Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 10 N° 1 (2025) / Sección Dossier / pp. 1-13 / 
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 20/03/2025 Aceptado: 18/06/2025
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.136
M, A
Girl between Earth and Sky: Reading Kramp by María José Ferrada
Universidade do Estado do Rio de Janeiro, Brasil
olarietaf@hotmail.com
Conceição Firmina Seixas Silva
Universidade do Estado do Rio de Janeiro, Brasil
conceicaofseixas@gmail.com
Universidade do
Estado do Rio de Janeiro, Brasil
ritaribesuerj@gmail.com
Resumen. Este texto tiene por objetivo invitar a pensar la infancia a partir
de la singularidad de M, una niña de siete años, personaje de la novela Kramp,
de autoría de la periodista y escritora chilena María José Ferrada. Como
ayudante de su padre, un vendedor viajante, la niña recorre las carreteras,
pueblos y ciudades, creando y desbravando mundos, conectando lo que hay entre
la tierra y el cielo. M instaura la poiesis al encarnar en su infancia
la infancia del mundo, ofreciéndonos una experiencia de la abertura del
lenguaje y del mundo. Intentando explicar el mecanismo de todas las cosas a
partir de lo que la circunda, M se depara también con lo inexplicable en el
mundo de las ventas, las relaciones parentales, la violencia radical y
silenciosa de la dictadura chilena. Nuestro abordaje de la obra de María José
Ferrada surge del diálogo con María Zambrano, Giorgio Agamben, Walter Benjamin,
Martin Heidegger, Raquel Gonçalves y Leonardo Souza, entre otros.
Palabras clave. María José Ferrada, infancia, literatura, filosofía.
Resumo. Este
texto tem por objetivo convidar a pensar a infância a partir da singularidade
de M, uma menina de sete anos, personagem do romance Kramp, de autoria da
jornalista e escritora chilena María José Ferrada. Como ajudante de seu pai, um
caixeiro viajante, a menina percorre as estradas, povoados e cidades, criando e
desbravando mundos, conectando o que há entre a terra e o céu. M instaura a
poiesis ao encarnar em sua infância, uma infância do mundo, oferecendo-nos uma
experiência da abertura da linguagem e do mundo. Tentando explicar o mecanismo
de todas as coisas a partir do seu circundante, M depara-se também com o
inexplicável no mundo das vendas, nas relações parentais, na violência radical
e silenciosa da ditadura chilena. Nossa abordagem à obra de María José Ferrada
é trazida em diálogo com María Zambrano, Giorgio Agamben, Walter Benjamin,
Martin Heidegger, Raquel Gonçalves e Leonardo Souza, entre outros.
Palavras-chave. María José Ferrada, infância, literatura, filosofia.
Abstract. The aim of this text is to invite us to think about childhood
through the singularity of M, a seven-year-old girl, a character in the novel
Kramp, by Chilean journalist and writer María José Ferrada. As a helper to her
father, a traveling salesman, the girl travels the roads, towns and cities,
creating and exploring worlds, connecting what exists between earth and sky. M
introduces poiesis by embodying her childhood, a childhood of the world,
offering us an experience of the openness of language and the world. Trying to
explain the mechanism of all things from her surroundings, M also encounters
the inexplicable in the world of sales, in parental relationships, in the
radical and silent violence of the Chilean dictatorship. Our approach to María
José Ferrada's work is brought into dialogue with María Zambrano, Giorgio
Agamben, Walter Benjamin, Martin Heidegger, Raquel Gonçalves and Leonardo
Souza, among outhers.
Keywords. María José Ferrada, childhood, literatura, philosophy.
Arte es infancia. Arte significa no saber
que el mundo ya existe y crear uno.
Rilke
Silvina Ocampo
(2006) en una entrevista dijo:
Nuestra infancia es
ciertamente nuestra amiga, pero nosotros no fuimos amigos de nuestra infancia
porque entonces no existíamos como somos ahora. Aquel ser desvalido que fuimos
a veces nos conmueve porque nadie pudo comprenderlo del todo, exceptuando
nosotros… que todavía no estábamos a su lado. (p. 181)
Con Kramp, la
reconocida escritora de literatura infantil, María José Ferrada, revisita su
propia infancia y la recrea a partir de la ficción. En ella nos muestra la
íntima comprensión que tiene de M, una niña de siete años que va creciendo, y
la delicada manera que tiene su escritura de estar a su lado.
En su primera novela, desde la perspectiva de una narradora adulta, nos invita a acompañar a M en los viajes que realiza con D, su padre, por las carreteras chilenas en tiempos de dictadura. Después del horario de clase y durante las vacaciones, con el consentimiento de su madre, M comienza a actuar como “ayudante” de D que es un viajante vendedor de productos de ferretería marca Kramp. Así, la niña pasa a llevar una “doble vida” y a recibir una “educación paralela”. En la “sociedad” que crea con D, a M le corresponde el papel de acompañarlo a las ferreterías y, desde su corta altura, alcanzar el corazón de los potenciales compradores – tanto para incrementar las posibilidades de que estos hagan un pedido como para evitarle a D enfrentar situaciones incómodas, pues es más difícil decirle a alguien que es un sinvergüenza si en una mano sujeta un maletín y en la otra una niña. A cambio de sus servicios, M recibe una “comisión” en forma de ropa, juguetes y otros objetos (el dinero queda fuera del trato para evitar que su tarea entre en la categoría de “trabajo infantil”). M tiene un talento especial para asumir su papel y llega a convertirse en un modelo a seguir en el mundo de los viajantes. S, el vendedor de perfumes, consigue convencer a D de que le arrende la niña. La sociedad resulta tan eficiente que D y M, apelando a algunas artimañas, deciden tomar días de los que la niña debería estar en la escuela para dedicarle más tiempo a las ventas. Esta ampliación del tiempo laboral sucede sin que la madre “ausente” – “no porque saliera mucho de casa sino porque una parte de ella había abandonado su cuerpo y se resistía a volver” (Ferrada, 2022, p. 25) – se diera cuenta. Un día esa madre “despierta” y la vida de M toma otro rumbo.
El despertar de la madre de M es provocado por E,
el único amigo de D que no pertenece al mundo de los viajantes. E es el
encargado de pasar películas en el cine de la universidad y se dedica a
capturar con su máquina fotográfica los fantasmas que ese extraño tiempo de
dictadura produce.
En las páginas que
siguen se explora una lectura de la infancia de M de las muchas que son
posibles en la pequeña novela de María José Ferrada. Inicialmente, el texto invita
a pensar a M como una pequeña poeta que encarna, junto a su infancia, la
infancia del mundo; un mundo que tiene que aprender a habitar. Enseguida, enfoca
la singularidad del modo que tiene M de percibir y recrear para sí ese mundo y,
también, la relación que se construye entre la niña y las otras personas que pasan
a ser parte de su cotidianeidad en, esa, su “doble vida”. Se coloca el acento
en la sutileza del modo en que se transforman las vidas de los personajes al
estar expuestos a la presencia de los otros a lo largo de la historia y del camino.
Y, finalmente, analiza la vida de M después de la revelación de los “fantasmas”
de la dictadura, lo que la posiciona en otro lugar ante su padre, su madre,
pero también ante sí misma y el mundo. M crece y su recuerdo de infancia sufre
una ruptura que la llevará a tener que inventar herramientas que le permitan traducir
ese nuevo lugar.
Una niña (M) y su
padre (D) andan por las carreteras intentando vender los artículos de
ferretería Kramp. Bajo el auto que los transporta, la tierra; sobre él, el
cielo; en el cielo, la luna.
Mientras
“ayuda” a D, andando sobre la tierra y bajo el cielo, M se da a la tarea de
explorar el sentido del mundo que la rodea con la ayuda de lo que el propio
mundo le ofrece: un universo poblado de productos de ferretería, de viajantes
que intentan venderlos y de pueblos donde se encuentran los potenciales
compradores. La escucharemos
decir: “Cada persona intenta explicarse el mecanismo de las cosas con lo que
encuentra a mano. Yo, a los siete años, había estirado la mía y había dado con
el catálogo Kramp” (Ferrada, 2022, p. 28) y, también, “de tanto escuchar hablar
sobre los productos Kramp, comencé a utilizarlos para entender el
funcionamiento del mundo y así, mientras mis compañeros hacían poemas a los
árboles y al sol del verano, yo homenajeaba ojos mágicos, alicates y serruchos”
(p. 27). Poco a poco M se convencerá de que “todo se puede entender mirando los
cajones de una ferretería” (p. 29).
Expuesta al
diccionario de los productos Kramp y a la gramática de los viajantes
vendedores, M hace que el mundo resuene a partir de ellos y va tejiendo su
propia experiencia singular, que nos permite ver otro mundo en este mundo a
partir de su mirada. Como nos recuerda Agamben (2007), no hay manera de entrar
en la lengua sin transformarla radicalmente. Ese es el trabajo de la infancia…
y M lo asume: “Les explique a mis compañeros que lo que brillaba a lo lejos no
eran estrellas, sino tachuelas de tres pulgadas con las que el Gran Carpintero
lo había colgado todo del cielo. También a nosotros” (Ferrada, 2022, p. 28).
Podríamos decir que M está aprendiendo a hablar, está aprendiendo a decir su propia palabra, a crear sus
propios sentidos sobre quién es ella, quiénes son los otros y cómo es ese mundo
que la rodea. En ese ejercicio, interrumpe la continuidad de ese mundo al
volver a decirlo de nuevo desde sus escasos siete años.
Agamben (2007) nos invita a pensar la infancia como la interrupción de la lengua que nos
torna humanos. Pues, a diferencia de los animales que viven en una lengua
que es una continuidad sin fracturas ni interrupciones, nosotros tenemos que
aprender a hablar. Tenemos que aprender a decir “yo” para poder constituirnos
en sujetos del lenguaje.
M parece decidida a “tornarse humana”, se deja caer en
el lenguaje, se apropia de él y en ese apropiarse nos va mostrando quién es y
nos va presentando un mundo que, a partir de sus palabras y junto a ella, entra
en estado de infancia, en estado inaugural.
Con ella pasaremos a ver a esos viajantes como
“colonos que quieren convertir a los salvajes a la religión de los productos
Kramp, de los lápices Parker, la colonia inglesa o los plásticos chinos” (Ferrada,
2022, p. 51). Con ella
veremos el poder de la hermandad que los objetos, sin una relación aparente,
establecen en las tiendas de los pueblos: “si la encuentro [a esa hermandad],
tendré un día de suerte (un lápiz de madera estaba conectado con una manilla de
metal, porque la manilla, algún día, sería puesta en una puerta. Una puerta de
madera. Lápiz-madera, madera-puerta. Suerte)” (p. 23-24). Y hasta descubriremos
el secreto “sistema protoanarquista” que se esconde tras el aparente desorden
que impera en las tiendas de pueblo. M nos revela el “orden dinámico” que
organiza los objetos que en ellas se encuentran. A la luz de ese sistema las
tiendas pasarán clasificarse en “tiendas en los que los objetos se agrupan de
acuerdo con una única naturaleza (solo paraguas, solo sombreros, solo tabaco)”,
las que lo hacen según criterios espaciales (“todo lo que cabe entre un alfiler
y una máquina de cortar pasto”) y las que siguen criterios numéricos, que ella
aún no consigue descifrar (“mostradores que exhibían siete tenedores, quince
camisetas, dieciocho baldes plásticos, y así”) (p. 61).
“Lo que tiene su patria originaria en la infancia debe
seguir viajando hacia la infancia y a través de la infancia”, afirma Agamben (2007, p. 74). M parece tomar esa afirmación al pie de
la letra. En su arduo
ejercicio epistemológico y semántico, viajando en una Renoleta junto a D, se
interna en la infancia. Viene de ella y se dirige a ella. Abraza a esa, su
“patria originaria”.
Si Heidegger
(1973) conociera a la pequeña M, podría percibir la fuerza poética que se
esconde en el intenso trabajo lingüístico que realiza. M
sabe que las palabras le permiten crear una epistemología y una semántica para
poder comprender el mundo. El filósofo sabe que ese trabajo es
fundamentalmente poético porque la esencia del lenguaje solo puede ser
comprendida por la esencia de la poesía, como nos dice (Heidegger, 1973, 1994).
“Poéticamente habita el hombre…”, afirmará (Heidegger, 1994). Y nos aclarará
que cuando piensa en poesía no está pensando en una especie de adorno en el
lenguaje sino en esa dimensión que soporta nuestra existencia humana. Es ella la que nos permite habitar el mundo. El habitar,
para él, no se reduce a tener un domicilio, sino que implica el poder
dimensionar, el poder encontrar la medida entre la tierra y el cielo.
M, como los poetas, habla y piensa precisamente
mirando lo que está sobre la tierra y bajo el cielo. No habla simplemente para
comunicar o expresar sus ideas. Habla en el esfuerzo por penetrar en el
misterio que se abre en ese “entre”. Habita ese espacio manteniendo vivo su enigma. Es justamente el mantener
la experiencia de la extrañeza dentro lo que es familiar lo que transforma a M en
una poeta.
Heidegger nos ayuda a comprender que habitar el
mundo encuentra su ancla en la esencia del lenguaje, es decir, en su dimensión
poética. Es el lenguaje el que, poéticamente, nos permite tornarnos humanos al
habitar el mundo de una extraña manera: un estar en casa y, al mismo tiempo, un
no poder sentirse en casa plenamente; un estar en un mundo que resulta
familiar, pero al mismo tiempo extraño y que se presenta siempre escapando de
las palabras que pretenden capturarlo y tornarlo domesticable. Lo propio del
habitar humano es situarse en la tensión entre el amparo, la permanencia, la
familiaridad y una especie de sentimiento de exilio.
Por un lado, es posible ver algo de exilio, de un
“no sentirse en casa” en el estado de errancia permanente de M y D. Los dos
habitan un mundo en tránsito y de él hacen su lugar familiar, un lugar que
nunca es plenamente su lugar: hoteles, cafés, bares, ferreterías de los que M
va descifrando su lógica y a los que va reinventando con su mirada.
Por otro lado, M percibe que hay algo más de lo que las
categorías que le van tornando el mundo familiar no dan cuenta. Aparecen en su
relato: “recuerdos inclasificables”; un fotógrafo de fantasmas que le hace
descubrir una extraña “sensación de agujero”; una madre que está ausente por
causa de un fantasma y también un ser ordenador del mundo al que llama El Gran
Carpintero. Es Él el que sostiene su mundo (la tierra) y, al mismo tiempo, le
posibilita hacer contacto con aquello que está más allá de sus explicaciones y
clasificaciones (el cielo). Es por Él que se cuela el misterio del mundo. Es El
Gran Carpintero el que le permite entregarse a la luz del final del día durante
el camino de regreso y contemplar un mundo que, a esa hora, se parece a una
maqueta ideada por Él. Ese trayecto de vuelta es el preferido de M “no porque
al terminar la carretera quedara mi casa” (Ferrada, 2022, p. 73). Tal vez, M
disfruta del trayecto porque, como el poeta, se demora en el andar entre
la tierra y el cielo (Heidegger, 1994). M no está interesada en la llegada a casa al final del camino sino en “el
efecto lumínico que se producía al final de las tardes y que lo simplificaba
todo” (Ferrada, 2022, p. 73).
En el ejercicio de
su función de “ayudante”, la niña comprende que la naturaleza de la vida “(...)
es ser oscura y minúscula. Usted lo sabe, lo sabe D y lo sé yo a mis cortos
siete años” (Ibidem, p. 39). Es ese conocimiento el que hace que su mirada sea
capaz de transmitir “todas las posibles formas de fragilidad” para poder
conmover a los potenciales compradores de productos Kramp y convencerlos de que
hagan un pedido.
M parece haber
leído a Heidegger (1973) cuando sostiene que el habitar humano, del cual la
poesía da cuenta, acontece entre las cosas más simples y próximas (la tierra) y
de cara a lo sagrado (el cielo).
Es como quien
llega de otro tiempo y lugar que M se nos presenta. Y el impacto de ese
encuentro es tan intenso que nuestro deseo es contar, comunicar, transmitir en
vivo y para todos, para que todos sepan de su llegada. En una trama que atornilla
lo infinitamente grande a lo infinitamente pequeño, M cobra vida el día en que
escucha de su padre la historia del “alunizaje”, la llegada del hombre a la
luna, el exacto instante de su pisada, el paso firme en traje adecuado,
transmitido en vivo y proyectado en la plaza pública. La determinación de Neil
Armstrong al pisar la luna ponía fin a la inseguridad de D que, después de dar
38 vueltas alrededor de una ferretería sin encontrar reunir el coraje
suficiente para entrar y ofrecer sus productos, tomó para sí la firmeza del
astronauta y formalizó su registro como vendedor viajante. De allí en adelante,
M incorporó esa historia a la suya – ¿o sería al contrario? – volviéndose oyente,
narradora y protagonista de ella al mismo tiempo.
La idea de que “toda vida tiene su alunizaje” (Ferrada, 2022, p. 14) le
sonó a M como un verdadero llamado al que solo se puede responder colocándose en
viaje. Hay que dislocarse, lanzarse, hacer tensionar los engranajes que ligan la
tierra y el cielo. El mundo de los viajantes se ofrecía como una especie de
órbita fundadora, libre de gravedad. Y para dar la propulsión, le comunicó al padre
su decisión, tomada con determinación: sería su ayudante. Solo necesitaba zapatos
relucientes, traje adecuado y un poco de suerte. Despegó de su pequeño mundo,
marcado por la familia y por la escuela, rumbo al universo de las ventas que
orbitan alrededor de infinitos poblados y ciudades. Decisión tomada, el cielo se abrió en nube de
humo con el primer cigarrillo fumado – aun a escondidas – como modo de
celebración.
Al día
siguiente,
D y M partieron juntos rumbo al mundo de las ventas, un nuevo mundo
compuesto
por “ferreterías” y por “todo el resto”
– estando ese resto compuesto por la cafetería
donde se reunían al finalizar las ventas, el hotel en el que
algunos pernoctaban
y el bar (donde ella no iría). Firmados los acuerdos y dadas las
instrucciones,
que incluían sonreír y agradecer, pero también
estar libre para dar una vuelta
si la jornada la aburriera, visitaron tres ferreterías y
después fueron a la cafetería,
donde M conoció su gremio: la familia de los vendedores
viajantes.
Lo que para
M se mostraba como un “alunizaje”, para la familia de los viajantes sonaba como
aterrizaje. O mejor, un M-zaje. Un posar que se asemeja a un milagro, una ruptura
que precipita y exige reorganizar todo el orden del mundo. La poetisa María
Zambrano (1996) dice que la infancia se revela exactamente en un sentimiento
como ese, como un nacimiento para el cual no hay previsión o planificación posible,
que se presenta como un milagro de libertad que toca a cada uno en su dimensión
íntima, presentándole un nuevo comienzo. Un acontecimiento disruptivo que, al
mismo tiempo en que anuncia lo nuevo, muestra que hay un mundo que lo antecede y
otro que seguirá después de él. ¿Quién es esa que llega?
¿Qué provoca al llegar? M fue siendo presentada a cada uno de los viajantes y
ellos, cuya rutina de ventas sugería una vida sin muchas sorpresas,
experimentaron la redención de una nueva existencia en presencia de la niña. Infancia
de la humanidad. La infancia como humanidad.
La presencia
de M es como un aliento en aquel mundo donde cotidianamente estaban condenados
a “aspirar el mismo humo de sus cigarrillos, (…) pedir un café tras otro, escuchar
sus mentiras una y otra vez” (Ferrada, 2022, p. 30). Ella los convoca a contar
sus historias y mentiras, ya tan repetidas, como si fuera una primera vez, y ellos,
al tenerla como oyente, ejercitan un nuevo aprendizaje del habla, bañando de infancia el encuentro.
Fue así como
S se volvió el contador de historias favorito de M, principalmente porque contaba
siempre la misma historia, pero variando los hechos cada vez. S era un viajante
que decía haber venido de un “pueblo maldito” y haber sufrido un accidente en
un puente por el que cayó al río y fue llevado por las aguas cruzando por varios
poblados hasta que llegó a uno que, “además de maldito, era muy pobre”. Al
recobrar la conciencia, flaco y muy debilitado, lo vistieron con ropas de un espantapájaros.
Esto dio en que, al volver a su casa, no fuera reconocido ni por su perro. S contaba
desgracias como cuentas de un rosario y solía decir que “a un naufragio siempre
le sigue el naufragio siguiente” (Ferrada, 2022, p. 32). Variando detalles
transformaba su vieja historia en una narrativa siempre nueva y terminó por
merecer el sobrenombre de “Moisés de las ventas”.
Es también del
orden de los milagros el estrechamiento de lazos entre M y D, que, aunque no fuera
“gran cosa como padre, era un excelente patrón” (Ferrada, 2022, p. 41). (Re)encuentro
permeado por muchas cartitas y declaraciones de afecto: “Me gusta ser tu
ayudante”, a lo que él responde: “Me alegro!” (Ferrada, 2022, p. 33). Dibujos
de flores, “insectos de la suerte”, peces y ballenas servían como firma.
En una nueva
lengua, aunque sea por un instante, todos iban volviéndose oyentes de sus propias
historias. Ya no interesaba saber si eran verdades o no-verdades las historias
que allí circulaban, pero sí importaba la estesia, cómo la verdad los tocaba en
aquel acontecimiento. María Zambrano (1996) trata esa estesia como siendo un
pasaje de lo imposible a lo verdadero. No se trata de un pasaje de lo imposible
al campo de lo posible o de lo real sino de una ruptura, un desbordar que tiene
en el nacimento/llegada de un niño su expresión más genuina. Así, M nace para la
familia de los viajantes. Y naciendo, como un milagro, hace renacer a todos. A
su vez, M, mirada por ellos, es vista como una compañera encantadora y muy lista,
de esas que domina la ética de la persuasión como nadie.
Cargando en
el equipaje de su historia un plan de aprendizaje organizado por los padres, M sabe
muy rápidamente que existe la categoría de las “Cosas que Eran Simplemente Como
Eran” (Ferrada, 2022, p. 59), y que para todas las demás habría que construir
una clasificación, tarea que su trabajo, visto inicialmente como una extensión
curricular de la escuela, ayudaría a perfeccionar. M construye
su epistemología basada en la idea de que es necesario percibir y tejer
relaciones entre las cosas. Es así como, esparcidos por las más diversas ferreterías
de los más diversos poblados, los objetos crean entre sí una hermandad que
espera por nominación (Ferrada, 2022, p. 6). A eso se dedicaría.
M miraba las
cosas sabiendo que por ellas también era mirada. Se sentía convocada por los
objetos dispuestos en las diferentes ferreterías y pueblos. Como una cazadora, en
palabras de Walter Benjamin (2015, p. 47-48), M
Caza los
espíritus, cuya huella rastrea en las cosas; entre espíritus y cosas se le
pasan años en los que su campo de visión permanece libre de seres humanos. Le
ocurre como en sueños: no conoce nada verdadero; todo lo que sucede (…) le
sobreviene, se tropieza con ello. Sus años de nomadismo son horas en el bosque
de los sueños. (Benjamin,
2015 p. 47-48)
Y los
objetos le devolvían poesía. Pues, si se las mira con atención, ¿no es que podemos
ver que las estrellas en el cielo son tachuelas Kramp clavadas con martillo
Kramp por El Gran Carpintero? Nada le encantó tanto como el día en que se sentó
en la cafetería con D y los demás viajantes y tuvo la revelación de su singular
pertenecer a la familia: “si alguien hubiera mirado por debajo de la mesa
habría visto muchos zapatos negros exageradamente lustrados, maletines y unos
zapatos blancos que colgaban de la silla, los míos” (Ferrada, 2022, p. 30).
M también sabía
mirar a las personas e interpretar el clima de los contextos que la envolvían.
Sabía que las personas y los contextos también le devolvían la mirada. Bajo la
óptica de la filosofía del lenguaje bakhtiniana (Bakhtin/Volochinov, 1981), se
puede decir que M sabía que la palabra se dirige, que no existe en el vacío. La
palabra ya nace con un destinatario y ese destinatario ya habita la palabra cuando
esta es escogida por quien la enuncia. Sus sentidos, sin embargo, dependen del
auditorio social donde la palabra circula y de la posición en que se colocan el
sujeto que enuncia, sus oyentes y el tipo de tema de que tratan. El sentido, muchas
veces, más que en las palabras dichas, está justamente en lo no-dicho, que, al callarse,
enuncia.
M se especializó en la construcción de una mirada
en contrarréplica, que consistía en el siguiente movimiento: leer en los ojos del
otro lo que él estaba pensando sobre ella y alterar la comunicación de acuerdo
con el ritmo de ese intercambio de miradas. Con palabras dichas. O no-dichas. Comenzó
con su llegada, junto a su padre, a las ferreterías en las que él solía vender.
Su presencia alteraba la mirada y las palabras del encargado de la tienda. Era
un juego tenso en el que cada uno buscaba en el otro los dichos y los no-dichos
que se pondrían en pauta. Al percibir que eso aumentaba las ventas, o, al menos,
le evitaba perjuicios al padre, M descubrió la semilla del capitalismo, de las relaciones
de poder y de la lucha de clases:
En algún
teatro de otra vida había aprendido diferentes tipos de miradas: la mirada
indiferente, la mirada dulce con un dejo melancólico, la mirada de aburrimiento
y desesperanza. El último recurso era la mirada al borde del llanto. Y esa era la
más intensa de todas. Si el encargado se detenía en mis pupilas, en lugar de
encontrarse conmigo, se encontraba con todas las posibles formas de la
fragilidad: el hambre en el mundo; las esculturas de hielo que, luego de tanto esfuerzo,
terminaban volviéndose agua; la perra Laika que daba vueltas, vueltas y más
vueltas en una noche infinita. [...]
Lo
pensaba, pero no decía nada porque era consciente de que cualquier palabra podía
romper el efecto dramático y esa tensión que en pocos meses había aprendido a
manejar. (Ferrada, 2022, p. 38-39)
Dada su habilidad,
M pasó a ser disputada como compañera de ventas por otros viajantes. Cuando no
estaba acompañando a su padre, acompañaba a S porque su rubro de ventas era el
de la perfumería, que no entraba en conflicto con el de la ferretería. Entre los
regalos que recibía de D y algún dinero que recibía de S, pagado sin la anuencia
de su padre, M registraba en una libreta las conquistas que su trabajo le ofrecía
y también plasmaba allí un testamento, cuya distribución de los bienes se alteraba
en las anotaciones de acuerdo al modo en que las personas de su nueva familia la
trataban – creando una especie de economía de los afectos.
Pero he que,
de repente, aquellas historias repetidas hasta el cansancio en la cafetería,
repletas de preconceptos, mentiras y trampas, ya no le sonaban extrañas y se le
volvieron propias. Incluía en ellas sus propias acciones, en una vida que ya
nominaba como “paralela” – a espaldas de una madre que consideraba que existía
por la mitad y de una escuela que, junto a su padre, burlaba con una libreta de
comunicaciones falsa.
Una rasgadura
se hizo. Y la firmeza de los engranajes comenzó a colidir con la idea de que “un
solo tornillo puede precipitar el fin del mundo” (Ferrada, 2022, p. 29). Pasó a
trabajar todo el día y, con la llegada de las vacaciones, pudo pasar una semana
entera con los viajantes, ampliando la órbita de lo que denominaba “todo el
resto”, que ahora, además de la cafetería, incluyó el hospedaje en el hotel.
Decididamente, era una entre ellos, una de ellos, hablantes de la misma lengua
de las ventas. La familia de viajantes iba transformándose, unos en presencia de
los otros, en una cronotopía diseñada por las carreteras que ligan los poblados
entre sí y por la duración de las historias que escuchaban o contaban mientras estaban
en viaje – historias de vida largas en pequeños poblados y muy cortas en grandes
ciudades.
De vez en
cuando, no obstante, la infancia se imponía en forma de fiebre, exigiendo
cuidados especiales, entre otros, el derecho conquistado de que el único televisor
del hotel quedara a su disposición. Se imponía también por su capacidad de, después
de un día cansador, al retornar por la larga carretera bordeada por árboles ordenados
en fila, emocionarse con la luz del atardecer. Ocaso del amor entre la tierra y
el cielo.
La precipitación
del fin del mundo se asemejaba al trabajo de construcción de categorías. ¿Qué hacer con las cosas que escapaban de la exactitud?
¿O con aquellas entre las cuales no suponemos haber hermandad? En ellas están los
tornillos sueltos, las luciérnagas y los fantasmas de E. E era un gran
contador de historias, de esos a los que les gusta más el desorden que el orden
y que se dedica a provocar un recontar de las historias. No aquellas contadas desde
el punto de vista de la luna o de la esfera capitalista de las ventas, sino
aquellas que se cuentan desde dentro de nuestra propia historia, tensionando lo
íntimo con la vida vivida en público. Tal vez por eso, a diferencia de lo que sucedía
con la familia de los viajantes, eran historias más no-dichas que dichas, con
muchos agujeros y casi nadie dispuesto a completarlos... En una cronotopía al
reverso, desafiaban la métrica de la desaparición y del olvido. Tal vez por eso,
sus personajes eran fantasmas.
Fue a partir de una epifanía que M precipitó
su aterrizaje. Tomando una sopa de espárragos en casa, con sus padres y teniendo
a E como invitado, vio que un hilo de vapor se transformaba en fantasma creciendo
hasta el tamaño de su pulgar. Y luego otro. Y otro. Y otro. Todavía en transe contó
su epifanía. Y tal vez, por primera vez, afectó por dentro a cada uno de esos
adultos. Y como quien no soporta el dolor de su propia historia, ellos intentaron
esquivar la verdad que allí se imponía, pues a las epifanías, generalmente, le seguían
profundas revelaciones. En aquel instante M comprendió: “Que D estaba solo. Que
yo estaba sola. Que la vida era un lugar solitario. Y que eso entraba dentro de
la categoría de las ‘Cosas que Eran Simplemente Como Eran’.” (Ferrada, 2022, p.59).
La soledad
revelada al testimoniar la transformación del propio E en fantasma afectó
radicalmente su epistemología, devolviéndola a su propia historia, ahora tocada
desde otro lugar y exigiendo un nuevo comienzo. Se precipitó el aterrizaje. Y los
aterrizajes, sabía, no eran fáciles.
Las
aventuras de M al lado de D solo fueron posibles debido a la ausencia de su
madre, no porque ella viviera fuera de casa sino porque su fragmento ausente
era “astronauta”, sospechaba M (Ferrada, 2022, p. 25). En uno de sus viajes al
espacio, tal vez ese fragmento se había cruzado con D – desde que aconteciera
el alunizaje, su padre no se privaba de mirar al cielo. La parte que decidió
quedarse con D aterrizó la primera vez y, como los aterrizajes no son fáciles,
la madre pierde la mitad de la visión, la del ojo izquierdo. El segundo
aterrizaje se dio con el pasaje del “insecto de la suerte”. Y he que, gracias a
este pasaje, la “vida paralela” que M llevaba al lado de D se devela para la
otra vida.
“Los insectos
de la suerte” no son una especie, sino un insecto que posa justo en el lugar en
que la vida toma un curso diferente. Ese espacio de tiempo en el que se decide si
ir por una vereda o por la otra, si se sale o no de una casa, si se dice o no
se dice algo. Es una fracción de segundo tan pequeña que en ella solo cabe el
paso de un insecto. Un insecto que, cuando pasa, parte para siempre la vida en
dos. (Ferrada, 2022, p. 95)
Ese acontecimiento
produjo una ruptura radical en la vida de los personajes y una fractura en el
modo con el que M leía e interpretaba el mundo, se posicionaba con relación a su
padre, a su madre, a los otros y a sí misma. Encontrándose en un nuevo lugar, M
todavía no poseía una epistemología que pudiera dar sentido a su nueva vida, tampoco
disponía de una pedagogía que la auxiliara en ese proceso. Era necesario
reinventar una para continuar viviendo.
El momento
narrado como una gran ruptura es el de la revelación de los fantasmas de la dictadura
cívico-militar, instaurada por los golpes políticos, responsables por instituir
un largo y violento período de autoritarismo de los Estados de excepción que ocuparon
el lugar de la democracia en América Latina como un todo y, específicamente, en
Chile, país de la autora y donde se sitúa la historia. El vacío existente con
relación a las barbaries de ese período de la historia ha impedido que una elaboración
colectiva se efectúe, restándole a la población los fantasmas que insisten,
como el retorno de lo reprimido, en aterrorizar el presente. Ese limbo social ha
conducido a un estado de melancolía nacional que no le permite a los individuos
vivir el luto (público) – necesario en toda pérdida –, manteniéndolos presos en
estado fantasmagórico de muerte y terror de las políticas de excepción
implementadas en el pasado y las que son constantemente actualizadas en el
presente.
Así vivía la
madre de M: atormentada, arrastrando una mochila con una estrella roja, algunas
pertenencias de Jaime Andrés Suárez Moncada – ex-compañero desaparecido por la
dictadura – y una lista de nombres (no nombrados, nunca explicitados) de víctimas
del régimen que se volvieron fantasmas. M la describe como una madre ausente de
su vida, de la de D y de la de ella misma: “una parte de ella había abandonado
su cuerpo y se resistía a volver” (Ferrada, 2022, p. 25). No era una “madre entera”
sino una distante, fragmentada, vagante y triste, lo que no le permitía prestar
atención a los detalles del mundo. M no consideraba que su madre era irresponsable,
pues entendía que la vida había sido, antes, irresponsable con ella. El “punto
ciego” creado por la ausencia de la madre le permitía a M vivir lo que llamó “doble
vida” (p. 25). Sin frecuentar la escuela, andaba de pueblo en pueblo entre los
viajantes, compartía cigarrillos con su padre, participaba activamente de las ventas
de los productos Kramp. Todo eso le iba permitiendo poner en práctica su plan
de aprendizaje y la “epistemología sistémica” creada por D.
El personaje
E – fotógrafo de fantasmas que acompañaba a D y a M en algunos viajes –, así como
la madre, cargaba consigo la muerte, la tristeza y una vida ausente. En las
conversaciones con M, E le explicó que fotografiar fantasmas no es como
fotografiar personas. Se trata de un trabajo minucioso que lleva tiempo pues,
para encontrarlos, es necesario hacer preguntas, hablar con aquellos que tenían
miedo de decir lo que sabían, hacer conexiones. Y era necesario encontrarlos
antes de que se contrajeran, pues “‘cuando un fantasma se contrae, se convierte
en un hueso. Y, si se contrae más aún se vuelve polvo. Hay que encontrarlo
antes de eso” (Ferrada, 2022, p.55), le explicó E a M, que sintió, por primera
vez, un sentimiento extraño que definió como una “sensación de agujero”[1].
En la doble vida
de M, E es un lazo que vincula el mundo del padre con el de la madre, el de la “pedagogía
sistémica” con el de la dictadura, hace la conexión entre el “alunizaje” y el
imperialismo norteamericano. Ante el hecho extraordinario de la llegada de
Armstrong a la luna, proyectada en la plaza pública, la presencia de E nos recuerda
que, al mismo tiempo que los Estados Unidos ampliaban sus dominios al cielo, en
la carrera espacial durante el período de la guerra fría, también sembraban, en
tierras latinoamericanas, la dictadura. E trae un cierto desorden a la historia,
la fuerza a M a salir del lugar en que todo es clasificable (menos las
luciérnagas) hacia otro en que el orden del mundo se encuentra enmarañado. Él
representa la importancia de la liberación de los fantasmas que rondan el
pasado y el presente de su país, como manera de romper con el vicio del olvido de
esa parte de la historia de nuestro continente y también como forma de él mismo
dejar de ser fantasma, ausente, fragmentado.
Era necesario
liberar a los fantasmas de la mochila de la madre de M, nombrarlos, como acto
político, lo que implica, segundo Chritchley (2007), no solo relacionarlos a un
simple nombre, sino situarlos, junto a los escombros de la historia, en una tela
que compone la memoria colectiva de un pueblo, pues como asevera la propia M “por
un efecto de alejamiento todo estaba condenado a desaparecer” (Ferrada, 2022, p.
36), o volverse fantasma. Con respecto a esto, Salgado y Souza (2020) sostienen
que, contra una “política del olvido”, que transforma los muertos en fantasmas,
inviabilizando el luto público, se hace necesaria una “política de la memoria”
como ato de resistencia que actúe a favor “del aparecimiento social de las vidas
que vivieron lo trágico y de las muertes que la tragedia provocó o escondió bajo
los escombros” (p. 17, traducción nuestra).
Para la
liberación de los fantasmas, E utiliza una cámara fotográfica cuyo funcionamiento
se da a partir de la captura de imágenes por medio de la luz. Con ese
instrumento, adhiere a una “política de la memoria” que intenta nombrar los
fantasmas atrapados en la mochila de la madre de M y hacer públicas las memorias
olvidadas. Es a la propia velocidad de la luz que, al desvelar lo que buscaba,
E posibilita el pasaje del “insecto de la suerte” que dividió la vida de los
personajes en dos, produciendo una ruptura radical, que M describe como siendo
de orden familiar, a la que se sumaron rupturas de otros tipos: espiritual, económica
y vocacional – El Gran Carpintero ya no la escucha, su puesto de ayudante de
viajante no le cabe más y, por eso, no recibe más regalos a modo de trueque por
sus servicios. La parte ausente de su madre retoma la realidad, la vida
paralela de M es revelada. M se aleja de D, de los productos Kramp, de los
fantasmas, pasa a frecuentar la escuela y experimenta una nueva soledad. Madre e hija parten para “la vida siguiente”. D, el
“maldito inconsciente”, como lo catalogó la madre, no participará de esa vida. Ese
padre (él, todo su mundo poblado de productos Kramp y los fantasmas) quedan “lo
suficientemente” lejos. Su recuerdo de infancia sufre “una fractura: crac” (Ferrada, 2022, p. 110).
Dialogando
con Lopéz (2008), podemos relacionar el pasaje del “insecto de suerte” como un acontecimiento,
que, según el autor, se trata de una ruptura que transforma de modo singular el
mundo, suspende el tiempo, reconfigura el espacio, inaugura otra forma de
pensar y de percibir, posibilita la creación de otro mundo dentro del mismo
mundo y potencializa una nueva experiencia existencial: “El acontecimiento
escapa al lenguaje, a la consciencia y a la representación. Es la máxima contracción
de la vida y de la muerte, inaugurando siempre la posibilidad de nombrar,
concebir y representar de otra forma” (López, 2008, p. 32, traducción nuestra).
Con el pasaje del “insecto de la suerte” y la consecuente conexión entre pasado
y presente, M ya no consigue apelar a la fragilidad del mundo ni ocupar el
lugar del personaje de su infancia, ya no provoca en los adultos la misma
piedad de cuando era una niña.
En encuentros
esporádicos, M y D intentan reconstruir “la sociedad” que tenían y el mundo que
la envolvía. Pero, M percibe que su cuerpo creció: “Los centímetros de brazos y
piernas que había ganado en los últimos años me habían vuelto invisible para los
encargados” (Ferrada, 2022, p. 113). “D y yo nos desvanecíamos (...) Y nos
desintegrábamos al cruzar el cielo de la ciudad” (p. 110-111). En el cuerpo
crecido de M se abre un “vacío”, un “agujero”. Aquel ser que permitía hacer
contacto con el cielo sobre la tierra pierde su poder. Maldijo al Gran Carpintero
por hacerla crecer: “Y odié al Gran Carpintero” (p. 110), dirá. No ser niña la dejaba
sin ningún plan, no sabe interpretar el mundo desde su nuevo lugar. Su vida no
puede continuar como hasta entonces, sus antiguas palabras ya no consiguen dar
cuenta del mundo que se le presenta. Crac. Algo quebró la continuidad de las
palabras que lo explicaban. Un acontecimiento. Una nueva mirada hace emerger un
nuevo mundo desconocido.
En su nuevo
lugar – de brazos, piernas y cuerpo crecidos – la pedagogía y la epistemología sistémicas
ya no le sirven a M para dar sentido al mundo. Los productos Kramp – que pasaron
a competir en el mercado capitalista con otras lógicas de producción, venta y
consumo –, utilizados por M para entender el funcionamiento de las cosas, ya no
ofrecen respuestas posibles, pues casi no existen más, el mercado los dejó en
estado de extinción. Junto con ellos se fueron las palabras que eran capaces
de explicar el mundo, de otorgarle un sentido, de transformarlo en un lugar
familiar y hasta las que permitían hacer contacto con aquello que del mundo no
se puede explicar totalmente.
Una M crecida siente que su recuerdo de infancia sufre,
como ella dice “una fractura: crac” (Ferrada, 2022, p. 110). Esa fractura es constatada cuando M mira los
zapatos lustrados de un D más viejo, que insiste en mantener vivo su personaje,
y piensa que “lo que antes era símbolo de una creencia – posibilidad de
alcanzar la Luna [o el cielo podríamos decir nosotros] –, de un momento a otro
me parecieron un truco para disimular la camisa gastada” (p. 110). S, el
viajante para quien M prestó sus servicios ofreciendo sus dotes para alcanzar la
debilidad del corazón de los encargados de las tiendas, certifica la fractura cuando
la ve: “Pero qué grande estás. Así ya no sirves para nada, pero qué alegría
volver a verte”
(Ferrada, 2022, p. 115). El
“crac” deja a M sin horizonte, sin esa línea que comunica y, al mismo tiempo,
separa la tierra del cielo, sin posibilidad de dimensionar esa distancia.
M necesita
organizar sus propias palabras para poder dar sentido a lo que la rodea. Así lo
hacía cuando se valía de la “epistemología sistémica”, que D le ofrecía, para
crear su mundo. Con la mirada fracturada percibe que esa epistemología fracasa cuando
ella crece. Ese fracaso le comunica la necesidad de una nueva conformación epistémica,
otra experiencia temporal y existencial que pueda darle herramientas para leer el
mundo – un mundo nuevo – y situarse en él. M deberá inventar otro lenguaje, otra mirada, otra epistemología para
continuar viviendo. “No quería desaparecer y para eso tenía que sujetarme a la
tierra” (Ferrada, p. 119). “Ahí arriba, la luna menguante era la misma que
había pisado Neil Armstrong años atrás. Pero, otras cosas habían cambiado para
siempre” (p. 126).
Cuando tuvo que
partir con la madre hacia su nueva vida, descubrió, al intentar autoeliminarse aguantando
la respiración, que hay una determinación que está más allá de ella, situada en
la raza humana: la de resistirse a perecer. Llega a esa conclusión, porque al
convocar a sus compañeros del colegio a hacer lo mismo, se da cuenta de que la
determinación de todos también flaquea – tanto ellos como ella sobreviven. De
cara al fracaso de no conseguir más leer el mundo por medio de la “epistemología
sistémica”, M se encuentra con el hecho de que la sobrevivencia colectiva – lejos
de ser instintiva – se potencializa a partir de la determinación de los sujetos
(colectivos) de continuar viviendo, estando, esto, más allá de su yo individual.
M, como todos, quiere vivir y para eso tiene que recuperar la tierra, el cielo
y, sobre todo, el espacio que se abre entre ambos. “Comprendí que la situación
era más crítica de lo que yo había imaginado y decidí que si no quería que el
piso desapareciera bajo mis pies, lo mejor era que mi viaje llegara a su fin” (Ibidem,
p. 113-114). M deberá iniciar otro viaje para poder continuar entre la tierra y
el cielo habitando su humanidad de la única forma en que eso es posible:
poéticamente. Para eso, hace falta desplazarse, ponerse nuevamente en estado de
errancia a fin de poder crear nuevos sentidos para su yo y para todo a su
alrededor, penetrar en los nuevos misterios que conectan la tierra y el cielo
desde una nueva casa-exilio que le devuelva la magia de lo extraño y misterioso
que se esconde en cada cosa familiar y le permita sentirse en casa en ese mundo
misterioso y sagrado. Deberá regresar a la patria originaria de la infancia (en
palabras de Agamben) para decir todo de nuevo, para poder decir “yo” y hacer
nacer otro mundo que pueda habitar. Deberá volver a ser poeta (en palabras de
Heidegger) o artista (en palabras de Rilke) y, como ellos, desconocer que el
mundo ya existe y hacer uno.
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em Revista, 36, e75661. https://doi.org/10.1590/0104-4060.75661
Zambrano,
M. (1996). Filosofía y poesía. Fondo
de Cultura Económica.
[1]
En esta página del libro, una nota al pie define esa sensación como una
“tristeza que sientes sin que sea tuya” (Ferrada, 2022, p. 55).