Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 10 N° 1 (2025) / Sección Doossier / pp. 1-17 / 
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 29/03/2025 Aceptado: 27/04/2025
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.142
An Attentive Ask
Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina
gruggiero@campus.ungs.edu.ar
Resumen. En el presente ensayo se
problematiza la relación filosofía-infancia con la imagen de una búsqueda. En
el recorrido reflexivo se repasan las principales referencias teóricas y los
aportes conceptuales con las que se ha sostenido y aun se sostiene esa búsqueda.
El trabajo propone una serie de preguntas y de afirmaciones que permiten
enlazar los modos perceptivos del mirar, el escuchar y el atender como claves
de interpretación de lo que una experiencia filosófica puede encontrar en la
infancia.
Palabras clave. Infancia, filosofía, buscar,
preguntar, atención.
Abstract. This essay problematizes the
relationship between philosophy and childhood through the lens of a quest. This
reflective journey reviews the main theoretical references and conceptual
contributions that have supported and continue to support this quest. The paper
proposes a series of questions and statements that allow us to connect the
perceptual modes of looking, listening, and attending as keys to interpreting
what a philosophical experience can encounter in childhood.
Keywords. Childhood, philosophy, look
for, ask, attention.
Mi infancia es un refugio y una intemperie.
Olga Orozco
Entre quienes estudiamos filosofía, algunxs
decidimos orientar nuestras prácticas e investigaciones hacia la infancia. ¿Qué
buscamos allí? ¿Cómo hemos llegado a esa búsqueda? ¿Cuándo comenzó? Las razones
varían, sin dudas, según las biografías. Esa búsqueda puede tener algo que ver
con inquietudes que ligan a la filosofía con la pedagogía o también con la
política. Las niñeces son destinatarias de una complejísima y extensa tarea
formativa llevada adelante principalmente por la escuela, pero también es cierto
que se diseñan e implementan sofisticadas políticas sanitarias, sociales e
incluso jurídicas. Sin contar, además, con que el mercado inunda de imágenes,
ideas y afectos la cotidianidad de niñas y niños. Cuando se piensa en el
fundamento o en los objetivos de esas políticas y esas acciones, hay toda una
serie de supuestos, ideas e intenciones que siempre podemos pensar
filosóficamente. Las cosas no van de suyo para la filosofía.
Debemos reconocer que entre los motivos por
los cuales buscamos filosóficamente la infancia puede haber inquietudes un
tanto más personales que pedagógicas o políticas y que sea la propia infancia,
la de cada cual, la que haga girar nuestra atención filosófica hacia allí. En
un precioso ensayo, Olga Grau (2006) reflexiona sobre la escritura del filósofo
chileno Luis Oyarzún sobre su infancia y se pregunta si puede coincidir la
escritura de la propia infancia con la infancia de una escritura. Destaca ella
que no son pocos los filósofos que escribieron autobiográficamente sobre su
propia niñez, tanto filosófica como literariamente y dice lo siguiente:
“Escribir sobre la propia infancia es, de
algún modo, repetir la construcción ficticia del mundo que realizan niños y
niñas: se inventa el guión a jugar, a actuar, se finge un saber del propio
pasado y ello pone en suspenso algo del propio ser actual, que hace posible la
apuesta haciéndola creíble en su entrega. Capacidad mimética, ser otra cosa de
la que se es, re-presentar, son operaciones que nunca se dieron con tanta
cotidianidad como en la infancia.” (Grau, 2006, 190-191)
Pese a la variedad de razones que podamos
encontrar cuando nos preguntamos por qué buscamos filosóficamente a la
infancia, hemos creado una lengua común: tenemos conceptos y metodologías
específicas para provocar su encuentro. Actualmente, la construcción teórica de
un campo disciplinar alrededor de esta conjunción, tiene reconocimiento
académico. No estamos en la etapa de los esfuerzos iniciales. Hay un camino
abierto hace ya medio siglo. Hubo un comienzo y hay un presente: ¿habrá un
futuro para ese encuentro? ¿Por qué merecería que lo hubiera? ¿Hacia dónde
orientar hoy esa búsqueda? Si seguimos buscando filosóficamente a la infancia,
¿es porque allí hay, todavía, un enigma? Quizá la fuerza de ese enigma sea lo
que verdaderamente deba importarnos. La infancia no cesa de darnos a pensar.
Parece haber algo de perpetuidad en ella. Podríamos aventurar que la infancia
es la única alteridad que llevamos en nuestro propio ser y que viene de él. A
sus huellas podemos prestar atención filosófica. Desde la poesía, Olga Orozco
lo dice así: “Mi infancia comenzó en Toay, en La Pampa, y te digo que comenzó
porque no ha terminado. Siguió creciendo conmigo y ha estado siempre latente,
en todas mis edades, con su carga de terrores, de asombros y de misterios.”[1] En todas
nuestras edades la infancia permanece. Está allí latente. Podemos advertir o no
su presencia. Sobrevive en nosotrxs porque somos sobrevivientes de ella. Es muy
difícil, o tal vez imposible, pensar filosóficamente la infancia sin mirar al
menos un rato la propia. No es necesario ser autorreferenciales. Los recuerdos
siempre son inexactos y la idea de la propia infancia es un enigma que siempre
valdrá la pena intentar descifrar. Pensar filosóficamente la infancia, sin
volver a la propia, puede ser incluso un poco pretencioso: somos efectos de
otras intenciones; no podemos controlar nuestra socialización, aunque los
intentos de tomar distancia pueden producir una diferencia. Al intento de
producir esa distancia llamaremos aquí experiencia
filosófica. Que también puede ser entendida como la diferencia entre
socialización y subjetivación.
Nuestro oficio filosófico se despliega
mayoritariamente en ámbitos educativos: escuelas de todos los niveles y
modalidades, universidades e instituciones de formación docente son escenarios
habituales de prácticas de enseñanza y aprendizaje filosóficos. Con o sin
espacios curriculares específicos, el destino principal –por supuesto que no el
único– de quien ha estudiado una carrera filosófica es la educación
institucionalizada. Para no desviarnos de la reflexión que aquí propongo, no
entraremos en el análisis específico de las preguntas que abre este tema, pero
nos bastará con destacar que también allí se ha desarrollado un fértil campo
teórico.[2] El hecho
de que nuestras prácticas filosóficas se desplieguen generalmente en ámbitos
escolarizados,[3] ha sido el
factor por el cual la primera relación entre filosofía e infancia se haya
desarrollado con una lógica formativa. Por eso quizás el primer nombre, que se
volvió significante de esa relación, haya sido Filosofía para niños. La unidireccionalidad connotada en ese nombre
da cuenta de esa intención formativa. La filosofía puede hacer algo para lxs
niñxs y eso que puede hacer lleva el signo de lo educativo, de lo que puede dar
forma a lo que aún no la tiene pero que la puede tener. O para matizar la sentencia,
de lo que puede encontrar una forma que se acerque a nuestros ideales
políticos, religiosos, sociales o científicos. La filosofía se vuelve así
pedagogía porque la preocupación es ofrecer un camino que lleve a lxs niñxs
hacia algún lugar específico; se trata de una preocupación por el destino común
de las sociedades. Sabemos que fue Matthew Lipman (1992) quien problematizó esa
relación desde la inquietud por la función pedagógica de la filosofía que, en
este caso, equivale a la función sociopolítica de la escuela. Y esa intención
encontró sin dudas terrenos propicios para su desarrollo. Son incontables las
instituciones educativas en donde se aplica su programa Filosofía para Niños. No analizaré aquí ese éxito, sino simplemente
se puede poner de manifiesto que Lipman abrió un camino que aún se recorre y
que tal vez ese éxito tenga que ver, entre otras cosas, con la correspondencia
estructural entre su currículum y la matriz liberal que funda y organiza a la
escuela. Sin dudas Lipman hizo escuela. Una creciente cantidad de colegas
siguen sus pasos y diseñan novelas, cuentos, libros de imágenes apropiados y
apropiables por lxs niñxs, con el mismo espíritu lipmaniano. La intención es
incentivar, promover, estimular el razonamiento filosófico a partir de ellas.
Lipman parte de la necesidad de formar buenos ciudadanos y confía para ello en
que la filosofía puede desarrollar un mejor pensar y un mejor obrar en lxs
niñxs, estimulando esas habilidades cognitivas y afectivas en el diálogo con
los demás. Esa es su manera de entender la relación entre filosofía y
educación. De modo que la curricularización de la filosofía para niños es
posible. No existe en la institución escolar ningún impedimento a priori para
organizar y asignar espacios formativos bajo la modalidad de un taller, una
materia o un proyecto que ponga en juego el diálogo filosófico, orientado por
adultxs formados específicamente que se propongan conformar comunidades de
investigación.
Sin embargo, la relación entre filosofía e
infancia, también puede pensarse desde otra perspectiva; por ejemplo, desde el
derecho de niñas y niños a vivir una experiencia filosófica como también se
vive, pero con mayor frecuencia, una experiencia artística, científica o
religiosa. Tal experiencia puede ocurrir tanto dentro como fuera de la escuela;
tanto con un currículum cerrado y prescriptivo como desde una pedagogía
prefigurativa (Colectivo Filosofarconchicxs, 2018). La pregunta didáctica, en
este caso, invade nuevamente la escena porque lo que intentamos resolver es
cómo promover esa experiencia. Tenemos entonces que, aun tomando distancia de
una perspectiva “formativa” de la infancia, persiste la inquietud sobre cómo
promover esa experiencia filosófica.
¿Se trata de un vínculo amistoso o de un
vínculo hostil el que mantiene la filosofía con la infancia? ¿Es una relación
que toma una forma específica? ¿Puede ser algo más que un vínculo formativo?
Estas preguntas se desglosan de otras lecturas recurrentes en este campo y son
las que nos propone Walter Kohan (2004). Tal vez la síntesis más ajustada que
pueda hacerse sobre qué diferencia a los trabajos de Lipman y Kohan sea la
dirección que une filosofía e infancia. Si para Lipman la principal
preocupación consistió en pensar y dar lugar a la filosofía en su función
formativa de la infancia, para Kohan, la dirección puede ser la misma y al
mismo tiempo la contraria: se puede dar lugar a que la infancia eduque a la
filosofía (Kohan, 2004). Las transiciones conceptuales más interesantes entre
los trabajos de Lipman y Kohan no parecen ser aquellas que se refieren a la
distinción en el uso de las preposiciones para
y con, como muchos trabajos han
instalado sin demasiados efectos pedagógicos ni filosóficos, sino la discusión
en torno al lugar de las experiencias, talleres o programas de trabajo. Porque
en este caso, lo más interesante, es decidir si ir al encuentro de niños y
niñas desde la filosofía es una cuestión de programas o una cuestión de
perspectivas. Consideramos que buscar a la infancia desde la filosofía implica
tanto un afecto propiamente filosófico como político: el encuentro entre
filosofía e infancia produce necesariamente una institución en tanto produce
significaciones que dan sentido a ciertas prácticas sociales en torno a esta.
“Miramos el mundo una sola vez, en la
infancia, el resto es memoria”. Este verso lo encontramos en la escritura de la
poeta Louise Glück (2017). Con él cierra su poema Nostos, palabra griega que significa regreso al hogar. Pero no se
trata de cualquier regreso, sino del retorno de aquel o aquella que estuvo
largo tiempo ausente. Volver a la propia casa, con historias por contar. Un
tiempo vivido que puede pasar de la experiencia a una narración y dar lugar a
otra experiencia: la del contar y el escuchar lo contado. El verso de Glück
reafirma aquello que Grau nos propone revisar sobre la separación tajante entre
el lenguaje filosófico y el lenguaje literario, por cuanto muchxs filósofxs,
valiéndose también de metáforas para señalar conceptos, han mostrado que los
límites entre uno y otro lenguaje han sido funcionales a un particular dominio
epistémico del mundo, como demuestra la filosofía contemporánea (Grau, 2006,
pp. 189-190). Ver algo por primera vez puede volverse un signo de pregunta. Es
en nuestra niñez donde vemos las cosas por primera vez, sin dudas. Pero no solo
en ese tiempo. La experiencia puede ocurrir en otros momentos de la vida. Es
cierto que las probabilidades decrecen con el tiempo. ¿A qué se debe que lxs
adultxs se asombren menos que lxs niñxs? ¿Nos hemos habituado tanto al mundo al
punto de que es difícil asombrarnos por algo? ¿El asombro solo es propio de la
infancia? ¿La pérdida del asombro es antropológicamente irreversible? ¿Puede
ser la filosofía un modo de experimentar el pensamiento que nos permita estar
atentos a la pérdida del asombro? No solemos hacer el duelo por esta pérdida.
Perdemos la infancia casi sin darnos cuenta y ella queda trabajando en nosotros
de manera imprecisa tomando la forma de múltiples afectos en el amor, el trabajo
y la vida social. Estas preguntas son una buena ocasión para traer aquí la
expresión de un niño de ocho años, escuchada por Walter Kohan (2019) durante un
ejercicio filosófico en una escuela primaria de Italia: “Para mí la filosofía
la inventó una persona que quería recordar que había sido un niño (o niña).”
(p. 18)
Al desencantamiento del mundo que trae el
hábito, se lo suele pensar como efecto del desarrollo de la razón moderna. Es
como si el avance del conocimiento del mundo dejase cada vez menos zonas de
incertidumbre y oscuridad. En todo caso, la conformación del mundo actual,
hegemonizado por una subjetividad mercantil, lo que puede ofrecernos son
novedades. Un nuevo accesorio tecnológico o una nueva serie en las plataformas
audiovisuales. La novedad no modifica radicalmente la orientación de nuestra
mirada. Sin embargo, como dice Merleau-Ponty (1994), es posible aprender a ver
de nuevo el mundo. Las infancias suelen sostener experiencias fenomenológicas
que orientan el mirar hacia los detalles. Hay asombro en el modo de percibir
los detalles. En una conversación decimos que vamos a entrar en detalles cuando
pretendemos discutir cada parte de algo más grande. O que no queremos entrar en
detalles cuando no nos interesa conocer o saber más de algún asunto. Pero ni lo
más grande ni lo más pequeño pasa desapercibido a la mirada infantil. Y si el
asombro, como percepción de los detalles, queda reservado para la infancia,
debemos decir que no es la razón (instrumental, utilitaria) la que permite ver
el mundo de nuevo, sino la imaginación. Si del detalle al asombro hay continuidad,
también lo hay del asombro a la imaginación. Pero la imaginación, justamente,
es un elemento que tanto la filosofía como la pedagogía han dejado de lado. La
historia cultural de occidente relegó la imaginación a función auxiliar o
secundaria respecto del conocimiento de la verdad. La preeminencia ontológica y
gnoseológica de la cosa, definió a la
razón como su acceso porque el pensamiento es pensado desde el principio como
búsqueda de la verdad (aletheia)
opuesta a la simple opinión (doxa);
la verdad ha sido relacionada desde el principio con el logos, el nous, la ratio. Pero ya sabemos que eso es un
límite epistemológico. Sigue sin resolverse, según Castoriadis (2005), por qué
motivo Aristóteles dio un paso atrás entre el libro primero y el tercero del
tratado Acerca del alma. Con la
imaginación no sólo reponemos, combinamos, sintetizamos la experiencia
sensible. Con ella tampoco quedamos en el límite de lo especular respecto de la
realidad. Para la razón, sin dudas se abre un orden binario entre lo verdadero
y lo falso. Pero ese orden binario no regula el territorio de la imaginación.
La creación no puede reducirse a deducciones racionales. Hay algo en la
invención de imágenes y de significaciones que no depende exclusivamente de lo
hay; de allí que pueda postularse entonces una ontología no determinista. Lo
nuevo no sólo puede deducirse de lo viejo. Si así fuera, no habría nada
radicalmente nuevo, nunca. El valor de las significaciones es condición de lo
pensable. Es la imaginación la que crea figuras que serán pensables. Aquello
por lo que una sociedad está dispuesta a vivir y a morir no es material ni
real; son significaciones imaginarias, dice Castoriadis (2007). El elemento
imaginario quedó excluido de la tradición filosófica y recluido en un plano
auxiliar de la razón. Sin recuperar el estatuto ontológico de la imaginación,
la pérdida del asombro es efectivamente irreversible y la percepción del mundo
se empobrece irremediablemente.
“La palabra poética funciona fuera de la
razón y del ser según la condenación platónica”, dice María Zambrano (2006, p.
118). La verdad al ser revelación del ser, no es lo problemático; lo
problemático resulta que todo decir, no sea verdadero (117). Pero la poesía
está al margen de la verdad y el error. Cuando vemos algo por primera vez, hay
infancia. No importa la edad. Hay infancia porque no hay palabra inmediata. No
se trata de mudez ni de falta de expresividad, privación o ausencia. No hay
inmovilidad. Tampoco carencia. Se trata, paradójicamente, de la fuerza de un
querer saber. Puede ser, por supuesto, que la palabra sea acallada por las
voces mayores. Muchas veces en la vida y de distintas maneras nos imponen
callar. Pero aquí es otra cosa. Ver algo para lo que aún no se tiene palabra
pero que ha conmovido nuestra percepción. Salimos al mundo a ver y lo que vemos
por primera vez nos deja en la intemperie. Es preciso regresar a un hogar –nostos– donde elaborar la experiencia.
No podemos vivir a la intemperie todo el tiempo, aunque sin algo de ella quizás
nada sea visto por primera vez y el mundo solo sea lo ya hecho y no quede nada
por hacer. El mundo es mirado una sola vez. Luego, el trabajo es de la memoria.
Ese ver por “primera vez” es la singularidad de la experiencia y en ella la
filosofía ha puesto algo en valor. La memoria queda del lado adulto del mundo,
de lo ya peritado una y otra vez; el mirar lo nuevo, queda del lado de la
infancia, de lo que es capaz de inventar una palabra aún inexistente para las
cosas, o alterar las palabras ya dichas. Al mismo tiempo que encierra en sí
misma la potencia de la novedad, mirar el mundo por primera vez nos vuelve
indigentes. Nos expone a la angustia de la literalidad. La palabra adulta porta
la verdad más estrictamente verdadera. Al menos hasta que decidamos, en algún
momento de nuestras vidas, si acaso ocurre, interponer una cláusula de
interrupción a ese discurso e inaugurar otra infancia en nosotrxs.
Paradójicamente la infancia es subjetivamente la experiencia de la literalidad
de lo recibido desde el lenguaje y la metaforización permanente como producción
de sentido. Graciela Frigerio (2017) recupera una frase del escritor haitiano
Dany Laferrière que bien vale traer para ilustrar lo que dijimos: “el adulto
sabe que las cosas, como los seres que se van, terminan por volver, pero es
diferente para el niño a quien todo parece decir adiós constantemente.” (p. 43)
Para que las cosas no se vayan del todo
necesitamos contarlas. Lxs niñxs piden –lo hemos hecho cuando estuvimos allí–
que repitamos una y otra vez la misma historia. No se cansan de escucharla y
tampoco de repetir el pedido. Son incansables oidores de historias. Quieren
mirar el mundo a través de ellas. Una y otra vez. Cada comienzo no es una mera
repetición de lo mismo. Es como si escuchar “de nuevo” trajese una nueva
oportunidad de mirar el mundo por primera vez y así perfilar mejor lo visto.
Somos historias. Estamos hechxs de ellas y nos nacen a cada rato. Pero hay que
saber mirar. Ver en esa cosa algo que
ella no es. La imaginación filosófica puede ser un vector que lleve de nuevo la
mirada a lo mismo. ¿Puede entrenarse ese mirar? No lo sé. Tiendo a la duda
sobre la didactización de la imaginación. En principio no me resulta deseable
intentar reducir una fuerza a un método. Por lo pronto podemos suponer que hay
instituciones que inhiben la imaginación y otras que tienden a desinhibirla. La
potencia de los afectos, deseos y representaciones siempre encuentra sus cauces
para instituir nuevas figuras de lo pensable (Castoriadis, 2001). Pero el
encuentro de la filosofía con la infancia suele producir nuevas miradas. No
solo en la dirección de la filosofía hacia la infancia, sino desde ésta hacia
la filosofía. Estamos hechos de historias. Se combinan. Mutan. Cambian un poco
para seguir ayudándonos a ser quienes somos. Por ejemplo, el día que nos
tomaron la prueba de matemáticas y la señorita Mirta, o Susana, Inés o
Macarena, nos ayudaron un poco y se nos fue el miedo. O el día que actuamos de
San Martín, o de vendedores de velas. O la experiencia de organizar juntxs la
rifa para un viaje. O el primer día que fuimos solxs a la escuela. La escuela
es un lugar para hacer algo con nuestras historias: puede ser un lugar para
escuchar algo distinto y pensar algo nuevo.
Según Olga Grau (2018) el modo de ver de lxs
niñxs conlleva la capacidad de transitar relaciones. Lxs niñxs ven más
relaciones, allí donde un ojo inclinado hacia lo conceptual o con más interés
en lo abstracto, no las reconoce. Las cosas son algo más que lo que fija su
utilidad. Una silla es algo más que un objeto que sirve para sentarse. Se
pueden crear relaciones potentes con lo que se produce desde el pensamiento. El
pensamiento infantil es el modo de habitar del pensamiento, enfatiza Grau
(2018), para sostener que, en su especificidad, ese pensamiento recompone la
dimensión errática y nómade del pensamiento. Se trata de la dimensión
polisémica del lenguaje infantil, que se acerca tanto a la poesía. Percibiendo
la fuerza inventiva del lenguaje poético, Kohan lleva la idea hacia una forma
de pensar la escuela:
En el caso del poeta, “pensar es forzar una
aparente contradicción para que las palabras digan algo más de lo que estamos
acostumbrados a pensar a partir de ellas. Es más fácil, natural, evidente,
poner a la memoria del lado del recuerdo, del reconocimiento, de la
recuperación. El poeta invierte ese orden. Ejerce el pensamiento para crear un
nuevo significado y no para reproducir los significados habituales. Piensa
dándole a las palabras una propiedad que no tenían, una fuerza desconocida para
pensar. En eso y por eso el poeta hace escuela” (Kohan, 2013, 73).
La escuela está hecha por lxs niñxs. Aún con
nuestra lógica de la responsabilidad y el cuidado, a veces lo olvidamos.
Cercenamos o limitamos sin querer la potencia de la mirada infantil y a veces
no tiene remedio. Podría ser más simple. Sería incluso mejor. Tal vez tenga
sentido preocuparnos en cuidar qué damos a ver a lxs niñxs, sabiendo que ese
cuidado, afortunadamente, no cubrirá todo lo que puede ser visto. No estamos
innovando con la idea. Apenas recuperando unas tradiciones que aún no
expresaron pedagógicamente todo lo que podían. Es el desvelo de Rosario Vera
Peñaloza: ¿cómo mostrarles el mundo a lxs niñxs? Esta sencilla pregunta
inaugura un recorrido pedagógico al que la experiencia filosófica puede acudir.
Generalmente la filosofía no es convocada a la escuela, claro. Desde la
filosofía también aceptamos con gusto las preguntas de Graciela Montes (2018):
¿qué damos a ver y a leer a las infancias?, ¿cuánta realidad es tolerable?,
¿cuánta fantasía es permitida? Lo que damos a leer a las infancias, ¿es efecto
de decisiones meramente filiales?; ¿son lecturas azarosas o impuestas por el
mercado?; ¿qué fundamentos filosófico-políticos tienen las decisiones
pedagógico-didácticas en lo que se da a leer a las infancias en las escuelas?;
¿se pueden curricularizar la experiencia filosófica y la experiencia
literaria?; ¿debemos hacerlo, necesariamente?; ¿son la literatura y la
filosofía simples mediaciones formativas? Estas preguntas reabren una y otra
vez la reflexión sobre nuestras prácticas educativas y nos permiten abordar la
singularidad del encuentro con la polisemia del lenguaje infantil, ya no para
conducirlo a “hablar bien”, a “mirar bien”, a “pensar bien” sino para dejarnos
llevar por el dislocamiento del sentido preestablecido de las lenguas. La
“mirada” de la filosofía no puede limitarse a darle forma al pensamiento, a
desarrollar sus “habilidades”. La filosofía va en búsqueda de la infancia y se
puede encontrar en una experiencia cuyos efectos subjetivos y políticos
merecerían explorarse en su carácter verdaderamente poiético, es decir, inventivo y hacedor de que un mundo que aún no
es, sea.
Volvemos por un momento a la cadencia
reflexiva de Olga Grau (2018) para coincidir con ella en que la infancia es la
potencia de una experiencia. Una singular manera de sentir el mundo. Pero, ¿un
mundo desdoblado, es decir, separado entre nosotrxs y las cosas, o un mundo
inmersivo? El filósofo Emanuel Coccia (2017) propone una reconsideración de la
ontología heredada y nos sitúa en otra percepción del mundo, ya no centrada en
lo humano. Es una ontología relacional y no jerárquica. La atmósfera en que son
posibles nuestras vidas no es una creación humana sino de las plantas. Muchas
veces se ha ejecutado pedagógicamente esa desafortunada comparación entre niñxs
y plantas para graficar un supuesto cuidado del desarrollo de aquellxs. Tal vez
podamos ahora invertir la analogía y mirar la escuela como la atmósfera creada
por la vitalidad infantil, capaz de no pocas cosas; entre ellas, la de
convertir los aires enrarecidos en aires respirables.
Zezé puede escuchar a Xururuca, su planta de
naranja-lima. Xururuca le habla con sus hojas y sus ramas. Zezé puede escuchar
hasta el latido del corazón de Xururuca. Ni Totoca ni Gloria, sus hermanos,
pueden hacerlo. La imagen que nos brinda la relación de Zezé con su amigx
planta, nos inspira.[4] Hay una
alteridad radical entre nosotrxs y las plantas. Pensar en escucharlas es enviar
la cuestión al territorio de la literatura, en todo caso. ¿Cómo escuchar lo que
no soy? ¿Es posible? ¿Cómo escuchar-nos? Solemos moralizar el asunto bajo la
forma de los imperativos. Como si la práctica de la escucha pudiese ser,
simplemente, el efecto de la voluntad. Ya sabemos que no todo radica en la
voluntad. Si así fuese, transformar la escuela en un espacio más vital, alterar
su conservadurismo, sería bastante más sencillo de lo que es. La gran mayoría
de lxs educadores queremos hacer de la escuela un lugar para la creatividad y
no la mera repetición de hábitos; para el respeto a los tiempos de aprendizaje
de cada quien y no la disciplina porque sí; un espacio con sentido y
disponibilidad a lo que demanda justificarse todo el tiempo, porque como dijo
Theodor Adorno, “Hay que preguntarse de dónde saca hoy alguien y se adjudica el
derecho de decidir para qué tienen otros que ser educados.” (1998, 95). Y sin
embargo, con el optimismo de la voluntad no alcanza. La voluntad es importante,
sin dudas. Sin ella no es posible poner en marcha experiencias liberadoras.
Pero con ella no es suficiente. Los seres humanos somos efectos de prácticas y
discursos sobre lo que no es ni sencillo ni espontáneo tomar distancia. Por eso
diremos que socialización y subjetivación no son equivalentes. Mientras que la
socialización es la incorporación gradual y paulatina de las significaciones
imaginarias que dan sentido y cohesión a la sociedad en que nacimos
–principalmente por efecto del aprendizaje de la lengua–, por subjetivación
entenderemos las experiencias de discontinuidad, interrupción o alteración de
aquellas significaciones estructurantes de nuestro psiquismo. La producción de
una diferencia inaugura la posibilidad de que en tanto individuos socializados
devengamos sujetos capaces de preguntarnos qué pensamos de nuestro pensamiento
(Castoriadis, 2007). La pregunta fundamental que la filosofía puede hacerle a
la pedagogía es qué tipo de prácticas educativas podrían producir un efecto
emancipatorio. En caso, por supuesto, que tal cosa sea verdaderamente posible,
simplemente, a través de experiencias educativas.
De lo dicho hasta aquí se sigue la necesidad
de poner en suspenso la didactización de la escucha. Por supuesto que han sido
y siguen siendo valiosos los principios de la pedagogía Reggio Emilia o de la
Escuela Nueva. Sin dudas escuchar a lxs niñxs es un punto de partida
irrenunciable. Pero, ¿por qué razón es tan difícil ponerlo en práctica? Walter
Kohan (2007) despliega una potente conceptualización sobre el vínculo entre el
mundo adulto y el mundo de lxs niñxs, a partir de una reflexión filosófica sobre
el lenguaje. Una lectura derridiana de la noción de extranjeridad, traída especialmente a este vínculo, nos permite
advertir algunos efectos de la alteridad que comportan uno y otro polo del
vínculo. Con la salvedad que es el adulto quien comanda el mismo y define desde
su mundo la “normalidad” de ese mundo. Un extranjero es alguien que, si no
habla nuestra lengua, no puede comunicarse. No es parte de nuestro mundo común
originado en nuestra lengua. También nosotrxs, hemos vivido o podemos llegar a
vivir la experiencia de la extranjeridad. La infancia y la extranjeridad, dice
Kohan (2007), se encuentran en la misma escena de ausencia de lenguaje. Una,
por la propia condición minoritaria respecto del mundo gramaticalmente
organizado por los adultos; la otra, por el devenir de los sucesos que hacen
que algunxs personas deban migrar de su lugar de origen para intentar ser parte
de otra historia. Ausencia, negación, incapacidad o impotencia. Son los rasgos
dramáticos que trazan el modo predominante de nuestro vínculo con las
infancias. Cuando el infante, como el extranjero, hable nuestra lengua ya no
serán tales. Por lo que, una pregunta fundamental para la filosofía, para la
política y por supuesto para la pedagogía, se instala con fuerza: ¿cómo
recibirlxs, cómo hablarles, qué preguntarles, cómo abrazarlxs? (Kohan, 2007).
La lengua infantil, como extranjeridad, es una disidencia. Toda disidencia es
una posición singular ante algún poder que disciplina y ordena el conjunto.
¿Puede pensarse la lengua infantil como disidencia? ¿La posición disidente
implica necesariamente conciencia de tal posición? ¿O puede considerarse que la
propia lógica de la presentación de los cuerpos y las subjetividades y no la de
la representación de sus posiciones sociales, es ya una disidencia? Entre
adultxs y niñxs no hay una relación mutuamente excluyente; hay, vía el
lenguaje, una relación política. De allí la necesidad de presentar una reserva,
o si se quiere un cierto cuidado, ante los modos en que la filosofía busca a la
infancia. El discurso filosófico de occidente se forjó a sí mismo bajo la
mitología de la incompletitud de la infancia como etapa bio-cronológica de la
vida. La lectura de los diálogos platónicos (Kohan, 2004, 2007), nos permite
entrever la construcción de tres mitos sobre la infancia: el mito pedagógico de la formación
política, el mito antropológico de la
infancia como primera etapa de la vida humana y el mito filosófico de las ausencias, negatividades e imperfecciones de
esos extranjeros que aún no habitan nuestro mundo. Por ello, como venimos
diciendo, la relación que la filosofía establece con la infancia adquiere
generalmente una lógica formativa, vale decir, la filosofía se pedagogiza en la
búsqueda de conformar el tipo humano que la polis
justa merece. Esto puede encontrarse tanto en la reflexión platónica
(Kohan, 2004), como en la ilustración (Kant, 1978). Esta vocación formativa de
la filosofía es compartida con otras disciplinas, por supuesto. En algún
sentido, puede decirse que la filosofía también disciplina las infancias, aun
cuando su propósito declarado constituya el desarrollo de habilidades del
pensamiento crítico, creativo y ético.
Como
las voces disidentes, la palabra infantil no tiene, generalmente, estatuto
plenamente reconocido. Es una palabra devaluada o disminuida. Una palabra
minorizada. A partir de las connotaciones políticas que esta imagen presenta,
puesto que no es sin efecto el concebir a la infancia en su falta de lugar o en
una posición inferiorizada, la jerarquización de los discursos configura un
ordenamiento de sentido que instituye lugares de privilegio a ciertas voces y
excluye a otras de la vida en común. La polisemia del lenguaje infantil (Grau,
2007), confronta la racionalidad de las lenguas instituidas, dislocando los
sentidos preestablecidos. ¿Cómo escuchar esa disidencia?
La construcción de un lazo de escucha mutua
ya no se tratará, desde esta perspectiva, de un mero imperativo moral: es una
posición subjetiva que configura otro modo de estar en el mundo. Tal vez otra
política, también. Se pueden sin duda instituir mecanismos para gestionar la
escucha. Pero eso sería confiar a un reglamento la virtud que puede
proporcionarnos el pensar juntxs. La mayoría de las reformas educativas quieren
pasar por pedagógicas cuando en realidad tal vez no lleguen más allá de
reformas administrativas. Se suelen confundir sus lógicas. Una experiencia de
pensamiento, en perspectiva filosófica, puede disponer un orden distinto en la
experiencia del lenguaje. Tal vez otra jerarquía. ¿Cómo reunir lo que demanda
una experiencia filosófica con lo que demanda la institución escolar? ¿Debemos
hacer lo que nos dicen que hagamos en las escuelas, aunque a veces esto no
tenga más sentido que el cumplimiento administrativo de pautas y decisiones en
las que no participamos? ¿Qué órdenes escuchar? ¿Tenemos derecho a contradecir
esas normas o nuestra acción queda sujeta al uso privado de la razón? El decir
de una institución queda olvidado tras lo dicho. ¿Qué escuchamos? Si el
enunciado se cristaliza, la realidad escolar es una sola. El valor de verdad de
un enunciado institucional no depende, siquiera, de un referente empírico. Una
inercia subjetiva con fuerza de costumbre obtura cada intento de pensar que
abre la pregunta filosófica. En donde la pregunta desnuda el vacío de sentido,
allí la institución nos socorre con su pedagogía de la continuidad.
Soy profesor de prácticas y residencias
docentes. Cuando un estudiante de cualquier carrera docente cursa sus prácticas
tiene que ir a una escuela y generalmente, lo primero que se le pide que haga
en esa visita a la escuela es que “observe clases”. No le pedimos que escuche.
¿Por qué observar y no escuchar? Proponer escuchar suele provocar algunas
incomodidades. Se trata de una especie de incomodidad epistemológica. El ojo
tiene una preeminencia gnoseológica como órgano perceptivo. Al regreso de cada
visita a la escuela, lxs estudiantes insisten en contar lo que observaron, pero
no lo que escucharon. Es difícil instalar otra lógica perceptiva. La escucha
tal vez sea contraintuitiva. Como dice Kohan (2023), con inspiración freireana,
es necesario escuchar atentamente el mundo humano y no humano que nos rodea.
Como Zezé con Xururuca, su planta de naranja-lima. Puesto que no es una actitud
espontánea, aprender a escuchar puede ser una condición para otro encuentro
entre la filosofía y la infancia.
Mirar y escuchar son condiciones para estar
atentxs. No necesariamente estar en guardia ni con pretensión de “control” de
lo que nos sucede. No se trata de hacer un curso de mindfulness para estar atentos a “todo” como nuevo imperativo
moral. Pensamos en otro tipo de atención. Vivimos un tiempo en que el mirar es
capturado por pantallas durante casi toda la vigilia, mientras que durante el
sueño (más irregular que tiempo atrás), nuestra inactividad con las pantallas
es solo aparente, puesto que ese tiempo también produce información procesada
por los servidores de las empresas de datos. La información crece en cantidad
proporcional a nuestra incapacidad de procesarla. La filósofa española Remedios
Zafra (2019), dice que la mirada se convirtió en una herramienta de control y
de exposición permanente. Miramos y somos observadxs permanentemente. La
identidad se mercantiliza. Los algoritmos construyen condicionamientos a
nuestros deseos, representaciones y afectos. Zafra propone una metáfora de un
ojo sin párpados y es elocuente. Si no parpadeamos no hay interrupción de lo
visto. Tampoco hay lágrimas para llorar porque no hay nada para perder sino
para reemplazar. Un extractivismo atencional avanza vertiginosamente
conquistando sin retroceso nuestras actividades cotidianas. El capitalismo de
plataformas datifica las vidas, es decir, extrae datos tanto en la vigilia como
durante el sueño, tanto si estamos quietxs en nuestras casas como si
deambulamos por la ciudad; tanto si compramos como si no compramos y tanto si damos
like a un posteo como si no lo
hacemos. La subjetividad ahora se perfiliza algorítmicamente.
La atención se puede pedir y se puede
prestar. Uno de los lugares en donde ese pedido y ese préstamo ocurren con
mayor frecuencia es la escuela. Y por supuesto, el pedido se dirige
principalmente a lxs niñxs, que son quienes la prestan. A veces se las devuelve.
Pero solicitar la atención no es lo mismo que capturarla. Ángela Menchón y
Daniel Brailovsky (2024) vienen trabajando en la reflexión sobre pantallas,
escuela y digitalización, además de otros temas bien importantes sobre las
infancias, las escuelas y la filosofía. Ellxs distinguen entre una atención estudiosa, una atención capturada y una atención maravillada. Entre lxs
escolares, lxs estudiantes, y lxs espectadores, televidentes, videojugadorxs y
usuarios, hay diferencias existenciales. Son modos de estar en el mundo,
alternados, simultáneos, complementarios, excluyentes, según quien piense el
asunto. Pero son posiciones construidas culturalmente y sostenidas
subjetivamente por significaciones imaginarias. En la escuela se presta
atención porque hay una maestra que media entre nosotrxs y el mundo. Esa
atención no es casual sino planificada y es además social, es decir, se
comparte con otrxs. La atención estudiosa
requiere esfuerzo y en principio no produce una utilidad inmediata. Los
objetos a los que se dirige esta atención provienen de mundos lejanos y por eso
nos obliga a salir de nosotrxs mismxs. “Se atiende para entender, pero no se
entiende enseguida, y entonces hay que seguir atendiendo.” (Brailovsky,
Menchón, 2004). La atención estudiosa se dirige a contenidos que tienden a la
complejidad. Por eso se requiere de muchas clases. Esta atención, finalmente,
requiere de un impulso: el deseo; sin algo que esté en el orden de un deseo de
futuro es difícil sostener las horas, días y años de infancia y juventud que
requiere la atención estudiosa. Contrariamente, la atención capturada no requiere de mediaciones porque ofrece un
producto terminado, es una atención individual e individualizada y no precisa
de rituales porque la pantalla va con nosotrxs a todos lados todo el tiempo sin
interrupción. Por otra parte la atención capturada no requiere esfuerzo y es
más bien complaciente y como dicen Brailovsky y Menchón, “mientras que hay que
hacer un esfuerzo para entrar en la atención estudiosa, es preciso hacer un
esfuerzo para salir de la atención a las pantallas” (2024). La atención
capturada es dirigida por algoritmos que producen “burbujas atencionales” que
no producen extrañamiento, sino más bien una sensación de simplicidad, puesto
que sus contenidos no requieren procesos reflexivos ni grandes discusiones
curriculares o de fundamento. Finalmente, a la atención capturada, dicen lxs
autores, no la mueve el deseo sino las ganas o el terror al aburrimiento.
Pero además de estos dos modos de atención,
Brailovsky y Menchón proponen una tercera forma de atención, más cercana a la
experiencia filosófica, que es la atención
maravillada. Y la asocian, justamente, a la infancia y sus asombros, que es
el punto al que queremos llegar. Ambxs piensan que puede “cultivarse” como un
arte. En principio puede aceptarse esta idea, pero también reservarnos la duda
sobre la tentación de didactizar todo. Es muy difícil entender la escuela o
pensar que en ella se pueden vivir experiencias de atención al mundo, a todo lo
viviente y no viviente que lo compone, sin acudir a un método para hacerlo. Es
realmente difícil y contraintuitivo pensar, proponer y finalmente vivir una experiencia abierta. Pero la distinción
entre los tres tipos de atención que nos han propuesto Brailovsky y Menchón es
muy fértil para extender nuestra imaginación pedagógica. La atención maravillada, efectivamente, es
más propia del modo infantil de habitar el mundo. Y no estará de más decir una
vez más, que pensamos la infancia no como una edad sino como un tiempo: el del
preguntar. Más específicamente, el tiempo de un preguntar atento, podríamos
decir. “Yo vivo de preguntar y vine para preguntar”, dicen los versos de la
canción El escaramujo de Silvio
Rodríguez (1994). “Saber no puede ser lujo”. Hay un deseo de conocer, que es
ciertamente ancestral. Todo lo que nos rodea es fuente de asombro y enigma por
descifrar. Y también lo es aquello que con frecuencia pensamos en clases,
talleres, seminarios o en conversaciones sobre el lugar de la filosofía en la
escuela: el asombro se va perdiendo con el tiempo, el preguntar declina y
parece ser irremediable. ¿Lo es? ¿Es simplemente la costumbre de estar en el
mundo lo que hace desvanecer el asombro y declinar el preguntar?
Los componentes léxicos de la palabra
atención, que proviene del latín attentio,
son el prefijo ad, que significa
hacía, el vocablo tendere, que es
tender, estirar, como las mantas que los antiguos vendedores ponían para
protegerse del sol, y el sufijo cion que
es acción y efecto. Su primer significado sería tener en
cuenta o extenderse
hacia quien está hablando. Tendere es un verbo que dio las
palabras tienda,
tender, atender, tendero, entender, extender y contienda, por ejemplo.
Tal vez
el vocablo atención sea uno de los más utilizados
cotidianamente: “Un llamado
de atención”, “Prestá atención”,
“Lo saludo muy atentamente”, “El horario de
atención al público es por la mañana”,
“La doctora me atendió muy bien”,
“Atención, hombres trabajando”, “Fui a un
centro de atención primaria de la
salud”, “Tenemos un alumno con déficit de
atención”, “Le llevé una atención a
la enfermera porque se lo merecía”, “Estuvimos
esperando como tres horas a que
nos atiendan”, “Me llamó la atención que el
limonero no floreciera”, “Nadie
atendió el teléfono”, “No es tan fácil
atender a dos cosas al mismo tiempo”,
“Hoy en día los alumnos prestan más atención
a las pantallas que a sus
maestras”. De estas expresiones coloquiales podemos inferir que
relacionamos
cotidianamente la atención con al menos tres cosas: una cualidad
perceptiva que
permite concentrarse en algo; un trato amable, cuidadoso y considerado;
una
alerta o amonestación.
La historia de la filosofía ha dedicado
esfuerzos reflexivos a la cuestión de la atención como una variante de la
percepción. No nos faltarán recursos bibliográficos si nos dispusiéramos a
elaborar un estado del arte al respecto. Pero para no desviarme de lo que me
propuse pensar aquí, aprovecharé un trabajo que considero insoslayable. En él
se conceptualiza una experiencia filosófica, llevada adelante por el Núcleo de
Estudios Filosóficos de la Infancia (NEFI), de la Universidad Estatal de Río de
Janeiro. Es un trabajo que puede considerarse como una referencia para quienes
nos interesa buscar la infancia desde la filosofía. Entre las actividades del
NEFI tomamos una en particular: el proyecto de extensión “Em Caxias, a filosofía en-caixa?” (Kohan y Olarieta, 2013).
Tomaremos dos de los trabajos que componen el libro La escuela pública apuesta al pensamiento, ya que nos ofrecen
pistas conceptuales para pensar la atención.
Se trata de los textos de Fabiana Olarieta y de Jason Wozniak. En ambos hay
referencias teóricas a las filosofías de Bergson y Merleau-Ponty, en tanto que
en ellas la percepción del mundo, del tiempo y de nosotrxs mismxs ocupa un
lugar importante. Efectivamente, cuando la filosofía va en busca de la infancia
encuentra que los modos de atender a las cosas de este mundo pierden
relevancia, espesor e intensidad conforme vamos abandonando la niñez. Y si la
filosofía ha sido propiamente caracterizada desde sus inicios como una
actividad ligada al asombro, tenemos allí algunas preguntas que nos inquietan:
¿es inevitable dejar de asombrarnxs conforme avanza la vida y el mundo se
vuelve menos extraño?, ¿es posible verdaderamente que la actividad filosófica
nos permita mantener el asombro?, ¿hay lugar para ello en la escuela?, ¿cuándo
hay, propiamente, experiencia filosófica de infancia?
El modo de pensar el encuentro entre
filosofía e infancia sostenido en las experiencias con niñxs y con adultxs por
el NEFI nos identifica. Volver extraño el mundo conocido y ya pensado es un
ejercicio (Wozniak, 2013, p. 121), que debe cuidar principalmente el tiempo que
abre el preguntar a la experiencia de vivir juntxs en la escuela (Olarieta,
2013, p.83). Una pregunta central, sostenida por quienes coordinan distintas
instancias del proyecto es si a través de la filosofía es verdaderamente
posible desfamiliarizarnos de nuestros modos habituales de percibir y pensar
(Wozniak, 2013, 121). Tomando de Bergson la referencia conceptual sobre la
percepción del tiempo, Fabiana Olarieta se pregunta cómo es posible abandonar
el territorio de lo ya sabido para aventurarnos en la exploración de los
límites para pensar distinto de lo que se piensa. Se precisa mirar con cierta
ingenuidad tanto en torno de nosotrxs mismxs como hacia sí mismxs. Esa
ingenuidad de la mirada requiere “educar la atención” (p. 93). Sin embargo,
vale también preguntarnos si, paradójicamente, para sostener la atención no es
preciso distraerse. Es decir, retirar la mirada y la escucha de aquello ya
visto y oído, para ver algo distinto y pensar algo nuevo. La infancia suele
distraerse en detalles que lxs adultxs pasamos por alto. Distraernos, entonces,
para atender a lo que puede hacer posible una experiencia de la novedad.
Dijimos anteriormente que coincidimos con Olga Grau (2018) cuando dice que la
infancia es la potencia de una experiencia que no queda reducida a un período
cronológico de la vida. También ella se inspira en Bergson para intentar
liberar al pensamiento de la inmediatez utilitaria porque de lo contrario se
pierde algo de la realidad: la duración. Esta es una manera singular de responder
a la pregunta sobre qué significa hacer filosofía. Para quienes dicen que es
irse del mundo, de la vida cotidiana, de la realidad, Grau opone esta imagen
del pensamiento filosófico como acercamiento a los gestos mínimos, a los
detalles, a la percepción ampliada o a un tipo de atención que es capaz de
estar inmersa en las cosas y no contrapuesta a ellas. Un pensamiento moviente, para seguir a Bergson (1976). “Nos cuesta
vivir en el borde, en esa dimensión más inestable, más caótica”, dice Grau
(2018). Podríamos percibir y reconocer a las cosas en una multiplicidad de
relaciones que escapen de su mera funcionalidad. Es posible entonces ampliar
nuestra percepción del mundo desde una experiencia filosófica del pensamiento
que encuentra en la infancia la fuerza para sostenerse. Una fuerza que nos dota
de la capacidad de transitar relaciones. Una mirada y una escucha menos
ordenadas, menos conceptuales. A decir verdad, no estamos tan lejos de un
preguntar atento. La luz de los atardeceres, en la ciudad o en el campo, en el
río, la montaña o el llano siguen llamando nuestra atención. Pero es cierto que
los reglamentos y las rigideces institucionales nos alejan de la maravilla. La
escuela podría volver a ser un lugar para cuidar del tiempo que abre un preguntar atento. No estamos tan
lejos. Ya estuvo en nosotrxs una vez. Así lo confirman los versos de una bella
canción: ¿Por qué la Tierra es mi casa? ¿Por qué la noche es oscura?/¿Por qué
la luna es blancura que engorda como adelgaza?/¿Por qué una estrella se enlaza
con otra, como un dibujo?/¿Y por qué el escaramujo es de la rosa y del mar?/Yo
vivo de preguntar, saber no puede ser lujo. (Silvio Rodríguez, 1994)
Defendemos una singularidad y una intensidad
del pensamiento que llamamos filosofía. Sobre la infancia se habla desde el
discurso jurídico, desde discursos pedagógicos, sociológicos, económicos,
médicos y psicoanalíticos. Pero creemos que la singularidad del discurso
filosófico consiste en la experiencia más intensa del pensamiento porque no
concede nada a priori. No hay fundamento último de nada. Todo axioma muestra
una cierta resignación. Toda verdad del discurso filosófico es una verdad
indigente, que no equivale a una verdad relativa. Es una verdad cuya
contingencia es su propia fortaleza. Si deviene monumento se totemiza y ya no
admite pregunta. Pero no deja de tener pretensión de verdad. Cuanto más grandes
los monumentos que una sociedad erige, más rigidez precisa el pensamiento para
sostenerlos y más se aleja de la experiencia filosófica. El fastuoso monumento
al general Roca en la Diagonal Sur de la ciudad de Buenos Aires, orientada su
marcha permanente hacia la Plaza de Mayo, con triunfal que ratifica cada día de
la ciudad, cuáles son las ideas que custodian el centro político de una nación.
Y todavía no puede ser removido de allí, pese a las condenas que pesan por la
expoliación y el genocidio de los pueblos originarios.
La filosofía es un tipo de práctica
reflexiva singular. No es igual a otro tipo de pensamiento. Ella es un modo
paradojal de practicar el pensamiento porque intenta pensar lo impensable;
pensar lo aún no pensado. Walter Kohan suele reponer la frase de Heráclito que
dice que si no se espera lo inesperado no se lo encontrará (2004, p. 166). Un
pensamiento que puede sostenerse en una lógica que no requiere taxativamente de
una correspondencia entre la palabra y la cosa. Otra vez la poesía viene en
nuestro auxilio: “buscar una cosa/es
siempre encontrar otra/así, para hallar algo, hay que buscar lo que no es.”
(Juarroz, 2005, p. 178)
El modo de llevar adelante este tipo de
pensamiento se vale del preguntar. Ese es su método. Es simple y complejo a la
vez. Simple porque no requiere de recursos didácticos externos y sofisticados;
complejo porque la experiencia del preguntar requiere producir una distancia,
una separación, una diferencia, al fin, de todo lo que ya sabemos: “buscar el
pájaro para encontrar a la rosa/buscar el amor para hallar el exilio/buscar la
nada para descubrir un hombre/ir hacia atrás para ir hacia adelante.” (Juarroz,
2005, p.178). Es complejo, claro. Nadie dice que no. Esa experiencia de la
pregunta, es además, radical. Vale decir, no admite nada con valor de verdad
absoluta. Esa experiencia nos pone en la intemperie y no todxs la deseamos. No
puede haber maestro-verdad, dice Laura Agratti (2013, p. 229). Puede haber
maestro-pregunta.
En sentido estricto, hay aprendizaje cuando
pasamos de no saber a saber algo. Así lo afirma Silvio Gallo (2015) y estamos
de acuerdo. Dice, además, que si aceptamos esa definición de aprendizaje,
entonces el aprender y el filosofar serían experiencias análogas. Y podemos
agregar: sin pregunta no hay aprendizaje. Aun cuando la experiencia nos tome
por sorpresa, el instante infantil de la ausencia de palabra lleva a la
existencia a preguntarse qué es esto que me pasa, o qué es lo que pasa, o qué
está pasando. La pregunta puede elaborarse en silencio, en voz baja o en voz
alta. En silencio es una pregunta para nosotrxs mismxs. Se dirige a la mayor
intimidad existencial. Y es existencial antes que política. Luego, si la
pregunta es en voz baja, puede ser una pregunta a lxs muertxs, es decir, a
quienes leemos o recordamos porque ya no están pero nos hablan y nos hacen
hacer cosas; a quienes amamos o rechazamos pero que no pueden corresponder esos
afectos. Estas también son preguntas pre-políticas. Pueden ser preguntas
existenciales, metafísicas, o de cualquier tipo. Incluso son las preguntas en
voz baja las que guían la escritura filosófica, junto con las preguntas que nos
hacemos en silencio. Y finalmente están las preguntas en voz alta. Son las que
hacemos y que nos hacen otrxs viviendo juntxs. Surgen de los afectos y las
incomodidades. Las hacemos en voz alta interpelándonos a nosotrxs mismxs a
través de lxs otrxs. Estas son las preguntas propiamente políticas, además de
existenciales o metafísicas. Son preguntas que se distancian, que se separan –o
al menos lo intentan–, de las formas de vida que llevamos. Pueden producir una
diferencia respecto de nuestras costumbres, de los modos de hacer y de pensar.
Son preguntas-experiencia. Son políticas porque pueden pronunciarse en el
espacio público –como una escuela, una universidad o un instituto de formación
docente– donde la filosofía termina de realizarse. Es probable que sean las
preguntas más difíciles y por eso requieren de una atención particular. No se
trata de cualquier preguntar sino de un
preguntar atento.
Buscamos filosóficamente la infancia y
encontramos no solo niñxs. Buscamos en ella descifrar el enigma de lo nuevo, de
cómo gestarlo y cuidarlo. Encontrar la infancia es encontrar otro tiempo:
alterable, discontinuo y portador de novedades; es encontrar otras lenguas:
palabras quizás más poéticas en su forzamiento de los significantes, en su
capacidad de sorprender, sugerir y emocionar (Rebagliati, 2024). También
encontramos otra política, por cuanto no hay edad que garantice el uso correcto
de la razón, ni contratos sociales instituidos de una vez y para siempre: todas
las voces pueden hallar un lugar en el común. Fuimos a buscar la infancia y
encontramos una fuerza. Y en el instante en que descubrimos en la infancia una
singular fuerza del pensamiento, al mismo tiempo, encontramos nuevas preguntas:
¿hacia dónde va esa fuerza?, ¿debemos conducirla?, ¿cómo?, ¿con qué
instituciones?, ¿cuál es el lugar en las escuelas para esa singular fuerza del
pensamiento que es la infancia? Estamos buscando algo en la infancia. Por lo
pronto encontramos un preguntar atento.
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[1] Olga Orozco entrevistada por Alicia Dujovne Ortiz, “Los ritos de la
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pp. 1-3
[2] La referencia es específicamente a los aportes más filosóficamente
sistemáticos logrados por los trabajos de Alejandro Cerletti (2008, 2020).
[3] Con esta expresión nos referiremos a la
forma predominante que toman las prácticas de transmisión de conocimientos
reguladas y normalizadas con un currículum y evaluadas bajo las múltiples
formas del examen que acredita dichos conocimientos. En tal sentido, una
práctica educativa escolarizada no refiere exclusivamente a la escuela primaria
o secundaria.
[4] Zezé es el personaje principal de la
conocida novela Mi planta de naranja-lima,
de José Mauro de Vasconcelos (2017).