Saberes y Prácticas. Revista de Filosofía y Educación

Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 9 N° 2 (2024) / Sección Doossier / pp. 1-14 / Licencia Creative Commons
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido 22/10/2024 Aceptado 31/12/2024
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.134


Lo popular como fuerza política de la filosofía

The Popular as a Political Force in Philosophy


Identificador ORCID del autor Javier Ulloa Molina

Universidad Austral de Chile, Chile.

profesor.ulloa.javier@gmail.com

Identificador ORCID del autor Carolina Ávalos Valdivia

Universidad Austral de Chile, Chile.

carolina.avalos@uach.cl


Resumen. Este trabajo intenta proponer una lectura del libro Privilegio o del derecho a la filosofía (Derrida, 2023) desde la relación entre filosofía y pueblo que Jacques Derrida presenta a través de la noción de derecho utilizada por Kant en la Metafísica de las costumbres. Mostraremos cómo la definición de pueblo está atravesada por distintos factores que le quitan su potencia política y que su adjetivación, es decir, lo popular, puede restituir aquello que la filosofía como privilegio no contiene, a saber, politicidad. A través de algunos análisis de las palabras pueblo y popular, y desde la idea de que la filosofía es una lengua en otra lengua, mostraremos que el sintagma “derecho a la filosofía”, comprendido desde el sustantivo y el adverbio “derecho”, sitúa a la filosofía en la dimensión aporética. En efecto, esto nos permitirá afirmar que el acceso a lo filosófico es de todo ser lingüístico, racional, independientemente de su lengua. De esta manera, concluiremos que la filosofía popular, como lengua, supone un constante cuestionamiento a la institución filosófica, a su autoridad y, por tanto, la posibilidad de la igualdad filosófica.

Palabras Clave.derecho, filosofía,pueblo, popular, política

Abstract. This paper attempts to propose a reading of the book Privilege or the Right to Philosophy (Derrida, 1990/2023) from the relation between philosophy and people that Jacques Derrida presents through the notion of right used by Kant in the Metaphysics of Manners. We will show how the definition of the people is traversed by different factors that take away its political potency and that its adjectivation, i.e. the popular, can restore that which philosophy as a privilege does not contain, namely, politicity. Through some analyses of the words ‘people’ and ‘popular’, and from the idea that philosophy is a language in another language, we will show that the syntagm ‘right to philosophy’, understood from the noun and the adverb ‘right’, situates philosophy in the aporetic dimension. Indeed, this will allow us to affirm that access to the philosophical belongs to every linguistic, rational being, independently of its language. In this way, we will conclude that popular philosophy, as a language, implies a constant questioning of the philosophical institution, its authority and, therefore, the possibility of philosophical equality.

Keywords. law, philosophy, people, popular, politics


La revolución no pasa por la universidad, y esto
hay que entenderlo: la revolución pasa por las grandes masas;
la revolución la hacen los pueblos,
la revolución la hacen, esencialmente, los trabajadores.[1]

Salvador Allende


Introducción: una cuestión de privilegio[2]


Uno de los problemas que plantea la cuestión del derecho a la filosofía (Derrida, 1990/2023) toca al vínculo entre filosofía y pueblo. A diferencia de las críticas, distanciamientos y renuncias que se han instalado en contra de la filosofía desde algunos discursos críticos de la educación ligados a la izquierda, –puntualmente aquellos que suscribieron la crítica althusseriana de la escuela como aparato ideológico del estado (Fernández et al. 2017)–, el sintagma ‘derecho a la filosofía’ empalma lenguas que han sido consideradas como irreconciliables, pero que en esta frase encuentran un espacio de juego donde el universal humano –deconstruido– logra poner a un ladola carga de clase que la tradición filosófica hereda como privilegio. Por un lado, el privilegio lo podemos entender en términos marxistas, es decir, en el sentido de la onceava tesis sobre Feuerbach (Marx y Engels, 1970): “los filósofos no han hecho más que interpretar al mundo de diferentes maneras, cuando lo que importa es transformarlo” (p. 12). Se trata del privilegio de hacer una ‘filosofía de escritorio’ desde la famosa ‘torre de marfil’, lugar que pareciera no afectar, a nadie ni a nada, menos al pueblo. Pero, este privilegio, que sugiere comodidad y distancia, incluso neutralidad, está lejos de despolitizar la filosofía. Ya en 1976, Châtelet se distanciaba de la crítica marxista: “[...] desde Platón los filósofos siempre han sido hombres ‘comprometidos’ y siempre han intervenido políticamente en su ‘tiempo’. Incluso se puede decir que tenían intenciones políticas precisas. Por cierto, con frecuencia las disimularon” (Châtelet, 1982, p. 35). Por otro lado, este privilegio se ha escrito en una lengua determinada –como “el privilegio originario de una lengua natural (griego o alemán)” (Derrida, 1990/2023)–, en una lengua extranjera, ya sea, por lo idiomático o, por lo abstracto y conceptual. Amplias son las críticas a la filosofía en este sentido, por ejemplo, a Kant se le criticó por la oscuridad de su lenguaje, a Derrida por lo críptico y a Butler por su escritura académica, por tanto, alejada de lo social. En efecto, son estas críticas las que movilizan a una defensa de la filosofía que, en la mayoría de sus expresiones, al menos en Chile, se ha preocupado de la reivindicación de su derecho, esto es, resguardar la filosofía en todos los espacios en los espacios institucionales.

¿Pero sabemos hoy lo que decimos cuando decimos ‘pueblo’, ‘popular’, ‘popularidad’? De ‘pueblo’ a ‘popular’ y a ‘popularidad’ el núcleo de sentido puede cambiar mucho más allá de lo que puede determinar el paso de un adjetivo a un sustantivo o de un sustantivo a un adjetivo. (Derrida, 1985, p. 13)

En este trabajo mostraremos cómo la definición de pueblo está atravesada por distintos factores que le quitan su potencia política y que su adjetivación, es decir, lo popular, puede restituir la potencia política que la filosofía como privilegio no contiene. A través de algunos análisis de pueblo y popular mostraremos que el sintagma derecho a la filosofía, comprendido desde el sustantivo y el adverbio derecho, sitúa a la filosofía en la dimensión lingüística. Esto nos permitirá afirmar que el acceso a lo filosófico es de todo ser lingüístico, independientemente de su lengua. De esta manera, concluiremos que la filosofía popular, como lengua, supone un constante cuestionamiento a la institución filosófica, a su autoridad y, por tanto, la posibilidad de la igualdad filosófica.


El problema de definir pueblo


Los debates acerca de lo que quiere decir pueblo y popular parten de una delimitación y clasificación que sitúan estas categorías en un marco normativo que los condiciona hacia una representación unívoca. El devenir de esta estructura es herencia de la idea –tradicional– de que la filosofía y la historia se despliegan en un tiempo lineal, por tanto, absoluto y verdadero, en el que se realiza un sujeto (el ser que piensa y el que hace (la) historia, respectivamente) que de alguna manera u otra refiere al pueblo, por omisión o por referencia directa. En las filosofías hegemónicas –como la de Kant y Marx, por ejemplo–, encontramos una referencia ‘directa’ al pueblo donde su definición es parte fundamental de su pensamiento. Kant por su parte, tiene en mente el pueblo en sus escritos, como lo hicieron los filósofos de la Ilustración; y en Marx, como es bien sabido, el pueblo es tratado como una categoría fundamental en su pensamiento. Entonces, podríamos decir que, estas filosofías son populares en la medida en que las entendemos: “Que es estimado o, al menos, conocido por el público en general” (Real Academia Española, s.f., definición 5). Pero no podemos predicar ‘popular’ de los pensamientos de estos autores porque no se enuncian desde el pueblo o desde ‘los más desfavorecidos’, es decir: “Perteneciente o relativo a la parte menos favorecida del pueblo” (Real Academia Española, s.f., definición 3). Aunque sí podríamos decir que Kant y Marx gozan de una máxima popularidad.

 En 1985 Derrida propone volver a pensar lo popular, el pueblo y la popularidad en un momento en que, aparentemente, las condiciones políticas eran favorables para fortalecer las perspectivas en torno a la enseñanza de la filosofía y de la historia en su relación con el pueblo, en función de una educación emancipadora (Borreil, 1985). Si bien, recurrir a archivos obreros, a pedagogos populares, a métodos populares de instrucción, etc., era fundamental para conocer al pueblo y para pensar en su educación y no reproducir prácticas opresivas, Derrida apuntó, más bien, a un análisis de la semántica de populus, en el sentido más tradicional de la filosofía: ¿qué decimos cuando decimos pueblo?, ¿cómo se pasa del sustantivo al adjetivo popular? En 2013 la casa editorial francesa La fabrique éditions reivindica la misma necesidad de volver a pensar lo popular, ahora, debido al resurgimiento de los populismos en el mundo, a su influencia en los discursos políticos y los efectos en la sociedad. Se trata de tomar la palabra pueblo, –tan usada en la opinión pública– y pensarla desde dos grandes consignas: alejada de la identidad y vinculada a la emancipación (Badiou et al. 2014), de manera que, esto requiere otras formas de pensamiento, ya no el de la identidad, ni tampoco el del objeto de estudio.

La definición del concepto de pueblo se encuentra tratada desde diversos planteamientos políticos e ideológicos. En efecto, es imposible eludir el contexto histórico en los que se ha utilizado, como las distintas formas discursivas que se han hecho de lo que sea el pueblo. De hecho, su carácter de sustantivo permite un acercamiento más concreto que el adjetivo popular, pero veremos que esto tiene sus riesgos. En cuanto a su definición, se pueden encontrar soportes explicativos bien delimitados, como es el caso que se muestra a continuación:  

Los términos pueblo, raza, nación designan tipos de comunidad geográfica e histórica, cultural y social o estrictamente política. La dificultad de su traducción proviene del hecho de que, de una lengua a otra, e incluso –dentro de cada lengua– de una época a otra, no remiten necesariamente a los mismos tipos de pertenencia, no los distinguen, no los cruzan o no los reparten de la misma manera. Por lo tanto, al traducir demos [δῆμος] o populus por pueblo, ethnos [ἔθνος], natio o el plural gentes por nación(es), genos [γένος] o genus por raza, somos víctimas de una ilusión retrospectiva que proyecta sobre las nociones griegas o latinas una ambigüedad y unas problemáticas que no le pertenecen. (Crépon et al, 2018, p. 1293)

Como vemos, hay una diversidad de significaciones que dependen del origen de su adjetivación que luego se le adjudican al concepto para dar paso a una definición de pueblo que va a depender de las especificidades contextuales, históricas y políticas. Junto a esto, se indica lo problemático de la traducción, ya que, la lengua en la cual se dice pueblo se suma como un elemento más a la especificidad del sustantivo, lo que muchas veces se olvida cuando se busca un sentido originario. Cabe señalar que, para un mismo contexto, se podrían elaborar diferentes enunciaciones, propiciando una disputa por la verdad de lo que quiere decir –y lo que es– pueblo.

Si se siguiera al pie de la letra su significado, ¿qué sería el pueblo en cuanto universal? ¿Qué quedaría del pueblo si se desprendiera de él la raza, la cultura, la nación y la clase?

Así, demos, como populus, designa tanto el cuerpo de ciudadanos como la parte más pobre (y a veces la más numerosa), la menos instruida y la menos noble de ese cuerpo, pero nunca un componente natural o histórico de la diversidad humana. Ahora bien, éste es el caso con frecuencia de la noción de pueblo (particularmente en plural) y más aún de Volk (Völker), cuyos usos privilegian, por el contrario, una comunidad de nacimiento o una historia compartida. (Crépon et al.2018, p. 1293)

En el momento en el que se pretende designar lo que es y no es pueblo y vincularlo a alguna esencia, se da cuenta de las disputas ideológicas de cada tiempo y de cada contexto. Esto reviste una gran importancia: ¿por qué definir lo que es?, para comprender lo que es pueblo, ¿hay que definirlo?, y si lo definimos, ¿se corre el riesgo de determinar su deber ser?, ¿quién necesita definirlo? Indicar, por ejemplo, que determinadas prácticas, comportamientos o juicios “no” son parte del pueblo, puede propiciar una disposición y una conducta moralizante. Los efectos de esta exclusión son variados, pero, a pesar de ello, en todos los casos se transfiere la culpa –para olvidar y remediar (Nietzsche, 1995)– a él o los sujetos que, aunque populares, sus acciones están atravesadas por el deber ser, lo que contraviene la existencia misma del pueblo. Por esta razón, la acción de definir se vuelve importante, ya que, delimita la historia compartida o la comunidad (Crépon et al.2018) en la que se deben desplazar quienes forman –o quisieran ser– parte de este grupo. Así, por ejemplo, si el pueblo estuviese compuesto únicamente por lo popular –cultura popular, juventud popular, populares, etc.– estaría siempre excluyendo a los diferentes que no forman parte, provocando la fragmentación social y ésta, en la disputa por el poder de definir, reproducirá hegemonías. Así, la monopolización de la definición de pueblo o, los esencialismos, favorecen el rechazo y la exclusión de determinados grupos sociales, ya que, al no ser parte de él, se construyen categorías de exclusión que tendrían como efecto, la creación de un lugar externo al pueblo. Por ejemplo, el ámbito académico se configura como el lugar en el que se asume el poder para definir y delimitar, a partir de abstracciones racionales, las dimensiones sociales. Este hecho trae aparejado, implícitamente, una distancia con aquello que define, estableciendo así, su distancia con el pueblo. En otras palabras, la distancia desde la que el conocimiento académico define pueblo implica desigualdades desde el inicio de su enunciación y favorece la paradoja en la que, a pesar de poder ser parte del pueblo, el acto de definir lo desplaza hacia una posición de jerarquía.


Lo popular como fuerza política


Veamos algunos ejemplos de la utilización de lo popular desde la historia, puesto que, en este ámbito la palabra es más accesible. El sustantivo se acompaña de un adjetivo, como el que apela a una nación, a un territorio, a una clase, etc. Así, por un lado, el adjetivo popular es abordado a través de diversas clasificaciones que presentan ciertas clausuras. Específicamente, en el caso de Chile “[…] las clases populares crecieron al alero de trabajadores con o sin especialización que arribaron en busca de nuevas expectativas y mejores condiciones de vida” (Ubilla, 2021, p. 148). Lo popular aquí se centra en la congregación de personas en la dimensión del trabajo, lo que la autora denomina “clases”. Otra perspectiva, también histórica, surge de la “necesidad popular de educarse [que] es alimentada por ideales liberales de Ilustración que llegan desde Francia. Una élite liberal encabezada por Francisco Bilbao y Santiago Arcos, al interior de la Sociedad de La Igualdad, serán los ejemplos que seguir en materia de educación popular.” (Fuentes, 2009, p. 43). Estas primeras aproximaciones proponen que lo popular fuese un derivado de otras circunstancias y procesos vinculados a las necesidades, pero también se muestra como un complemento que no puede ser señalado en su singularidad, por tanto, la imposibilidad de precisar qué es y cómo se delimita.

Reafirmando lo anterior, Burke (2014) vincula el concepto de cultura con popular y se refiere a esta simbiosis como “[...] parece preferible definirla inicialmente en sentido negativo como la cultura no oficial, la cultura de los grupos que no formaban parte de la élite, las ‘clases subordinadas’ [...]” (p. 7), expresando diferencias entre grupos sociales o, como lo planteó Ubilla, de clases. No obstante, se mantiene la relación con otro concepto (sustantivo) que jerarquiza el vínculo al momento de delimitar su significado. Esto, ¿podría ser motivo de subordinación de lo popular? Suponiendo que fuera así, ¿precisa de una distinción que la independice de su carácter descriptivo? La necesidad de extender este preámbulo es inevitable, debido a lo inasible que resulta este concepto.


Otro ejemplo:


Lo popular se asocia a la exclusión y carencia económica (primeros quintiles socioeconómicos), pero en su relación con la vivencia cultural de tales inequidades sociales; es decir, en referencia a la producción de ‘mundos’ en donde se viven y proyectan determinados modos de ser joven en sociedad. (Muñoz et al, 2014, 94)

Nótese que, a pesar de intentar definir el concepto para –aparentemente– brindarle autonomía, en el trayecto de la cita, los autores, indefectiblemente se deben remitir al sustantivo de cultura. La función adjetiva del concepto popular quedaría ratificada, precisando su utilización descriptiva. En efecto, y como ya hemos mencionado, lo popular estaría estrechamente asociado a los sectores menos favorecidos del pueblo (Real Academia Española, sf, definición 3) o, como lo denomina Salazar, al bajo pueblo (Salazar, 1990; Salazar y Pinto, 1999) lo que agrega una condición de margen a la composición de lo popular. Sin tomar excesiva distancia, Bourdieu (2014) entrega una referencia proveniente del diccionario Le Petit Robert que reafirmará lo señalado:

POPULAR Adj. 1°. Que pertenece al pueblo, emana del pueblo. Gobierno popular. «Los políticos griegos que vivían en el gobierno popular» (Montesquieu). V. Democrático. Democracias populares. Insurrección, manifestación popular. Frente popular: unión de las fuerzas de izquierda (comunistas, socialistas, etc.). Las masas populares. 2°. Propio del pueblo. Creencias, tradiciones populares. La sensatez popular. –Ling. Que es creado, empleado por el pueblo y tiene poco uso entre la burguesía y las personas cultas. Palabra, expresión popular. Latín popular. Expresión, locución, giro popular. ◊ De uso popular (emane del pueblo o no). Novela, espectáculo popular. Canciones populares. Canciones populares. Arte popular (V. Folklore). –(Personas). Que se dirige al pueblo. «Usted no debe haber tenido éxito como orador popular» (Maurois). ◊ Que se recluta dentro del pueblo, que frecuencia al pueblo. Medios, clases populares. «Encontraron una nueva solución: trabajar para una clientela francamente popular» (Romains). Orígenes populares. V. Plebeyo. Bailes populares. Sopas populares. 3°. (1559). Lo que le gusta al pueblo, a la mayoría. Enrique IV era un rey popular. Medida popular. «Hoffmann es popular en Francia, más popular que en Alemania» (Gautier). (p. 19)

En la idea de pueblo, contenida en esta definición, encontramos un sentido de imposición de lo que es y de lo que debe ser, es decir, lo subyacente estaría determinado por el carácter ideológico de la definición y de la traducción. Estos elementos sugieren una diferenciación en sentido binario, en la que se organiza la sociedad y en la que el pueblo estaría vinculado con la clase, la etnia o la cultura a través de identidades claramente demarcadas. Como lo plantea Bourdieu (2014), las propuestas políticas que motivan este tipo de condiciones provienen de diferentes orientaciones ideológicas –izquierda y derecha– concretando la idea de diferencia.

Aunque en esta definición (y traducción) de popular se ejemplifica mayormente en asociación con las diversas izquierdas (en plural), ambas palabras, se encuentran enlazadas en una interdependencia que deriva en una apropiación del sentido de pueblo. En efecto, de este tipo de interpretación(es) se autorizan los sentidos de la definición de popular y cómo debiera representarse, propiciando una idea de mayoría, de común y de aquello que difiere de algo ya instituido. Por ejemplo, ‘gobierno popular’, ‘manifestación popular’.

En este sentido, la idea de ‘popular’ es inalterable debido al blindaje ideológico que sobre él se ha construido. De hecho, esto se puede comprobar en el discurso político de las izquierdas cuando definen o dan un a priori conceptual del adjetivo. Aceptar este hecho podría suponer que otras instancias definan lo que es popular, lo que implicaría la incapacidad del pueblo de nombrarse a sí mismo. Al mismo tiempo, identificar pueblo con masas y esta con un grupo social con escasa capacidad de reflexión le sustrae potencia política al pueblo. Entonces, ¿en qué difiere lo popular con lo ya instituido?

Proponemos un intento más de este rodeo con Badiou (2014), que aporta una reflexión interesante respecto del concepto de popular expresando que:

El adjetivo popular [...] es más activo. [...] el adjetivo apunta a politizar el sustantivo, a conferirle un aura que combina la ruptura con la opresión, y la luz de una nueva vida colectiva. Es cierto: que un cantante o un político sea popular no es más que una indicación estadística carente de todo valor. Pero que un movimiento o una insurrección lo sean, los clasifica, pese a todo, en esas regiones de la historia en las cuales lo que está en juego es la emancipación. (p.10)

La palabra pueblo, según Badiou tendría menos potencial político porque no es una palabra que sea esencialmente progresista, lo vemos en el debate y discursos públicos donde “pueblo” es usado de manera neutra. “La verdad es que hoy en día ‘pueblo’ es un término neutro, como tantos vocablos del léxico político” (2014, p.9). De esta manera, reconocemos que el adjetivo adquiere una importancia mayor en la medida en que supera toda posición de dogma, lo que evidencia su fuerza política en cuanto lucha por la emancipación. Concerniente a la importancia de la diferenciación en la utilización del concepto, se puede decir que su carácter descriptor no otorga una cualidad política de manera arbitraria a todo concepto que acompañe pues su móvil, como se ha visto, tiene unas connotaciones históricas y filosóficas que generan márgenes de entendimiento que permiten discriminar sobre sus alcances.


La lengua institucional y la exclusión del pueblo


Para oponerse a todo cuestionamiento y a todo cambio,
algunos están dispuestos a acusar a aquellos que se preocupan [...] de querer “adaptar”, “ajustar”
[...] la filosofía a una demanda social.
Yo pienso más o menos lo contrario: en ese dominio como en otros,
el conservadurismo institucional sirve rigurosamente a una demanda social que deniega”

J. Derrida (1990/2023, p. 86)


La condición de ‘popular’ –del concepto pueblo– supone, entonces, una pulsión política contenida en un (des)orden que desborda todo esfuerzo de control, definición y domesticación, lo que plantea algunos problemas. En efecto, los lugares donde se llevan a cabo estas desavenencias, suelen ser aquellos espacios en los que se promueven las políticas para el pueblo, o sea, en las instituciones. En la arquitectura de sus fundamentos hay formas que dificultan e impiden su comprensión (pensemos, por ejemplo, en la lengua jurídica y en las críticas que le hicimos a ella en los debates constitucionales que acallaron las movilizaciones de la revuelta de octubre de 2019[3]), siendo la lengua “sistemática” la que distancia al pueblo de sus políticas. Al mismo tiempo, la complejización de la lengua (distante, oscura, críptica, etc.) al naturalizarse se transforma en universal y así, propicia su devenir hegemónico. Sin embargo, la hegemonía de la lengua institucional altera ipso facto aquella universalidad, transitando hacia una totalización que, irremediablemente, necesita reprimir para existir. Esta cuestión reafirma el hecho de que las formas de participación del pueblo no sean para todos y que solo algunos puedan ser parte de tales o cuales asuntos determinados por la institucionalidad. Este dictamen instaura los fundamentos de una sociedad desigual en la que se concerta la identidad diferenciadora que permite declarar quien(es) son pueblo. En efecto, Rancière (2014) nos plantea que:

El animal que habla, dice Aristóteles, es un animal político. Pero el esclavo, si bien comprende el lenguaje, no lo “posee”. Los artesanos, dice Platón, no pueden ocuparse de cosas comunes porque no tienen el tiempo de consagrarse a otra cosa que a su trabajo. Ellos no pueden estar en otro lugar porque el trabajo no espera. (p. 19)

Pero, exactamente ¿cuál es el rol de la lengua en estas diferencias “sociales”? ¿Puede ser entendida como la técnica-política que suprime lo sensible atingente al pueblo? Lo que sugieren estas interrogantes, pensando las palabras de Rancière en un estado de derecho, deja entrever que la lengua estaría remitida a lo jurídico y educativo, y que su codificación y entendimiento, estarían adecuados al derecho y a la posibilidad de su enseñanza. Se puede esbozar entonces, que el poder de las instituciones sería el que delimita las condiciones de los esclavos y de los artesanos, por ende, el papel de lo jurídico se hallaría enfocado en suministrar normas y leyes que den sustento a estas instancias. En tanto al empleo de lo educativo, se ubica una lógica de un orden explicador (Rancière, 2007) que determina y replica en todos los escenarios posibles, aquella(s) ley(es) provistas por el sentido jurídico. Cabe señalar que estos aspectos contribuyen a la generación de un sistema que limita toda aspiración de crítica y de confrontación hacia las instituciones que nombran al pueblo.

La confluencia de estos elementos fortalece el discurso sobre el deber ser del pueblo inhibiendo lo que efectivamente es (o quiere ser). Esta paradoja puede sugerir dos sentidos ambivalentes en el orden conceptual que no tienen correspondencia en la realidad social: uno, la pretensión democrática de las instituciones queda truncada desde el momento en que estas operan y dirigen su funcionamiento sobre una noción de pueblo definida de antemano. De hecho, no pueden hacer más que señalar lo que es, reduciendo inherentemente su capacidad de adaptación respecto de su entorno. En consecuencia, su licitud queda mermada. El otro sentido, indica que la subversión del pueblo pasa a ser una acción legítima, imposible de controlar y comprender, fundamento de la autodeterminación popular. Que la arquitectónica institucional elabore políticas para el pueblo, y que, al mismo tiempo lo excluya, es algo que el pensamiento anarquista ya ha afirmado. Pero, este razonamiento aplicado a la filosofía supone ciertas complicaciones que el derecho a la filosofía, entendido sólo desde su autoridad como poder de legitimación, legalización y desde el acceso, no ayuda a aclarar del todo. Las instituciones, en efecto, tienen el derecho de calificar algo, son poseedoras de una elocuencia, muchas veces con efectos performativos, que las legitima pero que, simultáneamente, relega cualquier atisbo de integración del pueblo y lo popular en su sistema de comprensión.

Se impone aquí entonces la cuestión de la lengua del filósofo, mejor dicho, de su discurso. ¿Debe permanecer «oscuro» o asumir el deber de convertirse en «popular»? No es de extrañar que esta pregunta surja a propósito del derecho o de la metafísica del derecho. La lengua del filósofo (la implementación discursiva de una lengua en la lengua) debe, en efecto, llegar a ser popular, responde Kant a un tal Garve, salvo si este imperativo empuja al filósofo a descuidar, desconocer o, peor aún, conducir a sus lectores a ignorar distinciones rigurosas, intercambios decisivos, desafíos esenciales para el pensamiento. (Derrida, 1990/2023, p. 104)

En la actualidad, el lenguaje, específicamente el que se construye en los espacios institucionales, se ha transformado en un impedimento para el desarrollo del pueblo y su devenir ‘popular’ dado que la estructura de las instituciones precisa que lo otro le otorgue aquel reconocimiento que confirme su existencia. Al no poder prescindir de aquel cuerpo denominado pueblo, demanda la elaboración de un lenguaje inteligible que sólo los privilegiados pueden comprender con absoluta claridad, siendo, al mismo tiempo, los encargados de producir y reproducir esta lengua de entendimiento limitado. En efecto, Derrida (1990/2023), tomando la respuesta de Kant a Garve explícita: “Este sistema no puede nunca llegar a ser popular, así como en general ninguna metafísica formal, pese a que sus resultados puedan volverse perfectamente claros para la sana razón (de un metafísico que se ignora)” (p. 105). El pueblo, poseedor de la sana razón, es un sujeto metafísico que no sabe que lo es y, como tal, no le corresponde conocer los fundamentos de esa claridad.


La lengua filosófica desafía la oposición natural/positivo del derecho


Que el lenguaje filosófico pueda ser definido como oscuro o claro responde, en principio, a una lógica tradicional que Derrida sitúa en Platón, Descartes y Kant. Independientemente de sus diferencias, la lógica común subyacente apunta a la idea de que la filosofía no necesita de instituciones y que se puede ir directamente a ella, sin mediaciones. Se puede filosofar en cualquier lugar y, por lo tanto, todos tenemos derecho a la filosofía, a la filosofía misma. De hecho,

La filosofía es la cosa del mundo mejor repartida. Nadie puede prohibir el acceso. Desde que se tiene el deseo o la voluntad, se tiene derecho. Esto está inscrito en la filosofía misma. El efecto de las instituciones puede ser reglamentar, incluso limitar ese derecho al exterior, no de crearlo o inventarlo. Este derecho es primero un derecho natural y no un derecho histórico o positivo. (Derrida, 1990/2023, p. 76)

De este tipo de justificación pueden surgir ciertos discursos que consideran inapropiado –por lo popular– que la filosofía esté en las escuelas o que haga escuela[4] (Cfr. Derrida, 1990/2023, pp. 75-82), ya que, quedaría subordinada a un sistema jurídico que impediría acceder directamente a ella. En este sentido, la metafísica del derecho como lenguaje filosófico puro no puede ser “popular”, ya que, la complejidad de la ciencia siempre va a estar dicha en un lenguaje oscuro. Digamos que, antes del derecho existe una lengua desde la cual el filósofo puede enunciar los principios puros del entendimiento. Evidentemente, lo que está en juego es la filosofía y lo que ella signifique. En efecto, hablar del derecho a la filosofía, significaría estar “ya” en la filosofía misma, es decir, tener la capacidad/derecho de hacer filosofía. Lo que se devela aquí, afirma Derrida, es una filosofía de la lengua y del lenguaje. Aunque se tiene todo el derecho de hacer filosofía directamente, prescindiendo de toda institución y dirigiéndose a aquellos que entienden lo que dice el filósofo, lo que nos interesa pensar es en cómo pasamos de la filosofía al derecho, es decir, pensar en esa paradoja que significa la filosofía como institución. Considerar que es una filosofía de la lengua aquello que está por detrás de la frase en juego, permite a Derrida pensar el vínculo de la filosofía con el pueblo más allá de la oposición propio/impropio o de lo interno/externo de la filosofía.

La filosofía tiene derecho a la lengua, a una lengua. Este derecho, podríamos decir, es un derecho natural, ¿cómo filosofar sin una lengua? Este es el punto en que Derrida marca una línea crítica y directa a Heidegger, es decir, al privilegio lingüístico-nacional que aboga por el griego y el alemán, “tales idiomas privilegiados son ellos mismos extranjeros a la instrumentalización, a la traducción convencional y a la institución; ellos son casi naturales, ‘naturalizados’, aun cuando su originariedad sea la de un acontecimiento inaugural o de una institución fundadora” (1990/2023, pp. 80-81). Se trata, entonces, del derecho de la filosofía a una lengua natural, a una lengua materna –podríamos decir con Jacotot y Rancière (Jacotot, 2008)– que, en la necesidad de formalizar sus significaciones, también “pertenece a la técnica y a la institución” (Derrida, 1990/2023, p. 80). Dicho de otro modo, el derecho de la filosofía a una lengua implica, al mismo tiempo, el acceso a formas lingüísticas institucionales y disciplinares, heredadas y también enseñables. En este sentido, la filosofía resguarda su privilegio –su derecho de– en la necesidad de la lengua natural de formalizarse e institucionalizarse.

Según esta gran y típica oposición (no-lengua/lengua, lengua originaria/técnica), solo el primer derecho, el derecho ‘natural’ –o más radicalmente un ‘derecho’ antes de la oposición physis/nomos–, estaría inmediatamente ligado a la esencia de lo filosófico –o más radicalmente de un pensamiento acorde al logos originario; el otro sería derivado, contingente, variable según las vicisitudes histórico-políticas de las sociedades en su derecho positivo y sus aparatos jurídico-escolares– o más radicalmente epocal (Derrida, 1990/2023, p. 81).

Habría entonces derechos con una categoría filosófica distinta: uno natural, originario que viene directamente del logos y el otro, derivado de la institucionalidad, de las escuelas y su pedagogía. En cualquier caso, incluso si “pudiésemos prescindir de toda institución, de toda escuela, de toda disciplina” (Derrida, 1990/2023, p. 83), necesitamos del lenguaje para ejercer la filosofía. Y Pensamos filosóficamente desde una lengua, que no solo contiene un idioma, sino también códigos, dialectos, modos y modismos. La lengua sitúa la filosofía, la singulariza, pero al mismo tiempo exige estar formados e instruidos. Entonces, ¿se puede ir, realmente, “derecho” a la filosofía?


A pesar de Kant, el acceso a la filosofía indica que no hay solo una filosofía


Ya hemos despejado el tratamiento de la lengua filosófica como derecho natural y como derecho positivo, llegando a la consideración de que la filosofía es una lengua que desafía el sistema natural/positivo del derecho. Incluso, aceptando la idea tradicional sobre la pureza filosófica, es decir, sobre el ejercicio filosófico que no requiere de una mediación porque trata de lo propio de la filosofía, cuando lo pensamos desde el derecho a la filosofía, deja de ser sólo interna. Porque, aunque se trata de un derecho natural, ya está inmersa en la semántica del derecho y, en este sentido, la libertad como naturaleza humana ya se encuentra contenida, por tanto, también se puede hablar de ir directo a la filosofía. Entonces vemos que, tanto en el derecho natural como en el derecho positivo, independientemente de la suposición que hay allí detrás, la cuestión del acceso a la filosofía, acceso como paso o pasaje, siempre dependerá de una lengua. Por esta razón, Derrida propone analizar el sintagma ‘derecho a la filosofía’ desde el cruce dado por los dos sentidos de la palabra derecho. Reconoce que este cruce le da un privilegio a Kant porque, en primera instancia, en la Metafísica de las costumbres hace referencia a la oposición derecho/curvo y derecho/oblicuo en la problemática del derecho. En segundo lugar, porque esta obra se escribe en una época donde el privilegio a la temática del derecho se expresó en la revolución francesa y en la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, de lo que el discurso kantiano tiene una evidente cercanía. Y en tercera instancia, “porque el discurso que ciertas ciencias sociales proporcionan a las instituciones pedagógicas, en particular a la enseñanza de la filosofía, concede un predominio paradojal a la herencia kantiana” (Derrida, 1990/2023, p. 102), esto fundamentalmente por la importancia y la centralidad que allí se le da al problema de la objetivación y de la legitimación.

En estas líneas se vislumbra el camino que nuestro autor propone para seguir indagando en el derecho a la filosofía: la filosofía moral kantiana propone y contiene el discurso jurídico-institucional de la filosofía. Parafraseando a Kant, Derrida escribe: “La metafísica de las costumbres tiene por objeto todo lo que se desprende de la libertad, no de la naturaleza. Al hablarnos de los derechos y de los deberes, tal metafísica es, ella misma, un deber y poseerla un derecho (Derrida, 1990, p. 532)”. Derrida muestra que hay un pensamiento de la igualdad en Kant, que incluso sugiere una antropología de la moral desde la cual se reconoce la razón como un universal que permite comprender la metafísica de las costumbres. La diferencia radica en que el pueblo tiene derecho al derecho a la filosofía y el filósofo tiene derecho a su fundamentación. Esto quiere decir que, como el pueblo está sumergido en el mundo sensible y contingente, su conocimiento del derecho es por experiencia, por esto Kant lo denomina “un metafísico que se ignora como tal”. Para el pueblo, entonces, la pedagogía, la técnica de enseñanza, que opera como un suplemento de la incapacidad sensible de conocer los principios a priori del derecho. Como el pueblo no tiene acceso a la razón, ni a lo supra-sensible, es sujeto de derecho, se le enseña los resultados de la metafísica y no sus fundamentos. Como el pueblo está situado en la dimensión sensible, sentimental y no racional, habrá que enseñarle (mostrarle) la metafísica, cómo saber y qué saber. Por esta razón, el lenguaje de la metafísica sólo debe ser claro, según Kant, cuando esté dirigido al pueblo y permanecerá oscuro cuando se trate de la fundamentación de la metafísica del derecho. ¿Quién tiene acceso a la fundamentación del derecho?, ¿a la filosofía? Todos, pero de distinta manera, el filósofo “directamente”, sin mediaciones y el pueblo mediado por “la puntualidad escolástica” del lenguaje; “es decir, ser suficientemente sensible para ser universalmente comunicada” (Kant en Derrida, 1990/2023, p. 105). El filósofo tiene derecho a ir directamente a la filosofía del derecho, en cambio, el pueblo tiene derecho al derecho de enseñanza porque, a la vez, tiene el deber de la metafísica.

Lo común que habría entre el filósofo y el pueblo es la oscuridad del pensamiento metafísico, la oscuridad de la lengua filosófica que, a ojos de Kant, debe ser transmitida lo más claramente al pueblo. ¿Qué se le oculta al pueblo? ¿Por qué la importancia de la pedagogía para el pueblo? ¿Cuál es el secreto/verdad que se guarda?

Dos consideraciones antes de finalizar. Tanto la filosofía como ciencia pura, como la puntualidad escolástica de la filosofía, comparten la necesidad de una lengua, es decir, ninguna va ir derecho (sin mediaciones) a la filosofía, porque esta está situada, está en un “idioma, en un léxico y en una gramática” (Derrida, 1990/2023, p. 75). La oscuridad de la primera es el recurso privilegiado de la fundamentación metafísica del derecho, que requiere ser objetivado en la medida en que se debe alcanzar la rectitud (Recht). De este último, es decir, del contenido del derecho como rectitud se enseña o comunica objetivamente la filosofía, específicamente la moral, el deber. El sistema a priori, la lengua sistemática, no es parte, entonces de la enseñanza. Sino que lo que importa es “enderezar”, guiar la curvatura hacia la rectitud que supone lo popular. Un esbozo de sistema pedagógico se presenta en la metafísica de las costumbres a ojos de Derrida, no en el texto mismo del sistema esbozado a priori, sino que “los derechos relacionados con la experiencia y con los casos particulares se encuentran relegados a las Observaciones y a otros lugares anexos al corpus” (Derrida, 1990/2023, pp. 103-104). Por ahora, solo indicaremos la pedagogía kantiana como ejemplo, ya que, la abordaremos más detenidamente en otro lugar.

Parece que habría en suma tres lugares para la pedagogía tres instancias disciplinares ordenadas por el mismo concepto de la pedagogía y por consecuencia por el mismo concepto de lo popular que aquí se inscribe. 1. El ascenso a los principios por los metafísicos que se ignoran: pedagogía como toma de conciencia de la metafísica. 2. La pedagogía como mostración o indicación de la relación entre los principios morales y sus consecuencias antropológicas: una suerte de instrucción teórica. 3. La pedagogía propedéutica, introducción a las condiciones de la aplicación o del cumplimiento de los principios: educación moral en el campo de la antropología moral. (Derrida, 1985, p. 19)


A modo de conclusión: lo popular como fuerza política de la filosofía


Para terminar, quisiéramos referirnos al discurso kantiano que, según Derrida, las ciencias sociales proveen a la enseñanza de la filosofía y a las instituciones pedagógicas en general. Como hemos visto, esta afirmación está dada en el contexto del privilegio que tiene Kant en la temática del derecho a la filosofía. Y es que, decir que la enseñanza de la filosofía como dispositivo pedagógico sea kantiano puede ser algo ya conocido, pero, la referencia a las ciencias sociales como transmisora de este discurso, parece ser una idea que nos dice más de lo popular. En efecto, vamos a mencionar solo una dimensión de esta constatación derridiana: la preocupación por la objetivación y la legitimidad que se instala con las ciencias sociales ha permeado desde la modernidad a la filosofía.

Así como la metafísica de la naturaleza debe aplicar a la naturaleza sus principios supremos y universales, igualmente la metafísica de las costumbres debe tener por objeto la naturaleza particular del hombre, tal como es conocida por experiencia para indicar [...] allí las consecuencias de los principios morales y esto sin que la pureza de los principios se resienta, sin que su origen a priori sea cuestionado. (Derrida, 1985, p. 18)

La objetivación en el plano del derecho tiene que ver con la libertad del pueblo, de aquellos a los cuales hay que hablar en un lenguaje claro. Es decir, la metafísica de las costumbres no solo enseña lo que se debe (moral) sino que se nutre de la experiencia popular, la que abstrae y objetiva. Aunque todo el mundo, sea pueblo o no, tiene esa metafísica (oscura) y por tanto tiene ese deber, el deber de volverse clara, sin alterar el sistema de los principios a priori. En este sentido, se desprende también de aquí una especie de “filosofía de la traducción” que moraliza la experiencia popular para su establecimiento como principio a priori que, a la vez, operará como fundamento de una antropología moral.

Como podemos ver, lo popular queda limitado por el entramado estructural de la institución filosófica, pero, sabemos que hay condiciones caóticas que no pueden ser aprehendidas por estas obligaciones y abstracciones y que, tampoco pueden ser dirigidas “rectamente”. La referencia al adjetivo derecho apunta a la forma y sentido como direccionalidad, es decir, como orientación. Sin embargo, la constitución del pueblo contiene expresiones de fuga que impiden la total reducción de la experiencia a una metafísica de la moral. En este sentido, consideramos importante relevar lo popular como aquella palabra que nombra oblicuidad, y que, en la medida en que supone un desvío de lo recto, podríamos vincularlo a la rebeldía y la protesta como lengua de la desigualdad, de la injusticia y el hastío. Una paradoja insalvable reviste al pueblo, más allá de su conceptualización, y es que este deja de ser lo que es, una vez se le haya impuesto una ley, una norma o se haya “formado” metafísicamente. Asimismo, proponer una definición de pueblo, es condicionar sus posibilidades en la representación y su acción desde fuera del mismo pueblo. Es por esto que considerar la filosofía como lengua, como aquello que atraviesa la frase del derecho a la filosofía, nos permite pensar el vínculo de la filosofía con el pueblo más allá de la oposición propio/impropio o de lo interno/externo.

La filosofía del pueblo es la filosofía popular y, como hemos mostrado, el adjetivo contiene la fuerza política porque la tensiona, la cuestiona en su “propiedad”. Así como también la palabra derecho, de la frase derecho a la filosofía, al ser utilizado como adverbio politiza a la filosofía misma, cuestiona su direccionalidad, es decir, su sentido de orientación. Esto nos ha dado pie para esbozar la paradoja que supone la conceptualización “filosofía popular” y cómo la palabra derecho en sus dos acepciones es un acceso a esta dimensión paradojal. Un acceso que asume las dificultades y contradicciones que supone elaborar un discurso popular, pero que no se resta a pensar al pueblo.


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[1] Discurso pronunciado en la Universidad de Guadalajara el 2 de diciembre de 1970.

[2] Este artículo es parte de los resultados de un proyecto de investigación en Filosofía financiado por la Agencia Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (ANID), Fondecyt Nº11220995.

[3] En octubre del 2019, en Chile, se produjo una revuelta popular que cuestionó el funcionamiento, tanto del modelo (neoliberal), como de las instituciones (públicas y privadas) en el país, derivando en una serie de manifestaciones, pacíficas y violentas que condujeron a un accionar represivo policial y militar. Estas movilizaciones propiciaron la redacción de una nueva constitución que, tanto en su discusión ciudadana como en los debates constitucionales, fue cooptada por juristas y abogados, quienes, con un lenguaje técnico jurídico ininteligible, desvincularon las iniciativas populares del documento constitucional. Para más información revisar: Varios autores (21 de noviembre de 2019) La trampa jurídica de una lucha social: respuesta a la declaración de profesores/as de derecho y ciencia política y la policía jurídica de la nueva constitución. Ciper https://www.ciperchile.cl/2019/11/21/la-trampa-juridica-de-una-lucha-social-respuesta-a-la-declaracion-de-profesoras-es-de-derecho-y-ciencia-politica/

[4] Remito a “La filosofía administrada por la UNESCO”, conferencia de Gustavo Bueno Sánchez. Allí el filósofo se refiere al texto “La filosofía, una escuela de la libertad” como un texto ideológico y de falta de crítica, lo que ejemplifica con el tratamiento que este texto se propone de la enseñanza de la filosofía con niños y niñas donde “se trata de hacer creer a grandes masas de la población, que ellos, desde su más tierna infancia, son peritos en toda filosofía habida y por haber”. (Fgbuenotv, 2021)