Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 7 N° 2 (2022) / Sección Dossier / pp. 1-10 /
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 14/11/2022 Aceptado: 30/12/2022
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.078
The assault of the "tiny lives" in the
academy. A historiographic sketch
O
assalto às "pequenas vidas" na academia. Um esboço historiográfico
Gabriel Jaime Murillo Arango
Facultad de Educación, Universidad de
Antioquia, Colombia.
gabriel.murillo@udea.edu.co
Resumen. El artículo esboza algunos
hitos fundamentales del desarrollo de las ciencias sociales en el siglo XX que
dieron cabida al interés por las vidas ordinarias, en disputa con el privilegio
de atención concedido entonces a las élites y los grandes personajes, de donde
se configura un marco epistemológico que acoge el estudio de los individuos y
grupos sociales subordinados en la modernidad, dotado de un nuevo arsenal de
métodos y técnicas basados en los testimonios orales y documentos personales. A
través del seguimiento de dicha ruta, condicionada por los múltiples tributos
de las ciencias de la cultura, la literatura, la sistematización del
pensamiento pedagógico y la variopinta experiencia histórica global, se
comprenden las condiciones de emergencia del paradigma biográfico narrativo en
educación.
Palabras
clave. vidas minúsculas, relato de vida, testimonio, ciencias sociales.
Abstract. The article outlines some
fundamental milestones in the development of the social sciences in the
twentieth century that gave rise to an interest in ordinary lives, in dispute
with the privilege of attention then granted to elites and great figures. So an
epistemological framework is configured that welcomes the study of individuals
and subordinate social groups in modernity, endowed with a new arsenal of
methods and techniques based on oral testimonies and personal documents. By
following this route, conditioned by the multiple contributions of the cultural
sciences, literature, the systematization of pedagogical thought and the
diverse global historical experience, the conditions for the emergence of the
narrative biographical paradigm in education are understood.
Keywords.
small lives, life narrative, testimony, social sciences.
Resumo. O
artigo traça alguns marcos fundamentais no desenvolvimento das ciências sociais
no século xx que deram origem a um interesse pela vida comum, em disputa com o
privilégio de atenção então concedido às elites e grandes figuras, a partir do
qual se configura um marco epistemológico que acolhe o estudo dos indivíduos e
grupos sociais subordinados na modernidade, dotado de um novo arsenal de
métodos e técnicas baseadas em testemunhos orais e documentos pessoais.
Seguindo este caminho, condicionado pelas múltiplas homenagens das ciências
culturais, da literatura, da sistematização do pensamento pedagógico e da
diversificada experiência histórica global, entendem-se as condições para o
surgimento do paradigma biográfico narrativo na educação.
Palavras-chave. pequenas vidas, histórias de vida, testemunho, ciências sociais.
El giro narrativo en las ciencias sociales,
anunciado en los albores del siglo XX por la antropología anglosajona, podría
renombrarse con el título de una obra maestra de la literatura francesa
contemporánea: Vidas minúsculas, de Pierre Michon (2002). Esta reúne
una serie de relatos de seres anónimos, en la generalidad de los casos
historias de personas que se hallan al borde del fracaso, condenadas a la
abulia o la sinsalida, víctimas impotentes de la burocracia o de una burda
jugada de las jerarquías de poder, vidas que no han merecido tan siquiera
hacerse a un lugar en la historia.
La naturaleza anómica de estos personajes presuntamente
de ficción es elevada a categoría social con las multitudes de carne y hueso
que ejercen los múltiples oficios viles y menudos que hacen la vida de las metrópolis
en tiempos modernos. Es este el laboratorio vivo en donde la Escuela de Chicago
dio el giro decisivo que hubo de impactar en el conjunto de las ciencias
sociales, con la apertura de los baúles familiares y legajos de documentos
personales, las entrevistas en profundidad, las historias cruzadas, esto es,
con otros métodos e instrumentos usados para indagar la condición de los
individuos en las sociedades contemporáneas.
El camino pudo ser despejado a partir de la sociología
comprensiva de Max Weber, en virtud de su interés por el significado de las
acciones en las que participa la gente y en las distintas modalidades como se
producen los intercambios en la sociedad, lo cual presupone un agudo sentido de
observación por parte del sociólogo investigador. Siguiendo los pasos de Weber,
la sociología formal de Georg Simmel se inclina hacia las formas de interacción
en escenarios concretos, las mismas que por antonomasia constituye el objeto
privilegiado del interaccionismo simbólico en sus variadas expresiones. El
punto de encuentro ilumina los trabajos de diferente índole agrupados en torno
al programa de la Escuela de Chicago que hacen uso de la observación
participante, enfocada ya no en grupos sociales exóticos habitantes de tierras lejanas,
sino incluso con el foco puesto en el mismo espacio urbano caótico donde
habitan los propios investigadores. Justamente los trabajos pioneros de sociología
urbana de Robert Park, William Foote Whyte, en particular el más renombrado sobre
la vida de los inmigrantes polacos en Norteamérica de Thomas y Znaniecki, dibujan
un nuevo horizonte de posibilidades en los modos de investigar de las ciencias sociales.
Fue aquella la época dorada de las historias
de vida en ciencias sociales, entre los años 1920 y finales de los años 30, hasta
el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Por circunstancias y motivos fáciles
de reconocer, el apogeo de la década anterior en materia de investigación sociológica
y antropológica queda en suspenso, dando lugar a un periodo de reflujo hasta
los años sesenta. Al avanzar los años de posguerra, se asiste a un renacer de
la metodología de historias de vida que rápidamente coopta en la academia y en
el espacio social cada vez más áreas de pensamiento y acción humanos. En dicho
renacer tuvo mucho que ver la publicación en 1959 de La imaginación sociológica
de Charles Wright Mills, un apasionado alegato a favor de un conocimiento
certero de la vida humana en sociedad basado en una refutación del empirismo
abstracto revestido de una jerga técnica, que no oculta su fascinación por las
cifras en boga dentro de la sociología académica norteamericana, en tanto la investigación
social es concebida en el punto de intersección de la historia, las estructuras
sociales y la biografía.
El testimonio de
Wright Mills es recogido por un puñado de sociólogos de distintos países
que discuten el modo de superar las antinomias en el interior de su disciplina
de saber, las cuales han inhibido durante largo tiempo el desarrollo de una sociología
del individuo, junto con la relectura (tardía) de Simmel u otros que asumieron
entre sus objetos de estudio el “heroísmo de la vida moderna”, como fuera
nombrado por Baudelaire. Entre estos sobresale la figura conspicua de Marshall
Berman (1991), quien impactó el mundo académico con un libro pleno de
sensibilidad estética, Todo lo sólido se desvanece en el aire, publicado
en 1982, coincidente en el tiempo que empezaban a soplar las ráfagas de viento
del neoliberalismo rampante entrecruzadas con los vientos desbordados de
esperanzas juveniles que desembocaron más tarde en el derrumbe del muro de Berlín.
El libro invita simplemente a mirar alrededor y contemplar la frenética circulación
de los transeúntes en los centros comerciales de las grandes urbes, para revelar
el contraste marcado por vidas que en medio de la multitud apenas se rozan en
un espacio público fragmentado y subsumido cada vez más por la expansión de una
suerte de “intimidad pública”. Por sus páginas discurre una visión que permite
caracterizar la modernidad, no tanto relacionada con un periodo de tránsito de
las vanguardias en el campo del arte y la cultura sino, antes de todo, como una
experiencia de vida encarnada en “la multitud de solitarios” –para emplear el oxímoron
de Edgar Allan Poe– que habita las grandes ciudades. La mirada del sociólogo sobre
las condiciones de existencia en la sociedad moderna pasa indefectiblemente por
reconocer la primacía del individualismo social, como es entendido por
Martuccelli y de Singly (2012):
Y todos –sobre todo Berman, pero ya antes
Georg Simmel- se interesan no solo por los grandes acontecimientos del mundo,
sino también por lo que se observa en las calles y en la vida de nuestros contemporáneos.
De nada sirve leer los grandes procesos sociales si se es incapaz de comprender
la vida de las personas: la forma en que viven, luchan y afrontan el mundo. Más
que una simple perspectiva de análisis, que supone teorías y métodos
particulares, la sociología del individuo es una sensibilidad intelectual y
existencial (p. 11).
La relectura de las teorías fundadoras, acompañada
de una evaluación de los resultados de la investigación empírica, más los
aportes del revisionismo marxista y la crítica de la concepción funcionalista
dominante en el periodo de entreguerras y de posguerra, confluyen en el
renacimiento de los enfoques sociológicos sobre la vida cotidiana. Con estos se
desarrollan de preferencia los análisis de los procesos a una escala micro en
lugar de abordar una escala macro con el ojo puesto en las estructuras, lo cual
redunda en que la observación participante fluya de forma casi natural. Basta
citar los nombres de Erving Goffman, Harold Garfinkel, Howard Becker y Aaron
Cicourel, situados a la vanguardia de una tendencia de donde deriva la
etnometodología, destacando en primer plano la incidencia de las variaciones
situacionales en que toma cuerpo la interacción social. El vocabulario
conceptual es tomado en préstamo del lenguaje del teatro, razón por la cual una
teoría como la de Goffman ha merecido el sobrenombre de perspectiva dramatúrgica,
en atención de la puesta en escena de las interacciones sociales realizadas por
determinados actores que ejercen ciertos roles en escenarios y situaciones
cambiantes, reuniendo actividades en público y entre bastidores, a la vez que
es llevada a extremos la tensión esencial entre distanciamiento y compromiso
del sociólogo.
Al poner a disposición de analistas y
profanos la observación participante como una técnica de análisis de la vida
cotidiana y de las infinitas variaciones de las interacciones cara a cara que
forjan nuestra identidad en situaciones concretas, el saber sociológico se
convierte a la vez en un saber de sospecha que conduce tanto al desvelamiento
de posiciones y estrategias como a la eliminación de prejuicios debidos al
extrañamiento por la lejanía, valga decir, un saber hacer ver en todo lo
ordinario siempre lo extraordinario. Para este saber, “la vida social asume e
integra en sí, de innumerables maneras y sin cesar, el entendimiento que
tenemos de ellas” (Goffman, 1991).
Aparte de las originales y audaces
producciones en lengua inglesa, igualmente destaca de lejos la repercusión de
las obras de Daniel Bertaux y Franco Ferrarotti que jalonaron en Francia e
Italia, respectivamente, un auge de la metodología de las historias de vida,
cuya influencia aún se deja sentir en el campo de la sociología.
Daniel Bertaux elige la expresión relatos de
vida, en lugar de historias de vida, porque la traducción literal del inglés life
history, historia de vida, no permite distinguir los matices de la historia
vivida por una persona y el relato que se hace de ella en una historia narrada
a otros. Una historia de vida, por demás, ha de ceñirse al seguimiento de una
vida con un principio y un final, representada en una secuencia cronológica de atrás
hacia adelante: la fecha de nacimiento, los hitos que marcan el trayecto de una
vida, el ocaso, es decir, acompasada por la conjugación de los verbos nacer,
crecer, multiplicar, trabajar, morir. Por el contrario, al nombrar relatos de
vida se señala una composición que no obedece a una cronología lineal y
uniforme, abierta a la intervención en el relato mismo de aquel que la ha
vivido o padecido, en cuanto autor de las vivencias, y se orientan mejor como
relatos de prácticas en situación. Las vivencias –en alemán Erlebnis,
en francés véçu–, lo vivido, lo experimentado por los
sujetos, por mediación de otros, sin consideración de estrato social o
privilegios de cuna o jerarquías de poder, todos los sujetos participantes de
la acción social tienen vivencias que imprimen una huella perdurable en sus
vidas, y adoptan formas singulares de vivir el mundo de la vida. Así, por
ejemplo, las vivencias comunes a un grupo dado de personas en el espacio de la
vida laboral, como las de artesanos y productores tradicionales en la naciente
ciudad moderna, que son arrasados ante el empuje de las técnicas racionales de
producción industrial –como es el caso histórico de los panaderos de París,
bajo el lente de análisis de Bertaux.
Para este autor, que opta por una perspectiva
etnosociológica, es menester asimilar las técnicas de observación propias de
la tradición etnográfica, no sin dejar de velar en el trabajo de campo por trascender
la dimensión descriptiva de la etnografía con apoyo en la dimensión
diacrónica. Así es vista desde la perspectiva etnosociológica la potencia de
los relatos de vida (Bertaux, 2005):
El recurso a los relatos de vida enriquece de
manera considerable esta perspectiva proporcionándole en concreto lo que le
falta a la observación directa, concentrada demasiado exclusivamente en las
interacciones cara a cara: una dimensión diacrónica que permite captar la
lógica de la acción en su desarrollo biográfico, y la configuración de las
relaciones sociales en su desarrollo histórico (reproducción y dinámica de
transformación). Por el contrario, la perspectiva etnosociológica lleva a
orientar los relatos de vida hacia la forma de relatos de prácticas en
situación, en los que prevalece la idea de que a través de los usos se pueden
comenzar a comprender los contextos sociales en cuyo seno han nacido y a los
que contribuyen a reproducir o a transformar (p. 11).
Ninguna otra obra como Los hijos de
Sánchez pudo tener tanta influencia en los trabajos sociológicos de la
segunda mitad del siglo pasado, al punto de lograr cambiar la brújula de la
investigación, según admite el propio Bertaux. Los hijos de Sánchez de
Oscar Lewis (1961), es el resultado de una investigación antropológica
localizada en el barrio Bella Vista del centro de ciudad México a finales de
los años cincuenta del siglo pasado, cuya divulgación suscitó una intensa
controversia con efectos políticos, toda vez que el mismo cuerpo directivo de
la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística intentó encausar un juicio en
contra de la obra calificada de “obscena y denigrante”; no obstante, la Procuraduría
General de México se abstuvo de iniciar acción penal alguna, a la vez que
ratificaba la vigencia de los principios republicanos de libertad de
pensamiento y de expresión.
Entre las novedades de la obra cabe
destacar, desde el prólogo mismo, el saludo exultante al nuevo artefacto tecnológico,
la grabadora o magnetófono, un adminículo que hace posible captar al instante,
conservar y reproducir las voces de los actores participantes en las
situaciones. Además de ello, se hace constar el hecho significativo que
representa conceder la voz a los protagonistas de la historia que relatan sus
propias “vidas minúsculas”, las vidas de habitantes por siempre “ninguneados”
en un barrio miserable del centro de la metrópoli. Con el uso de novedosas
técnicas e instrumentos de recolección de datos en el trabajo de campo, los
resultados proporcionan el cuadro monumental de una “antropología de la
pobreza”, al punto de poder distinguir alrededor de cuarenta conceptos
distintos de pobreza, así como también sirven a la recomposición a escala de
los lazos que se tejen en el espacio vital cotidiano y en la trama de
relaciones de adhesión personal que configuran la estructura social mexicana.
En esto consiste la apuesta metodológica de Oscar Lewis (1961): que una
pequeña historia potencialmente sea reveladora del conjunto social, en la
medida de hacer posible mostrar las relaciones de interdependencia existentes
entre la estructura mayor, o la sociedad en conjunto, y la estructura menor,
como puede ser una familia, un barrio o un aula de clase determinada.
El encomio de Daniel Bertaux respecto al
impacto del libro en su formación no admite equívocos: “Al leer Los hijos
de Sánchez, adquirí definitivamente el interés apasionado por los
relatos autobiográficos... El entusiasmo y la emoción experimentados en la
lectura de esa obra permanecieron conmigo durante muchos años” (Dosse, 2007,
p. 235). Esta obra tan determinante en el renacer de las historias de vida
durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, mantiene un tono
intimista de la narración, lo cual desvela una relación cercana entre el
investigador y los investigados, además de la marcada incidencia de las
fuentes orales en el proceso de recolección de información. Y este es un rasgo
diferencial bien significativo, toda vez que hasta entonces las fuentes orales
eran excluidas del quehacer académico, en tanto eran consideradas no
científicas o no suficientemente fiables, a menos que fueran sometidas a una
previa evaluación de sistematicidad o a un tratamiento estadístico; por lo
general, eran tomadas como marginales en la metodología de la investigación
de las ciencias sociales y otros campos del conocimiento. Por contera, el
investigador debía convertirse en un excelente narrador, guardar paciencia al
someterse durante largas horas al duro oficio de transcribir las grabaciones,
atento a las modulaciones del habla, los gestos, los guiños, la mirada
aguzada, que bien podríamos llamar con Elliot Eisner (1998, p. 87) la “mirada
epistémica”.
No está de más afirmar que la noción
relatos de vida tiene mucho que ver con una obra de creación literaria, o
mejor, que no le son ajenos los atributos propios de una obra de creación, en
el sentido griego del término poiesis, no reducido a una mera
transcripción sino que es, en rigor, una re-creación que navega en las aguas
revueltas de la biografía y la autobiografía con mucha ambigüedad, porque no se sabe al fin y al cabo quién habla, si el emisor
directo a quien se ha entrevistado o el investigador que mete la mano en el
proceso de transcripción de las declaraciones del informante. En este sentido,
Bertaux propone caracterizar los relatos de vida más como una heterobiografía
en primera persona que como una autobiografía en tercera persona. Con este
enunciado paradójico pretende dar cuenta de que una heterobiografía es el
producto no solamente de un texto transcrito de una entrevista a alguien que
relata su propia vida, no es un relato transparente por donde se cuela la
“ilusión biográfica” –tan denostada por Pierre Bourdieu–, o sea, la ilusión
de que todo lo que dice el entrevistado es verdad y el relato se nutre per
se de coherencia interna y finalidad unívoca, sino que el investigador ha
de estar dotado del don de la sospecha para poder “triangular” los datos
recogidos, así como bien informado para interpretar con suficiencia las voces
de los otros. Más que de una autobiografía en tercera persona, se trata de
una heterobiografía, mediante la cual la voz del investigador dice algo
respecto a aquel que confiesa su relato de vida. Con todo, no hay que fiarse de
las apariencias, haciendo ver como intercambiables la confesión agustiniana o
la confesión cristiana del feligrés ante el cura, ni mucho menos la
confesión del torturado o la del testigo ante el juez, porque aquí los
matices marcan ni más ni menos la diferencia radical.
En definitiva, los relatos de vida
constituyen antes de todo relatos de práctica dependientes de la experiencia
que los hace posibles, como afirma sentenciosamente Bertaux (citado en Dosse,
2007):
es finalmente porque son relatos de
experiencia que los relatos de vida llevan una carga significante
susceptible de interesar a la vez a los investigadores y a los simples
lectores. Debido a que la experiencia es interacción entre el yo y el mundo,
revela a la vez a uno y otro, y al uno por el otro (p. 241).
Así, pues, los relatos de vida son relatos
de práctica, en última instancia relatos de experiencia, de tal modo que en
el acto de narrar dichas experiencias en cuanto relatos de práctica de los
sujetos individuales o de grupos de población específicos, al tiempo son
revelados el sujeto y la sociedad a la que este pertenece, revelados el uno y
la otra. De manera que cuando relatamos experiencias del aula de clase, o
cuando investigamos la vida de un profesor, se dibuja el cuadro no solo de un
aula en particular o el retrato de un profesor cualquiera, sino al mismo tiempo
son develados un cuadro de detalles de la vida en las aulas y los perfiles de
sujetos que agencian prácticas determinadas en instituciones creadas al
efecto.
Por su parte, Franco Ferrarotti (2015) rescata
a partir de los años sesenta esa memoria perdida de la escuela de Chicago, conforme
a su propia confesión: “yo soy heredero de la escuela de Chicago”. Por
consiguiente, en su horizonte de trabajo parte de la premisa de que la
biografía y los relatos biográficos son una fabricación en el sentido de poiesis,
de re-creación, y no pueden ser abstraídos de la interacción social, de modo
tal que pueda “leerse una sociedad a través de una biografía”. En este orden
de ideas, “la lectura sociológica de una biografía camina a través de la
hermenéutica de la acción social que reinventa la biografía al narrarla en
el marco de una interacción que el observador no debe eludir, sino vivir de
modo activo hasta el fin” (Dosse, 2007, p. 243). Desde este enfoque, la mirada
cobra primacía en la medida de centrar la atención a sus mensajes, a lo que
pueda revelar en la superficie sobre las vidas humanas, razón por la cual no
es de extrañar que los métodos de investigación adecuados a este propósito
recurren tanto al trabajo de escritura como a la fotografía. La larga
experiencia en el trabajo de campo de Ferrarotti lo representa siempre portando
en su mano una cámara fotográfica, una imagen puesta en evidencia durante el
homenaje celebrado en Río de Janeiro, en noviembre 2014, con una exposición
sobre sus fotografías del trabajo de campo en los barrios obreros de Roma, haciendo
visible el enunciado que caracteriza su propia obra:
La fotografía no es necesariamente la
reproducción mecánica de una actitud humana. Se precisa leer una foto como se
lee un ensayo de Montaigne. La foto puede hacer comprender que la mirada es un
mensaje [...] Es en la mirada donde tiene lugar el primer encuentro, la
participación de lo humano con lo humano (Ferrarotti, 2015, p. 5, traducción
propia).
Los trabajos históricos, más que los de
otras ciencias sociales, se caracterizaban hasta hace poco tiempo por el uso
insuficiente o aun la falta absoluta de documentos personales y materiales
propios de la historia oral, lo cual sugiere una presunción de desconfianza
respecto a la validez científica de dichas fuentes. No obsstante, en tiempos
recientes es notoria la reivindicación de la historia oral por parte de los
historiadores, adquiriendo una fisonomía más nítida a partir de los años
setenta del siglo pasado, pues hasta entonces la historia positivista dominante
desde el siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX, ni la historia
estructuralista ni la escuela de los Annales ni la historia marxista,
daban legitimación a la voz en la historia.
El recelo secular en la palabra del testigo
directo, reflejado en el hecho de otorgar prioridad al documento escrito
convertido en material de archivo, por cierto, va a contramano de las raíces
etimológicas de la palabra historia. La tensión ínsita en esta relación de
pareja señala que el testigo siempre ha sido un acompañante incómodo para el
historiador, en una relación de tan cerca y tan lejos a través de las
sucesivas épocas de la historia escrita de Occidente. En Grecia antigua se concebía
la unión entre ver y saber, al punto de tomar como evidencia del saber el ver
antes que el oír; los oídos son menos creíbles que los ojos, dice un
personaje de Herodoto. En las lenguas indoeuropeas se cuenta con una raíz
común para ver y saber: wid, de donde se desprende la raíz histor:
testigo en tanto que sabe, pero sobre todo en tanto que ha visto. Sin embargo,
bajo el dominio del cristianismo que se extiende a lo largo de la edad media,
el testigo es entendido como el garante (auctor en latín) que dispone
de su autoridad refrendada en la regla de la autentificación. Todavía en el
siglo XIX, la historia en cuanto ciencia de la transmisión escrita se presenta
como guardiana de la autenticidad del documento erigido en monumento (dicho sea
en términos del célebre apotegma de Foucault). Hartog caracteriza la mirada
positivista del historiador como aquella reducida a la función especializada de
un ojo lector de los archivos: “los testigos son despedidos; el auctor se
ha ido, pero el compilator también será recusado: los acontecimientos
hablan; el historiador, tal como es instado por Bouvard y Pécuchet, debe
(idealmente) no ser más que un scriptor, podríamos decir un copista”
(2001, p. 23).
La historia estructural que emerge a
contracorriente del historicismo de hecho procede a ampliar la distancia con el
testigo, mediante el doble recurso de remplazar el testimonio de los testigos
en cuanto una fuente segura, por la serie de datos que dicen lo que no podrían
haber dicho en estado bruto, y el registro de la observación inmediata del
acontecimiento por el de larga duración. Un paso más adelante, y hemos sido
llevados de esta historia anónima (historia seriada, historia de estructuras)
a una historia de anónimos: la historia de las mentalidades.
En gran medida, la irrupción de los
testimonios orales y, más ampliamente, de los documentos personales en el
campo de la historia, recibió un impulso decisivo de parte de los estudios
históricos sobre la Shoah (en hebreo, destrucción), que hace
referencia a los campos de concentración nazi durante la II guerra mundial,
los cuales fueron agrupados bajo la denominación “era del testimonio” o “era
del testigo”. Cito a modo de ejemplo en la categoría didáctica de la historia
el libro de Annette Wieviorka (2001), escrito con el propósito de dar
respuesta a las preguntas de su hija, entonces de trece años, sobre qué es un
campo de concentración, qué es un guetto, cómo eran vividas las rutinas de
todos los días, el hacinamiento y la intimidad... Su título: Auschwitz
explicado a mi hija.
Años más tarde fue publicado 1945. Cómo
el mundo descubrió el horror, en el que la autora reconstruye el viaje
emprendido por el periodista norteamericano Meyer Levin y el fotógrafo Éric
Schwab de la agencia France Presse, a bordo de un jeep que recorre la línea de
fuego en compañía de las tropas aliadas de avanzada a las que tocó en suerte
revelar la existencia de los campos de concentración nazis en abril y mayo de
1945, cerca ya del final de la II guerra mundial. Así fue posible la
multiplicación de los informes oficiales y de prensa, las exposiciones
fotográficas, los filmes, las entrevistas a sobrevivientes, a cuya sombra se
pudo generar incluso una especie dudosa de “turismo del horror” (Wieviorka,
2016, p. 93). La sombra se alarga en la reproducción de una iconología y una
mitificación de los hechos hasta el punto de borrar las diferencias sobre la
naturaleza y función de los campos, los diferentes grupos de población en el
conjunto de víctimas, los niveles jerárquicos existentes entre uno y otro
bando, incluso entronizando a jefes militares como presuntos héroes de
salvación, cuando de verdad el rescate de los campos nunca fue planeado como
un objetivo de guerra por parte de las fuerzas aliadas.
En la “era del testigo” se asiste también a
la aparición de la escuela llamada microhistoria en Italia, liderada por Carlo
Ginzburg, con un best seller desde su publicación en los años ochenta
titulado El queso y los gusanos (2016). El libro cuenta la
historia del molinero Menocchio del siglo xvi, un campesino común y corriente,
ni pobre ni rico, poseedor de un molino de trigo y de unos cuantos libros
encuadernados en piel –una verdadera rareza de época–, ausente de los oficios
religiosos en público, razón apenas suficiente para ser visto con sospecha
por las autoridades, en fin, una excepción ordinaria. Carlo Ginzburg (2016),
historiador del siglo XX, dadas las escasas fuentes documentales a su
disposición, apela a lo que de aquella época pudo sobrevivir como rastros o
huellas de una vida individual autenticada, una “vida minúscula”, como esta
del molinero Menocchio a finales del siglo xvi. La valoración dada a las
huellas como signos, como pistas de investigación, lleva a plantear algo más
que la noción de un método, antes bien, un “paradigma indiciario” que bebe en
las fuentes de la crítica a la historia cultural, la semiología de Charles
Sanders Peirce, así como en otros tantos géneros de expresión de una
sensibilidad de la sospecha y de incitación al ejercicio de la inteligencia
lógica del lector.
Casi simultáneamente con la inesperada
recepción por parte de un amplio público lector del libro, fue publicado un
ensayo del mismo autor que gozó de amplia influencia en los medios académicos
internacionales en los años ochenta titulado Indicios. Raíces de un
paradigma de inferencias indiciales (2008). Aquí Ginzburg dibuja la curva
de evolución de una visión, un método, un saber, a partir del más remoto
origen en el que se aprecian las huellas marcadas en las arenas de la ribera
del río, los mechones de pelo, los nidos de olores, las plumas, que
constituyen invaluables signos de orientación al antiguo cazador de la tribu para
ejecutar complejas operaciones mentales con rapidez fulmínea, en medio de la
espesura o en un claro de bosque no exento de peligros.
Fue así como con el paso de los siglos se
fue extendiendo el recurso a la exploración de pistas e indicios en las artes
adivinatorias, la medicina, la filología, incluida la popular literatura de
detectives o de misterio, esperada con delectación por el lector moderno,
encarnada en autores tales como Arthur Conan Doyle, Edgar Allan Poe o Agatha
Christie. Forma parte de dicha tendencia, esta vez asumida como política de
control de las poblaciones, la instauración universal de un sistema de
identificación personal basado en las huellas digitales, como también la
rápida difusión del psicoanálisis como una disciplina consagrada al
desciframiento de los símbolos de una identidad por descubrir. Podemos
llamarlos vestigios o huellas, a partir de los cuales es posible captar una
realidad más profunda, de otro modo inasible u oculta; o síntomas, dirían
Freud y en conjunto la literatura médica; o rasgos pictóricos como la curva
de la oreja o el guiño de una mirada en Morelli; o simplemente pistas e
indicios para un sabueso como Sherlock Holmes. En suma, todos ellos consisten en
insumos a partir de los cuales se desencadena el trabajo del investigador: el
acto fallido, el detalle anatómico, el enigma de la carta robada, el
rastro del autor de los crímenes de la calle Morgue, o la
interpretación de los cabellos rubios ensartados en el árbol cubierto de
nieve a la vera del camino de ascenso al monasterio, entrevistos por fray
Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk en la célebre novela de
Umberto Eco, El nombre de la rosa.
El trazado de una curva de evolución
semejante no es poca cosa en un cuadro de epistemología general, toda vez que
significa la aparición de una “mirada semiótica sobre la modernidad”, como
argumenta Leonor Arfuch (2007):
La búsqueda de huellas en la gran ciudad
daría origen también al género policial- detectivesco, cuyo protagonista
emblemático es quizás ese personaje triádico, entre reportero, filósofo e
investigador, que Edgar Allan Poe inmortalizara como el caballero C. Auguste
Dupin y que fundara en cierto modo la mirada semiótica sobre la modernidad. En
Los crímenes de la calle Morgue y sobre todo en El misterio de Marie
Rogêt aparece con toda claridad el nexo
articulador entre investigación lógica, encuesta oral y periodismo, a través
del rastreo de un crimen en la prensa, por una red sutil de anuncios y pistas
dejados en sus páginas, que permiten al mismo tiempo leer la trama
sociocultural de la ciudad, el recorrido de sus paseantes, sus zonas
peligrosas. Posteriormente, Sir Conan Doyle crea su Sherlock Holmes (1888),
cuya influencia se hizo notar, aparentemente, en la elaboración de la teoría
semiótica de Peirce (p. 180).
El paradigma indiciario como método de
investigación histórica es caracterizado por su autor (Ginzburg, 2008, p.
121) valido de una analogía pictórica: es a la vez de un “tipo Cezánne”, capaz
de reconstruir la estructura de un paisaje o de un plato de fruta, y de un
“tipo Monet”, capaz de captar la fragilidad de lo vivido, de lo efímero.
Incluso antes de la publicación de la
tentativa teórica de la microhistoria, Michel Foucault había señalado el
camino al someter a escrutinio en un seminario interdisciplinario, en el Collège
de France, el escabroso relato biográfico que comienza “Yo, Pierre
Rivière, después de haber degollado a mi madre, a mi hermana y a mi
hermano...” (1976), en el que se ponen en juego las visiones contradictorias
del penalista, el psiquiatra y el moralista, con el objetivo de restituir la
lógica propia de los discursos de saber/poder que permitan hacer inteligible
la conducta del parricida. Por lo demás, este era el preludio de una obra de
mayor alcance, por desgracia interrumpida, que buscaba poner cabeza abajo el
proyecto canónico de escritura de vidas ilustres mediante la escritura de La
vida de los hombres infames (Foucault, 1996). Desde luego, el punto de
referencia no podía ser otro diferente al texto clásico de Plutarco Las
vidas paralelas, para mostrar las vidas minúsculas envueltas en sombras y privadas
en absoluto de cualquier posibilidad de convertirse en ejemplos dignos de
imitación en la posteridad. En la presentación de la fallida colección,
Foucault alcanzó a escribir (citado en Dosse, 2007):
A los antiguos les gustaba poner en paralelo
las vidas de los hombres ilustres; escuchábamos hablar a través de los siglos
esas sombras ejemplares. Los paralelos, lo sé, están hechos para unirse en el
infinito. Imaginemos otros que, indefinidamente, estén en divergencia, sin
punto de encuentro ni lugar para recopilarlos. Frecuentemente no tuvieron más
eco que el de su condena. Habría que captarlos en la fuerza del movimiento que
los separa; habría que encontrar la estela instantánea y resplandeciente que
dejaron cuando se precipitaron en una oscuridad que “ya no se cuenta” y en la
que todo “renombre” se ha perdido. Sería como a la inversa de Plutarco: vidas
tan paralelas que nadie puede ya unirlas (p. 263).
Este bosquejo que muestra las líneas
gruesas referidas tanto a las influencias específicas de la antropología, la
sociología y la historia, como a los préstamos recíprocos y deslindes entre
ellas mismas, permite comprender en toda su amplitud la consolidación de un
campo de investigación social interesado en las vidas ordinarias de la gente,
de cómo hace lo que hace y porqué lo hace, sus aspiraciones y frustraciones,
sus creencias y proyectos de vida. La variedad de documentos que dejan rastro
de esas vidas, condensada en la noción documentos personales –que son en sí
mismo documentos de cultura–, logró tener incidencia en los procesos de
formación y en la consiguiente renovación de métodos, prácticas, teorías y
horizontes en la interpretación de la vida escolar. La explosión de historias
de vida en las aulas acaecida en tiempos recientes no tendría por qué
sorprender, al menos si se tiene en cuenta que no hay ninguna otra relación
social, por fuera del ámbito familiar, que comprometa más intensamente a los
sujetos mientras viven juntos en las escuelas de formación, sea cual fuere su
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