Saberes y prácticas. Revista de Filosofía y Educación / ISSN 2525-2089
Vol. 7 N° 2 (2022) / Sección Artículos / pp. 1-13 /
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de Filosofía en la Escuela (CIIFE),
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.
revistasaberesypracticas@ffyl.uncu.edu.ar / saberesypracticas.uncu.edu.ar
Recibido: 22/06/2022 Aceptado: 30/09/2022
DOI: https://doi.org/10.48162/rev.36.058
A
Philosophical Essay on Right to Education
Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina.
leonardojcolella@yahoo.com.ar
Resumen. En el presente ensayo se busca desarrollar una
hipótesis que vincula la relación pedagógica con la relación política y su
interacción para la construcción y reproducción de una lógica idéntica que
atraviesa y sobrepasa diversos campos sociales. Esta hipótesis que relaciona el
fundamento mismo de la educación con la metáfora del triángulo pedagógico y que
identifica en ella una lógica de producción de la desigualdad hace repensar el
planteo de la educación como derecho sin antes poner en cuestión diversos elementos
que la fundamentan, especialmente aquellos vinculados al concepto de
transmisión.
Palabras clave. Derecho a la
Educación, Transmisión, Triángulo pedagógico.
Abstract. This essay seeks to develop a
hypothesis that links the pedagogical relationship with the political
relationship and their interaction for the construction and reproduction of an
identical logic that crosses and surpasses various social fields. This hypothesis
that relates the very foundation of education with the metaphor of the
pedagogical triangle and that identifies in it a logic of production of
inequality makes us rethink the approach of education as a right without first
questioning various elements that support it, especially those linked to the
concept of transmission.
Keywords. Right to Education,
Transmission, Pedagogical Triangle.
Este
ensayo pretende presentar una hipótesis sobre educación que la urgencia del
pragmatismo del último medio siglo ha venido desatendiendo y que aún hoy
permanece desoída. La incomprensión y la omisión de este planteo, tanto en el
ámbito académico como en la escena pública, podría obedecer, tal vez, a la
responsabilidad de la propia filosofía y a ciertos prejuicios que aún recaen
sobre ella. De cualquier modo, la hipótesis es en sí misma sencilla. No
obstante, y a la vez, su enunciación puede resultar equívoca, ya que la
similitud con otros planteos hace que el sentido común pueda construir ciertas ambigüedades
y simplificaciones. La pretensión de este texto es desarrollarla con la mayor
claridad posible.
La
hipótesis expresa lo siguiente: la definición de la educación posee un carácter
performativo que obliga a construir una particular relación pedagógica; la
relación pedagógica es la relación política. Esto último es lo más
importante, la hipótesis no dice, como tiende a interpretarse, que simplemente existe
una relación entre educación y política, o un determinismo material que las
condiciona por igual, sino que existe una lógica, la misma lógica, que ordena
la relación pedagógica y la relación social. Esto es relevante políticamente
porque la hipótesis sugiere que no es posible incidir en la relación social mediante
la educación sin trastocar ciertos atributos de la relación pedagógica que la
fundamenta, ya que ambas obedecen a una lógica que las trasciende. Tampoco dice
simplemente que la escuela opera para evitar la desligazón social, sino que
alberga en sí misma una lógica que participa en la construcción de cierto
lazo social. Y la conclusión más importante que se desprende de esta hipótesis
es que la educación, por más urgencia que se tenga, no podría adoptar el
estatuto de un derecho si no revisa la lógica que la constituye, esto es, el
mecanismo de conformación de la relación pedagógica.
La
incomprensión y la posterior desestimación de esta hipótesis se manifiestan a
través de ciertos malentendidos desplegados en el debate político y académico;
por ejemplo, uno de ellos puede observarse a través de cierta confusión sobre
la obra de Jacques Rancière. Se podría señalar, incluso, que proviene de la
simplificación de un particular concepto: el de explicación. Este reduccionismo
circunscribe a la explicación únicamente al ámbito educativo. No obstante, las
expresiones del autor respecto de este término son sugerentes, ya que emplea sintagmas
como “orden explicador” o “lógica de la explicación”.
(…) pasado el tiempo de las grandes
promesas de igualdad por venir, los mecanismos de la progresión escolar sirven
para reforzar la asimilación siempre más estrecha de la lógica de la dominación
a la lógica de la pedagogía explicadora. La sociedad pedagogizada con la que
Jacotot nos amenazaba es la que hoy nos gobierna. No son solamente los
profesores y los manuales los que explican, son todas nuestras instituciones,
nuestros ministerios, la miríada de comités y comisiones de todo tipo que ellos
nombran, pero también nuestros diarios, radios y televisiones que son
investidos en la tarea sin fin de explicarnos cualquier cosa, de las
necesidades del mercado mundial a los diversos hechos, de las tendencias
profundas reveladas por los últimos sondeos de opinión a los abismos psicológicos
y sociales revelados por el menor «fenómeno de sociedad». (Rancière, 2008a, p.
20-21)
Pues, antes de la tiranía declarada,
evidente, que prohíbe a los individuos la libre expresión de los pensamientos,
existe la tiranía mucho más radical que les impide concebirse enteramente como
seres pensantes. Esta tiranía no necesita de ningún aparato represivo ya que se
identifica con un orden de cosas que ella hace reconocer como evidente por
aquellos mismos a los que oprime. (Rancière, 2008a, p. 12)
La explicación,
para Rancière, no es un elemento específico del mundo educativo, sino que es
una lógica que organiza la propia relación pedagógica y que la trasciende
porque, en realidad, es constitutiva de relaciones en otros ámbitos de la vida
social. La misma lógica opera en política, afirma, y para ello basta con leer Le
Mésentente. Politique et philosophie (Rancière, 1995). De igual manera, la misma lógica opera en el arte: Rancière le
dedicó un libro especialmente a este asunto, Le spectateur émancipé:
(…) es la misma lógica del pedagogo
embrutecedor, la lógica de la transmisión directa de lo idéntico: hay algo, un
saber, una capacidad, una energía que está de un lado –en un cuerpo o un
espíritu- y que debe pasar al otro. Lo que el alumno debe aprender es lo que el maestro le enseña. Lo que el espectador debe
ver es lo que el director teatral le hace
ver. Lo que debe sentir es la energía que él le comunica. A esta identidad
de la causa y del efecto que se encuentra en el corazón de la lógica
embrutecedora, la emancipación le opone su disociación. (Rancière, 2008b, p.
20)
Aunque
en otro sentido, este carácter trascendente del concepto de explicación,
que los especialistas en política educativa encuentran muy enrevesado de
detectar, ya lo ha comprendido el feminismo desde hace algunos años
atrás. No es casual que haya propuesto un neologismo para esta forma de
dominación y de violencia, y que el propio término incluya literalmente el
gerundio de “explicar”: mansplaning (composición realizada a partir de
los vocablos man -hombre- y explaining -explicando-).
Explicarle
algo a alguien, transmitir un conocimiento que uno posee a otra persona, no
constituye en sí mismo ningún acto de discriminación. El problema surge cuando
la explicación es la lógica que configura la relación. Es decir, la
explicación se transforma en un problema interesante para el abordaje
filosófico, por un lado, cuando dispone un modo de subjetivación específico (cuando
estructura una forma de dirigir la mirada sobre uno mismo) y, por el otro, cuando
nomina y ordena los elementos de esa situación según un criterio diferenciador,
por caso, entre poseedores y no poseedores, entre inferiores y superiores, etc.
La filosofía rancieriana ha comprendido a la explicación, en el sentido
particular que mencionamos, como una lógica subjetivante y desigualitaria.
¿Qué
significa que la explicación, en tanto lógica, constituya un mecanismo
subjetivante? Significa que la explicación se ha erigido como un régimen de
visibilidad y de existencia respecto de los elementos que forman parte de
una situación educativa. Una relación pedagógica será tal si quienes participan
de ella son nominados, son tenidos en cuenta, de acuerdo a una serie particular
de atributos y según una finalidad específica. Esto se vuelve por demás
evidente cuando recordamos la metáfora más extendida en los últimos tiempos para
describir todo acto educativo: el triángulo pedagógico.
Quisiera
dejar de lado aquí las derivas ontológicas que pueda requerir este concepto,
pues ya las he abordado en otros artículos (Colella, 2015a; 2018). Bastaría
mencionar, como sugiere Wigdorovitz de Camilloni (2014), el carácter
performativo de la metáfora y cómo algo que inicialmente surge con una pretensión
descriptiva termina por adquirir un atributo prescriptivo. El problema del
triángulo pedagógico es su autodeterminación como ontológicamente totalizante:
pretender que por fuera de las relaciones establecidas por la lógica de la
explicación no exista nada que pueda ser llamado educación. La
educación es en sí misma, nos cuenta aquella metáfora, el encuentro entre
alguien que posee algo y alguien que no lo posee, porque el sentido de este
encuentro es la transmisión. Fenstermacher (1986) le puso letras para
que no nos confundamos: hay una persona (P) que posee cierto contenido (C) y
que trata de transmitirlos a otra persona (R) que carece de ellos, de modo tal
que P y R establezcan una relación para que R reciba C. He aquí
la definición de la educación y, a la vez, el fundamento de la relación
pedagógica. No nos referimos aquí únicamente a las pedagogías más anticuadas,
lineales o autoritarias, sino a las pedagogías reales de nuestro tiempo. Porque
si bien la metáfora del triángulo pedagógico ha sufrido algunas críticas y todas
ellas proponen algunas modificaciones (Ibáñez Bernal, 2007; Gvirtz y
Palamidessi, 2008), ninguna termina por impugnar el fundamento de esa
metáfora.
Rancière
no pone en cuestión la descripción de la educación mediante la metáfora del
triángulo pedagógico, lo que pone en cuestión es que esa lógica sea la única
experiencia posible de construcción de relaciones y prácticas. ¿Y por qué es
fundamental para Rancière desarticular el carácter totalizante de aquella
lógica? Porque su hipótesis es que el carácter político de la educación no se
vincula con las consecuencias de la transmisión de contenidos ni con la
expedición de certificaciones sino con las experiencias subjetivas vividas
a través de la práctica educativa. Es decir, el modelo del triángulo
pedagógico, aunque se propone como el fundamento mismo de la educación, es un
modo de subjetivación particular que inscribe a los individuos a través de un
mecanismo de diferenciación. No se trata de soslayar esas diferencias realmente
existentes, sino de destacar que el principio que constituye esas relaciones
tiene consecuencias de orden político. Todo esto es porque, como mencionamos en
nuestra hipótesis inicial, la misma lógica que gobierna las desigualdades
sociales es la que constituye las relaciones pedagógicas. En realidad, para expresarlo
con mayor precisión, aquella lógica es la condición de posibilidad para la
producción y reproducción de la desigualdad en nuestras sociedades
democráticas, ya que trasciende el ámbito educativo para caracterizar con
similares esquemas representacionales a la política, el universo productivo, el
arte, la ciencia, etc.
Una experiencia
disruptiva
La pedagogía puede contener también la historia
de sus anomalías y peculiaridades: una serie de experiencias que, de un modo u
otro, con mayor o menor eficacia, han logrado desafiar algún elemento
constitutivo de aquella lógica totalizante. Estas experiencias disruptivas
pueden resultar interesantes no como modelos paradigmáticos sino como
expresiones de una disonancia que nos exhorta a reconsiderar las
contradicciones originarias de la educación y a restablecer el interrogante por
su carácter filosófico, político y emancipador.
En tal sentido, me interesa destacar aquí las
prácticas educativas experimentadas por los individuos que enfatizan en la
construcción de relaciones horizontales a partir de la auto-organización y la
participación colectiva: la iniciativa de los propios individuos para construir
su propia educación.
Simplemente a modo de testimonio de la
existencia de otras formas de educación, propongo la descripción de una
experiencia a nivel local. En las últimas décadas, en Argentina, se conformaron
grupos de autogestión educativa con dinámicas disruptivas respecto de las
propuestas por la generalidad de las instituciones de enseñanza. Estos colectivos
autogestionados se convocaron especialmente, aunque no siempre, en diversas
instituciones de educación superior del país. Generaron espacios comunes de
aprendizaje y reflexión con la intención de diferenciarse de la construcción de
vínculos jerárquicos y de la apropiación individual de los contenidos.
Los grupos son muy diversos entre sí y sus
características son heterogéneas, no obstante, existen algunos aspectos que
pueden estar presentes en la mayoría de ellos con un grado de consolidación
diverso. Los principios que fundamentan estos espacios son los de
auto-organización, horizontalidad, apertura y transdisciplinariedad, entre
otros (Yamamoto y Repossi, 2007).
La auto-organización apunta a sortear
la distancia entre los miembros del colectivo de estudio y a implicarlos en
igual medida sobre las decisiones que les atañen. Es decir, todos los
participantes deciden colectivamente sobre los contenidos y las formas que configuran
los procesos educativos del propio grupo. En consonancia con ello, la horizontalidad
apunta a señalar que las diferencias existentes entre los participantes no
implican una distinción en la capacidad respecto de la toma de decisiones. La
divergencia de cantidad y cualidad de saberes y habilidades no se traduce en
una estructuración respecto de los roles a ocupar dentro del grupo. Y esto está
ligado al tercer aspecto, la apertura, ya que se intenta destacar una
capacidad intelectual y política común en vez de una diferenciación sustentada
en determinadas carencias (de conocimientos previos, destrezas o aptitudes). La
apertura refiere a que todo ser humano sin distinción y sin condicionamientos
puede participar de los grupos. Asimismo, el aspecto transdisciplinario
busca confrontar con la clasificación y jerarquización de saberes y
perspectivas; ante ello, los seminarios proponen un abordaje multidimensional
de los problemas tratados.
Estas
prácticas educativas, que tienden a la disolución de la figura tradicional del
triángulo pedagógico (P, R y C), en las que no se busca transmitir contenidos desde
un individuo a otro, nos permiten representar situaciones educativas en las que
emerge un sujeto colectivo. Pero un sujeto colectivo no es la suma de
individuos, sino una construcción dinámica a través de una experiencia común
cuando todos los participantes son considerados a partir de una igualdad. Estas
prácticas no convocan a los individuos desde aquello que ignoran, desde aquello
que les falta o que no poseen (no los interpelan a partir de una incapacidad),
sino que lo hacen a partir de una capacidad, de una potencia intelectual
compartida por todos. En este sentido, lo disruptivo no es del orden del método
pedagógico, sino que está directamente asociado a la interrupción de una lógica
que reproduce un modo particular de vincularse y de educar(se). El carácter
político de la enseñanza, en este caso, sería determinado menos por la
rentabilidad individual que suministra el conocimiento adquirido a través de
ella, que por las huellas subjetivas que imprime, individual y colectivamente,
en tanto práctica social.
Huellas
que son muy difíciles de captar a través de una investigación académica. Porque
sería lícito decir que, en última instancia, dado este mundo que habitamos, lo
importante y lo urgente es que la educación enseñe contenidos útiles y valiosos,
ya que una persona mejor educada hace una “sociedad mejor”: el sentido común
puede refutar en dos líneas nuestra hipótesis. Y es que los que participamos de
un taller autogestionado no aprendemos mucho, no sabemos más, no nos volvemos
más inteligentes ni más críticos. No podemos decir, como la ciencia sociológica,
que descubrimos algo; tampoco podemos probar con datos estadísticos ninguna
solución tentativa ni alguna justificación de una política estatal. Sabemos
simplemente que allí algo pasa. Algo nos pasa: hay una nueva
narrativa sobre nosotros mismos, otro modo de subjetivación. Nos reescribimos a
nosotros mismos de una manera novedosa en relación con los otros. Sabemos, como
Rancière, que aprender junto con otros sustraídos de un orden explicador produce
una extraña forma de vincularnos en la vida por fuera del aula. En el caso de
los seminarios autogestionados, el carácter político de la educación tiene que
ver con un modo de construcción colectiva antes que con los resultados de una
transmisión entre individuos, culturas o generaciones. Se trata, entonces, de
la construcción de algo y no se trata de la transmisión de nada. Ahora
bien, ¿cuáles son los problemas filosóficos y políticos asociados al concepto
de transmisión?
El concepto de
transmisión
Si bien
en el último tiempo el concepto de “transmisión” fue objeto de algunas
revisiones, tal como ha sucedido con el caso del triángulo pedagógico, estas
críticas fueron parciales. Hay un libro especialmente dedicado a ello: La transmisión en las sociedades, las
instituciones y los sujetos (Frigerio y Diker, 2004).
En él, es interesante la propuesta de Diker (2004) que nos advierte sobre la
necesidad de interpretar la transmisión como algo que trasciende al objeto
curricular y sobre la necesidad de permitir la trasformación de aquello que se
transmite. Pero en el mismo acto de flexibilización del concepto de
transmisión, la autora se ve forzada a relegarlo a los confines de la
educación. Si bien reconoce que hay experiencias de enseñanza que activan
procesos de transmisión, “el lenguaje de la transmisión no es el lenguaje de la
pedagogía”.
Existen
dos aspectos por los cuales esta revisión del concepto de transmisión confronta
con la hipótesis aquí propuesta. En primer lugar (a), porque abandona desde el
inicio la crítica a la educación del triángulo pedagógico: como la educación es
eso y no puede ser otra cosa, entonces, nos advierte la autora, hay que
referirse a la transmisión como un concepto que la trasciende. En la
argumentación respecto de la diferencia entre educación y transmisión, asegura
que en un proceso educativo no puede habilitarse a que se trasforme aquello que
se transmite. En todo caso, la reconstrucción del conocimiento quedaría
postergada para un ámbito diferente que el educativo. Es significativo que,
bajo este marco conceptual, lo sustancial de un seminario autogestionado
(si se quiere aprender filosofía se debe, en alguna medida, filosofar) quede
por fuera del universo pedagógico:
Como afirmamos más arriba, lo propio de la
transmisión es que ofrece a la vez una herencia y la habilitación para
transformarla, para resignificarla. Los educadores no esperamos ni habilitamos
generalmente que el alumno transforme lo que se le enseña, básicamente porque
el conocimiento no admite que se lo transforme / recree / resignifique, sino
bajo ciertas reglas y desde ciertas posiciones (básicamente las del campo
científico). (Diker, 2004, p. 226)
En
última instancia, nos señala la autora, hay un mundo educativo que todos conocemos,
el de la explicación, pero también hay otro en el que se deben vincular las
generaciones nuevas con las viejas, el de la transmisión. Y mientras nuestra
hipótesis dice que la relación pedagógica es
la relación política, Diker las presenta como entes diferentes, que pueden vincularse tal vez, pero en última
instancia, manifiesta, la “educación explicadora” es una cosa y la “relación
social” es otra. No cuesta mucho advertir que detrás de expresiones tales como “natalidad”
y “recién llegados”, asociadas al discurso educativo, está presente la figura
de Hannah Arendt. Tampoco es difícil de rastrear en ella, con la indulgencia de
que lo hizo más de medio siglo antes, esa separación problemática entre la relación
pedagógica y la relación política:
Quiero evitar malentendidos: me parece que el
conservadurismo, en el sentido de la conservación, es la esencia de la
actividad educativa, cuya tarea siempre es la de mimar y proteger algo: al
niño, ante el mundo; al mundo, ante el niño; a lo nuevo, ante lo viejo; a lo
viejo, ante lo nuevo, Incluso la amplia responsabilidad del mundo que así se
asume implica, por supuesto, una actitud conservadora. Pero esto vale sólo en
el campo de la educación, o más bien en las relaciones entre personas formadas
y niños, y no en el ámbito de la política, en el que actuamos entre adultos e
iguales y con ellos. En política, esta actitud conservadora —que acepta el
mundo tal cual es y sólo se esfuerza por conservar el statu quo— no lleva más
que a la destrucción, porque el mundo, a grandes rasgos y en detalle, queda irrevocablemente
destinado a la ruina del tiempo si los seres humanos no se deciden a
intervenir, alterar y crear lo nuevo. (Arendt, 1996, p. 288)
En Arendt hay una
prescripción de separar la educación de la política. La educación se dirige a
los niños y debe ser conservadora, es decir, debe obedecer a los principios de
la autoridad y la tradición. En cambio, la política, dirigida a los adultos,
obedece al nuevo mundo en donde la autoridad y la tradición son cuestionadas. Lo que no se advierte desde esta perspectiva
es que la misma lógica que configura la relación pedagógica es la que
constituye la relación política.
El texto,
que con cierta inflexión nostálgica critica las nuevas formas de educación de
la época en Estados Unidos, hace una especial mención a los nuevos métodos para
enseñar una lengua extranjera, ya no como debe explicarse cualquier
contenido, sino como se ha aprendido la lengua materna. Es muy sugestivo que la
querella de Arendt apunte contra el pilar de la educación emancipatoria
propuesta por Rancière, que elaboró su crítica a la lógica de la explicación
con la ayuda de la figura de Joseph Jacotot, cuyo libro principal es Lengua
materna, enseñanza universal (2008). Para Rancière, lo que prueba que puede
existir una educación por fuera del orden explicador es, antes que cualquier
cosa, el aprendizaje de la lengua materna, no porque para ese entonces se
carezca de un maestro-explicador, sino porque antes que eso no existe un
medio para explicar.
(…) el ser que se supone virgen, al que el
maestro se propone dar los primeros elementos del saber, ya ha comenzado hace
mucho tiempo a aprender. Es por eso que la cuestión de la «lengua materna» está
en el corazón de la relación entre tiranía y emancipación. El gesto inicial de
la tiranía es en efecto olvidar que el niño que ella «comienza» a instruir ya
ha hecho el más difícil de los aprendizajes: el de comprender los signos
intercambiados por los seres humanos alrededor suyo y apropiárselos a su uso para
hacerse comprender por ellos. (Rancière, 2008a, pp. 14-15)
En
segundo lugar (b), la propuesta de Diker confronta con la hipótesis planteada
al inicio de este texto por la genericidad con la que se presenta el
concepto de “lazo social”. Es decir, el texto de Diker no presenta “lazos
sociales” (en plural), no considera formas diversas de enlazamientos, simplemente
hay un lazo social producto de la transmisión. Y ésta hereda la
cualidad de genericidad del lazo social: no hay abordaje crítico de las formas
de transmisión, hay simplemente necesidad de ella.
El lazo social existe, en todo caso,
en la medida en que un proceso de transmisión se activa, es decir, cuando hay
traspaso de algo (Diker, 2004, p. 224).
La eficacia de la transmisión se
juega, antes bien, en el acto mismo de enlazamiento, en ese movimiento de
inscripción y des-inscripción que habilita, y en la creencia en la autoridad de
aquellos que transmiten. (228-229)
Podemos
identificar en la historia de la pedagogía moderna, algo que en absoluto
podríamos vincular al condescendiente sentido de transmisión proyectado por Diker,
pero que resume en una breve frase la oposición entre educación y ruptura del
lazo social. Tal es el caso, por ejemplo, de Rousseau, quien una década luego
de la publicación de Emilio, en Consideraciones
sobre el Gobierno de Polonia (1771-1772), señala la necesidad de conducir a
los hombres, mediante la educación, hacia un orden político justo que garantice
la libertad:
Es la educación la
que debe dar a las almas la fuerza nacional, así como dirigir de tal manera sus
opiniones y sus gustos que lleguen a ser patriotas por inclinación, por pasión,
por necesidad. Al abrir los ojos, un niño debe ver la patria, y hasta la muerte
no debe ver otra cosa. (Rousseau, 1988, p. 68)
Esta idea constituye, con las diferencias que
imponen los diversos contextos históricos, un antecedente respecto de la transmisión
como aquel recurso encargado de evitar la ruptura del lazo social. Ese par de conceptos contrapuestos (transmisión o desligazón-social),
con algunas adaptaciones propias del devenir de las sociedades democráticas, ha
llegado hasta el discurso de nuestros días. De este modo, la actualización de
esta oposición con frecuencia se nos presenta como “transmisión o no-política”.
Y esto en alguna medida comparte con la propuesta de Diker el hecho de que no
nos permite pensar críticamente en las consecuencias de las formas de
transmisión, sino simplemente considerar su necesidad.
Esta
hipótesis de contradicción entre
“transmisión” y “ausencia de la
política” contiene
en sí misma diversos presupuestos epistemológicos y
ontológicos respecto de,
por un lado, la configuración de una situación educativa
(en la que se despliega
una transmisión) y, por el otro, las diferentes
caracterizaciones que delimitan
un sentido específico del concepto de
“política”. Empecemos por esto último.
La disyunción en cuestión (transmisión o no-política)
define a la política por su carácter negativo: ella sería la encargada de
evitar la ruptura del lazo social. Esta fórmula negativa de la política
encuentra razonablemente su justificación más urgente luego de la
Segunda Guerra Mundial. Lo perentorio de la política es, antes que nada, evitar
el Mal. Y la función de la educación, como herramienta fundamental de la
política, es impedir el resurgimiento del mal. Todo esto encuentra su máxima
síntesis en la expresión de Theodor Adorno: “que Auschwitz no se repita”.
La exigencia de que Auschwitz no se repita es
la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra
que no creo deber ni poder fundamentarla. (…) Cualquier debate sobre ideales de
educación es vano e indiferente en comparación con este: que Auschwitz no se
repita. (Adorno, 1966, p. 80)
Hemos
hallado aquí la contradicción filosófica y política más importante de las
últimas décadas: podríamos identificar en la historia de la filosofía reciente
dos grandes paradigmas, uno dedicado al cuidado de lo diverso (recordemos a
Arendt y a Adorno) y otro dedicado a la construcción de lo común en los
intersticios de una novedad. Para unos, la educación es la transmisión entre
diferentes, es la encargada de “presentar el mundo” a los recién llegados a
través de un ritual de pasaje. Para otros, en cambio, la educación asume un
carácter emancipador cuando se fundamenta en un encuentro entre iguales y se
aborda lo intransmisible de una novedad. Con ciertas diferencias entre sí (Colella,
2015b), los mayores exponentes de este último paradigma son Alain Badiou y
Jacques Rancière.
Un
paradigma emancipatorio, no concibe a la política como aquella que evita o
impide la ruptura del lazo social. Por el contrario, para Badiou esa posición es
conservadora ya que despoja a la política de su potencialidad creativa y
afirmativa. Es el Estado el encargado de evitar la desligazón social. Por el
contrario, antes que evitar la desligazón de elementos individuales, la
política aúna el despliegue creativo y acontecimiental de un cuerpo colectivo. Se
trata, especialmente, de diferenciar una política estatal de una política
emancipatoria. Entonces, la oposición inicial, según este enfoque, debería
sufrir una reescritura: transmisión o no-política-estatal.
Badiou (1993) denuncia la existencia de una ética condescendiente
con una concepción conservadora de la política. En ese sentido, la promoción de
una ética de los derechos del hombre tiene en ocasiones, para el autor, el objetivo
real de acabar con las ideas propias de una política de emancipación. Esta perspectiva
negativa de la política, señala Badiou, al enfatizar en la noción de mal
radical, muestra su incapacidad para nombrar y perseguir un “Bien”. Por
eso, en materia educativa, en el horizonte de este enfoque se halla la
continuidad entre transmisión y política. El concepto de transmisión, por más transigente
y vasto que sea el sentido considerado, puede servir para evitar la desligazón
social y ciertas calamidades de la historia, pero pareciera que no sirve para
evitar otros males como los que se reproducen día a día en nuestro mundo
actual. Para ello hay que dar un paso más e interrogarse: además de reducir la
desigualdad, ¿la educación puede construir igualdad?
Y aquí
aparece una segunda cuestión que mencionamos antes: el sesgo ontológico y
epistemológico. La perspectiva de Diker o de Arendt o, en realidad, del
paradigma que las contiene, sólo propone pensar la educación desde la ontología
de lo Uno que delimita los elementos y las relaciones del clásico modelo del
triángulo pedagógico. Para sostener el concepto de transmisión dentro del
esquema triangular, fundamentan la relación pedagógica en una serie de nuevas
distinciones: adultos/jóvenes, experimentados/no-experimentados,
donadores/no-donadores, quienes dan la posta/quienes la toman prestada, quienes
transitan el tiempo de pasaje/quienes transitan el tiempo de formación, etc.
Por el
contrario, el paradigma emancipatorio señala que todo acto educativo se funda
en la verificación de una igualdad. Y esa igualdad en acto es una potencia
creativa de orden intelectual. Esta potencia intelectual se ejerce o no se
ejerce, se pone en acto o no, se verifica o no, pero es intransmisible. La
igualdad no es producto de lo que se transmite de un individuo a otro, es la
consecuencia de un encuentro que sobrepasa la pluralidad de los elementos que
la componen: sólo en este caso sería lícito utilizar la denominación de “sujeto
colectivo”.
En el
paradigma arendtiano se transmite mundo, se pasa lo que hay. Sin
embargo, hay en todo ser pensante un elemento que es intransmisible: la
capacidad de interceder, atravesar y reconstruir los saberes que enuncian lo
que hay. Se trata de pensar, en un caso y en el otro, las consecuencias filosóficas
y políticas, por un lado, de una educación vinculada a la transmisión de lo
que hay y, por el otro, de una educación orientada a la verificación de una
capacidad universal. El despliegue de esa capacidad no es espontáneo, lo
sabemos, por eso obedece a un principio y a una voluntad de orden político.
Pensar las consecuencias de la educación en el sentido planteado es comprender
que existe una conexión entre las formas de transmisión, las formas de la
política, las formas de construcción de la relación pedagógica y las formas de
ordenamiento social. Esa es nuestra hipótesis original, que no enunciaba lo que
todos ya comprendemos, a saber, que existe un vínculo entre la educación y la
sociedad, sino que planteaba la existencia de una continuidad imperceptible entre
ellas, que nos hace creer que podemos lograr contener y mitigar los males
sociales por medio de una práctica educativa que conserva para sí misma una
metáfora, en apariencia inocua, todavía incuestionada. Tal es la creencia, que
antes de considerar esta hipótesis, la urgencia nos ha llevado a postular una particular
educación como un derecho universal.
La educación como
derecho
Que la
educación se ha convertido, cada vez más, en un elemento fundamental del
discurso sobre la estructuración social es algo que la sociología ha detectado
con premura, basta con mencionar la especialización en temáticas educativas que
desarrolla Pierre Bourdieu desde la década de 1960. Es también cierto, que la
sociología más actual (por ejemplo, Dubet, 2010) ha explicado cómo el impacto
social de los títulos expedidos por las instituciones educativas ha sufrido, a
la par de la desigual masificación entre los diferentes niveles y las diversas
regiones del planeta, una inflación y una posterior devaluación. Hay una cosa
que es lícita permitirle objetar a la mirada urgente y pretendidamente
pragmática: hay menos chances que un individuo educado (en comparación con
alguien que no lo está) caiga en las peores desgracias sociales.
Sabemos
que esa no es una mirada política en toda su dimensión, porque se detiene
apenas en una parcialidad, en un corto plazo, en las reducidas maniobras que
nos deja el mundo tal cual es. Sabemos, también, y más que cualquier otra
cosa, que esa no es una mirada filosófica, porque no quiere repensar ni la
igualdad ni la justicia, porque no quiere horadar los fundamentos educativos ni
sociales, porque no quiere dirigirse a la universalidad. Más bien se conforma
con una comprobación respecto del hoy, no tiene historia ni futuro. Hoy, asegura,
cuantas más personas accedan a un título universitario, más personas
tendrán una vida menos indigna. Sin embargo, la sociología ha advertido
sobre el ayer: ha demostrado cómo las certificaciones de nivel primario o
secundario, inicialmente, tenían efectos beneficiosos, especialmente cuando
coincidían con etapas históricas de pleno empleo, pero también ha señalado cómo
a medida que fueron extendiéndose hacia toda la población, se comenzó a requerir
otro tipo de diplomas o de criterios para la (misma y desigual) distribución
social. Requerimientos que, como sabemos, no son universales, es decir, no
implican a todos por igual: el destino social de individuos de sectores
acomodados generalmente no se decide por sus estudios alcanzados. Y si la
sociología hizo su advertencia sobre el pasado, la filosofía debe realizar una intervención
respecto del futuro: la educación jamás podrá igualar lo que la sociedad
desiguala si no somete sus fundamentos a una crítica radical. Tal es así que la
filosofía observa la circularidad entre el mundo educativo y el universo
productivo, piensa sus continuidades y rupturas, intenta advertir sobre ese
lazo invisible que constituye la hipótesis aquí presentada. En este sentido, la
mirada urgente no puede ser esencialmente filosófica ni política.
Sin
embargo, en los últimos años hubo algunos esfuerzos por pretender que así lo
sea, tal es el caso del libro Filosofía y política de la universidad, de
Eduardo Rinesi (2015). Según el autor, la universidad será un derecho si a ella
pueden acceder todos los individuos que así lo deseen y si estos pueden
aprender y graduarse en un plazo razonable. Es tan interesante lo que el libro
dice como sugerente lo que omite. No sólo la mirada puertas adentro
omite la clásica distinción entre el output y el outcome de la
universidad, sino que si se trata de pensar en la gratuidad universitaria, la
educación pública asume, para Rinesi, la impoluta condición de no ser nada
parecida a una mercancía, a un bien que se compra o se vende, no obstante, se
omite la mención a las derivaciones de la educación universitaria más allá
de sus muros, pero para lo que ella misma fue orientada, para la
transmisión de saberes útiles y para la expedición de licencias que van a ser
moneda de intercambio en el mercado laboral. De este modo, la educación
superior asume la extraña condición contradictoria de no ser, declarativamente,
una mercancía, pero de seguir siendo, de hecho y de derecho, una mercancía.
En el
libro se menciona en reiteradas oportunidades que la propia institución “no debe
poner excusas” para no cumplir efectivamente con garantizar el derecho a la
universidad, sin embargo, no hay ninguna mención a lo que la sociedad hace con esos
estudios universitarios. Y esto es posible, entre otras cosas, porque se ha
excluido la hipótesis de una conexión entre la relación pedagógica y la
relación social. Mencionamos anteriormente que esta hipótesis devenía de los
estudios de la obra de Jacques Rancière. Sin embardo, Rinesi utiliza de forma
explícita y debidamente referenciada la noción central de Rancière para
elaborar una argumentación particular. Mientras que el concepto de igualdad
es empleado en Le maître ignorant (Rancière, 1987) para trastocar la
relación pedagógica, en Rinesi el concepto de igualdad es empleado para
justificar el hecho de que todos los individuos tienen derecho a ser incluidos
en aquella relación pedagógica para luego obtener beneficios sociales de ella. Es
decir, en una discusión contra un sector conservador y elitista que siempre
encuentra razones por las cuales afirmar que la universidad es para pocos,
Rinesi argumenta que todas esas razones (desigualdad de origen, falencias de
niveles educativos anteriores, etc.) pueden ser confrontadas contra la igualdad
rancieriana (la igualdad como punto de partida). Lo que termina por decir
Rinesi es exactamente lo contrario que intenta plantear Rancière: como todos
poseen una capacidad universal común, todos tienen la posibilidad (y el
derecho) de ser explicados, de aprender y de obtener un título universitario.
Tal conversión puede realizarse porque no se percibe ningún vínculo entre la
pirámide educativa (el triángulo pedagógico) y la pirámide social.
Y esa
falta de percepción entre una y otra se evidencia claramente en el siguiente
fragmento de una entrevista realizada a Eduardo Rinesi:
Es que ahí está la confrontación de dos
lógicas, que a nosotros nos gusta hacer confrontar. La verdad es que la
historia de la universidad pocas veces las confrontó. Por un lado, está la
lógica meritocrática, jerárquica, investigativa, académica. Y uno podría decir
que la encuentra más o menos razonable, por la sensación que es razonable que
el tipo que más estudió sea reconocido. Eso está fuera de discusión. La
universidad siempre tuvo ese principio meritocrático también como principio de
organización interna. El asunto es que, para cuando esa institución, que tiene
mil años —tiene muchos años la universidad—, entra en un siglo que es el siglo
XX, solo en la Argentina comienza con esa novedad interesantísima que fue la
Reforma de 1918 que conmovió un esquema muy jerárquico de organización; (…) El
1968 francés se parece mucho en sus consignas, en su educación democrática al
1918 cordobés que es como el intento de decir esto que decís vos, no
cuestionamos que el postdoctor que sabe un montón de que se yo que sea titular
de cátedra y nos puede tomar un examen, cuestionamos que su voz valga más en
término de la auto organización democrática de la universidad. (Ruggiero, 2018,
p. 16)
El
problema, diría Rancière, es que no son dos lógicas, es una y la misma. Le
alcanzaría a este ensayo con decir simplemente eso: que las relaciones que se
construyen dentro del aula tienen continuidad con las que se erigen en los
consejos universitarios, en las salas de teatro, en las asambleas y en el
Congreso Nacional, en los espacios laborales, en las calles y en los estadios
de fútbol. Si en algún momento histórico esta hipótesis apareció con mayor
intensidad fue en el Mayo francés de 1968, allí no había dos lógicas sino una y
la misma: la impugnación al cientificismo era la propia impugnación, puertas
afuera de la universidad, a la dominación obrera. La objeción al magisterio
se cimentaba sobre los mismos argumentos con los que se levantaban las
barricadas contra la patronal. Tal es así que esa experiencia fue la que llevó
a Rancière a romper con su propio maestro, Louis Althusser.
El
derecho a la educación, planteado en los términos que se viene haciendo, tiene
un problema fundamental, y ese problema es que parte de una exclusión inicial.
Esa exclusión constitutiva del “derecho a la educación” es a la que le opone
Rancière su concepto de igualdad como punto de partida. Esa exclusión se
elabora con buenas intenciones de la forma siguiente: la educación es un
derecho, por tanto, existiría una segmentación tácita entre quienes son parte
constitutiva de la educación y aquellos que, privados de ésta, deberían tener
derecho a percibirla. De un lado están los que “hacen” o “proporcionan” la
educación y, del otro, los que deben “obtenerla” o “recibirla”. La consigna “derecho
a la educación” presenta cada vez más a la educación como el derecho de las
víctimas, el derecho de aquellos que aún no son capaces de ejercer por sí
mismos sus derechos, entre otras cosas, porque no están del todo formados
para hacerlo. La circularidad tautológica de este planteo no deja salida a otra
cosa más que a la reproducción del modelo triangular y de la lógica que lo
sustenta.
Salirse
del triángulo pedagógico es asumir la igualdad de un modo sustancialmente diferente.
En este sentido, la educación no es meramente una transmisión o un salvavidas
que se lanza a las nuevas generaciones de las familias pobres. La educación que
no se pretende mercancía no se da ni se recibe, sino que se hace.
Un
auténtico derecho universal a la educación implica que
esa educación sea pensada
y decidida, sin exclusiones, por todos (tal como nos enseñan,
por ejemplo, los
seminarios autogestionados). La educación emancipatoria es algo
que se
construye desde el común, es un espacio colectivo,
intencionalmente sostenido
por una comunidad para pensarse y reinventarse a sí misma. Es
una práctica política
milenaria que, si pretende ser un derecho, en cada situación
particular debe reiniciarse
e implicar a todos en la pregunta sobre el significado de sí
misma: ¿por qué
estamos acá juntos?, ¿quién educa a quién?,
¿cómo nos educamos?, ¿quién es, en
última instancia, el sujeto de la educación?
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