relacionados
con una cultura
escrita “culta” o legitimada desde los sectores de poder, a
poblaciones
caracterizadas por su condición extranjera e indígena, el
analfabetismo y la
ruralidad. La intervención de maestros y maestras, los
denominados “apóstoles
modernos”, fue considerada fundamental para el logro de estos
objetivos. Como
hemos descripto en las páginas precedentes, el magisterio
debía encargarse, en
primer lugar, de crear y sostener estas bibliotecas. Luego, le
correspondía
realizar lecturas en las aulas para que así el alumnado se
convirtiese en
lector y propagase esta práctica a sus familiares adultos. Pero
también
directivos y docentes debían convertir a las bibliotecas de sus
escuelas en los
centros culturales de las localidades donde ellas se situaban. Para
ello,
debían promover el asociacionismo, realizar actividades
públicas de lectura,
organizar horarios extra para la enseñanza de la lectura y la
escritura a la
población analfabeta e invitar figuras distinguidas para que
realizaran
conferencias moralizantes.
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[1] Se respetó la ortografía original del
texto.
[2] Si bien al momento de escritura del presente
artículo esta
biblioteca ha sido renombrada como “Biblioteca Nacional de
Maestras y
Maestros”, se respetará la denominación que esta
institución recibía durante el
período abarcado.
[3] El Capítulo VII de la ley 1.420 expresaba:
“toda biblioteca popular
fundada en la Capital, territorios y colonias nacionales, por
particulares o
asociaciones permanentes, tendrá derecho a recibir del tesoro de
las escuelas
la quinta parte del valor que sus directores comprobasen necesitar o
haber
empleado en la adquisición de libros morales y
útiles”.
[4] Este reglamento fue publicado también en El Monitor de la Educación Común,
núm. 162, 15 de agosto de 1889,
pp. 72-87. En adelante El Monitor.