Saberes y Prácticas. Revista de Filosofía y Educación

Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 10 N° 1 (2025) / Sección Doossier / pp. 1-17 / Licencia Creative Commons
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 29/03/2025 Aceptado: 27/04/2025
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.142


Un preguntar atento ¿Qué busca la filosofía en la infancia?

An Attentive Ask What Does Philosophy Seek In Childhood?

Identificador ORCID del autor: https://orcid.org/0000-0001-6732-8551 Gustavo Ruggiero

Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina

gruggiero@campus.ungs.edu.ar


Resumen. En el presente ensayo se problematiza la relación filosofía-infancia con la imagen de una búsqueda. En el recorrido reflexivo se repasan las principales referencias teóricas y los aportes conceptuales con las que se ha sostenido y aun se sostiene esa búsqueda. El trabajo propone una serie de preguntas y de afirmaciones que permiten enlazar los modos perceptivos del mirar, el escuchar y el atender como claves de interpretación de lo que una experiencia filosófica puede encontrar en la infancia.

Palabras clave. Infancia, filosofía, buscar, preguntar, atención.

Abstract. This essay problematizes the relationship between philosophy and childhood through the lens of a quest. This reflective journey reviews the main theoretical references and conceptual contributions that have supported and continue to support this quest. The paper proposes a series of questions and statements that allow us to connect the perceptual modes of looking, listening, and attending as keys to interpreting what a philosophical experience can encounter in childhood.

Keywords. Childhood, philosophy, look for, ask, attention.


Mi infancia es un refugio y una intemperie.

Olga Orozco


1- ¿Qué buscamos cuando pensamos filosóficamente la infancia?


Entre quienes estudiamos filosofía, algunxs decidimos orientar nuestras prácticas e investigaciones hacia la infancia. ¿Qué buscamos allí? ¿Cómo hemos llegado a esa búsqueda? ¿Cuándo comenzó? Las razones varían, sin dudas, según las biografías. Esa búsqueda puede tener algo que ver con inquietudes que ligan a la filosofía con la pedagogía o también con la política. Las niñeces son destinatarias de una complejísima y extensa tarea formativa llevada adelante principalmente por la escuela, pero también es cierto que se diseñan e implementan sofisticadas políticas sanitarias, sociales e incluso jurídicas. Sin contar, además, con que el mercado inunda de imágenes, ideas y afectos la cotidianidad de niñas y niños. Cuando se piensa en el fundamento o en los objetivos de esas políticas y esas acciones, hay toda una serie de supuestos, ideas e intenciones que siempre podemos pensar filosóficamente. Las cosas no van de suyo para la filosofía.

Debemos reconocer que entre los motivos por los cuales buscamos filosóficamente la infancia puede haber inquietudes un tanto más personales que pedagógicas o políticas y que sea la propia infancia, la de cada cual, la que haga girar nuestra atención filosófica hacia allí. En un precioso ensayo, Olga Grau (2006) reflexiona sobre la escritura del filósofo chileno Luis Oyarzún sobre su infancia y se pregunta si puede coincidir la escritura de la propia infancia con la infancia de una escritura. Destaca ella que no son pocos los filósofos que escribieron autobiográficamente sobre su propia niñez, tanto filosófica como literariamente y dice lo siguiente:

“Escribir sobre la propia infancia es, de algún modo, repetir la construcción ficticia del mundo que realizan niños y niñas: se inventa el guión a jugar, a actuar, se finge un saber del propio pasado y ello pone en suspenso algo del propio ser actual, que hace posible la apuesta haciéndola creíble en su entrega. Capacidad mimética, ser otra cosa de la que se es, re-presentar, son operaciones que nunca se dieron con tanta cotidianidad como en la infancia.” (Grau, 2006, 190-191)

Pese a la variedad de razones que podamos encontrar cuando nos preguntamos por qué buscamos filosóficamente a la infancia, hemos creado una lengua común: tenemos conceptos y metodologías específicas para provocar su encuentro. Actualmente, la construcción teórica de un campo disciplinar alrededor de esta conjunción, tiene reconocimiento académico. No estamos en la etapa de los esfuerzos iniciales. Hay un camino abierto hace ya medio siglo. Hubo un comienzo y hay un presente: ¿habrá un futuro para ese encuentro? ¿Por qué merecería que lo hubiera? ¿Hacia dónde orientar hoy esa búsqueda? Si seguimos buscando filosóficamente a la infancia, ¿es porque allí hay, todavía, un enigma? Quizá la fuerza de ese enigma sea lo que verdaderamente deba importarnos. La infancia no cesa de darnos a pensar. Parece haber algo de perpetuidad en ella. Podríamos aventurar que la infancia es la única alteridad que llevamos en nuestro propio ser y que viene de él. A sus huellas podemos prestar atención filosófica. Desde la poesía, Olga Orozco lo dice así: “Mi infancia comenzó en Toay, en La Pampa, y te digo que comenzó porque no ha terminado. Siguió creciendo conmigo y ha estado siempre latente, en todas mis edades, con su carga de terrores, de asombros y de misterios.”[1] En todas nuestras edades la infancia permanece. Está allí latente. Podemos advertir o no su presencia. Sobrevive en nosotrxs porque somos sobrevivientes de ella. Es muy difícil, o tal vez imposible, pensar filosóficamente la infancia sin mirar al menos un rato la propia. No es necesario ser autorreferenciales. Los recuerdos siempre son inexactos y la idea de la propia infancia es un enigma que siempre valdrá la pena intentar descifrar. Pensar filosóficamente la infancia, sin volver a la propia, puede ser incluso un poco pretencioso: somos efectos de otras intenciones; no podemos controlar nuestra socialización, aunque los intentos de tomar distancia pueden producir una diferencia. Al intento de producir esa distancia llamaremos aquí experiencia filosófica. Que también puede ser entendida como la diferencia entre socialización y subjetivación.

Nuestro oficio filosófico se despliega mayoritariamente en ámbitos educativos: escuelas de todos los niveles y modalidades, universidades e instituciones de formación docente son escenarios habituales de prácticas de enseñanza y aprendizaje filosóficos. Con o sin espacios curriculares específicos, el destino principal –por supuesto que no el único– de quien ha estudiado una carrera filosófica es la educación institucionalizada. Para no desviarnos de la reflexión que aquí propongo, no entraremos en el análisis específico de las preguntas que abre este tema, pero nos bastará con destacar que también allí se ha desarrollado un fértil campo teórico.[2] El hecho de que nuestras prácticas filosóficas se desplieguen generalmente en ámbitos escolarizados,[3] ha sido el factor por el cual la primera relación entre filosofía e infancia se haya desarrollado con una lógica formativa. Por eso quizás el primer nombre, que se volvió significante de esa relación, haya sido Filosofía para niños. La unidireccionalidad connotada en ese nombre da cuenta de esa intención formativa. La filosofía puede hacer algo para lxs niñxs y eso que puede hacer lleva el signo de lo educativo, de lo que puede dar forma a lo que aún no la tiene pero que la puede tener. O para matizar la sentencia, de lo que puede encontrar una forma que se acerque a nuestros ideales políticos, religiosos, sociales o científicos. La filosofía se vuelve así pedagogía porque la preocupación es ofrecer un camino que lleve a lxs niñxs hacia algún lugar específico; se trata de una preocupación por el destino común de las sociedades. Sabemos que fue Matthew Lipman (1992) quien problematizó esa relación desde la inquietud por la función pedagógica de la filosofía que, en este caso, equivale a la función sociopolítica de la escuela. Y esa intención encontró sin dudas terrenos propicios para su desarrollo. Son incontables las instituciones educativas en donde se aplica su programa Filosofía para Niños. No analizaré aquí ese éxito, sino simplemente se puede poner de manifiesto que Lipman abrió un camino que aún se recorre y que tal vez ese éxito tenga que ver, entre otras cosas, con la correspondencia estructural entre su currículum y la matriz liberal que funda y organiza a la escuela. Sin dudas Lipman hizo escuela. Una creciente cantidad de colegas siguen sus pasos y diseñan novelas, cuentos, libros de imágenes apropiados y apropiables por lxs niñxs, con el mismo espíritu lipmaniano. La intención es incentivar, promover, estimular el razonamiento filosófico a partir de ellas. Lipman parte de la necesidad de formar buenos ciudadanos y confía para ello en que la filosofía puede desarrollar un mejor pensar y un mejor obrar en lxs niñxs, estimulando esas habilidades cognitivas y afectivas en el diálogo con los demás. Esa es su manera de entender la relación entre filosofía y educación. De modo que la curricularización de la filosofía para niños es posible. No existe en la institución escolar ningún impedimento a priori para organizar y asignar espacios formativos bajo la modalidad de un taller, una materia o un proyecto que ponga en juego el diálogo filosófico, orientado por adultxs formados específicamente que se propongan conformar comunidades de investigación.

Sin embargo, la relación entre filosofía e infancia, también puede pensarse desde otra perspectiva; por ejemplo, desde el derecho de niñas y niños a vivir una experiencia filosófica como también se vive, pero con mayor frecuencia, una experiencia artística, científica o religiosa. Tal experiencia puede ocurrir tanto dentro como fuera de la escuela; tanto con un currículum cerrado y prescriptivo como desde una pedagogía prefigurativa (Colectivo Filosofarconchicxs, 2018). La pregunta didáctica, en este caso, invade nuevamente la escena porque lo que intentamos resolver es cómo promover esa experiencia. Tenemos entonces que, aun tomando distancia de una perspectiva “formativa” de la infancia, persiste la inquietud sobre cómo promover esa experiencia filosófica.

¿Se trata de un vínculo amistoso o de un vínculo hostil el que mantiene la filosofía con la infancia? ¿Es una relación que toma una forma específica? ¿Puede ser algo más que un vínculo formativo? Estas preguntas se desglosan de otras lecturas recurrentes en este campo y son las que nos propone Walter Kohan (2004). Tal vez la síntesis más ajustada que pueda hacerse sobre qué diferencia a los trabajos de Lipman y Kohan sea la dirección que une filosofía e infancia. Si para Lipman la principal preocupación consistió en pensar y dar lugar a la filosofía en su función formativa de la infancia, para Kohan, la dirección puede ser la misma y al mismo tiempo la contraria: se puede dar lugar a que la infancia eduque a la filosofía (Kohan, 2004). Las transiciones conceptuales más interesantes entre los trabajos de Lipman y Kohan no parecen ser aquellas que se refieren a la distinción en el uso de las preposiciones para y con, como muchos trabajos han instalado sin demasiados efectos pedagógicos ni filosóficos, sino la discusión en torno al lugar de las experiencias, talleres o programas de trabajo. Porque en este caso, lo más interesante, es decidir si ir al encuentro de niños y niñas desde la filosofía es una cuestión de programas o una cuestión de perspectivas. Consideramos que buscar a la infancia desde la filosofía implica tanto un afecto propiamente filosófico como político: el encuentro entre filosofía e infancia produce necesariamente una institución en tanto produce significaciones que dan sentido a ciertas prácticas sociales en torno a esta.


2- Mirar


“Miramos el mundo una sola vez, en la infancia, el resto es memoria”. Este verso lo encontramos en la escritura de la poeta Louise Glück (2017). Con él cierra su poema Nostos, palabra griega que significa regreso al hogar. Pero no se trata de cualquier regreso, sino del retorno de aquel o aquella que estuvo largo tiempo ausente. Volver a la propia casa, con historias por contar. Un tiempo vivido que puede pasar de la experiencia a una narración y dar lugar a otra experiencia: la del contar y el escuchar lo contado. El verso de Glück reafirma aquello que Grau nos propone revisar sobre la separación tajante entre el lenguaje filosófico y el lenguaje literario, por cuanto muchxs filósofxs, valiéndose también de metáforas para señalar conceptos, han mostrado que los límites entre uno y otro lenguaje han sido funcionales a un particular dominio epistémico del mundo, como demuestra la filosofía contemporánea (Grau, 2006, pp. 189-190). Ver algo por primera vez puede volverse un signo de pregunta. Es en nuestra niñez donde vemos las cosas por primera vez, sin dudas. Pero no solo en ese tiempo. La experiencia puede ocurrir en otros momentos de la vida. Es cierto que las probabilidades decrecen con el tiempo. ¿A qué se debe que lxs adultxs se asombren menos que lxs niñxs? ¿Nos hemos habituado tanto al mundo al punto de que es difícil asombrarnos por algo? ¿El asombro solo es propio de la infancia? ¿La pérdida del asombro es antropológicamente irreversible? ¿Puede ser la filosofía un modo de experimentar el pensamiento que nos permita estar atentos a la pérdida del asombro? No solemos hacer el duelo por esta pérdida. Perdemos la infancia casi sin darnos cuenta y ella queda trabajando en nosotros de manera imprecisa tomando la forma de múltiples afectos en el amor, el trabajo y la vida social. Estas preguntas son una buena ocasión para traer aquí la expresión de un niño de ocho años, escuchada por Walter Kohan (2019) durante un ejercicio filosófico en una escuela primaria de Italia: “Para mí la filosofía la inventó una persona que quería recordar que había sido un niño (o niña).” (p. 18)

Al desencantamiento del mundo que trae el hábito, se lo suele pensar como efecto del desarrollo de la razón moderna. Es como si el avance del conocimiento del mundo dejase cada vez menos zonas de incertidumbre y oscuridad. En todo caso, la conformación del mundo actual, hegemonizado por una subjetividad mercantil, lo que puede ofrecernos son novedades. Un nuevo accesorio tecnológico o una nueva serie en las plataformas audiovisuales. La novedad no modifica radicalmente la orientación de nuestra mirada. Sin embargo, como dice Merleau-Ponty (1994), es posible aprender a ver de nuevo el mundo. Las infancias suelen sostener experiencias fenomenológicas que orientan el mirar hacia los detalles. Hay asombro en el modo de percibir los detalles. En una conversación decimos que vamos a entrar en detalles cuando pretendemos discutir cada parte de algo más grande. O que no queremos entrar en detalles cuando no nos interesa conocer o saber más de algún asunto. Pero ni lo más grande ni lo más pequeño pasa desapercibido a la mirada infantil. Y si el asombro, como percepción de los detalles, queda reservado para la infancia, debemos decir que no es la razón (instrumental, utilitaria) la que permite ver el mundo de nuevo, sino la imaginación. Si del detalle al asombro hay continuidad, también lo hay del asombro a la imaginación. Pero la imaginación, justamente, es un elemento que tanto la filosofía como la pedagogía han dejado de lado. La historia cultural de occidente relegó la imaginación a función auxiliar o secundaria respecto del conocimiento de la verdad. La preeminencia ontológica y gnoseológica de la cosa, definió a la razón como su acceso porque el pensamiento es pensado desde el principio como búsqueda de la verdad (aletheia) opuesta a la simple opinión (doxa); la verdad ha sido relacionada desde el principio con el logos, el nous, la ratio. Pero ya sabemos que eso es un límite epistemológico. Sigue sin resolverse, según Castoriadis (2005), por qué motivo Aristóteles dio un paso atrás entre el libro primero y el tercero del tratado Acerca del alma. Con la imaginación no sólo reponemos, combinamos, sintetizamos la experiencia sensible. Con ella tampoco quedamos en el límite de lo especular respecto de la realidad. Para la razón, sin dudas se abre un orden binario entre lo verdadero y lo falso. Pero ese orden binario no regula el territorio de la imaginación. La creación no puede reducirse a deducciones racionales. Hay algo en la invención de imágenes y de significaciones que no depende exclusivamente de lo hay; de allí que pueda postularse entonces una ontología no determinista. Lo nuevo no sólo puede deducirse de lo viejo. Si así fuera, no habría nada radicalmente nuevo, nunca. El valor de las significaciones es condición de lo pensable. Es la imaginación la que crea figuras que serán pensables. Aquello por lo que una sociedad está dispuesta a vivir y a morir no es material ni real; son significaciones imaginarias, dice Castoriadis (2007). El elemento imaginario quedó excluido de la tradición filosófica y recluido en un plano auxiliar de la razón. Sin recuperar el estatuto ontológico de la imaginación, la pérdida del asombro es efectivamente irreversible y la percepción del mundo se empobrece irremediablemente.

“La palabra poética funciona fuera de la razón y del ser según la condenación platónica”, dice María Zambrano (2006, p. 118). La verdad al ser revelación del ser, no es lo problemático; lo problemático resulta que todo decir, no sea verdadero (117). Pero la poesía está al margen de la verdad y el error. Cuando vemos algo por primera vez, hay infancia. No importa la edad. Hay infancia porque no hay palabra inmediata. No se trata de mudez ni de falta de expresividad, privación o ausencia. No hay inmovilidad. Tampoco carencia. Se trata, paradójicamente, de la fuerza de un querer saber. Puede ser, por supuesto, que la palabra sea acallada por las voces mayores. Muchas veces en la vida y de distintas maneras nos imponen callar. Pero aquí es otra cosa. Ver algo para lo que aún no se tiene palabra pero que ha conmovido nuestra percepción. Salimos al mundo a ver y lo que vemos por primera vez nos deja en la intemperie. Es preciso regresar a un hogar –nostos– donde elaborar la experiencia. No podemos vivir a la intemperie todo el tiempo, aunque sin algo de ella quizás nada sea visto por primera vez y el mundo solo sea lo ya hecho y no quede nada por hacer. El mundo es mirado una sola vez. Luego, el trabajo es de la memoria. Ese ver por “primera vez” es la singularidad de la experiencia y en ella la filosofía ha puesto algo en valor. La memoria queda del lado adulto del mundo, de lo ya peritado una y otra vez; el mirar lo nuevo, queda del lado de la infancia, de lo que es capaz de inventar una palabra aún inexistente para las cosas, o alterar las palabras ya dichas. Al mismo tiempo que encierra en sí misma la potencia de la novedad, mirar el mundo por primera vez nos vuelve indigentes. Nos expone a la angustia de la literalidad. La palabra adulta porta la verdad más estrictamente verdadera. Al menos hasta que decidamos, en algún momento de nuestras vidas, si acaso ocurre, interponer una cláusula de interrupción a ese discurso e inaugurar otra infancia en nosotrxs. Paradójicamente la infancia es subjetivamente la experiencia de la literalidad de lo recibido desde el lenguaje y la metaforización permanente como producción de sentido. Graciela Frigerio (2017) recupera una frase del escritor haitiano Dany Laferrière que bien vale traer para ilustrar lo que dijimos: “el adulto sabe que las cosas, como los seres que se van, terminan por volver, pero es diferente para el niño a quien todo parece decir adiós constantemente.” (p. 43)

Para que las cosas no se vayan del todo necesitamos contarlas. Lxs niñxs piden –lo hemos hecho cuando estuvimos allí– que repitamos una y otra vez la misma historia. No se cansan de escucharla y tampoco de repetir el pedido. Son incansables oidores de historias. Quieren mirar el mundo a través de ellas. Una y otra vez. Cada comienzo no es una mera repetición de lo mismo. Es como si escuchar “de nuevo” trajese una nueva oportunidad de mirar el mundo por primera vez y así perfilar mejor lo visto. Somos historias. Estamos hechxs de ellas y nos nacen a cada rato. Pero hay que saber mirar. Ver en esa cosa algo que ella no es. La imaginación filosófica puede ser un vector que lleve de nuevo la mirada a lo mismo. ¿Puede entrenarse ese mirar? No lo sé. Tiendo a la duda sobre la didactización de la imaginación. En principio no me resulta deseable intentar reducir una fuerza a un método. Por lo pronto podemos suponer que hay instituciones que inhiben la imaginación y otras que tienden a desinhibirla. La potencia de los afectos, deseos y representaciones siempre encuentra sus cauces para instituir nuevas figuras de lo pensable (Castoriadis, 2001). Pero el encuentro de la filosofía con la infancia suele producir nuevas miradas. No solo en la dirección de la filosofía hacia la infancia, sino desde ésta hacia la filosofía. Estamos hechos de historias. Se combinan. Mutan. Cambian un poco para seguir ayudándonos a ser quienes somos. Por ejemplo, el día que nos tomaron la prueba de matemáticas y la señorita Mirta, o Susana, Inés o Macarena, nos ayudaron un poco y se nos fue el miedo. O el día que actuamos de San Martín, o de vendedores de velas. O la experiencia de organizar juntxs la rifa para un viaje. O el primer día que fuimos solxs a la escuela. La escuela es un lugar para hacer algo con nuestras historias: puede ser un lugar para escuchar algo distinto y pensar algo nuevo.

Según Olga Grau (2018) el modo de ver de lxs niñxs conlleva la capacidad de transitar relaciones. Lxs niñxs ven más relaciones, allí donde un ojo inclinado hacia lo conceptual o con más interés en lo abstracto, no las reconoce. Las cosas son algo más que lo que fija su utilidad. Una silla es algo más que un objeto que sirve para sentarse. Se pueden crear relaciones potentes con lo que se produce desde el pensamiento. El pensamiento infantil es el modo de habitar del pensamiento, enfatiza Grau (2018), para sostener que, en su especificidad, ese pensamiento recompone la dimensión errática y nómade del pensamiento. Se trata de la dimensión polisémica del lenguaje infantil, que se acerca tanto a la poesía. Percibiendo la fuerza inventiva del lenguaje poético, Kohan lleva la idea hacia una forma de pensar la escuela:

En el caso del poeta, “pensar es forzar una aparente contradicción para que las palabras digan algo más de lo que estamos acostumbrados a pensar a partir de ellas. Es más fácil, natural, evidente, poner a la memoria del lado del recuerdo, del reconocimiento, de la recuperación. El poeta invierte ese orden. Ejerce el pensamiento para crear un nuevo significado y no para reproducir los significados habituales. Piensa dándole a las palabras una propiedad que no tenían, una fuerza desconocida para pensar. En eso y por eso el poeta hace escuela” (Kohan, 2013, 73).

La escuela está hecha por lxs niñxs. Aún con nuestra lógica de la responsabilidad y el cuidado, a veces lo olvidamos. Cercenamos o limitamos sin querer la potencia de la mirada infantil y a veces no tiene remedio. Podría ser más simple. Sería incluso mejor. Tal vez tenga sentido preocuparnos en cuidar qué damos a ver a lxs niñxs, sabiendo que ese cuidado, afortunadamente, no cubrirá todo lo que puede ser visto. No estamos innovando con la idea. Apenas recuperando unas tradiciones que aún no expresaron pedagógicamente todo lo que podían. Es el desvelo de Rosario Vera Peñaloza: ¿cómo mostrarles el mundo a lxs niñxs? Esta sencilla pregunta inaugura un recorrido pedagógico al que la experiencia filosófica puede acudir. Generalmente la filosofía no es convocada a la escuela, claro. Desde la filosofía también aceptamos con gusto las preguntas de Graciela Montes (2018): ¿qué damos a ver y a leer a las infancias?, ¿cuánta realidad es tolerable?, ¿cuánta fantasía es permitida? Lo que damos a leer a las infancias, ¿es efecto de decisiones meramente filiales?; ¿son lecturas azarosas o impuestas por el mercado?; ¿qué fundamentos filosófico-políticos tienen las decisiones pedagógico-didácticas en lo que se da a leer a las infancias en las escuelas?; ¿se pueden curricularizar la experiencia filosófica y la experiencia literaria?; ¿debemos hacerlo, necesariamente?; ¿son la literatura y la filosofía simples mediaciones formativas? Estas preguntas reabren una y otra vez la reflexión sobre nuestras prácticas educativas y nos permiten abordar la singularidad del encuentro con la polisemia del lenguaje infantil, ya no para conducirlo a “hablar bien”, a “mirar bien”, a “pensar bien” sino para dejarnos llevar por el dislocamiento del sentido preestablecido de las lenguas. La “mirada” de la filosofía no puede limitarse a darle forma al pensamiento, a desarrollar sus “habilidades”. La filosofía va en búsqueda de la infancia y se puede encontrar en una experiencia cuyos efectos subjetivos y políticos merecerían explorarse en su carácter verdaderamente poiético, es decir, inventivo y hacedor de que un mundo que aún no es, sea.

Volvemos por un momento a la cadencia reflexiva de Olga Grau (2018) para coincidir con ella en que la infancia es la potencia de una experiencia. Una singular manera de sentir el mundo. Pero, ¿un mundo desdoblado, es decir, separado entre nosotrxs y las cosas, o un mundo inmersivo? El filósofo Emanuel Coccia (2017) propone una reconsideración de la ontología heredada y nos sitúa en otra percepción del mundo, ya no centrada en lo humano. Es una ontología relacional y no jerárquica. La atmósfera en que son posibles nuestras vidas no es una creación humana sino de las plantas. Muchas veces se ha ejecutado pedagógicamente esa desafortunada comparación entre niñxs y plantas para graficar un supuesto cuidado del desarrollo de aquellxs. Tal vez podamos ahora invertir la analogía y mirar la escuela como la atmósfera creada por la vitalidad infantil, capaz de no pocas cosas; entre ellas, la de convertir los aires enrarecidos en aires respirables.


3- Escuchar


Zezé puede escuchar a Xururuca, su planta de naranja-lima. Xururuca le habla con sus hojas y sus ramas. Zezé puede escuchar hasta el latido del corazón de Xururuca. Ni Totoca ni Gloria, sus hermanos, pueden hacerlo. La imagen que nos brinda la relación de Zezé con su amigx planta, nos inspira.[4] Hay una alteridad radical entre nosotrxs y las plantas. Pensar en escucharlas es enviar la cuestión al territorio de la literatura, en todo caso. ¿Cómo escuchar lo que no soy? ¿Es posible? ¿Cómo escuchar-nos? Solemos moralizar el asunto bajo la forma de los imperativos. Como si la práctica de la escucha pudiese ser, simplemente, el efecto de la voluntad. Ya sabemos que no todo radica en la voluntad. Si así fuese, transformar la escuela en un espacio más vital, alterar su conservadurismo, sería bastante más sencillo de lo que es. La gran mayoría de lxs educadores queremos hacer de la escuela un lugar para la creatividad y no la mera repetición de hábitos; para el respeto a los tiempos de aprendizaje de cada quien y no la disciplina porque sí; un espacio con sentido y disponibilidad a lo que demanda justificarse todo el tiempo, porque como dijo Theodor Adorno, “Hay que preguntarse de dónde saca hoy alguien y se adjudica el derecho de decidir para qué tienen otros que ser educados.” (1998, 95). Y sin embargo, con el optimismo de la voluntad no alcanza. La voluntad es importante, sin dudas. Sin ella no es posible poner en marcha experiencias liberadoras. Pero con ella no es suficiente. Los seres humanos somos efectos de prácticas y discursos sobre lo que no es ni sencillo ni espontáneo tomar distancia. Por eso diremos que socialización y subjetivación no son equivalentes. Mientras que la socialización es la incorporación gradual y paulatina de las significaciones imaginarias que dan sentido y cohesión a la sociedad en que nacimos –principalmente por efecto del aprendizaje de la lengua–, por subjetivación entenderemos las experiencias de discontinuidad, interrupción o alteración de aquellas significaciones estructurantes de nuestro psiquismo. La producción de una diferencia inaugura la posibilidad de que en tanto individuos socializados devengamos sujetos capaces de preguntarnos qué pensamos de nuestro pensamiento (Castoriadis, 2007). La pregunta fundamental que la filosofía puede hacerle a la pedagogía es qué tipo de prácticas educativas podrían producir un efecto emancipatorio. En caso, por supuesto, que tal cosa sea verdaderamente posible, simplemente, a través de experiencias educativas.

De lo dicho hasta aquí se sigue la necesidad de poner en suspenso la didactización de la escucha. Por supuesto que han sido y siguen siendo valiosos los principios de la pedagogía Reggio Emilia o de la Escuela Nueva. Sin dudas escuchar a lxs niñxs es un punto de partida irrenunciable. Pero, ¿por qué razón es tan difícil ponerlo en práctica? Walter Kohan (2007) despliega una potente conceptualización sobre el vínculo entre el mundo adulto y el mundo de lxs niñxs, a partir de una reflexión filosófica sobre el lenguaje. Una lectura derridiana de la noción de extranjeridad, traída especialmente a este vínculo, nos permite advertir algunos efectos de la alteridad que comportan uno y otro polo del vínculo. Con la salvedad que es el adulto quien comanda el mismo y define desde su mundo la “normalidad” de ese mundo. Un extranjero es alguien que, si no habla nuestra lengua, no puede comunicarse. No es parte de nuestro mundo común originado en nuestra lengua. También nosotrxs, hemos vivido o podemos llegar a vivir la experiencia de la extranjeridad. La infancia y la extranjeridad, dice Kohan (2007), se encuentran en la misma escena de ausencia de lenguaje. Una, por la propia condición minoritaria respecto del mundo gramaticalmente organizado por los adultos; la otra, por el devenir de los sucesos que hacen que algunxs personas deban migrar de su lugar de origen para intentar ser parte de otra historia. Ausencia, negación, incapacidad o impotencia. Son los rasgos dramáticos que trazan el modo predominante de nuestro vínculo con las infancias. Cuando el infante, como el extranjero, hable nuestra lengua ya no serán tales. Por lo que, una pregunta fundamental para la filosofía, para la política y por supuesto para la pedagogía, se instala con fuerza: ¿cómo recibirlxs, cómo hablarles, qué preguntarles, cómo abrazarlxs? (Kohan, 2007). La lengua infantil, como extranjeridad, es una disidencia. Toda disidencia es una posición singular ante algún poder que disciplina y ordena el conjunto. ¿Puede pensarse la lengua infantil como disidencia? ¿La posición disidente implica necesariamente conciencia de tal posición? ¿O puede considerarse que la propia lógica de la presentación de los cuerpos y las subjetividades y no la de la representación de sus posiciones sociales, es ya una disidencia? Entre adultxs y niñxs no hay una relación mutuamente excluyente; hay, vía el lenguaje, una relación política. De allí la necesidad de presentar una reserva, o si se quiere un cierto cuidado, ante los modos en que la filosofía busca a la infancia. El discurso filosófico de occidente se forjó a sí mismo bajo la mitología de la incompletitud de la infancia como etapa bio-cronológica de la vida. La lectura de los diálogos platónicos (Kohan, 2004, 2007), nos permite entrever la construcción de tres mitos sobre la infancia: el mito pedagógico de la formación política, el mito antropológico de la infancia como primera etapa de la vida humana y el mito filosófico de las ausencias, negatividades e imperfecciones de esos extranjeros que aún no habitan nuestro mundo. Por ello, como venimos diciendo, la relación que la filosofía establece con la infancia adquiere generalmente una lógica formativa, vale decir, la filosofía se pedagogiza en la búsqueda de conformar el tipo humano que la polis justa merece. Esto puede encontrarse tanto en la reflexión platónica (Kohan, 2004), como en la ilustración (Kant, 1978). Esta vocación formativa de la filosofía es compartida con otras disciplinas, por supuesto. En algún sentido, puede decirse que la filosofía también disciplina las infancias, aun cuando su propósito declarado constituya el desarrollo de habilidades del pensamiento crítico, creativo y ético.

 Como las voces disidentes, la palabra infantil no tiene, generalmente, estatuto plenamente reconocido. Es una palabra devaluada o disminuida. Una palabra minorizada. A partir de las connotaciones políticas que esta imagen presenta, puesto que no es sin efecto el concebir a la infancia en su falta de lugar o en una posición inferiorizada, la jerarquización de los discursos configura un ordenamiento de sentido que instituye lugares de privilegio a ciertas voces y excluye a otras de la vida en común. La polisemia del lenguaje infantil (Grau, 2007), confronta la racionalidad de las lenguas instituidas, dislocando los sentidos preestablecidos. ¿Cómo escuchar esa disidencia?

La construcción de un lazo de escucha mutua ya no se tratará, desde esta perspectiva, de un mero imperativo moral: es una posición subjetiva que configura otro modo de estar en el mundo. Tal vez otra política, también. Se pueden sin duda instituir mecanismos para gestionar la escucha. Pero eso sería confiar a un reglamento la virtud que puede proporcionarnos el pensar juntxs. La mayoría de las reformas educativas quieren pasar por pedagógicas cuando en realidad tal vez no lleguen más allá de reformas administrativas. Se suelen confundir sus lógicas. Una experiencia de pensamiento, en perspectiva filosófica, puede disponer un orden distinto en la experiencia del lenguaje. Tal vez otra jerarquía. ¿Cómo reunir lo que demanda una experiencia filosófica con lo que demanda la institución escolar? ¿Debemos hacer lo que nos dicen que hagamos en las escuelas, aunque a veces esto no tenga más sentido que el cumplimiento administrativo de pautas y decisiones en las que no participamos? ¿Qué órdenes escuchar? ¿Tenemos derecho a contradecir esas normas o nuestra acción queda sujeta al uso privado de la razón? El decir de una institución queda olvidado tras lo dicho. ¿Qué escuchamos? Si el enunciado se cristaliza, la realidad escolar es una sola. El valor de verdad de un enunciado institucional no depende, siquiera, de un referente empírico. Una inercia subjetiva con fuerza de costumbre obtura cada intento de pensar que abre la pregunta filosófica. En donde la pregunta desnuda el vacío de sentido, allí la institución nos socorre con su pedagogía de la continuidad.

Soy profesor de prácticas y residencias docentes. Cuando un estudiante de cualquier carrera docente cursa sus prácticas tiene que ir a una escuela y generalmente, lo primero que se le pide que haga en esa visita a la escuela es que “observe clases”. No le pedimos que escuche. ¿Por qué observar y no escuchar? Proponer escuchar suele provocar algunas incomodidades. Se trata de una especie de incomodidad epistemológica. El ojo tiene una preeminencia gnoseológica como órgano perceptivo. Al regreso de cada visita a la escuela, lxs estudiantes insisten en contar lo que observaron, pero no lo que escucharon. Es difícil instalar otra lógica perceptiva. La escucha tal vez sea contraintuitiva. Como dice Kohan (2023), con inspiración freireana, es necesario escuchar atentamente el mundo humano y no humano que nos rodea. Como Zezé con Xururuca, su planta de naranja-lima. Puesto que no es una actitud espontánea, aprender a escuchar puede ser una condición para otro encuentro entre la filosofía y la infancia.


4- Atender


Mirar y escuchar son condiciones para estar atentxs. No necesariamente estar en guardia ni con pretensión de “control” de lo que nos sucede. No se trata de hacer un curso de mindfulness para estar atentos a “todo” como nuevo imperativo moral. Pensamos en otro tipo de atención. Vivimos un tiempo en que el mirar es capturado por pantallas durante casi toda la vigilia, mientras que durante el sueño (más irregular que tiempo atrás), nuestra inactividad con las pantallas es solo aparente, puesto que ese tiempo también produce información procesada por los servidores de las empresas de datos. La información crece en cantidad proporcional a nuestra incapacidad de procesarla. La filósofa española Remedios Zafra (2019), dice que la mirada se convirtió en una herramienta de control y de exposición permanente. Miramos y somos observadxs permanentemente. La identidad se mercantiliza. Los algoritmos construyen condicionamientos a nuestros deseos, representaciones y afectos. Zafra propone una metáfora de un ojo sin párpados y es elocuente. Si no parpadeamos no hay interrupción de lo visto. Tampoco hay lágrimas para llorar porque no hay nada para perder sino para reemplazar. Un extractivismo atencional avanza vertiginosamente conquistando sin retroceso nuestras actividades cotidianas. El capitalismo de plataformas datifica las vidas, es decir, extrae datos tanto en la vigilia como durante el sueño, tanto si estamos quietxs en nuestras casas como si deambulamos por la ciudad; tanto si compramos como si no compramos y tanto si damos like a un posteo como si no lo hacemos. La subjetividad ahora se perfiliza algorítmicamente.

La atención se puede pedir y se puede prestar. Uno de los lugares en donde ese pedido y ese préstamo ocurren con mayor frecuencia es la escuela. Y por supuesto, el pedido se dirige principalmente a lxs niñxs, que son quienes la prestan. A veces se las devuelve. Pero solicitar la atención no es lo mismo que capturarla. Ángela Menchón y Daniel Brailovsky (2024) vienen trabajando en la reflexión sobre pantallas, escuela y digitalización, además de otros temas bien importantes sobre las infancias, las escuelas y la filosofía. Ellxs distinguen entre una atención estudiosa, una atención capturada y una atención maravillada. Entre lxs escolares, lxs estudiantes, y lxs espectadores, televidentes, videojugadorxs y usuarios, hay diferencias existenciales. Son modos de estar en el mundo, alternados, simultáneos, complementarios, excluyentes, según quien piense el asunto. Pero son posiciones construidas culturalmente y sostenidas subjetivamente por significaciones imaginarias. En la escuela se presta atención porque hay una maestra que media entre nosotrxs y el mundo. Esa atención no es casual sino planificada y es además social, es decir, se comparte con otrxs. La atención estudiosa requiere esfuerzo y en principio no produce una utilidad inmediata. Los objetos a los que se dirige esta atención provienen de mundos lejanos y por eso nos obliga a salir de nosotrxs mismxs. “Se atiende para entender, pero no se entiende enseguida, y entonces hay que seguir atendiendo.” (Brailovsky, Menchón, 2004). La atención estudiosa se dirige a contenidos que tienden a la complejidad. Por eso se requiere de muchas clases. Esta atención, finalmente, requiere de un impulso: el deseo; sin algo que esté en el orden de un deseo de futuro es difícil sostener las horas, días y años de infancia y juventud que requiere la atención estudiosa. Contrariamente, la atención capturada no requiere de mediaciones porque ofrece un producto terminado, es una atención individual e individualizada y no precisa de rituales porque la pantalla va con nosotrxs a todos lados todo el tiempo sin interrupción. Por otra parte la atención capturada no requiere esfuerzo y es más bien complaciente y como dicen Brailovsky y Menchón, “mientras que hay que hacer un esfuerzo para entrar en la atención estudiosa, es preciso hacer un esfuerzo para salir de la atención a las pantallas” (2024). La atención capturada es dirigida por algoritmos que producen “burbujas atencionales” que no producen extrañamiento, sino más bien una sensación de simplicidad, puesto que sus contenidos no requieren procesos reflexivos ni grandes discusiones curriculares o de fundamento. Finalmente, a la atención capturada, dicen lxs autores, no la mueve el deseo sino las ganas o el terror al aburrimiento.

Pero además de estos dos modos de atención, Brailovsky y Menchón proponen una tercera forma de atención, más cercana a la experiencia filosófica, que es la atención maravillada. Y la asocian, justamente, a la infancia y sus asombros, que es el punto al que queremos llegar. Ambxs piensan que puede “cultivarse” como un arte. En principio puede aceptarse esta idea, pero también reservarnos la duda sobre la tentación de didactizar todo. Es muy difícil entender la escuela o pensar que en ella se pueden vivir experiencias de atención al mundo, a todo lo viviente y no viviente que lo compone, sin acudir a un método para hacerlo. Es realmente difícil y contraintuitivo pensar, proponer y finalmente vivir una experiencia abierta. Pero la distinción entre los tres tipos de atención que nos han propuesto Brailovsky y Menchón es muy fértil para extender nuestra imaginación pedagógica. La atención maravillada, efectivamente, es más propia del modo infantil de habitar el mundo. Y no estará de más decir una vez más, que pensamos la infancia no como una edad sino como un tiempo: el del preguntar. Más específicamente, el tiempo de un preguntar atento, podríamos decir. “Yo vivo de preguntar y vine para preguntar”, dicen los versos de la canción El escaramujo de Silvio Rodríguez (1994). “Saber no puede ser lujo”. Hay un deseo de conocer, que es ciertamente ancestral. Todo lo que nos rodea es fuente de asombro y enigma por descifrar. Y también lo es aquello que con frecuencia pensamos en clases, talleres, seminarios o en conversaciones sobre el lugar de la filosofía en la escuela: el asombro se va perdiendo con el tiempo, el preguntar declina y parece ser irremediable. ¿Lo es? ¿Es simplemente la costumbre de estar en el mundo lo que hace desvanecer el asombro y declinar el preguntar?

Los componentes léxicos de la palabra atención, que proviene del latín attentio, son el prefijo ad, que significa hacía, el vocablo tendere, que es tender, estirar, como las mantas que los antiguos vendedores ponían para protegerse del sol, y el sufijo cion que es acción y efecto. Su primer significado sería tener en cuenta o extenderse hacia quien está hablando. Tendere es un verbo que dio las palabras tienda, tender, atender, tendero, entender, extender y contienda, por ejemplo. Tal vez el vocablo atención sea uno de los más utilizados cotidianamente: “Un llamado de atención”, “Prestá atención”, “Lo saludo muy atentamente”, “El horario de atención al público es por la mañana”, “La doctora me atendió muy bien”, “Atención, hombres trabajando”, “Fui a un centro de atención primaria de la salud”, “Tenemos un alumno con déficit de atención”, “Le llevé una atención a la enfermera porque se lo merecía”, “Estuvimos esperando como tres horas a que nos atiendan”, “Me llamó la atención que el limonero no floreciera”, “Nadie atendió el teléfono”, “No es tan fácil atender a dos cosas al mismo tiempo”, “Hoy en día los alumnos prestan más atención a las pantallas que a sus maestras”. De estas expresiones coloquiales podemos inferir que relacionamos cotidianamente la atención con al menos tres cosas: una cualidad perceptiva que permite concentrarse en algo; un trato amable, cuidadoso y considerado; una alerta o amonestación.

La historia de la filosofía ha dedicado esfuerzos reflexivos a la cuestión de la atención como una variante de la percepción. No nos faltarán recursos bibliográficos si nos dispusiéramos a elaborar un estado del arte al respecto. Pero para no desviarme de lo que me propuse pensar aquí, aprovecharé un trabajo que considero insoslayable. En él se conceptualiza una experiencia filosófica, llevada adelante por el Núcleo de Estudios Filosóficos de la Infancia (NEFI), de la Universidad Estatal de Río de Janeiro. Es un trabajo que puede considerarse como una referencia para quienes nos interesa buscar la infancia desde la filosofía. Entre las actividades del NEFI tomamos una en particular: el proyecto de extensión “Em Caxias, a filosofía en-caixa?” (Kohan y Olarieta, 2013). Tomaremos dos de los trabajos que componen el libro La escuela pública apuesta al pensamiento, ya que nos ofrecen pistas conceptuales para pensar la atención. Se trata de los textos de Fabiana Olarieta y de Jason Wozniak. En ambos hay referencias teóricas a las filosofías de Bergson y Merleau-Ponty, en tanto que en ellas la percepción del mundo, del tiempo y de nosotrxs mismxs ocupa un lugar importante. Efectivamente, cuando la filosofía va en busca de la infancia encuentra que los modos de atender a las cosas de este mundo pierden relevancia, espesor e intensidad conforme vamos abandonando la niñez. Y si la filosofía ha sido propiamente caracterizada desde sus inicios como una actividad ligada al asombro, tenemos allí algunas preguntas que nos inquietan: ¿es inevitable dejar de asombrarnxs conforme avanza la vida y el mundo se vuelve menos extraño?, ¿es posible verdaderamente que la actividad filosófica nos permita mantener el asombro?, ¿hay lugar para ello en la escuela?, ¿cuándo hay, propiamente, experiencia filosófica de infancia?

El modo de pensar el encuentro entre filosofía e infancia sostenido en las experiencias con niñxs y con adultxs por el NEFI nos identifica. Volver extraño el mundo conocido y ya pensado es un ejercicio (Wozniak, 2013, p. 121), que debe cuidar principalmente el tiempo que abre el preguntar a la experiencia de vivir juntxs en la escuela (Olarieta, 2013, p.83). Una pregunta central, sostenida por quienes coordinan distintas instancias del proyecto es si a través de la filosofía es verdaderamente posible desfamiliarizarnos de nuestros modos habituales de percibir y pensar (Wozniak, 2013, 121). Tomando de Bergson la referencia conceptual sobre la percepción del tiempo, Fabiana Olarieta se pregunta cómo es posible abandonar el territorio de lo ya sabido para aventurarnos en la exploración de los límites para pensar distinto de lo que se piensa. Se precisa mirar con cierta ingenuidad tanto en torno de nosotrxs mismxs como hacia sí mismxs. Esa ingenuidad de la mirada requiere “educar la atención” (p. 93). Sin embargo, vale también preguntarnos si, paradójicamente, para sostener la atención no es preciso distraerse. Es decir, retirar la mirada y la escucha de aquello ya visto y oído, para ver algo distinto y pensar algo nuevo. La infancia suele distraerse en detalles que lxs adultxs pasamos por alto. Distraernos, entonces, para atender a lo que puede hacer posible una experiencia de la novedad. Dijimos anteriormente que coincidimos con Olga Grau (2018) cuando dice que la infancia es la potencia de una experiencia que no queda reducida a un período cronológico de la vida. También ella se inspira en Bergson para intentar liberar al pensamiento de la inmediatez utilitaria porque de lo contrario se pierde algo de la realidad: la duración. Esta es una manera singular de responder a la pregunta sobre qué significa hacer filosofía. Para quienes dicen que es irse del mundo, de la vida cotidiana, de la realidad, Grau opone esta imagen del pensamiento filosófico como acercamiento a los gestos mínimos, a los detalles, a la percepción ampliada o a un tipo de atención que es capaz de estar inmersa en las cosas y no contrapuesta a ellas. Un pensamiento moviente, para seguir a Bergson (1976). “Nos cuesta vivir en el borde, en esa dimensión más inestable, más caótica”, dice Grau (2018). Podríamos percibir y reconocer a las cosas en una multiplicidad de relaciones que escapen de su mera funcionalidad. Es posible entonces ampliar nuestra percepción del mundo desde una experiencia filosófica del pensamiento que encuentra en la infancia la fuerza para sostenerse. Una fuerza que nos dota de la capacidad de transitar relaciones. Una mirada y una escucha menos ordenadas, menos conceptuales. A decir verdad, no estamos tan lejos de un preguntar atento. La luz de los atardeceres, en la ciudad o en el campo, en el río, la montaña o el llano siguen llamando nuestra atención. Pero es cierto que los reglamentos y las rigideces institucionales nos alejan de la maravilla. La escuela podría volver a ser un lugar para cuidar del tiempo que abre un preguntar atento. No estamos tan lejos. Ya estuvo en nosotrxs una vez. Así lo confirman los versos de una bella canción: ¿Por qué la Tierra es mi casa? ¿Por qué la noche es oscura?/¿Por qué la luna es blancura que engorda como adelgaza?/¿Por qué una estrella se enlaza con otra, como un dibujo?/¿Y por qué el escaramujo es de la rosa y del mar?/Yo vivo de preguntar, saber no puede ser lujo. (Silvio Rodríguez, 1994)


5- ¿Qué encontramos al pensar filosóficamente la infancia?


Defendemos una singularidad y una intensidad del pensamiento que llamamos filosofía. Sobre la infancia se habla desde el discurso jurídico, desde discursos pedagógicos, sociológicos, económicos, médicos y psicoanalíticos. Pero creemos que la singularidad del discurso filosófico consiste en la experiencia más intensa del pensamiento porque no concede nada a priori. No hay fundamento último de nada. Todo axioma muestra una cierta resignación. Toda verdad del discurso filosófico es una verdad indigente, que no equivale a una verdad relativa. Es una verdad cuya contingencia es su propia fortaleza. Si deviene monumento se totemiza y ya no admite pregunta. Pero no deja de tener pretensión de verdad. Cuanto más grandes los monumentos que una sociedad erige, más rigidez precisa el pensamiento para sostenerlos y más se aleja de la experiencia filosófica. El fastuoso monumento al general Roca en la Diagonal Sur de la ciudad de Buenos Aires, orientada su marcha permanente hacia la Plaza de Mayo, con triunfal que ratifica cada día de la ciudad, cuáles son las ideas que custodian el centro político de una nación. Y todavía no puede ser removido de allí, pese a las condenas que pesan por la expoliación y el genocidio de los pueblos originarios.

La filosofía es un tipo de práctica reflexiva singular. No es igual a otro tipo de pensamiento. Ella es un modo paradojal de practicar el pensamiento porque intenta pensar lo impensable; pensar lo aún no pensado. Walter Kohan suele reponer la frase de Heráclito que dice que si no se espera lo inesperado no se lo encontrará (2004, p. 166). Un pensamiento que puede sostenerse en una lógica que no requiere taxativamente de una correspondencia entre la palabra y la cosa. Otra vez la poesía viene en nuestro auxilio:  “buscar una cosa/es siempre encontrar otra/así, para hallar algo, hay que buscar lo que no es.” (Juarroz, 2005, p. 178)

El modo de llevar adelante este tipo de pensamiento se vale del preguntar. Ese es su método. Es simple y complejo a la vez. Simple porque no requiere de recursos didácticos externos y sofisticados; complejo porque la experiencia del preguntar requiere producir una distancia, una separación, una diferencia, al fin, de todo lo que ya sabemos: “buscar el pájaro para encontrar a la rosa/buscar el amor para hallar el exilio/buscar la nada para descubrir un hombre/ir hacia atrás para ir hacia adelante.” (Juarroz, 2005, p.178). Es complejo, claro. Nadie dice que no. Esa experiencia de la pregunta, es además, radical. Vale decir, no admite nada con valor de verdad absoluta. Esa experiencia nos pone en la intemperie y no todxs la deseamos. No puede haber maestro-verdad, dice Laura Agratti (2013, p. 229). Puede haber maestro-pregunta.

En sentido estricto, hay aprendizaje cuando pasamos de no saber a saber algo. Así lo afirma Silvio Gallo (2015) y estamos de acuerdo. Dice, además, que si aceptamos esa definición de aprendizaje, entonces el aprender y el filosofar serían experiencias análogas. Y podemos agregar: sin pregunta no hay aprendizaje. Aun cuando la experiencia nos tome por sorpresa, el instante infantil de la ausencia de palabra lleva a la existencia a preguntarse qué es esto que me pasa, o qué es lo que pasa, o qué está pasando. La pregunta puede elaborarse en silencio, en voz baja o en voz alta. En silencio es una pregunta para nosotrxs mismxs. Se dirige a la mayor intimidad existencial. Y es existencial antes que política. Luego, si la pregunta es en voz baja, puede ser una pregunta a lxs muertxs, es decir, a quienes leemos o recordamos porque ya no están pero nos hablan y nos hacen hacer cosas; a quienes amamos o rechazamos pero que no pueden corresponder esos afectos. Estas también son preguntas pre-políticas. Pueden ser preguntas existenciales, metafísicas, o de cualquier tipo. Incluso son las preguntas en voz baja las que guían la escritura filosófica, junto con las preguntas que nos hacemos en silencio. Y finalmente están las preguntas en voz alta. Son las que hacemos y que nos hacen otrxs viviendo juntxs. Surgen de los afectos y las incomodidades. Las hacemos en voz alta interpelándonos a nosotrxs mismxs a través de lxs otrxs. Estas son las preguntas propiamente políticas, además de existenciales o metafísicas. Son preguntas que se distancian, que se separan –o al menos lo intentan–, de las formas de vida que llevamos. Pueden producir una diferencia respecto de nuestras costumbres, de los modos de hacer y de pensar. Son preguntas-experiencia. Son políticas porque pueden pronunciarse en el espacio público –como una escuela, una universidad o un instituto de formación docente– donde la filosofía termina de realizarse. Es probable que sean las preguntas más difíciles y por eso requieren de una atención particular. No se trata de cualquier preguntar sino de un preguntar atento.

Buscamos filosóficamente la infancia y encontramos no solo niñxs. Buscamos en ella descifrar el enigma de lo nuevo, de cómo gestarlo y cuidarlo. Encontrar la infancia es encontrar otro tiempo: alterable, discontinuo y portador de novedades; es encontrar otras lenguas: palabras quizás más poéticas en su forzamiento de los significantes, en su capacidad de sorprender, sugerir y emocionar (Rebagliati, 2024). También encontramos otra política, por cuanto no hay edad que garantice el uso correcto de la razón, ni contratos sociales instituidos de una vez y para siempre: todas las voces pueden hallar un lugar en el común. Fuimos a buscar la infancia y encontramos una fuerza. Y en el instante en que descubrimos en la infancia una singular fuerza del pensamiento, al mismo tiempo, encontramos nuevas preguntas: ¿hacia dónde va esa fuerza?, ¿debemos conducirla?, ¿cómo?, ¿con qué instituciones?, ¿cuál es el lugar en las escuelas para esa singular fuerza del pensamiento que es la infancia? Estamos buscando algo en la infancia. Por lo pronto encontramos un preguntar atento.


Referencias


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[1] Olga Orozco entrevistada por Alicia Dujovne Ortiz, “Los ritos de la vida y de la poesía en la obra de Olga Orozco”, La Opinión Cultural, 22/1/78, pp. 1-3

[2] La referencia es específicamente a los aportes más filosóficamente sistemáticos logrados por los trabajos de Alejandro Cerletti (2008, 2020).  

[3] Con esta expresión nos referiremos a la forma predominante que toman las prácticas de transmisión de conocimientos reguladas y normalizadas con un currículum y evaluadas bajo las múltiples formas del examen que acredita dichos conocimientos. En tal sentido, una práctica educativa escolarizada no refiere exclusivamente a la escuela primaria o secundaria.

[4] Zezé es el personaje principal de la conocida novela Mi planta de naranja-lima, de José Mauro de Vasconcelos (2017).