Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 9 N° 2 (2024) / Sección Doossier / pp. 1-14 / 
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 04/08/2024 Aceptado: 31/12/2024
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.135
Authority and the Right to Philosophy.
Problems of a Philosophy of the University
Esther Juliana
Vargas Arbeláez
Universidad
Pedagógica Nacional
Bogotá,
Colombia.
ejvargasa@upn.edu.co
Resumen. En
este texto se revisa el asunto de la autoridad en el marco del problema
planteado por Derrida en torno al derecho a la filosofía. El asunto de la
autoridad está relacionado, por una parte, con una implicación política (en
términos de creación de realidades, de ‘institucionalización’), y por otra
parte, conlleva una fuerte tensión con la idea de poder (usualmente entendida
como conflictiva). En el texto se exploran ambas formas de la autoridad y su
vínculo con la necesidad de garantizar un ‘derecho’ (de orden institucional) a
la filosofía. Para este efecto, se hace una revisión del concepto de autoridad,
su distinción con la idea de poder (al amparo de H. Arendt) y,
consecuentemente, las implicaciones para la institucionalidad. Se pasa, en una
segunda sección, a recapitular el planteamiento del “derecho a la filosofía”
que desarrolla J. Derrida y su tensa relación con la institucionalidad. Se
cierra con una conclusión, al amparo de una revisión breve del planteamiento
kantiano sobre el derecho.
Palabras clave.
Autoridad, poder, universidad, derecho a la filosofía, institución.
Abstract. This text examines the concept of authority within the framework
of the problem posed by Derrida regarding the right to philosophy. The issue of
authority is linked, on the one hand, to political implications (such as the
creation of realities and institutionalization) and, on the other, to a strong
tension with the concept of power, often understood as inherently conflictual.
The text explores both dimensions of authority and their connection to the need
for defining what can guarantee a right (of institutional and political order)
to philosophy. To this end, the concept of authority is reviewed in contrast to
the idea of power, drawing on H. Arendt’s thought, along with its implications
for institutional frameworks. In a second section, Derrida’s approach to the
“right to philosophy” and its fraught relationship with institutionalization is
revisited. The text concludes with a brief examination of Kant’s notion of
right to provide closure to the discussion.
Keywords. Authority, power, university, right to philosophy, institution.
En este
artículo se va a explorar el lugar de la autoridad en el propósito de pensar el
“derecho a la filosofía” desarrollado por Jacques Derrida, en su obra con el
mismo título, de cual, en español, conocemos la reciente traducción de la
sección «Privilegio o del derecho a la filosofía» (Derrida, 2023). Se expondrá
la confrontación entre la existencia de un derecho a la filosofía (tanto
comprendido como un “ir directo”, así como en términos, digamos jurídicos, esto
es: “tener derecho a…”) y la tensión con la autoridad, que entraña, en Derrida,
un privilegio. Se intenta mostrar que, a pesar de la dificultad que tiene el
concepto de autoridad en términos políticos —y su desajuste con la pretensión
de subvertir el privilegio—, en todo caso se requiere de esta figura a la hora
de comprender cómo, justamente, se garantiza un derecho. ¿Quién adjudica un
derecho?, ¿cómo se hace valer tal derecho?, ¿qué condiciones de posibilidad
tiene el goce de un derecho?
Estas
preguntas orbitan en la indagación que se inscribe en el contexto de la
pregunta por una filosofía de la universidad, toda vez que esta institución
encarna, en buena medida, los problemas relacionados con la contradicción entre
autoridad y autonomía en el conocimiento, asunto que se ha abordado en otros
lugares (Vargas Arbeláez, 2021a; 2023). En materia de derecho a la filosofía,
en la universidad como institución, tal como el mismo Derrida lo expone, se
concentra la potencia de la apertura que supone la filosofía, al tiempo que
implica el límite propio de una institución (lo que podríamos llamar, por
ahora, la tensión entre ‘el adentro y el afuera’ de lo instituido en la
universidad). En la universidad se despliegan las tensiones que entraña lo instituido,
con los conceptos propios de la filosofía política (autoridad, poder
instituyente), y la dificultad de adopción, sin más o meramente de estos
conceptos, por tratarse, como veremos con Arendt, de un ámbito pre-político
(Arendt, 2020, p. 274), explicado a partir de una filosofía de la educación (lo
que en otros lugares he llamado “carácter autopoiético del conocimiento”—
Vargas Arbeláez, 2021b).
El
abordaje del problema de la autoridad en la vida universitaria plantea, por una
parte, el reto de comprender dónde se tocan la filosofía política y la
filosofía de la educación; pero, por otra parte, entraña también la dificultad
de tratar un concepto caído en desgracia por cuenta de lo que podríamos llamar
«efectos autoritarios» del ejercicio de la autoridad (o, en términos
arendtianos, directamente, totalitarismo).
La
relación entre autoridad y universidad puede entenderse de varias formas. Por
una parte, podemos hablar de la autoridad en términos de validación
epistemológica. Cierto es que, con el propósito noble de la reivindicación de
sistemas de pensamiento, de subjetividades y de saberes, por cierto,
importantes e indispensables, se ha ampliado, modificado y subvertido el
sentido de lo que llamamos conocimiento académico, esto es, el tipo de
conocimiento que se cultiva en el ámbito universitario. Esta ampliación de
criterios[1] se
requiere, sin duda, en el propósito de hacer avanzar el saber científico, así
como en el propósito de reivindicar horizontes de mundo o formas de la realidad
que no han sido comprendidas con las herramientas académicas, propias de la
validación epistemológica. No obstante, en este proceso de ampliación de
comprensiones de la realidad desde el saber académico, el alcance de validación
se ha enfrentado con el reto de ponderar, de un lado, las mentadas
reivindicaciones de formas de vida, subjetividades, realidades, saberes, etc.,
que van entrando en el circuito de saber universitario; pero al tiempo, de otro
lado, conservar los criterios propios del saber universitario o «autoridad
epistémica»; conservación que puede ser señalada como una pretensión rancia o
políticamente incorrecta.
De otro
lado, la relación entre autoridad y universidad también se las tiene que ver
con la relación entre actores institucionales, esto es, con el “ejercicio
político de la autoridad”. ¿Quién autoriza qué?, y ¿qué le ampara para ello? Al
profesor, su autoridad en la materia, que bien puede darse por su experiencia,
pero que tiende a ser “certificada” por sus títulos; al directivo, su autoridad
institucional, una vez investido con algún rango (rector/a, decano/a, etc.); al
Estado, su rol de poder instituyente legitimador de una realidad: una
universidad es tal porque tiene un reconocimiento institucional que emana de un
poder extra-universitario. En suma, una segunda forma del problema de la
autoridad y la universidad estaría dada en términos de un ejercicio político
(podríamos decir con Aristóteles, 2007): como una forma de poder político
—Libro III, 1255b de Política—
opuesto al ejercicio del poder paternalista —Libro II, 1259b— o el del poder
despótico). No obstante, esta forma de ejercicio de autoridad también ha sido
objeto de cuestionamientos, tanto desde lo educativo —por ejemplo, invocando la
horizontalidad en el proceso de enseñanza-aprendizaje—, como en la misma
institucionalidad.
Los
cuestionamientos, tanto a la “autoridad epistémica”
como a la “autoridad
política” se explicitan en la crítica relativa a
una aparente desconexión entre
la vida académica –el saber académico, el saber
científico– y “la realidad”. Si
la universidad se mantiene dentro de sus linderos tradicionales
epistemológicos
o sólo invocando la forma política de la autoridad,
difícilmente puede
conectarse con los problemas «reales». ¿Por
qué decimos que la academia tiene
‘autoridad’?, y, más aún ¿por
qué deberíamos atender la orientación que ofrece
un sistema epistémicamente injusto y excluyente por su
estructura jerárquica?
Uno de
los primeros elementos que ayudan a responder esta pregunta está relacionado
con lo que entendemos por autoridad y su alcance político. Para ello, nos
serviremos de las reflexiones de H. Arendt[2].
En efecto, esta pensadora inicia su exploración sobre la autoridad reconociendo
el poco consenso que hay sobre el concepto «autoridad»: “En vista de que no
podemos ya apoyarnos en experiencias auténtica e indiscutiblemente comunes a
todos, la propia palabra está ensombrecida por la controversia y la confusión”
(Arendt, 2020, p. 145), por lo cual, y pese a la importancia de este concepto
para la filosofía política, en los tiempos que corren vivimos una marcada
«crisis de autoridad», que deriva, o bien en la dispersión de la autoridad, su
desvanecimiento, o en una forma totalitaria de gobierno —un extremo desfigurado
de la autoridad que ya no es tal, sino más bien poder, como veremos más
adelante—. Tal crisis, continúa Arendt en su análisis, se expandió hacia áreas
previas a lo político, como la crianza y educación de los niños, donde la
autoridad en el sentido más amplio siempre se aceptó como un imperativo
natural, obviamente exigido tanto por las necesidades naturales (la indefensión
del niño) como por la necesidad política (la continuidad de una civilización
establecida que sólo puede perpetuarse si sus retoños transitan por un mundo
preestablecido, en el que han nacido como forasteros). (Arendt, 2020, p. 146).
A esta
segunda forma de autoridad, ligada a los procesos educativos —bien de
sostenimiento de la vida o de la inculturación de «los nuevos»—, Arendt la
inscribe directamente como pre-política, al tiempo que indica su carácter como
modelo de otras formas políticas de la autoridad. Todo ello, en todo caso, ha
perdido “su carácter admisible” (Arendt, 2020, p. 146).
Ahora
bien, la autoridad, como lo reconstruye la autora, es una concesión de
jerarquía que se adjudica a alguien o a una entidad, en virtud de su
conocimiento o competencia. Arendt explica la reconstrucción histórica de la
configuración de esta concesión: bien entre los griegos (a partir de Platón y
Aristóteles), bien entre los romanos (en el contexto de la creación de formas
de autorización en el Senado), o en la patrística cristiana. En cualquiera de
estos casos, la autoridad se opone a la coacción o a la persuasión, toda vez
que supone el reconocimiento de que quien tiene autoridad posee un saber,
experiencia o cualificación, de la que emana su lugar jerárquico. La autoridad,
para Arendt, no es poder. En palabras de la autora:
La autoridad siempre demanda obediencia y por
este motivo es corriente que se la confunda con cierta forma de poder o de
violencia. No obstante, excluye el uso de medios externos de coacción: se usa
la fuerza cuando la autoridad fracasa. Por otra parte, autoridad y persuasión
son incompatibles, porque la segunda presupone la igualdad y opera a través de
un proceso de argumentación. (Arendt, 2020, p. 147).
La
autoridad supone el reconocimiento mutuo (entre autoridad y subordinado) de una
estructura jerárquica. Ese reconocimiento, insistimos, se adjudica por razones
diferentes al poder (coacción vertical) o a la argumentación (deliberación
horizontal, entre iguales), y está vinculada, la autoridad, siguiendo a
Aristóteles, con la capacidad:
Por ello precisamente, a cualquier persona
que sobresalga por su virtud y por su capacidad para realizar las mejores
acciones, a ése es noble seguir y a ése es justo obedecer; pero debe contar no
sólo con virtud, sino también con esa capacidad gracias a la cual será
práctico. (Aristóteles, 2007, p. 270; 1325b).
En suma,
la autoridad no es un ejercicio coactivo ni implica violencia de ningún orden:
físico, simbólico o epistémico. En el momento en que algún tipo de coacción
aparece, como dice la autora, ya no estaríamos hablando de ejercicio de la
autoridad, sino del poder. La autoridad está relacionada con el reconocimiento
de saber algo, de tener una capacidad o virtud, de estar vinculado con un más
allá hacia el que el sujeto, que reconoce la capacidad de quien inviste
autoridad, puede ser conducido: más allá de su conocimiento previo, por
ejemplo, en el ámbito educativo.
En el
campo universitario este asunto es especialmente retador. La particularidad del
título universitario encarna o sintetiza esa forma de autoridad, bien cuando un
sujeto es autorizado en un campo del conocimiento (cuando obtiene el título), o
bien como la capacidad para ejercer un modo de conducción (en el caso de los
profesores), y en este sentido, de autoridad. Sin embargo, al lado del
reconocimiento de la capacidad que otorga autoridad, en la universidad
encontramos también el ejercicio de una «autoridad política» que se da en
términos de autorización que instituye. Esta forma de autoridad dista de la
comprensión arendtiana de autoridad, tal como se acaba de recoger, toda vez que
sí implica una forma de ejercicio de poder. La forma más evidente de ese
ejercicio de poder es la del poder
instituyente que crea la realidad institucional que llamamos y reconocemos
como «universidad».
El poder
instituyente (como reconstruimos en Vargas Arbeláez (2021a con auxilio de
Agamben, 2005) invoca una fórmula performativa que crea realidades sociales y
políticas. Miremos un ejemplo que hace eco del que plantea Austin (1982) en su Cómo hacer cosas con palabras. Si una
persona del común revienta una botella de champaña contra un barco y le llama Queen Elizabeth, el barco no se llama,
en efecto, así. Pero si la reina Isabel es quien realiza esta acción en acto
ceremonial, el barco sí queda bautizado con ese nombre. ¿Cuál es la diferencia?
Austin invoca el «acto ilocucionario»; pero para que este acto tenga efecto,
tiene que ser pronunciado por una «autoridad», que, en este caso, se trata de
una «autoridad política» —no epistémica, en nuestra diferenciación—: en el
ejemplo, la mismísima Reina es quien tiene la potestad (el poder instituyente)
para crear esa realidad. Análogamente, la universidad no es sólo una
agremiación de estudiosos, como sucedía antes de su institución (—a pesar de su
origen consuetudinario— Borrero, 2008), sino una realidad social y política
creada por un poder instituyente: por bula papal o por registro oficial del
Ministerio de Educación (Vargas Arbeláez, 2021b, pp. 95 y ss).
Ahora
bien, el ejemplo de la monarca resulta limitado a la luz de las distinciones
entre formas del poder. Si bien la autoridad de la Reina para bautizar el barco
no emana de un acto violento o coactivo (una forma de poder despótico), sino
que está habilitada como autoridad gracias al reconocimiento de que ella está
gobernando en beneficio de sus súbditos, esto es, en virtud de un poder
paternalista; lo cierto es que su poder instituyente no está operando en
beneficio democrático de todos. Esto
se entiende mejor como el mismo Aristóteles lo explica:
(…) no es lo mismo el poder del amo y el
político, ni todos los poderes entre sí, como algunos pretenden. Puesto que uno
se ejerce sobre personas libres, y otro, sobre esclavos, y el gobierno
doméstico es una monarquía (ya que toda la casa está gobernada por uno solo),
y, en cambio, el político es un gobierno de hombres libres e iguales.
(Aristóteles, 1255b, 2007, p. 56)
Norberto
Bobbio (1989), explica esta diferencia así:
La tipología clásica transmitida por siglos
es la que se encuentra en la Política
de Aristóteles, donde se distinguen tres tipos de poder con base en el criterio
de la esfera en la que se ejerce: el poder del padre sobre el hijo, del amo
sobre el esclavo, del gobernante sobre los gobernados. Aristóteles agrega que
los tres tipos de poder también se pueden distinguir con base en el diferente
sujeto que se beneficia del ejercicio del poder: el poder paternal es ejercicio
en interés de los hijos, el patronal o despótico en interés del amo, el
político en interés de quien gobierna y de quien es gobernado. (Bobbio, 1989,
p. 105)
En la
universidad moderna, como en todas las instituciones derivadas de la creación
de Estados modernos, se materializa el tercer tipo de poder: el poder político
que opera en beneficio de quien gobierna y es gobernado, es decir, como un
poder entre iguales. La igualdad es de orden político, pero no de orden
epistémico ni funcional: el profesor tiene más recorrido académico en la
materia que imparte que el estudiante; el rector —como representante legal de
la universidad, no como autoridad académica necesariamente— tiene unas
funciones de mayor alcance institucional que las del profesor. Ni el profesor
es más ciudadano que el estudiante, ni el rector que el profesor. Pero en
función, bien de la autoridad epistémica (la del profesor) o de la autoridad
política (la del rector), hay diferencias entre, como dice Aristóteles, unos
que mandan y otros que obedecen (1332b), diferencia, por cierto, que en la
actualidad resulta por lo menos incómoda[3].
Esto,
sin embargo y como lo anota Arendt (2020, p. 188), es una complicación
conceptual de la que el mismo Aristóteles resulta preso, toda vez que funda un
concepto político en una práctica pre-política, a saber, el poder político
(entre iguales) ejerce una forma de autoridad (la autoridad supone
desigualdad), concepto tal, el de autoridad, que proviene del mundo de la
esfera privada. Esta misma dificultad es a la que nos enfrentamos cuando
queremos entender las complejas relaciones, tanto conceptuales como materiales,
entre autoridad epistémica, autoridad política y poder político en la
universidad. Si bien hemos separado la forma de poder coactivo de la naturaleza
de la autoridad epistémica, todavía permanece el problema de entender la
relación entre poder y autoridad políticos. Podríamos decir, como hipótesis y
para avanzar por ahora, que en la universidad coexisten la forma de autoridad
epistémica con la autoridad política, y que ésta funciona en virtud del poder
instituyente (que no es despótico ni paternalista, sino político). Esta
distinción será útil para entender qué pasa con el derecho, más adelante,
cuando tratemos el problema que nos plantea Derrida sobre la relación entre
autoridad (título) y privilegio.
Entonces,
en la universidad nos encontramos con dos despliegues de la forma de la
autoridad: una epistémica que se aparta de la coacción de poder y, más bien,
invoca la autonomía del conocimiento; y otra forma de autoridad más parecida al
poder, que se realiza al amparo de una estructura heterónoma, el poder
instituyente y su infraestructura (Vargas Arbeláez, 2021b). La universidad se
ha movido, desde sus inicios, en un movimiento paradójico entre estas dos
formas de autoridad.
No
obstante, la naturaleza de la universidad está marcada por una autonomía
aspiracional-no completa[4] que la
ubica en medio de dos fuerzas: de un lado, el ejercicio de poderes que ven en
ella un tentador dispositivo de dominación (de almas, de súbditos, de
ciudadanos, de productores/consumidores); y de otro, la resistencia como lugar
del «conocimiento suspendido»[5]. Podríamos
decir: la universidad no entraña poder, sino que es un efecto de poder (en el
mejor de los casos: efecto de un poder instituyente), o un dispositivo de
poder, un instrumento de poder que se despliega en contra de su naturaleza. La
naturaleza de la universidad, en virtud de la fuerza autonómica que le
acompaña, es estar abocada al cultivo del conocimiento en una especie de
suspensión de las exigencias políticas, económicas y sociales en las que se
encuentra inscrita. Por supuesto, esto, en la realidad, entraña múltiples
dificultades, pero ‘como ideal’, está abocada a desmarcarse del poder como
dispositivo de éste.
Este
enfoque es contrario al que presenta Restrepo sobre la relación entre poder y
universidad. En su texto Universidad-Biopolítica.
Razones para las nuevas luchas estudiantiles (2013) el autor desarrolla el
argumento según el cual la universidad no es un lugar aparte del poder, como he
querido argumentar a partir de la invocación de su autonomía, sino que es una
tercera forma de despliegue del poder[6].
A pesar de este ideal, [el de erigirse a
partir de la defensa de su autonomía,] sobre el que la universidad ha formado
su concepto, la realidad de tales orígenes es bien distinta, por lo que a
título de enmienda hay que definir el surgimiento de la universidad de manera
más precisa: no sólo está desde sus inicios expuesta a ser tomada y asaltada al
servicio del poder (concentrado entonces por las figuras del Papa, el Emperador
o el Rey), sino que si puede verse libre de este asedio es justamente porque,
frente a estos, la universidad de los
orígenes se afirma ella misma como poder. (Restrepo, 2013, p. 51)
Derivado
de esta idea, el autor reconstruye el vínculo entre universidad y poder a la
luz del análisis foucaultiano de la relación entre saber y poder.
[S]i el oficio del saber constituye una
salvaguarda frente a los poderes, es justamente porque este oficio es en sí
mismo un poder, como va de suyo en los postulados foucaultianos que de modo
recurrente nos llaman a no perder de vista la relación entre saber y poder.
(Restrepo, 2013, p. 51).
Adicionalmente,
y en deriva de esa idea, pasa al tablero a las facultades universitarias que en
Kant[7] –según su
análisis– son una externalización de las facultades cognoscitivas; pero que
“seis siglos más tarde [en los tiempos napoleónicos] es un problema
estrictamente relativo al poder” (Restrepo, 2013, p. 51), que recuerdan la
pretensión de los neo-humanistas de hacer de la universidad una función del
Estado. Como sabemos, para Kant, las facultades superiores son útiles para la
sociedad y, en el análisis de Restrepo entonces, son “sujetas a la función
gubernamental, ya no serán más facultades libres” (Restrepo, 2013, p. 53). La
facultad inferior sí permanece libre, pero ‘impotente’.
Gracias
a la explicación sobre el vínculo entre facultades superiores-controladoras y
poder gubernamental, Restrepo puede mostrar una cosa que, en todo caso, el
mismo Kant había dicho desde el comienzo: la universidad sí ha de servir a la
sociedad, debe formar en saberes útiles para cuidar los cuerpos, las almas y la
vida con los otros. En ello encuentra el autor la explicación sobre el carácter
no autónomo sino “poderoso” de la universidad.
La
facultad inferior, como también había dispuesto ya Kant, queda por fuera, libre
e “impotente”–dice Restrepo– “por no ocupar un lugar análogo en la distribución
orgánica de poder” (2013, p. 54). Lamentablemente este punto lo “dejamos para
otro momento” –dice el autor–, pero reconoce, en todo caso que la Facultad de
Filosofía tiene la:
potestad de enjuiciar a las otras [con lo
cual] obliga a estas a mantenerla «alejada de sí a respetuosa distancia», del
mismo modo que la consideración según la cual un «gobierno ilustrado» no temerá
la libertad de pensamiento, siempre y
cuando se mantenga como inferior, y mientras se limite a expresar sus
cuestionamientos únicamente entre los muros de la universidad, sin incitar al
pueblo a sublevarse motivados por asuntos de los que –dice Kant– nada entiende,
y debería dejarse como temas de las disputas académicas en las que tampoco el
gobierno considera conveniente entrometerse. (p. 54).
Este
análisis de la relación entre facultades y poder es ilustrativo, en la
argumentación que se está desarrollando en este artículo, sobre la diferencia
que queremos establecer entre tipos de autoridad, que, a la postre, pueden
explicar por qué se requieren tanto autoridad epistémica como autoridad
política (delineadas al inicio de este texto). En el análisis de Restrepo, en
su lectura de El conflicto de las
facultades, sólo habría lugar para el segundo tipo de autoridad, vinculada
con el poder; lo cual da como resultado que sea justamente el poder el que
determine el lugar y relevancia de las facultades en la universidad: las
poderosas son las que están ligadas con el gobierno (las facultades
superiores), en tanto la impotente no encarna este rol (la facultad inferior,
de filosofía). La facultad no vinculada al poder parecería no tener autoridad,
toda vez que pierde su relevancia como consecuencia de “mantenerse a respetuosa
distancia (…) en los muros de la universidad” (p. 54).
En
argumentación kantiana, podemos invocar justamente lo contrario: la facultad
inferior es la que va delante de las demás, iluminando el camino, podríamos
decir, con autoridad (agreguemos: «epistémica»), justamente por estar libre de
coacción, libre de poder. Su carácter «impotente» le da un lugar aún más
preponderante en el escenario político, a saber, el de estar del lado de la
razón con libertad de pensamiento:
Así suele decirse, por ejemplo, que la
filosofía es la sierva de la teología
(e igualmente de las otras dos [facultades]. Pero no se aclara «si va detrás de
su graciosa señora, sujetándole la cola del mato, o si más bien la precede
iluminándola con su antorcha. (Kant, Ak. VIII, 369; 2012, p. 92). [Y agrega:]
la posesión del poder estropea irremediablemente el juicio libre de la razón.
(p. 93)
Más aún,
en Sobre la paz perpetua, Kant pone a
la filosofía en un lugar de autoridad frente al poder. “Las máximas de los
filósofos sobre las condiciones de posibilidad de la paz pública deben ser
consideradas como un consejo por los Estados armados para la guerra” (Kant, Ak.
VIII, 368; 2012, p. 91). Cierto es que deja tal consejo como “secreto” o
“tácito”, diríamos con Restrepo: «a respetuosa distancia», puesto que no se
debe exponer ninguna superioridad en sabiduría de un súbdito (la filosofía
consejera) frente al mandatario. No obstante, la filosofía, claramente separada
del poder, conserva «autoridad epistémica» —diríamos en los términos que usamos
aquí— justamente en virtud de su autonomía de pensamiento, frente a la cual el
mandatario no debe interferir:
Por tanto, el Estado requerirá a estos últimos [a los filósofos] tácitamente (…), lo cual significa tanto que los dejará hablar libre y públicamente sobre
los principios generales del liderazgo de una guerra y del establecimiento de
la paz (pues esto ya lo harán por ellos mismos, siempre que no se les prohíba);
y el acuerdo [… sobre este particular] ya descansa en la misma obligación
proveniente de la razón humana universal (moral-legislativa). (Kant, Ak. VIII,
369; 2012, p. 92)
Por
tanto, la correlación entre poder y conocimiento no es absoluta: que el
conocimiento esté determinado por el poder, no es una cualidad intrínseca del
conocimiento, sino más bien accidental. En esta misma línea, y considerando el
objeto de la institución universitaria, creo que tal correlación es
insuficiente para entender lo que sucede en la universidad con respecto a la
autoridad. Cierto es que, accidentalmente, la universidad, cuyo objeto central
es el conocimiento, también ha sido afectada por el poder; pero su naturaleza
está determinada por la autonomía de la razón (diríamos con Kant), o, mejor
decir, por la autonomía del conocimiento vivo (Roggero, 2011, 2013).
Llevando
el argumento al extremo, podríamos decir que, aun cuando el poder gubernamental
fuera absoluto incluso en la vida universitaria, no puede pronunciarse sobre
los mejores destinos académicos en materia jurídica, teológica o médica; cada
una de estas facultades (y las que tomen su lugar o complementen el elenco de
facultades en la composición actual de la universidad) están vinculadas con un
tipo de autoridad al que les resulta imposible renunciar auténticamente: la
autoridad epistémica. Dicho de otro modo: es posible que una facultad (pongamos
por caso, la de medicina) tenga que renunciar a su autoridad epistémica (que
emana de la autonomía del conocimiento mismo) por razones coyunturales, de
orden político, económico o social (por ejemplo, que tenga que decir que hay un
fenotipo humano mejor que otro, por seguir con el ejemplo). Esto lo haría, no
en virtud de su autoridad epistémica, sino bajo el efecto de un poder. En el
ejemplo, en la universidad no se podría decir que un fenotipo humano es mejor
por razones propiamente científicas, sino por razones extracientíficas, por
ejemplo, relacionadas con un orden social predominante racista o excluyente;
con lo cual, no se estaría ejerciendo autoridad sino actuando bajo el yugo de
la coacción-poder del momento.
Otra
forma de comprender esta distinción se puede encontrar en reflexiones sobre la
investigación que recoge Bustamante (2020) a partir de autores como Bourdieu,
Bajtin, Joliot, Miller y otros. El autor indica lo siguiente, con base en
Bourdieu: “Vamos a considerar el conocimiento como un producto del campo del
saber” (Bustamante, 2020, p. 18). Sin embargo, conviene diferenciar «campo» de
«esferas de la praxis humana», siendo estas últimas, siguiendo a Bajtin
“lugares históricamente determinados” (Bustamante, 2020, p. 18). A lo largo de su reflexión, y con auxilio de
los autores mencionados, Bustamante indica la diferencia entre el objeto mismo
de la ciencia, que es trans-histórico, y los condicionamientos coyunturales que
afectan la discusión (así como la producción) científica. A esta última forma
de la ciencia la llama “vida social del saber” (p. 19), que está relacionada
con la praxis de la ciencia, pero no con la forma intrínseca de la ciencia y,
por tanto, “no puede ser la que explique una preocupación por un objeto del
conocimiento que trasciende momentos históricos” (p. 19).
Todavía
hay más: a propósito del ejemplo que usa en su texto, el del estudio de las
matemáticas, Bustamante plantea este cuestionamiento:
hay una esfera de la praxis que —entre otras
cosas— hace matemática (campo del saber) y, al mismo tiempo, ejecuta ritos que
le tributan al campo político. ¿Se trata de «una sola cosa»?, ¿o de una
articulación —históricamente determinada— de elementos que podemos discriminar,
gracias a los conceptos? (Bustamante, 2020, p. 19)
Su
respuesta se inclina en dirección de la segunda pregunta, la de la
determinación histórica: se establecen, claro, «pugnas» en el interior de la
ciencia en relación con sus objetos o comprensiones trans-históricas; pero eso
tiene un curso propio, que no es el mismo del de la coyuntura histórica,
política o económica entre actores históricamente determinados (digamos: los
investigadores y las agencias de ciencia, las exigencias del mercado y lo
financiable en investigación, etc.). Más bien se trata de una “puga a través de la gramática de la
disciplina” (p. 20). Por otra parte, por cierto, se encuentran las situaciones
históricas determinadas que favorecen o no el desarrollo del mismo objeto de la
disciplina (o sea, la “vida social” o “praxis” de la ciencia): “las esferas de
la praxis que se relacionan con el saber pueden tributar o no al campo” (p.
22).
Con esto
no se quiere defender ingenuamente una desvinculación del conocimiento con
respecto de sus determinaciones históricas, políticas o sociales; en suma: del
poder. Por supuesto que, en la materialidad de la vida del conocimiento, estas
determinaciones juegan un papel que, como dice el autor, tributan a favor o en
contra del campo o, como lo he llamado, del saber «suspendido». No obstante,
atender sólo ese efecto de determinación, que se puede identificar con el poder
en el saber y no con la autoridad epistémica, conduce a equívocos como
absolutizar los ‘rituales del conocimiento’ como propios del conocimiento
mismo, y no como efecto de una influencia extra-académica o extra-científica.
De otro lado, buena parte del complejo escenario de la crisis de la universidad
puede estar relacionado con la falta de distinción entre estos elementos (en
Bustamante: campo y “vida social” de la ciencia; aquí: autoridad y poder).
Por otra
parte, también es cierto que esas determinaciones históricas y políticas
prefiguran la manera en que se posibilita el desarrollo, producción y acceso al
conocimiento científico: tal es el caso de la institución. Es por este
agenciamiento extra-científico, el de la institución, que ha sido posible la
estructuración de una gramática de la ciencia con garantías sociales y
políticas, particularmente a través de la institución universitaria. Como hemos
estudiado en otro lugar (Vargas Arbeláez, 2021b, pp. 102), es por efecto de
autorización institucional que el universitas
magistrorum et scholarium pasó de ser un grupo vulnerable política y
socialmente de estudiosos, a ser una agremiación reconocida por autoridad
política y con garantía de derechos, en una época, como nos explica Le Goff, de
creación de instituciones para asegurar protecciones económicas y políticas.
Esta es la fase institucional del desarrollo
urbano que materializa en comunas las libertades políticas conquistadas y en
corporaciones las posiciones adquiridas en el dominio económico. La palabra
libertad es aquí equívoca: ¿independencia o privilegio? Se encontrará esta
ambigüedad en la corporación, universitaria. (Le Goff, 1985, p. 75)
En ambos
casos, la autoridad supone la demarcación de unos límites, que a la postre, son
la forma de la institucionalización de una parte de la realidad. ¿Qué es válido
en el conocimiento? Esto se responde tanto por vía de autoridad epistémica, que
nos hablará, digamos, del contenido; como por vía de la autoridad política, que
pone una «rúbrica institucional» a ese contenido. Esta particularidad de la
autoridad, en la universidad, supone ‘un adentro y un afuera’: tanto epistémica
como políticamente, los bordes entran en conflicto (diríamos con Naishtat y
otros, 2001, en «crisis epistémica» y «crisis institucional», respectivamente),
en la medida en que nuevos campos, problemas, subjetividades, etc., entran en
la escena universitaria, en el circuito de conocimiento universitario. En todo
caso, sí es verdad que el efecto de «autorización» crea un límite entre lo
autorizado y lo no autorizado (aunque pueda ser, eventualmente, autorizable).
El
problema del adentro y el afuera es el punto de partida de Derrida para pensar
el derecho a la filosofía. El autor se pregunta, en una extensa nota al pie,
sobre la configuración de una institución filosófica, en relación con los procesos de autorización:
¿Es posible dicha
institución? ¿Para qué?
¿Por quién? ¿Cómo? ¿Quién
decide? ¿Quién legitima? ¿Quién impone sus
evaluaciones? ¿Bajo qué condiciones históricas,
sociales, políticas, técnicas?
Más allá de una alternativa entre la problemática
«interna» o «externa», se
interrogará la constitución de los límites entre
el adentro y el afuera del
texto llamado «filosófico», sus modos de
legitimación y de institución.
(Derrida, 2023, p. 44, nota 2).
Aquí, el
asunto se desarrolla, además, como un cuestionamiento a un objeto del mundo del
saber —la filosofía— que tiene un carácter de tensión entre, de un lado, las
“estructuras del «Estado moderno»” (Ibid.),
es decir, de la dimensión del “discurso jurídico”, en palabras de Derrida; y,
de otro lado, el efectivo acceso a la filosofía, que puede ser cercenado por
las gramáticas de autorización: “¿Qué es lo que limita de hecho el
universalismo declarado de la filosofía?” (Ibid.).
Esto segundo, el mecanismo de institucionalización-autorización, entraña un
privilegio, que, por otra parte, está en la entraña del ejercicio filosófico
Tal
límite es el que resulta conflictivo. El problema del
título-autoridad-institución, en Derrida, supone la delimitación de un privilegio: “las cuestiones de título
serán siempre un asunto de autoridad, de reserva y de derecho, de derecho reservado
El punto
de la equiparación entre el título-autoridad y el privilegio es lo que me ha
interesado para pensar el asunto de la autoridad en la universidad. Autoridad,
como elemento determinante en la comprensión del derecho (derecho ‘a algo’),
entraña una forma de privilegio, según Derrida, que, por otra parte, es
antinómica en relación con la cosa garantizada por el derecho a la filosofía:
la filosofía misma. Para Derrida:
Su privilegio, justamente, que se basa en su
unicidad como en su lugar, es poder callarse dando a creer, a justo título
suponemos, que tiene mucho que decir. Este privilegio está siempre garantizado
por convenciones, las que regulan el uso de títulos en nuestra sociedad, se
trate de títulos de obras o de títulos sociales. (Derrida, 2023, p. 44).
Ahora
bien, el derecho a la filosofía, autorizado por el título, entraña también otra
lectura (la adverbial) del ‘derecho a’, en forma de ‘directo a’ la filosofía:
¿es posible ir derecho a la filosofía, acudir directo,
directamente, sin rodeo? ¿Esta posibilidad o este poder garantizarían al
mismo tiempo la inmediatez, es decir, la universalidad y la naturalidad del
ejercicio filosófico? (…) ¿Es posible aún, como algunos lo creen, filosofar derecho, directamente, inmediatamente,
sin mediación de la formación, de la enseñanza, de las instituciones
filosóficas…? (Derrida, 2023, p. 47).
El
esfuerzo de entender el alcance de la autoridad, epistémica y política, y su
relativo vínculo con el poder, se ha hecho en este artículo para comentar esta
pregunta de Derrida. ¿Es posible ir directo a la filosofía sin la institución?
¿Qué lugar ocupa la institución en la ‘ida hacia’ la filosofía con la
“naturalidad del ejercicio filosófico”? Más aún, ¿existe una tal “naturalidad
del ejercicio filosófico”?
El autor
muestra las dificultades que entraña la institución (como forma de
límite-autoridad-título) para honrar lo que, en otro lugar he llamado, el
«carácter autopoiético» del conocimiento (Vargas Arbeláez, 2021b),
particularmente, la filosofía. En el apartado sobre «El horizonte y la
fundación, dos proyecciones filosóficas (el ejemplo del Colegio Internacional
de Filosofía —CIF—)», Derrida concentra su esfuerzo en mostrar la necesidad,
para honrar la naturaleza autonómica de la filosofía, de crear un lugar aparte
de los cánones institucionales tradicionales para desarrollar el estudio
filosófico (Derrida, 2023, pp. 57 y ss). La argumentación en este apartado
parece estar orientada a defender la idea de que la filosofía no tiene
límite-horizonte: “si el horizonte es, como su nombre lo indica, un límite, si
«horizonte» significa una línea que encierra o delimita una perspectiva” (Cfr.
Derrida, 2023, p. 64-65). Por el contrario, y a diferencia de otras
disciplinas, en filosofía no hay nada definitivo, no hay pregunta cerrada, ni
tema concluido.
Para
lograr un espacio tal de «universalidad de la filosofía», de la «filosofía no
limitada», el autor explica el esfuerzo de crear una institución (el CIF) al
margen de las gramáticas de titulaciones-autorización-límites; esto es,
desarrollar una intención de flexibilidad frente las jerarquías
institucionales, los límites epistémicos, “todos los modos posibles” de la
filosofía. Pero allí es donde el autor encuentra, justamente, la antinomia: la
pretensión ‘institucionalista’ supone, precisamente, algún alcance «de
adentro»; en este caso, de adentro de la filosofía. “De allí la extrema
dificultad, en realidad, la aporía en la que nos enredamos desde que intentamos
justificar el título «filosófico» para una institución o una comunidad en
general” (Derrida, 2023, p. 66).
El
problema de la institución (autorización), máxime en el caso agudo de una
institución con inspiración «autopoiética» o auto-fundada (en palabras de
Derrida) —y que honre la naturaleza no-limitada de la filosofía, como quiere el
autor para el CIF—; tal problema de la institución vincula el ‘asunto
educativo’ (y sus gramáticas: docencia, investigación) con el ‘asunto
político’. Ese vínculo se halla en la convivencia de dos realidades: de un
lado, la universalidad (“naturalidad del ejercicio filosófico”, no-límite) de
la filosofía, y de otro lado,
El estatus de una institución de tal supone
de hecho, sino en derecho, el apoyo (de hecho), pero por consecuencia la
autorización (de hecho, por tanto, de derecho), del Estado. Incluso para hablar
de auto-fundación en semejante espacio, en rigor habría que elaborar una teoría
del estado y de la sociedad civil, y sobre todo aplicarla en condiciones tan
nuevas que parezcan inimaginables y hasta inconcebibles. (Derrida, 2023, p. 72)
En
consecuencia, y si la institución supone derecho, en un sentido jurídico
—derivado, como explica el autor, del respaldo de hecho que se materializa en
autorización de un poder instituyente, el Estado— esto tiene una implicación
ineludiblemente vertical, de ejercicio de límite, de privilegio. Entonces;
¿dónde queda la forma «adverbial» del ‘derecho-directo a la filosofía’? En
otras palabras “¿excluye esto toda autonomía fundamental? […] ¿debemos
concebirla bajo el régimen de una Idea reguladora, de una Idea en sentido
kantiano que vendría a orientar el sentido infinito?” (Derrida, 2023, p. 72).
En otros lugares he argumentado afirmativamente frente a esta pregunta (Vargas Arbeláez,
2021b). En efecto, la filosofía —y, con ella, la institución universitaria como
institución filosófica— opera con una idea de autonomía como ‘aspiración’, teleológica. La respuesta a la pregunta
sobre la exclusión de la autonomía no es absoluta: si bien aceptamos que hay un
poder instituyente que autoriza el ejercicio filosófico institucionalmente
comprendido; es irreductible el carácter autopoiético, o auto-fundante de la
disciplina filosófica —más aún, “El concepto de auto-fundación es eminentemente
filosófico (Derrida, 2023, p. 72)—, por lo cual, la autonomía es, en palabras
de Derrida y con auxilio del pensamiento kantiano, una ‘idea reguladora’.
En la
parte final de Privilegio o del Derecho a
la Filosofía, y una vez esclarecido el problema jurídico-político de la
autorización para pensar el derecho a la filosofía, Derrida acude a Kant. Para
cerrar esta exploración, por nuestra parte, haremos lo mismo, considerando que
el objeto de este artículo fue, como se indicó al comienzo, la revisión del
problema de la autoridad, su distinción con el poder, y las implicaciones que
tiene este asunto para la institucionalización del derecho a la filosofía.
En esta
argumentación, no se aboga por una defensa per
se de la autoridad, sino, como se ha explorado en las líneas precedentes,
se evidencia la necesidad de la autoridad en tanto ‘garante del derecho’,
puesto que, en su forma vinculada al poder instituyente, performa las
condiciones institucionales para que el goce del derecho (derecho a la
filosofía). ¿Cómo se establece la garantía de derecho? Kant, en los Principios metafísicos del derecho
(Kant, 1873), indica que, además de tener una dimensión moral —el motivo—, el
deber, la norma, se inviste de legalidad en la medida en que está formalmente
establecida:
Una legislación puede, pues, diferir de otra
por sus motivos (asemejándosele respecto a la acción que convierte en deber;
por ejemplo, las acciones pueden ser siempre externas). La legislación que de
una acción hace un deber, y que al mismo tiempo da este deber por motivo, es la
legislación moral. Pero la que no
hace entrar al motivo en la ley, que por consiguiente permite otro motivo que
la idea del deber mismo, es la legislación jurídica.
(…) La conformidad o la no conformidad pura y simple de una acción con la ley,
sin tener en cuenta sus motivos, se llama legalidad
o ilegalidad. (Kant, 1873, p. 25).
Con
esto, Kant está separando lo meramente subjetivo de la objetividad del derecho:
éste está fundado en una materialidad válida para todos, con independencia de
sus “motivos”. En ese mismo fragmento, por ejemplo, Kant habla de la necesidad
de “arbitrio”, que se halla como regulador de la acción ordenada a derecho.
Esto se trae a colación a fin de entender el alcance de “derecho” a la
filosofía. El problema que encuentra Derrida para endilgar el derecho a la
filosofía a una democracia de la filosofía, que se halla, por ejemplo, en la
tensión entre el adentro y el afuera de la institución, puede estar relacionado
con el desmarque de la idea de autoridad que está vinculada directamente con el
arbitrio y, sobre todo, garantía del derecho; la cual —esta garantía—, a su
turno, supone la síntesis del ejercicio (en este caso filosófico) en la
institución. “La legislación que establece que una promesa, hecha y aceptada,
sea cumplida, no pertenece, pues, a la moral, sino al derecho” (p. 26).
En suma,
y frente a las cuestiones que se plantearon en este artículo sobre la defensa
del derecho a la filosofía en tensión entre autoridad y poder, diríamos, para
concluir, que una defensa del derecho a la filosofía implica el reconocimiento
del lugar de la autoridad que, por vía del poder instituyente, crea los
mecanismos —“promesa, hecha y aceptada”— para que se de lugar a la garantía y
goce de la filosofía misma (aún cuando las gramáticas institucionales le queden
estrechas). Si bien esto supone privilegio, aceptando las reflexiones que
expone Derrida en la primera parte de su texto, el reverso de esta idea se
revela más bien como garantía de ejercicio del derecho a la filosofía. A las
preguntas con las que abrimos este texto (¿quién adjudica un derecho?, ¿cómo se
hace valer tal derecho?, ¿qué condiciones de posibilidad tiene el goce de un
derecho?) se debe contestar, constantemente, de forma crítica y renovada,
especialmente cuando la autoridad sea desplazada por el poder (en forma de
mercantilización del saber, violencia epistémica, o cualquier otra forma
coactiva de “vida social de la ciencia”, de la que hablamos antes). Tal actitud
crítica está garantizada, ya no por vía jurídica-instituyente-autorizada; sino
por la naturaleza misma de la filosofía sin límite.
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[1] Podemos hablar, también, de «crisis epistemológica», en términos de
Naishtat y otros (2001).
[2] El recurso al pensamiento de Arendt ya lo hemos explorado en «La
universidad como problema filosófico. Institución, autoridad y título» (Vargas
Arbeláez, 2023).
[3] En análisis de la caída en desgracia del concepto de autoridad,
Arendt da puntadas de crítica a lo que llama «el siglo del niño». (Arendt,
1956, p. 404).
[4] Esta idea la sintetizo así: “la autonomía es un elemento
constitutivo de la universidad; pero no como una característica que se da en
acto o ganada y asegurada de antemano, sino como idea teleológica, esto es,
como una aspiración que mueve a la universidad a comprenderse y a actualizarse.
Más aún, la autonomía, no como realización, sino como proceso, es el motivo de
acción política de la universidad” (Vargas Arbeláez, 2021b, p. 20).
[5] Una
forma de entender esta idea de relación suspendida con el conocimiento —sin
exigencias políticas, económicas o sociales— se encuentra desde la concepción
misma de universidad moderna en, por ejemplo, Humboldt (en Sobre la organización interna y externa de
los establecimientos científicos superior es Berlín. [1895], en AAVV,
1959) y Schopenhauer (El filiteísmo
universitario y El
escándalo de la filosofía académica. [1891], en Bonvecchio, 2002). Desde
otra perspectiva, y considerando sólo el aspecto investigativo de la vida
académica, Joliot defiende que el desarrollo del conocimiento como tal se puede
diferenciar del ejercicio investigativo aplicado (abocado a exigencias
extracientíficas y determinado por ellas). El conocimiento, considerado sin
esas exigencias, se desarrolla obedeciendo la «vida de la ciencia suspendida».
Este tipo de conocimiento está relacionado con la investigación llamada
‘fundamental’. “La investigación fundamental se inscribe en una lógica de
conocimiento y debe abarcar el conjunto de lo campos científicos. Además, la
investigación fundamental es, por lo general, reticente a cualquier posibilidad
de programación. De una forma un poco simplista, podemos decir que tan sólo se
puede programar aquello que ya se conoce. La programación es, pues,
esencialmente antinómica en relación con la investigación fundamental, que
tiene por vocación explorar lo desconocido” (Joliot, 2004, p. 22).
[6] Restrepo (2013) explica, con base en Soto Posada (2007), que en los
albores de la universidad, ésta se configura como poder, al lado del Sacerdotium y el Regnum. Y cita ya Soto Posada: “Su función va a ser la preparación
de profesionales sabios (teólogos, abogados, canonistas, médicos...) que con su
saber cumplan una función clave en la estructuración de los saberes mismos y de
la sociedad” (Soto Posada, 2007, p. 404).
[7] Recordemos que, en El
conflicto de las facultades, Kant ([1798] 2003) establece justamente una
disputa con el poder del momento, el Rey Federico Guillermo II quien, como
sucesor de su tío Federico II el Grande, y a través de su ministro Wöller,
adelantó una serie de censuras dentro las cuales cayó parte de la obra de Kant.
La diferencia entre uno y otro Federico no es menor, a la hora de pensar la
relación entre poder y universidad: el primero, como monarca ilustrado,
defendió la libertad de pensamiento y el apego al dictado de la razón, con lo
cual “bajo el reinado del gran Federico la universidad era quien controlaba sus
propias publicaciones con total autonomía” (Aramayo, en Kant, 2003, p. 19);
mientras que el otro Federico, el sucesor, a través de su ministro, “tan solo
seis días después de su nombramiento, promulga el 9 de julio del año 1788 un
«Edicto concerniente a la constitución religiosa de los Estados prusianos»” (Idem.), con efecto en temas religiosos y
no religiosos entre los escritores, incluido Kant.