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Obligatoriedad de la conciencia, ley injusta y distinción entre acción y omisión. Una relectura a partir de la tradición tomista

Obligatory Nature of a Nonscience, Unfair Law and Distinction between Action and Omission. A Review based on the Thomistic Tradition

 

Alejandro Miranda Montecinos

Alejandro Miranda Montecinos es Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile y Doctor en Derecho por la Universidad de los Andes (Chile). Actualmente se desempeña como profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de los Andes (Chile) y es Investigador responsable del Proyecto Fondecyt 1151036. amiranda@uandes.cl

Recibido: 1 de mayo de 2019.
Aprobado para su publicación: 19 de mayo de 2019


Resumen

En este trabajo se estudian los principios tomistas sobre la conciencia moral y la obligación de actuar conforme a ella. El propósito del autor es desarrollar un análisis de los conflictos entre conciencia y ley y de la denominada “objeción de conciencia”. La tesis que subyace a este análisis consiste en que una comprensión adecuada del tema exige identificar en qué medida es relevante distinguir entre acciones y omisiones. El trabajo se divide de la siguiente manera. En primer lugar, se explica qué es la conciencia moral y por qué existe una obligación de seguirla. En segundo lugar, se analizan los conflictos entre conciencia y ley, y se presenta una propuesta sobre el exacto alcance del deber de oponerse a las normas injustas. En tercer lugar, se ofrece un análisis del fenómeno de la objeción de conciencia a la luz de las categorías tomistas. El trabajo termina con una crítica a algunas propuestas que intentan resolver problemas sobre objeción de conciencia mediante la apelación a la distinción entre acción y omisión.

Palabras clave: conciencia moral, obligación, ley injusta, distinción entre acción y omisión.

Abstract

In this paper the Thomistic principles on moral conscience and the obligation to act according to it are studied. The purpose of the author is to develop an analysis of the conflicts between conscience and law and of the so-called “conscientious objection”. The thesis underlying this analysis is that an adequate understanding of the subject requires identifying to what extent it is relevant to distinguish between actions and omissions. The work is divided as follows. First, it explains what moral conscience is and why there is an obligation to follow it. Secondly, the conflicts between conscience and law are analyzed, and a proposal is presented on the exact scope of the duty to oppose unjust laws. Third, an analysis of the phenomenon of conscientious objection is offered in the light of the Thomistic categories. The paper ends with an evaluation of some proposals that attempt to solve problems about conscientious objection by appealing to the distinction between action and omission.

Keywords: moral conscience; obligation; unjust law; distinction between action and omission.


 

Sumario:

1. Introducción
2. La conciencia moral y su obligatoriedad
3. Conflictos entre conciencia y ley
4. El problema de la objeción de conciencia

5. Conclusiones

 

1. Introducción

La falta de consenso ético, más manifiesta en las sociedades contemporáneas que en otras épocas, ha propiciado una renovación del interés por el estudio de la conciencia moral. En este contexto, puede resultar útil volver sobre las enseñanzas de los filósofos medievales. Ellos, en efecto, se habían preocupado ya por la cuestión de la conciencia: dedicaron muchas líneas al estudio de la naturaleza de la conciencia moral y de la obligación de seguirla.1 El foco de atención, sin embargo, ha cambiado en la discusión actual: hoy se reflexiona más bien acerca de la libertad de conciencia y el alcance del deber que pueda tener el Estado de respetarla conciencia de los ciudadanos. Así, los estudios sobre la materia han tenido lugar principalmente a propósito de la denominada “objeción de conciencia”. En este trabajo se propone un replanteamiento del problema de la conciencia moral a la luz de la doctrina de Tomás de Aquino. A partir de una exposición renovada de los principios tomistas, se procura ofrecer un análisis de algunas cuestiones debatidas en la ética y la filosofía del derecho actuales. El trabajo comienza con una presentación de la noción tomista de conciencia moral y del fundamento de la obligatoriedad del juicio de conciencia. A continuación se estudian los conflictos entre conciencia y ley, y se intenta dilucidar el exacto alcance del deber de oponerse a la ley injusta. Finalmente se aborda el problema de la objeción de conciencia, para mostrar de qué modo la filosofía tomista podría aportar elementos útiles para la evaluación de ciertos casos. A todo el análisis subyace la tesis de que una comprensión adecuada del tema exige identificar en qué medida es relevante distinguir entre acciones y omisiones.

2. La conciencia moral y su obligatoriedad

2.1. Conciencia verdadera y conciencia errónea

En la tradición de la filosofía tomista se llama conciencia moral al juicio que formula la razón sobre la bondad o malicia moral de un acto concreto que se va a realizar o ya se ha realizado. La conciencia moral consiste, pues, en la aplicación del conocimiento moral a un acto.2 Esta aplicación se efectúa para saber si el acto en cuestión es moralmente recto o no lo es.

En este juicio llamado conciencia cada persona aplica el conocimiento moral que ella posee, es decir, lo que ella conoce como norma moral. De esto se sigue que la conciencia moral es un dictamen subjetivo. Por lo mismo, la conciencia moral puede ser verdadera o errónea: será verdadera si se adecua a los verdaderos principios morales, y errónea en caso contrario. Esto último supone, por cierto, que hay principios morales objetivos y cognoscibles por la razón humana. La universalidad y cognoscibilidad de los principios o normas morales es una tesis central de la teoría ética tomista y de cualquier otra que rechace el relativismo moral.3

Lo relevante de esta cuestión es que la persona tiene siempre la obligación de seguir la propia conciencia. Si un agente moral actúa en contra de lo que le dicta su conciencia, está eligiendo aquello que juzga como moralmente malo, y eso es ilícito porque supone una mala voluntad. En efecto, quien obra lo que juzga malo, dirige su voluntad hacia el mal. En este sentido, Tomás de Aquino escribe lo siguiente: “[…] puesto que el objeto de la voluntad es lo que le propone la razón […], si algo es propuesto por la razón como malo, la voluntad, al dirigirse a ello, se hace mala”.4

La filosofía tomista enseña que una acción solo puede considerarse buena cuando es tanto objetivamente buena como subjetivamente buena. Una acción es objetivamente buena cuando los fines y los medios a los que se dirige la voluntad de la persona que actúa se ordenan a la verdadera perfección del ser humano, es decir, son compatibles con el bien humano de quien realiza la acción y de los terceros afectados por ella. Una acción es subjetivamente buena cuando dichos fines y medios son juzgados por el agente como consistentes con esa perfección, aunque verdaderamente no lo sean. De esto se sigue, por ejemplo, que si una persona tiene la convicción de que es inmoral someterse a una transfusión sanguínea, entonces actúa mal si consiente en ella, aun cuando dicho procedimiento sea objetivamente lícito y beneficioso para su salud. Estas ideas están recogidas en el adagio medieval plura requiruntur ad bonum quam ad malum (para el bien se exige más que para el mal);5 para que una acción sea moralmente buena, todos los elementos que determinan su moralidad esencial deben ser buenos; para que sea mala, basta, en cambio, con que falle cualquiera de ellos.6 Es importante destacar, con todo, que en la bondad objetiva también hay algo de subjetividad, pues lo central no es el resultado que objetivamente se produce en el mundo, sino lo que el agente elige o intenta. Así, si Juan quiere matar a su padre para recibir la herencia, y con ese fin vierte sobre su taza de té una sustancia que considera veneno, Juan actúa de manera inmoral aun cuando esa sustancia haya sido en realidad un medicamento que contribuyó a una mejoría en la salud de su padre.

De lo que se acaba de afirmar, alguien quizá podría deducir que una persona solo está obligada a actuar conforme a su conciencia cuando esa conciencia es verdadera. Esto, sin embargo, sería un error. En efecto, la persona no sabe cuándo su conciencia es errónea: cada vez que tiene conciencia errónea la juzga como verdadera. Si la persona supiera que un juicio moral es erróneo, entonces ese juicio ya no podría ser su genuina conciencia moral. La persona, pues, está siempre obligada a seguir su conciencia, con independencia de que sea verdadera o errónea. Por eso dice Tomás de Aquino que “ya sea que la razón o la conciencia juzguen rectamente o no, la voluntad está obligada, de modo que su acto es desordenado si no sigue el juicio o dictamen de la razón, que es la conciencia; y esto es obligar, a saber, constreñir a la voluntad de modo que no pueda tender a otra cosa sin daño de deformidad”.7 El Aquinate precisa que “cuando la conciencia errónea dicta que algo se ha de hacer, dicta aquello bajo alguna razón de bien, ya como obra de justicia, ya como obra de templanza, etc.; y, por lo mismo, el transgresor incurre en el vicio contrario a aquella virtud bajo cuya especie la conciencia dicta lo que se ha de hacer”.8 Por ejemplo, si la conciencia dicta erróneamente que es de justicia efectuar un cierto pago, pero el agente se abstiene de hacerlo, subjetivamente comete una injusticia, y se encamina a constituirse a sí mismo como un hombre injusto.

Ahora bien, que uno esté siempre obligado a actuar conforme a la propia conciencia no implica que actúe bien cada vez que la sigue. Desde luego, la persona actúa bien si se guía por una conciencia verdadera. Pero no sucede lo mismo si la conciencia es errónea. La moralidad del seguimiento de la conciencia errónea exige distinguir si el error se produce por culpa del sujeto o sin culpa suya. La conciencia errónea inculpable se llama también invenciblemente errónea, mientras que la culpable se llama venciblemente errónea. A la luz de esta distinción, Tomás de Aquino enuncia dos principios relativos a la conciencia errónea.9 El primero de ellos dice que la conciencia invenciblemente errónea obliga y excusa. El segundo dice que la conciencia venciblemente errónea obliga pero no excusa. Es decir, si el sujeto ignora sin culpa de su parte, al seguir su conciencia obra objetivamente mal, pero queda excusado de la falta. En cambio, si ignora culpablemente obra objetivamente mal y no queda excusado de la falta. En este último caso el acto malo se le imputa por voluntariedad in causa, tal como se le imputan a cualquier persona los efectos que se siguen de una negligencia precedente.

2.2. Conciencia cierta, probable y dudosa

El principio fundamental según el cual la persona está obligada a actuar conforme a la propia conciencia es siempre verdadero y no admite excepciones. No obstante, tal principio admite algunas especificaciones, que se refieren a aquellos casos en que el juicio que llamamos conciencia no se profiere con certeza.

La conciencia que obliga sin más es la conciencia cierta. La certeza consiste en la firme adhesión o asentimiento de la inteligencia a un juicio, sin temor a errar. La certeza se alcanza por la evidencia inmediata del conocimiento de los primeros principios, por la evidencia mediata de la demostración o por un movimiento de la voluntad que elige asentir a una parte determinada.10 En la certeza la inteligencia juzga con seguridad y excluye la posibilidad de estar equivocada.11 A veces, sin embargo, la inteligencia no logra la seguridad propia de la certeza, sino que, frente a dos proposiciones contradictorias, no logra determinarse total o firmemente a ninguna de ellas. Así, en algunos casos la inteligencia adhiere o se inclina más a un juicio que al otro, pero sin firmeza y con temor a errar, es decir, con temor de que la otra parte de la contradicción sea la verdadera. A esta disposición o estado de la inteligencia se le da el nombre de opinión, y al juicio propio de la opinión se le llama juicio probable. En otros casos la inteligencia puede encontrarse en estado de duda. Esto último sucede cuando la inteligencia vacila o fluctúa entre dos juicios contradictorios, y no se inclina a uno más que al otro, ya sea porque no cuenta con razones en favor de ninguno (duda negativa), ya sea por la aparente igualdad de las razones en favor de ambos (duda positiva).12

Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que en el terreno de la ética la certeza no suele alcanzarse con frecuencia, al menos no en el juicio sobre los actos humanos concretos. Para actuar lícitamente basta con tener un alto grado de probabilidad, y excluir así toda duda razonable. Esta exclusión de toda duda razonable recibe el nombre de certeza moral, y consiste en una especie de “certeza probable”. En este sentido, Tomás de Aquino escribe lo siguiente: “[…] según el Filósofo en el libro I de la Ética, la certeza no se debe buscar del mismo modo en todas las materias. En los actos humanos […] no puede tenerse certeza demostrativa, puesto que versan acerca de lo contingente y variable. Por lo mismo, basta con la certeza probable (probabilis certitudo), que alcanza la verdad en la mayoría de los casos, aunque se separe de ella en algunos pocos”.13

Un problema relevante, entonces, es el de saber cómo actuar en caso de conciencia dudosa, esto es, cuando la inteligencia vacila y no adhiere a ninguno de los juicios en disputa. Tomás de Aquino sostiene que “cuando la conciencia no es probable, entonces debe deponerse”.14 Esta regla, válida de modo lato, admite, sin embargo, muchas precisiones. Veámoslas.

Cuando una persona duda acerca de la licitud de un cierto acto humano, lo primero que debe hacer es examinar si se trata o no de una situación urgente, es decir, si la decisión puede o no diferirse. Si la situación no es urgente, la persona tiene, naturalmente, la obligación de poner los medios para salir de la duda, y postergar la decisión hasta que haya llegado a un juicio moralmente cierto. Esto quiere decir que, antes de actuar, deberá estudiar más, deliberar más, pedir consejo, etc. Pero si la situación es urgente, o sea, si la decisión no puede postergarse, al agente no le basta simplemente con deponer o abandonar la conciencia dudosa. Si la situación es urgente se debe seguir otro principio, también enunciado por santo Tomás: in dubiis semper tutior pars eligenda est, es decir, “en caso de duda, se debe elegir la parte más segura”.15 Para que este principio tenga aplicación se debe entender por “parte más segura” la que coincide con el curso de acción que tiene más posibilidades de ser moralmente bueno o, lo que es igual, el que tiene menos posibilidades de ser moralmente malo, aunque no exista certeza.

El problema de los casos urgentes se reconduce, por tanto, al de identificar la parte más segura, que no es siempre una tarea sencilla. El análisis, con todo, puede facilitarse si se efectúa una distinción entre dos casos posibles de duda. En efecto, hay algunos casos en que el agente duda si es lícito realizar un cierto acto, pero tiene certeza de que es lícito omitirlo. Hay otros, en cambio, en los que el agente duda tanto de la licitud de realizar el acto como de la licitud de omitirlo.16 Comencemos por considerar un ejemplo de cada uno de estos casos, para luego exponer los principios que permiten determinar cuál es la parte más segura.

Un ejemplo del primer caso de duda podría ser el siguiente. Óscar se plantea la posibilidad de ser donante de órganos post mortem. Como Óscar piensa que no es lícito matar a un ser humano para extraerle los órganos, y no quiere consentir en que otro realice tal acción, investiga acerca de si la muerte encefálica es o no la verdadera muerte de la persona. Luego de investigar con diligencia, Óscar concluye que ninguno de los argumentos permite zanjar la cuestión, así que no logra inclinarse por ninguna de las dos posiciones. Óscar piensa que mediante la donación podría hacer mucho bien, pero juzga con certeza que, aun en el caso de que la donación fuera lícita, no sería moralmente obligatoria.

Un ejemplo del segundo caso de duda podría ser el siguiente. Julio es un médico ginecólogo que considera injusta toda forma de aborto directo o intencional. Al tratar a una paciente con embarazo ectópico, Julio duda si el tratamiento con metotrexato constituye o no una forma de aborto directo. Luego de poner todos los medios razonables para averiguar la verdad, Julio concluye que los argumentos a favor de las dos posibilidades son igualmente plausibles. A su vez, Julio sabe con certeza que, si el tratamiento con metotrexato no constituyera aborto directo, él estaría obligado a realizarlo, porque no existe una manera menos perjudicial de evitar un peligro grave para la vida de la madre.

Los dos casos precedentes son parecidos en su estructura, pero no son idénticos. Como ya se dijo, en el primer caso el agente juzga con certeza que es lícito omitirla acción de cuya moralidad se duda. En el segundo, en cambio, la duda alcanza también a la omisión, pues el agente juzga con certeza que, si fuese lícito realizar la acción, ella sería además moralmente obligatoria. Los principios que permiten determinar cuál es la parte más segura son, por tanto, distintos en cada uno de estos casos. Ellos se enuncian y explican en los dos párrafos que siguen.

En el primer caso, determinar cuál es la parte más segura no reviste mayor dificultad. En efecto, si se duda de la licitud de realizar un cierto acto, pero se sabe con certeza que es lícito omitirlo, la parte más segura es la omisión, pues elimina por completo el riesgo de actuar mal. Se puede, por tanto, enunciar un principio moral más preciso sobre el primer caso de conciencia dudosa. Este principio es el siguiente: “si se juzga con certeza que es lícito abstenerse de un cierto acto, no es lícito realizarlo con conciencia dudosa”. La razón de esto es que quien actúa en estado de duda acepta la posibilidad de obrar un mal moral. Mas no es lícito aceptar esa posibilidad cuando se sabe con certeza que es lícito omitir el acto, pues no habrá una razón proporcionalmente grave para correr el riesgo. A este tipo de situaciones se aplica, por consiguiente, el adagio in dubiis abstine, esto es, “en la duda, abstente”.17

La identificación de la parte más segura en el segundo caso de duda es una tarea más compleja: el agente no puede resolver el problema mediante la omisión, pues también duda acerca de si es lícito omitir la acción. En una situación de esta naturaleza, el agente debe distinguir si se trata o no de un caso de duda estricta, es decir, de un caso donde ninguna de las posiciones parece más probable que la otra.

Si se trata de un caso de duda estricta, la solución correcta exige determinar y elegir el curso de acción del que se siga el mal menor. Tomás de Aquino enuncia el siguiente principio general: “Cuando es necesario elegir entre dos cosas, y ambas amenazan con un peligro, se ha de elegir preferentemente aquella de la que se sigue un mal menor”.18 Este principio es pertinente aquí, pues tanto la ejecución de la acción como la omisión exponen al peligro de obrar mal. Por lo mismo, en tal situación lo más seguro no puede ser otra cosa que evitar el mal más grave. El principio aplicable sería, entonces, el siguiente: “si no hay certeza ni de la licitud de realizar un acto ni de la licitud de omitirlo, y ninguna de las posibilidades parece más probable que la otra, se debe seguir la solución que se juzgue menos mala». Para determinar el mal menor se debe efectuar un análisis que tome en cuenta los siguientes factores: (i) la importancia de los efectos buenos y malos considerados en sí mismos (p. ej., que el bien de las personas es superior al bien de las cosas,19 que es relevante el número de personas que padecerá cierto mal o que participará de cierto bien,20 que el bien común es superior al bien particular);21 (ii) la importancia de los efectos buenos y malos en relación con el agente (deberes especiales que derivan de compromisos previos, o del estado u oficio del agente),22 y (iii) la probabilidad de la ocurrencia de los diversos efectos.23

Por el contrario, si la duda no es estricta, el agente deberá evaluar no solo cuál es el mal menor, sino también qué tan probable resulta cada posibilidad, y según el resultado de esta ponderación deberá determinar el correcto curso de acción. Dicho con más precisión, la parte más segura se determina aquí según un juicio de proporcionalidad que considera dos factores: por un lado, la mayor o menor probabilidad de que cada solución sea verdadera y, por otro, la gravedad de los males según los criterios recién expuestos. En síntesis, el principio moral aplicable a este caso de conciencia dudosa puede formularse así: “si no hay certeza ni de la licitud de realizar un acto ni de la licitud de omitirlo, se debe seguir la solución que resulte más razonable luego de efectuar un juicio de proporcionalidad que tome en cuenta la mayor o menor probabilidad de que cada solución sea verdadera y la gravedad de los males que se encuentran en juego”.24

El segundo caso de conciencia dudosa no debe confundirse con la denominada conciencia perpleja. Se llama conciencia perpleja al acto por el cual se juzga, con certeza moral, que es ilícito tanto realizar una acción como omitirla. A diferencia de los casos anteriores, en la conciencia perpleja no existe duda: el agente juzga con certeza que todos sus posibles cursos de acción son moralmente malos. El principio moral sobre la conciencia perpleja puede colegirse fácilmente de lo que ya hemos visto: “en un caso urgente de conciencia perpleja se debe seguir la solución menos mala”.25 Como es obvio, si la situación no es urgente existe la obligación de poner los medios para salir de la perplejidad. Pero, si la decisión no puede diferirse, se debe optar por aquello que se juzgue como mal menor. La justificación de este principio moral es la siguiente. En primer lugar, si el agente, por culpa suya, se puso en una situación en la que no puede más que obrar el mal (porque al menos lo obrará con voluntariedad in causa), al seguir el curso de acción menos malo evita el mal moral más grave, que es lo mejor que en tales circunstancias puede hacer. Como dice el adagio que Tomás de Aquino recoge de Aristóteles, minus malum computatur pro magis bono (el mal menor cuenta como bien mayor).26 En segundo lugar, si el agente tiene una posibilidad lícita, pero no logra identificarla, al seguir el curso de acción menos malo hace lo más seguro para obrar el bien posible. En tercer lugar, si el agente tiene el deber de realizar dos acciones, que son ambas moralmente obligatorias en abstracto, pero que no pueden serlo en el caso concreto porque son incompatibles entre sí, al seguir el curso de acción menos malo verdaderamente estará obrando el bien, pues en esta clase de conflicto aparente de deberes el deber preferente extingue hic et nunc el inferior. En este último caso el agente procura cumplir el deber preponderante, mientras que el incumplimiento del deber inferior es solo un efecto colateral de esa decisión.

Por último, se debe tener en cuenta que la inteligencia puede juzgar que algo es probable, más probable que su opuesto o incluso moralmente cierto apoyándose en presunciones, que se basan en aquello que sucede in pluribus, es decir, comúnmente o la mayoría de las veces. Se aplica aquí, por tanto, el principio general in dubio standum est pro eo pro quo stat praesumptio, esto es, en la duda se ha de optar por lo que se ve favorecido por la presunción. De este modo, en caso de duda el agente puede recurrir a las reglas de derecho que han surgido como cristalización de las presunciones más comunes en materia de justicia: in dubio pro reo (en caso de duda, a favor del acusado), in dubio pro possessore (en caso de duda, a favor del poseedor), in dubio pro lege (en caso de duda, a favor de la ley), in dubio pro validitate (en caso de duda, a favor de la validez de un acto), in dubio pro superiore (en caso de duda, se ha de obedecer al legítimo superior), etc.27

3. Conflictos entre conciencia y ley

3.1. Deber de oponerse a la ley injusta

Puesto que toda persona tiene el deber de actuar conforme a su conciencia, tiene también el deber consiguiente de objetar las normas contrarias a su conciencia. La norma contraria a la conciencia puede ser una ley u otra orden dictada por quien tiene, en principio, potestad de mandar.

Una norma que obliga a obrar en contra de la conciencia puede adoptar las siguientes modalidades: (i) obligar al agente a ejecutar una acción que él juzga moralmente indiferente; (ii) obligar al agente a ejecutar una acción que él juzga moralmente buena pero no obligatoria; (iii) obligar al agente a ejecutar una acción que él juzga moralmente mala; (iv) obligar al agente a omitir una acción que él juzga moralmente indiferente; (v) obligar al agente a omitir una acción que él juzga moralmente buena pero no obligatoria; y (vi) obligar al agente a omitir una acción que él juzga moralmente obligatoria.

En los seis casos mencionados se produce una oposición entre norma y conciencia. Las normas que mandan ejecutar lo que el agente juzga lícito pero indiferente y las que mandan ejecutar lo que el agente juzga bueno pero no obligatorio se oponen a la conciencia en la medida en que imponen al agente la ejecución de algo que, de acuerdo con su conciencia, puede ser lícitamente omitido. Y las normas que prohíben lo que el agente juzga lícito pero indiferente y las que prohíben lo que el agente juzga bueno pero no obligatorio se oponen a la conciencia en la medida en que le imponen abstenerse de algo que su conciencia juzga permisible. Con todo, el conflicto moral más serio lo originan las normas que obligan al agente a omitir una acción que juzga moralmente obligatoria y las que le obligan ejecutar una acción que juzga moralmente mala.

La cuestión relevante, entonces, reside en determinar cuál es el alcance del deber que toda persona tiene de objetar las normas contrarias a su conciencia.

Tomás de Aquino y sus seguidores escolásticos ofrecen algunas ideas a partir de las cuales se puede desarrollar una teoría sobre el alcance de tal deber. Estos autores, sin embargo, no trataron el asunto bajo esos mismos términos: sus principales ideas las exponen al tratar sobre la ley injusta, en el contexto de la pregunta acerca de si la ley humana obliga en el fuero de la conciencia.28 Naturalmente, “ley injusta” no equivale necesariamente a “ley contraria a la conciencia”, pues la conciencia puede ser errónea. No obstante, desde la perspectiva de la persona obligada a cumplir la norma, los principios morales reguladores de la acción son los mismos, siempre que la persona juzgue con certeza que la norma es injusta. Dicho de otro modo, la obligación moral de oponerse a las normas injustas equivale, desde la perspectiva de la persona que actúa, a la obligación moral de oponerse a las normas que se juzgan injustas.

En su texto principal sobre la materia, Tomás de Aquino sostiene que ninguna ley injusta obliga en el fuero de la conciencia. Con todo, añade también que en algunos casos una ley injusta puede ser lícitamente observada o cumplida. Para determinar cuándo es lícito cumplir una ley injusta, el Aquinate efectúa una distinción. Si la ley es injusta por contrariedad al bien humano, puede ser cumplida “para evitar escándalo o perturbación, para lo cual también el hombre debe ceder su derecho”.29 En este caso, la ley obliga solo accidentalmente (forte), es decir, no por su propia virtud, sino por las circunstancias. En cambio, si la ley es injusta por contrariedad al bien divino, de ningún modo (nullo modo) es lícito observarla.30

La distinción que ofrece Tomás de Aquino presenta, no obstante, una seria dificultad. Piénsese, por ejemplo, en una ley que mande cometer homicidio. El Aquinate enseña explícitamente que el homicidio es un acto que se opone al bien humano, pues es contrario a la vida humana.31 De esto se sigue que una ley que mande cometer homicidio es injusta por contrariedad al bien humano. Pero, si esto es así, entonces el principio según el cual estas leyes pueden ser cumplidas para evitar escándalo o perturbación es falso. El Aquinate, en efecto, estaría de acuerdo en que una ley que mande cometer homicidio no puede ser cumplida de ningún modo (nullo modo). A juicio de santo Tomás, el homicidio es un acto malo en sí mismo, y esta clase de actos son ilícitos en todo evento (in omnem eventum),32 y no se justifican por ninguna utilidad (pro nulla utilitate).33

En definitiva, la distinción entre leyes contrarias al bien humano y leyes contrarias al bien divino no presta ayuda para determinar el alcance de la obligación de objetar o desobedecer una ley injusta. Más bien, el recurso a dicha distinción conduce a conclusiones erróneas. A partir de los mismos principios de la ética tomista es posible discernir, sin embargo, otros criterios de análisis que permiten arribar a mejores resultados. Veámoslos.

3.2. Clases de normas injustas

Para determinar el alcance de la obligación moral de oponerse a las normas que se consideran injustas se debe distinguir si la norma es permisiva, prohibitiva o imperativa.34

Si la norma es meramente permisiva, la obligación de la persona consiste simplemente en no realizar la acción que la norma permite. Son normas meramente permisivas, por ejemplo, las leyes que se limitan a despenalizar una conducta que antes era castigada. Así, si una ley despenaliza el adulterio, quien juzga que tal conducta es inmoral tiene, en conciencia, la obligación de abstenerse de cometer adulterio. Como se puede apreciar, el caso de la norma permisiva no origina un grave conflicto. El agente, en sentido propio, no necesita “negarse” a cumplir la norma, porque la norma ni le manda ni le prohíbe realizar una acción. En este sentido, la situación de la norma permisiva es análoga a la que tiene lugar cuando la ley simplemente tolera actos moralmente reprobables. Por ejemplo, la ley tolera la mentira en muchas de sus formas, incluso en algunas cuya ilicitud moral nadie desconocería, y en este caso el agente satisface las exigencias de su conciencia sencillamente con no mentir. Desde luego, si la persona juzga que la despenalización misma es injusta o que la tolerancia es injusta — porque el bien común exige castigar la conducta en cuestión —, tendrá la obligación de poner medios, que serán diversos según las circunstancias, para que la conducta vuelva a ser penalizada o comience a serlo.

Si la norma es prohibitiva — esto es, si manda omitir una acción —, se pueden distinguir tres situaciones: (i) normas que prohíben acciones lícitas pero moralmente indiferentes; (ii) normas que prohíben acciones moralmente buenas pero no obligatorias; y (iii) normas que prohíben acciones moralmente obligatorias. Al primer tipo podrían pertenecer, por ejemplo, las normas que prohíben a los propietarios de un departamento poner cortinas de un cierto color o tender la ropa en el balcón (ambas frecuentes en los reglamentos de copropiedad de los edificios). Del segundo tipo serían, por ejemplo, las leyes que prohíben a los empleados públicos portar o tener símbolos religiosos en sus lugares de trabajo, o las leyes que prohíben a las parejas tener más de un hijo. Y serían normas del tercer tipo, por ejemplo, las que prohíben salvar a los bebés que nacen vivos en un procedimiento de aborto fallido, o, según el famoso caso narrado en la Antígona de Sófocles, el edicto de Creonte que prohibía dar sepultura a Polinices.

Para saber cómo debe comportarse en estas situaciones, el agente debe partir por analizar si la prohibición tiene una justificación. En el caso de las conductas moralmente indiferentes, la prohibición se puede justificar por diversas razones, incluso de carácter estético (como la armonía del entorno). Más exactamente: con la finalidad de que exista orden, la autoridad legítima tiene la facultad de establecer determinaciones en materias moralmente indiferentes, y estas determinaciones pueden traducirse en la forma de prohibiciones. En el caso de las normas que prohíben una acción moralmente buena pero no obligatoria, y también en el caso de las normas que prohíben acciones moralmente obligatorias, es necesario hacer dos precisiones. En primer lugar, la pregunta por la justificación de la prohibición solo es pertinente si se consideran dichas acciones en sí mismas, esto es, con independencia de las circunstancias. En efecto, en caso contrario lo correcto sería decir que, si hay una verdadera razón de bien común que justifique la prohibición, entonces la acción ya no será moralmente buena, ni mucho menos moralmente obligatoria, pues será imprudente. En segundo lugar, para que una norma pueda prohibir lícitamente acciones que son en sí mismas buenas u obligatorias es necesario que la prohibición no se efectúe con la intención de impedir el bien, sino con la intención de impedir males a los que, en determinadas circunstancias, esas acciones podrían dar ocasión. Por ejemplo, una manifestación pública pacífica, ordenada y en pro de una causa justa es en sí misma moralmente buena (o podría ser incluso obligatoria para alguien); y, no obstante, la autoridad puede prohibirla legítimamente si tiene fundado temor de que un grupo de violentistas tomarán ocasión de esa manifestación para hacer desmanes graves (desmanes que la autoridad no puede evitar de otra manera menos perjudicial).

Si la prohibición está justificada, entonces el agente debe cumplirla; si no lo está, la norma prohibitiva será injusta. Para saber cómo debe comportarse el agente en este último caso, hay que distinguir entre, por una parte, normas injustas que prohíben lo lícito pero indiferente o lo bueno pero no obligatorio (casos i y ii) y, por otra, normas injustas que prohíben lo moralmente obligatorio (caso iii).

Frente a las normas injustas que prohíben lo lícito pero indiferente y las que prohíben lo bueno pero no obligatorio, el agente no tiene un deber moral ni de cumplir la norma ni tampoco de desobedecerla.Para saber qué es lo razonable, el agente debe efectuar un juicio de proporcionalidad que compare los efectos buenos y malos que se siguen de sus dos cursos posibles de acción, esto es, del cumplimiento y del incumplimiento de la norma. Si el incumplimiento de la norma produce males mayores, lo razonable será conformarse con ella y cumplirla. De lo contrario, es lícito no cumplirla. Como se puede apreciar, a veces existen razones extrínsecas que obligan a cumplir una norma que en sí misma no es obligatoria. Más arriba vimos que Tomás de Aquino sostiene que el agente debe ceder su derecho y cumplir la ley “para evitar escándalo o perturbación”.35 Pero esto es solo la aplicación de un principio más general, según el cual no hay obligación de obedecer una ley injusta si puede resistirse sin provocar un mal mayor (maiori detrimento).36

En cambio, frente a una norma injusta que prohíbe lo moralmente obligatorio, el agente tiene un deber prima facie de desobediencia. Este deber es solo prima facie porque podría suceder que, consideradas todas las cosas, los mismos males asociados al incumplimiento de la prohibición extingan la obligatoriedad moral. Por ejemplo, el personal de un hospital tiene un deber moral prima facie de hacer lo posible por salvar a un recién nacido que agoniza en el pabellón. Sin embargo, si hay una ley que prohíbe bajo grave pena salvar a los sobrevivientes de un procedimiento de aborto fallido, entonces la misma pena y los otros males que se siguen del incumplimiento de la ley pueden constituir una razón suficiente para extinguir la primitiva obligación. La razón de esto es que todo deber positivo puede extinguirse si concurre una razón proporcionalmente grave. Cuando el agente se abstiene de actuar del modo exigido por la primitiva obligación, no lo hace con la intención de que se produzcan los males que estaba prima facie llamado a evitar, sino con la intención de que no se produzcan los males aparejados al incumplimiento de la norma injusta.37

Por último, si la norma es imperativa — esto es, si manda ejecutar una acción —, se deben distinguir nuevamente tres situaciones: (i) normas que mandan ejecutar acciones moralmente indiferentes; (ii) normas que mandan ejecutar acciones moralmente buenas pero no obligatorias, y (iii) normas que mandan ejecutar acciones moralmente malas. Al primer tipo podría pertenecer, por ejemplo, la norma que manda al propietario de una casa quitar la maleza de su antejardín. Al segundo tipo podría pertenecer la norma que manda poner la bandera nacional en determinados días del año. Y al tercero, la norma que manda al médico realizar un aborto.

En el caso de las normas que mandan ejecutar acciones moralmente indiferentes y de las que mandan ejecutar acciones buenas pero no obligatorias, el agente debe partir por examinar si esos mandatos tienen una justificación. El orden y la armonía del entorno o la promoción de los valores patrios pueden ser razones suficientes para dicha justificación. Si el mandato está justificado, entonces el agente debe cumplirlo; si no lo está, la norma imperativa será injusta, porque coarta indebidamente la libertad. Las normas que mandan ejecutar acciones moralmente malas son siempre injustas. Respecto de ellas no cabe, por tanto, preguntarse si pueden tener una justificación.

Para saber cómo debe comportarse el agente ante normas imperativas injustas, hay que distinguir entre, por una parte, normas injustas que mandan ejecutar acciones moralmente indiferentes o acciones buenas pero no obligatorias (casos i y ii) y, por otra, normas injustas que mandan ejecutar acciones moralmente malas (caso iii).

Frente a las normas injustas que mandan ejecutar lo lícito pero indiferente y las que mandan ejecutar lo bueno pero no obligatorio, el agente no tiene un deber moral ni de cumplir la norma ni tampoco de desobedecerla. Para saber qué es lo razonable, el agente debe efectuar un juicio de proporcionalidad que compare los efectos buenos y malos que se siguen de sus dos cursos posibles de acción, esto es, del cumplimiento y del incumplimiento de la norma. Si el incumplimiento de la norma produce males mayores, lo razonable será conformarse con ella y cumplirla. De lo contrario, es lícito no cumplirla.

Frente a las normas injustas que mandan ejecutar lo moralmente malo, el agente tiene un deber absoluto de desobedecer la norma y abstenerse de ejecutar la acción moralmente mala. Con todo, debe ser cuidadoso en identificar si la norma realmente manda ejecutar una acción que es en sí misma moralmente mala. En efecto, hay normas injustas que mandan ejecutar acciones, pero no se trata de acciones moralmente malas en sí mismas, sino de acciones que solo implican padecer una injusticia o cooperar materialmente con la acción mala de un tercero. En estos dos últimos casos el agente solo tiene un deber prima facie de desobediencia, pues deberá obedecerla norma cuando de la desobediencia se siga un mal mayor. Dicho con otras palabras, en estos casos el agente puede tolerar la injusticia y obedecer la norma si cuenta con una razón proporcionalmente grave para ello.

Veamos algunos ejemplos de los casos que acabamos de distinguir. Si un médico juzga con certeza que el aborto directo es un acto en sí mismo malo, entonces está obligado, incondicionalmente, a desobedecer una ley que le mande realizar esa acción. Que esta desobediencia sea incondicional significa que no queda sujeta a ningún cálculo utilitario o ponderación de bienes. En cambio, si una ley le manda pagar un impuesto desproporcionado, sería una ley injusta del segundo tipo, esto es, que no manda cometer una injusticia, sino padecerla. En este caso el agente puede lícitamente cumplir la ley y pagar el impuesto injusto, si eso es necesario para evitar un mal mayor (como, por ejemplo, el castigo que el incumplimiento conlleva). Por último, si una ley de aborto permite al médico abstenerse de realizar la acción abortiva, pero le impone, a cambio, el deber de derivar a la paciente para que el aborto le sea realizado por un tercero, entonces estaríamos en presencia de una ley injusta del tercer tipo, esto es, una ley que manda cooperar materialmente con la acción mala de otro.38 En este caso el agente puede, igualmente, cumplir la ley para evitar un mal mayor.

La cooperación material con el mal ajeno se produce cuando una persona realiza una acción que posibilita o facilita una acción mala de un tercero, pero no comparte la mala voluntad de este último. Es decir, el cooperador prevé que, de algún modo, posibilitará o facilitará el mal, pero no quiere ese mal ni como fin ni como medio. Lo que el agente busca es conseguir un bien o evitar un mal. La cooperación material con el mal ajeno se debe distinguir, entonces, de la misma acción mala con la que se coopera. Pero también se debe distinguir de la cooperación formal. La cooperación formal se caracteriza porque la persona que coopera comparte el fin inmoral de quien realiza la mala acción principal. Estas distinciones son importantes, porque, a diferencia de las otras dos acciones, la cooperación material puede justificarse si el agente cuenta con una razón proporcionalmente grave.39 No puede existir una obligación de abstenerse de toda cooperación material con el mal del prójimo, por la sencilla razón de que esa obligación sería imposible de cumplir. En efecto, a veces sucede que si la persona se abstiene de actuar para no cooperar mediante su acción, coopera igualmente por omisión. Otras veces sucede que dicha abstención no implica cooperar con el mal por omisión, pero sí implica dejar de cumplir otros deberes que pueden ser más importantes que el de evitar la cooperación material. En cambio, sí puede existir una obligación de abstenerse de toda acción inmoral propia y de toda cooperación formal con el mal del prójimo, pues esa obligación es posible de cumplir. En efecto, en ambos casos se exige un determinado acto interior (elección o intención), que está siempre en poder de la voluntad del agente.

4. El problema de la objeción de conciencia

4.1. Objeción de conciencia y principio de tolerancia

Tomás de Aquino y sus seguidores escolásticos se plantearon la cuestión de la ley injusta y del modo en que debe comportarse frente a ella la persona que se ve obligada a cumplirla. Pero no se plantearon el problema de cómo debe comportarse el gobernante o la autoridad (el Estado, diríamos hoy) frente a quien objeta una ley o norma por considerarla injusta o contraria a su conciencia. En el debate actual, en cambio, es esta última cuestión, más que la primera, la que ha ocupado la atención de los estudiosos de la ética y del derecho. En efecto, la discusión sobre la llamada “objeción de conciencia” versa principalmente sobre cómo debe reaccionar el ordenamiento jurídico ante quienes se niegan a cumplir ciertas normas por razones morales o de conciencia. En otras palabras, se podría decir que los escolásticos reflexionaron sobre la objeción de conciencia como deber, mientras que los pensadores contemporáneos se han interesado por la objeción de conciencia como derecho, i. e., como un derecho subjetivo que el ciudadano puede invocar frente al Estado.

Si se mira el problema de la objeción de conciencia desde el punto de vista de un observador externo — un tercero imparcial —, se debe reconocer que, ante el conflicto entre conciencia y ley, no es posible adoptar una solución absoluta en favor de ninguna de ellas. En efecto, hay un hecho que impide adoptar una solución absoluta en favor de la conciencia. Ese hecho, fácilmente constatable por la experiencia, es que hay conciencias erróneas, y algunas gravemente erróneas. Puesto que las acciones que se guían por esas conciencias erróneas pueden ser severamente injustas — y, por consiguiente, impedir la consecución del bien común —, no se puede establecer, como principio moral, que la comunidad política (o la autoridad que la representa) está siempre obligada a respetar la conciencia de los ciudadanos. Del mismo modo, existe otro hecho, de constatación igualmente fácil, que impide adoptar una solución absoluta en favor de la ley. Ese hecho es que hay leyes injustas, y algunas gravemente injustas. Dado que solo las leyes justas obligan moralmente, no se puede establecer, como principio moral, que el ciudadano está siempre obligado a cumplir la ley.

Con todo, aquí no nos interesa analizar el problema de la objeción de conciencia desde el punto de vista de un tercero imparcial, sino desde la perspectiva de la autoridad que debe hacer cumplir una ley que considera justa. El supuesto desde el que parte este análisis es el de una autoridad que asume que es el ciudadano objetor quien está equivocado. Por lo mismo, el principio rector no puede consistir en que la autoridad deba respetar la objeción de conciencia cuando la conciencia es verdadera, y no deba respetarla cuando es errónea. La autoridad, en este supuesto, presume que sus leyes son justas.40

Según los principios tomistas, la autoridad que enfrenta un problema de objeción de conciencia podría tratarlo con justicia si aplica el principio de tolerancia del mal. En efecto, aunque la conciencia del ciudadano sea eventualmente verdadera, la autoridad la juzga como errónea. Por consiguiente, desde la perspectiva de esta última, la pregunta relevante es si la mala acción que deriva de esa conciencia errónea debe o no debe ser tolerada.

El principio de tolerancia del mal establece que es lícito tolerar — es decir, no reprimir o castigar — un mal moral ajeno cuando de su represión se seguirían males mayores que los producidos por la tolerancia.41 Las razones que justifican este principio son las siguientes. En primer lugar, la autoridad está encargada de velar por el bien común. Pero muchas veces sucede que el castigo de una cierta conducta, lejos de beneficiar el bien común, lo perjudica. En tales circunstancias, lo razonable es, evidentemente, renunciar al castigo. En segundo lugar, quien tolera una acción moralmente mala de otro no dirige su voluntad hacia el mal: simplemente acepta que ese mal se produzca como un efecto colateral de la decisión de evitar un daño mayor para el bien común. Ahora bien, aceptar un efecto colateral malo de una acción que es en sí misma lícita y necesaria para conseguir un bien de importancia proporcionada, es algo moralmente justificado.

Según el principio de tolerancia, entonces, la autoridad debe acoger la objeción de conciencia, esto es, no debe castigar al ciudadano que deja de cumplir la ley por razones de conciencia, cuando se verifican las condiciones para una legítima tolerancia, o sea, cuando el castigo ocasionaría un mayor daño para el bien común. En caso contrario, la autoridad no debe acoger la objeción de conciencia.

La aplicación correcta de este principio exige identificar aquellas conductas (acciones u omisiones) que son imprescindibles para el bien común, es decir, aquellas conductas sin las cuales se dificulta gravemente o se hace imposible la consecución del bien común. El cumplimiento de las leyes que mandan tales conductas debe ser exigido a todos los ciudadanos sin excepción. En este sentido, Tomás de Aquino enseña que hay ciertos actos que la ley humana no puede tolerar, que son “principalmente los que producen daño a otros, sin cuya prohibición no podría conservarse la sociedad humana”.42 La regla general es que las conductas imprescindibles para el logro del bien común consistan en omisiones (como abstenerse de cometer homicidio o de robar), pero también hay algunas acciones positivas que revisten tal condición, como ocurre con el pago de impuestos. Respecto de las leyes que mandan estas conductas no cabe, pues, admitir la objeción de conciencia. No debe ser acogido, por ejemplo, el alegato de quien invoca objeción de conciencia para que se le exima del cumplimiento del precepto legal que prohíbe el homicidio o del que manda pagar impuestos.

Fuera del ámbito de aquellas conductas que son imprescindibles para el bien común, la autoridad puede aplicar el principio de tolerancia y acoger la objeción de conciencia. Esto tiene lugar especialmente al momento de distribuir ciertas cargas que no es estrictamente necesario que sean soportadas por todos los ciudadanos, o ni siquiera por todos los ciudadanos que poseen una determinada condición.43 Por ejemplo, la autoridad puede admitir la objeción de conciencia de quienes se niegan a hacer el servicio militar, pues normalmente habrá muchos voluntarios dispuestos a llenar los cupos abiertos.

Para explicarlo con un caso más actual, veamos cómo se podría tratar, conforme al principio de tolerancia, la objeción de conciencia de quienes se niegan a realizar abortos o a cooperar con la acción abortiva. Supóngase que el gobernante tiene la convicción de que el aborto constituye un derecho de la mujer y una legítima prestación de salud. ¿Debería, en tal tesitura, acoger la objeción de conciencia de los médicos obligados por ley a realizar abortos y del resto del personal sanitario obligado por ley a cooperar con tal acción? A la luz del principio mencionado, la respuesta es afirmativa. En efecto, aun cuando la autoridad juzgue que los objetores están equivocados, difícilmente podrá sostener que la realización del aborto, por parte de todos los especialistas de todos los centros de salud, es una conducta imprescindible para el logro del bien común. A la autoridad que legaliza el aborto le basta con que exista un número suficiente de especialistas que pueda satisfacer la demanda por tal acción. Ahora bien, en los países que legalizan el aborto suelen existir suficientes médicos dispuestos a realizarlo, y suficiente personal auxiliar dispuesto a colaborar con ellos.

La objeción de conciencia de quienes se niegan a ponerse vacunas podría recibir, de acuerdo con el principio de tolerancia, un tratamiento distinto al del caso recién analizado. En efecto, en el supuesto de que la negativa a vacunarse comprometa la salud pública, no puede ser cubierta por el principio de tolerancia. Si la omisión de un deber legal produce grave riesgo de daño para terceros, la autoridad actúa injustamente si concede una exención fundada en razones de conciencia.

La solución basada en el principio de tolerancia tiene el mérito de ser compatible con dos visiones opuestas acerca del valor de la conciencia errónea. Es decir, ella se puede aplicar con independencia de cuál sea la respuesta que se adopte frente al problema de si la conciencia moral posee un valor en sí misma, con independencia de su verdad, o si solo es valiosa la conciencia verdadera. Con todo, la solución de ciertos casos podría variar en función de este último factor. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la objeción de conciencia a someterse a una transfusión de sangre (presentada por los Testigos de Jehová en aquellos países que consideran irrenunciables los procedimientos médicos de urgencia vital). Quienes sostienen que toda conciencia, incluso la errónea, es en sí misma valiosa, serán más proclives a tolerar el rechazo a la transfusión y acoger la objeción de conciencia. En cambio, quienes sostienen lo contrario estimarán que la tolerancia de ese rechazo no evita realmente ningún mal significativo.

Cuando la aplicación del principio de tolerancia conduce a la aceptación de la objeción de conciencia, puede surgir la duda acerca de si esta debe acogerse genéricamente o caso a caso. Las dos soluciones son, en principio, posibles, y cuál sea mejor dependerá de las circunstancias. Si un sector importante de la comunidad considera que la ley es gravemente injusta porque manda lo moralmente malo o prohíbe lo moralmente debido, es razonable que la misma ley contemple de modo genérico la posibilidad de alegar la objeción de conciencia, tanto por parte de los obligados a realizar el acto controvertido como por parte de los obligados a cooperar próximamente con él. Si la impugnación de la ley es, en cambio, de carácter más bien excepcional, lo adecuado será evaluar la procedencia de la objeción en cada caso concreto.

4.2. Objeción de conciencia y distinción entre acción y omisión

Algunos han pensado que los problemas de objeción de conciencia pueden resolverse, al menos en parte, apelando a la distinción entre acción y omisión. La relevancia de esta última distinción podría operar de dos modos. En primer lugar, alguien podría afirmar que quien detenta potestad puede conceder una exención de los deberes legales cuando esos deberes exigen acciones positivas, pero no cuando exigen omisiones. Una propuesta de esta naturaleza debería, sin embargo, rechazarse, pues puede ser refutada a la luz de algunos contraejemplos. En efecto, no es razonable que se conceda una exención a la obligación de pagar impuestos, a pesar de que es una obligación que se cumple mediante acciones positivas. Tampoco es razonable que se exima del cumplimiento de la ley a quien se niega a atender en su restaurante o en su hospital a personas de cierta raza, a pesar de que esa atención también se realiza mediante acciones positivas. A la inversa, sí es razonable que se conceda objeción de conciencia al funcionario público que impugna la prohibición de tener símbolos religiosos en su lugar de trabajo, aun cuando esa prohibición se cumpla mediante una omisión.44

En segundo lugar, el uso de la distinción entre acción y omisión podría operar del siguiente modo: alguien podría afirmar que quien detenta potestad puede lícitamente impedir a una persona hacer lo que esta considera bueno, pero jamás puede lícitamente obligar a una persona a hacer positivamente lo que esta considera malo. En tal línea se sitúa, por ejemplo, la propuesta de Sean Murphy y Stephen Genius, que se basa en la distinción entre libertad de conciencia para hacer el bien y libertad de conciencia para no hacer el mal. La primera, que ellos llaman libertad de conciencia “perfectiva”, se afecta cuando se impide a alguien hacer un bien que considera debido. La segunda, que denominan libertad de conciencia “preservativa”, se afecta cuando se fuerza a alguien a hacer lo que considera malo.45 Según los autores, las limitaciones a la libertad de conciencia perfectiva no son necesariamente inconsistentes con la dignidad humana. Pero no sucede lo mismo con las limitaciones a la libertad de conciencia preservativa, pues “forzar a las personas a hacer algo que consideran malo es siempre un asalto a su dignidad personal y humanidad esencial, incluso si ellas están objetivamente en el error”.46

No son pocos los que suscriben la tesis de que nunca se justifica forzar a una persona a ejecutar una acción que ella considera ilícita.47 Para evaluar esta tesis con más detalle se debe precisar, ante todo, qué se ha de entender por forzar. En un sentido general, se dice que una persona es forzada cuando un principio extrínseco (i) la mueve a realizar una acción que voluntariamente no quiere realizar, (ii) le impide realizar una acción que voluntariamente no quiere omitir o (iii) le impone padecer una acción que voluntariamente no quiere padecer. Es bastante claro que es lícito forzar a alguien a omitir una acción, es decir, impedirle por la fuerza que la ejecute. Así, es lícito que un policía sujete e inmovilice a un terrorista que quiere matar a otra persona, y es lícito aun cuando el terrorista piense que tiene un deber moral de eliminar a su víctima (y que es inmoral que se lo impidan). También es claro que es lícito forzar a alguien a padecer algo. Así, es lícito que los gendarmes esposen al mismo terrorista ya condenado, lo conduzcan a la cárcel y lo encierren en su celda, y es lícito aun cuando el terrorista piense que la sentencia es injusta ¿Y qué se puede decir del primer caso enumerado? ¿Solo es lícito forzar a omitir y a padecer, pero no a ejecutar? Pareciera que la respuesta afirmativa implicaría trazar una distinción moral entre acción/omisión y entre acción/pasión difícil de justificar.

Se puede conceder que, de hecho, no son comunes los casos en que se mueva por la fuerza el cuerpo de otra persona para que esta ejecute una acción exterior que no quiere realizar (porque la considera inmoral o por algún otro motivo). Pero esto se puede explicar por razones que no tienen que ver con la ilicitud moral. En efecto, en primer lugar, la mayoría de las veces el fin que persigue quien podría usar la fuerza (v. gr., la autoridad de policía) puede conseguirse sin necesidad de forzar a alguien a realizar por sí mismo una acción determinada: basta con que otra persona ejecute la acción que produce el efecto deseado. Por ejemplo, si la dueña de un hurón portador de rabia se niega, por razones morales, a sacrificarlo, carece de sentido que la autoridad la fuerce a ejecutar por sí misma la acción occisiva, pues el fin sanitario se cumple igualmente si dicha acción la ejecuta un tercero. En segundo lugar, en algunos casos el fin buscado no puede conseguirse por medio de una acción forzada. Supongamos que un cirujano se niega a operar a una persona o que un pintor se niega a pintar un cuadro. Es manifiesto que los fines de estas acciones no pueden conseguirse si un tercero mueve por la fuerza las manos del médico o del pintor.

Pero ¿qué sucede si el fin perseguido es legítimo, muy importante y no se verifican las dos circunstancias descritas recién? Se trataría de un caso en que el fin solo puede alcanzarse si una persona determinada ejecuta la acción y sí es posible conseguir dicho fin forzando el cuerpo de esa persona. Un ejemplo podría ser el siguiente. El terrorista ha logrado fugarse de la cárcel y, en venganza por su detención, ha puesto una bomba de tiempo en un edificio gubernamental. La policía encuentra la bomba y logra detener al terrorista antes de la explosión. Al analizar la bomba, la policía constata que solo puede ser desactivada si el terrorista pone su dedo pulgar en un lector de huella digital instalado en el aparato. El terrorista, sin embargo, se niega a extender su mano y posar su pulgar en el lector. Más aún: el terrorista alega que tiene un deber moral de consumar su plan, que a su juicio constituye el castigo legítimo que merecen los que se oponen a su ideología. ¿Es acaso ilícito tomar por la fuerza la mano del terrorista, extender por la fuerza su dedo pulgar y luego poner por la fuerza la huella sobre el lector? No parece en modo alguno que lo sea, lo que muestra que no es siempre inmoral forzar a alguien a ejecutar una acción que considera ilícita.

Quizá alguien podría objetar que este caso no versa sobre forzar a alguien a ejecutar una acción, sino sobre forzar a alguien a padecer una acción. No obstante, esta objeción tendría una réplica obvia: si este no es un caso de forzar a alguien a ejecutar una acción, ¿cuál lo sería? En efecto, si por “fuerza” se entiende aquí la fuerza física, entonces es imposible que ella se infiera al acto mismo de la voluntad.48 La violencia física solo se puede ejercer sobre los miembros o partes del cuerpo. En este sentido, la frase “forzar a una persona a ejecutar una acción” solo puede significar “mover por la fuerza los miembros del cuerpo de una persona en contra del querer de su voluntad”. Como en este caso el agente forzado se comporta de modo pasivo, la situación también podría ser descrita como un padecer. Ahora bien, si por “fuerza” se entiende la fuerza moral (vis compulsiva), es decir, la acción que consiste en anunciarle a alguien que padecerá un cierto mal en caso de que no se comporte de un determinado modo, entonces resulta también claro que a veces es permisible forzar a alguien a ejecutar una acción que juzga ilícita. Pensemos en el caso siguiente. Un estudiante de Derecho se niega a contestar un examen en el cual se le pregunta por las razones que un cierto Código Civil ha tenido para considerar que los animales (no humanos) pertenecen a la categoría de los bienes muebles. El profesor le explica que la exposición de esas razones no implica compartirlas. Pero el alumno persiste en su negativa, pues considera inmoral el solo hecho de plasmar esas razones en el papel. ¿No puede acaso el profesor decirle que lo calificará con la nota mínima si no contesta el examen? O piénsese en el caso de un ciudadano que se niega a pagar impuestos porque no comparte las políticas del gobierno de turno y estima que cualquier cooperación con ellas es inmoral. Es claro que la autoridad respectiva actúa lícitamente si lo conmina a pagar bajo pena de iniciar los procedimientos de apremio que contempla la ley. En conclusión, sí puede ser lícito forzar (física o moralmente) a una persona a ejecutar una acción que ella considera inmoral. Desde luego, no es lícito forzar moralmente a alguien mediante una amenaza ilícita. Por ejemplo, no es lícito conminar a alguien a pagar impuestos bajo el anuncio de que, si no lo hace, sufrirá la mutilación de alguno de sus miembros. Pero en este caso, como es obvio, la ilicitud de la fuerza deriva de la ilicitud del mal con que se amenaza, y no del hecho de que sea en sí mismo ilícito conminar a una persona a ejecutar una acción que ella juzga inmoral.

5. Conclusiones

La teoría moral tomista provee un conjunto de principios, filosóficamente fundados, acerca de la conciencia moral y la obligación de actuar conforme a ella. A la luz de estos principios pueden reelaborarse algunos criterios razonables sobre cómo deben comportarse los ciudadanos frente a las normas injustas. Estos criterios exigen distinguir entre normas que mandan ejecutar acciones, normas que mandan omitir acciones y normas que simplemente permiten. Los principios de la ética tomista ayudan también a abordar algunos de los problemas relativos a la llamada “objeción de conciencia”. En particular, el principio de tolerancia facilita una primera aproximación a la resolución de casos complejos, que tiene el mérito de poder aplicarse con independencia de cuál sea la posición que se adopte frente al problema del valor de la conciencia errónea. Contra la tesis de algunos autores, la distinción entre acción y omisión no es la vía adecuada para resolver problemas de objeción de conciencia.

 

Notas

1 La fuente clásica donde se recogen los aportes de los escolásticos medievales es Odon Lottin, “Problèmes de morale, Première partie,” In Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles, Tome II (Gembloux: J. Duculot, 1948), 103-417.

2 Cfr. De veritate, q. 17, a. 2, c.

3 En una teoría moral relativista solo se podría hablar de conciencia errónea en un sentido débil. Así, un relativista cultural podría llamar conciencia errónea a aquel juicio moral que no se ajusta a lo que la respectiva sociedad aprueba o desaprueba moralmente.

4 Summa theologiae, I-II, q. 19, a. 5, c.

5 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 71, a. 5, ad 1.

6 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 19, a. 6, ad 1: “Para que aquello a lo que se dirige la voluntad se diga malo, basta con que sea malo según su naturaleza o con que se aprehenda como malo; pero para que se diga bueno se requiere que lo sea de uno y otro modo”.

7 In II Sententiarum, d. 39, q. 3, a. 3, c.

8 De veritate, q. 17, a. 4, ad 9.

9 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 19, aa. 5 y 6.

10 Cfr. De veritate, q. 14, a. 1, c.

11 Esto, con todo, no significa que un juicio cierto deba necesariamente ser verdadero, pues la certeza, como aquí se entiende, es un estado subjetivo compatible con el error: por ejemplo, la demostración que lleva a considerar como cierta una determinada conclusión podría ser defectuosa.

12 Cfr. De veritate, q. 14, a. 1, c; Summa theologiae, II-II, q. 2, a. 1, c.

13 Summa theologiae, II-II, q. 70, a. 2, c.

14 De veritate, q. 17, a. 4, ad 4.

15 Cfr. Tomás de Aquino, In IV Sententiarum, d. 27, q. 2, a. 3, 2 a.

16 Este análisis se inspira en Francisco de Vitoria, De actibus humanis (In primam secundae Summae Theologiae), q. 19, a. 5, ed. A. Sarmiento (Stuttgart: Frommann-Holzboog, 2015), 232-240.

17 Algunos autores suelen afirmar, demasiado rápido, que “no es lícito obrar con conciencia dudosa”, Cfr. Ángel Rodríguez, Ética general (Pamplona: Eunsa, 1993), 290. Pero este principio solo es verdadero cuando el agente juzga que la omisión es lícita.

18 Tomás de Aquino, De regno ad regem Cypri, l. 1, c. 6.

19 Cfr. Tomás de Aquino, De malo, q. 2, a. 10, c.

20 Cfr. Francisco de Vitoria, De iure belli, n. 37 (Salamanca: San Esteban, 2017).

21 Cfr. Summa theologiae, II-II, q. 31, a. 3, ad 2; II-II, q. 32, a. 6, c.

22 Cfr. Enrique de Villalobos, Summa de la theologia moral y canonica, p. 2, tr. 12, dif. 7, conc. 2 (Salamanca: Diego de Cussio, 1629).

23 Cfr. Francisco de Vitoria, Commentaria in secundam secundae, q. 64, a. 5, n. 9 (Milwaukee: Marquette University Press, 1997).

24 En el lenguaje de los “sistemas morales”, la solución que aquí se propone incluye elementos del “probabiliorismo” y del “compensacionismo”. Sobre esta cuestión Cfr. Teófilo Urdánoz, “La conciencia moral en Santo Tomás y los sistemas morales,” La Ciencia Tomista 245 (1952): 529-576. Los llamados sistemas morales — esto es, las teorías sobre los principios que debe seguir el agente para resolver las dudas de conciencia — están pensados como una respuesta a la pregunta acerca de qué tan firme debe ser el asentimiento para que sea lícito obrar en contra de una ley dudosa. Pero un juicio acertado sobre esta materia exige, en primer lugar, determinar el significado de la expresión “ley dudosa”, que no es del todo claro en los moralistas. ¿Qué podría significar esta expresión? En el caso de la ley moral, decir que una ley es dudosa equivale a decir que un agente suspende el juicio acerca de la licitud o ilicitud moral de un acto humano. Por ejemplo, un sujeto puede dudar acerca de la licitud de la pena de muerte, porque los argumentos a favor de ambos lados le parecen igualmente fuertes. En estas circunstancias, ¿cuál es la ley dudosa? ¿La ley dudosa es la que declara inmoral la pena capital o aquella que la declara moralmente lícita? En el caso de la ley humana la cuestión exige distinguir: si se duda sobre la existencia de la ley o si se duda sobre su justicia. Si se duda sobre la existencia, la cuestión coincide con la de la ley moral. Si, en cambio, se duda sobre la justicia de la ley, la forma de salir de la duda exige aplicar una presunción: la ley humana se presume justa si procede de autoridad legítima (in dubio pro lege). Finalmente, si ley dudosa es más bien sinónimo de ley probable, entonces habrá que guiarse por los principios pertinentes ya expuestos en el cuerpo.

25 Javier Hervada, Cuatro lecciones de derecho natural. Parte especial (Pamplona: Eunsa, 1998), 80.

26 Cfr. In III Sententiarum, d. 31, q. 1, a. 4, qc. 3, ad 1. En otro lugar explica con más detalle que “el mal menor tiene razón de bien por comparación al mal mayor, pues el mal menor es más elegible que el mal mayor. Mas, cada uno elige bajo la razón de bien. Y, por lo mismo, lo más elegible tiene razón de bien mayor” (In V Ethicorum, l. 5, n. 9).

27 Cfr. Teófilo Urdánoz, “La conciencia moral en Santo Tomás y los sistemas morales,” 570.

28 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 4.

29 Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 4, c.

30 El Aquinate ilustra su distinción con algunos casos. Así, dice que las leyes injustas por contrariedad al bien humano pueden serlo por el fin, por el autor o por la forma. Las primeras tienen lugar cuando el gobernante impone leyes que no se dirigen a la utilidad común, sino a su propia ambición o gloria; las segundas, cuando quien las dicta se excede de la potestad que se le ha encomendado; y las terceras, cuando se distribuyen desigualmente las cargas entre la multitud. Sobre las leyes injustas por contrariedad al bien divino solo menciona un ejemplo: las leyes de los tiranos que inducen a la idolatría (Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 4, c).

31 Cfr. Summa theologiae, II-II, q. 154, a. 3, c.; De malo, q. 2, a. 10, c.

32 Cfr. Summa theologiae, II-II, q. 88, a. 2, 2 a. y ad 2.

33 Cfr. De malo, q. 15, a. 1, ad 5.

34 Sobre la distinción entre estos tipos de normas, Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 92, a. 2, c.

35 Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 4, c; Cfr. II-II, q. 104, a. 6, ad 3.

36 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 4, ad 3.

37 Las omisiones admiten una “maleabilidad intencional” que no está presente en las acciones positivas. En efecto, no hay ninguna omisión voluntaria que vaya unida necesariamente a una determinada intención, mientras que hay acciones positivas voluntarias que sí van unidas necesariamente a determinadas intenciones. Para seguir con el ejemplo, quien omite salvar al recién nacido puede hacerlo sin la intención de matarlo, mientras que quien lo despedaza en el procedimiento de aborto tiene necesariamente intención de matarlo.

38 La obligación de derivar es a veces impuesta, por las leyes que legalizan el aborto, como una condición para invocar la objeción de conciencia. Se debe tener en cuenta, por tanto, que la derivación no es una acción mala en sí misma. En sí misma, la derivación es una acción indiferente, que solo se hará mala por el fin intentado por el agente o por las circunstancias que la rodean. Ahora bien, quien deriva para cumplir una obligación legal no lo hace con la intención de que el aborto efectivamente se consume: se limita a trasladar a una persona a un cierto recinto con el único fin de evitar las sanciones impuestas por la ley. Si el aborto finalmente se realiza, eso se deberá exclusivamente a la voluntad de la persona que elige someterse al procedimiento y de los que eligen realizarlo. Desde luego, quien cumple la obligación de derivar sabe que con ello facilita o posibilita una acción moralmente mala. Pero esta circunstancia no basta para viciar una acción. Solo la viciaría si el agente careciera de una razón proporcionalmente grave para cooperar; por ejemplo, si las sanciones impuestas por la ley fueran muy leves o si hubiera una manera menos perjudicial de evitarlas.

39 Tomás de Aquino no trató sistemáticamente el tema de la cooperación al mal, pero la doctrina se encuentra implícita en varios pasajes de su obra: Cfr.Summa theologiae, II-II, q. 169, a. 2, ad 4; III, q. 80, a. 6; II-II, q. 78, a. 4; De malo, q. 13, a. 4, ad 18 y ad 19.

40 Por cierto, la autoridad llamada a hacer cumplir la ley (v. gr., un juez) también puede considerar que la ley es injusta. Por razones de espacio, no se tratará este tema aquí.

41 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 2.

42 Summa theologiae, I-II, q. 96, a. 2.

43 Cristóbal Orrego, “Objeción de conciencia: el problema filosófico y ético-político,” pro manuscrito, 7.

44 Pau Agulles (pp. 623-626) sostiene que un rasgo constitutivo de la objeción de conciencia es que su ejercicio implica un comportamiento omisivo: Pau Agulles, “Objeción de conciencia,” in Problemas de derecho natural, ed. A. Miranda y S. Contreras (Santiago: Thomson Reuters, 2015), 613-638. El autor, sin embargo, pasa por alto que algunas veces la obligación impuesta por la norma es una obligación de omitir, y en tal caso el ejercicio de la objeción implica un comportamiento activo. Negarse a obedecer (que en sí mismo es un acto interior de la voluntad) se traduce exteriormente en ejecutar la acción positiva que la autoridad prohíbe, como sucede en el caso de Antígona, que desobedece el edicto de Creonte precisamente al realizar el acto positivo de enterrar a Polinices. Agulles añade que la obligación frente a la que se opone la objeción de conciencia “es entendida desde el punto de vista del facere (ODC a la colaboración en un aborto), del dare (ODC al pago de una cuota de la Seguridad Social), o del pati (ODC a sufrir tratamientos médicos obligatorios)” (p. 627). De acuerdo con lo dicho recién, habría que agregar también el non facere.

45 Sean Murphy y Stephen Genius, “Freedom of Conscience in Health Care: Distinctions and Limits,” Bioethical Inquiry 10 (2013): 348-349.

46 Sean Murphy y Stephen Genius, “Freedom of Conscience,” 351. Curiosamente, luego agregan que “si la restricción de la libertad de conciencia preservativa puede ser justificada en algún caso, solo lo será como un último recurso y solo en las circunstancias más excepcionales”. ¿Significa esto que, como último recurso y en circunstancias excepcionales, se puede justificar un asalto a la dignidad personal y humanidad esencial? ¿No será, más bien, que hay casos en que la restricción a la libertad de conciencia preservativa no es un asalto a la dignidad personal y humanidad esencial?

47 Cfr., por ejemplo, Agulles, “Objeción de conciencia,” 630.

48 Cfr. Summa theologiae, I-II, q. 6, a. 4.